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ОглавлениеEl escritor como artesano
Juan José Adriasola
La figura de Manuel Rojas es singularmente reacia a la definición. En parte, esto puede ser el producto de más medio siglo de una actividad intelectual tan intensa como diversa. Producto, también, de un tiempo todavía más largo de lecturas y comentarios a su persona y su obra. Leyendo estos últimos y los escritos del mismo Rojas, aun cuando pueden tratar de una misma persona, se encuentran personajes claramente distinguibles, tanto en su figura como en los derroteros que enfrentan en cada caso. El joven que cruzó a pie la cordillera, el anarquista, el lector voraz y autodidacta que a los dieciséis años ya se iniciaba en la escritura. El trabajador inquieto, amigo de los oficios y receloso del estanco profesional. El carpintero, pintor, obrero, consueta, linotipista, conferencista y profesor. El escritor. El humanista radical que en sus personajes dio vida, dignidad y voz a los marginados de la sociedad moderna y, en cierto sentido, marginados también de una buena parte de la literatura en Chile. El creador vanguardista que rompió esquemas y revolucionó las formas de la narrativa chilena. El Premio Nacional de Literatura. El autor de manuales e historias literarias, formador y a la vez protagonista del canon literario nacional.
Con Manuel Rojas no disponemos de una imagen sola y conclusiva, sino de una multitud de ellas, que tanto se cruzan y se superponen, como se desarrollan de forma independiente y aun se contradicen en ocasiones. Una parte al menos en la formación de este cuadro diverso nos corresponde a los lectores; sin duda otro poco le corresponderá al irremediable paso del tiempo. El propio Rojas parece haber sido consciente de la importancia de los primeros y los efectos del último. Escribió en más de una ocasión sobre sus lectores, sobre los que imaginaba debían ser destinatarios de su obra literaria, y sobre críticas dedicadas a sus cuentos y novelas. El tiempo, por su parte, tiempo de la narración y de lo humano, es en buena parte protagonista de su más importante obra novelesca, la tetralogía de Aniceto Hevia. Junto con esta conciencia sobre elementos, en principio, externos, me parece y quisiera proponer que Rojas toma parte también, y de forma muy activa, en la construcción de estas imágenes; y que esta actividad responde al deseo de construir y transmitir una figura particular del trabajador de la literatura, del escritor, como he propuesto en el título, como un artesano.
Este deseo se manifiesta en dos planos, por cierto, inseparables. Por una parte, cruza de forma implícita el modo de producción de Rojas, digamos, la dimensión de la praxis en la que desarrolla su oficio de escritor, desde los primeros cuentos hasta sus últimas novelas. Por otra parte, es un deseo que se tematiza y desarrolla de diferentes formas en sus ensayos, iniciando en los años treinta, y muy intensamente hacia fines de los cincuenta y durante los sesenta. En estos últimos, me parece que puede observarse el esfuerzo tremendo que realiza el escritor, no por ofrecer información adicional sobre su vida y sus ideas respecto de la literatura, sino por hilar cierta continuidad entre aquel joven anarquista y andariego, y el escritor de las últimas décadas. La continuidad entre aquellas imágenes en apariencia lejanas, parece haber observado Rojas, estaba ya dada en la práctica del trabajo de toda una vida.
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La figura del trabajo artesanal aparece con frecuencia en los estudios y comentarios sobre la obra de Rojas que atienden a su largo desarrollo histórico. Dos ejemplos relativamente recientes los podemos encontrar en el ensayo “El otro tiempo perdido”, de Jaime Concha, y la ponencia “La escritura en tiempo presente: Manuel Rojas corrige sus cuentos (1926-1970)”, de Ignacio Álvarez. Se trata de textos distintos por cierto, tanto en formato como en objetivos. Comparten, sin embargo, una atención detenida en la práctica de la escritura de Rojas que coinciden en ilustrar como el ejercicio de un trabajo artesanal.
En el caso de Concha, primeramente en una breve nota al pie, la figura aparece al comentar con admiración que el autor haya publicado unos Apuntes sobre la expresión escrita en 1960. Dice sobre el texto: “Con gran cuidado, con mucho amor, el autor enseña a sus alumnos lenguaje y estilo en sus aspectos primarios —‘primarios’ en el doble sentido de elemental y de primordial—. Lo hace con humildad y orgullo, como parte de una práctica artesanal” (Concha 223). Más adelante en el mismo ensayo, discutiendo la construcción de la tetralogía de Aniceto Hevia y la labor que en ella desempeñan las últimas dos novelas, el artesano vuelve a aparecer: “El autor se entrega en ellas a una labor de relleno, […] es decir, un trabajo artesanal de ajuste, de argamasa, para cubrir los intersticios que han quedado entre el primer relato y el siguiente” (Concha 230). Las dos tareas que describe Concha aúnan, en una concepción específica del trabajo, dos dimensiones en apariencia distantes de la escritura de Rojas. En ambos casos se destaca la oficiosa dedicación al trabajo de aquellos materiales primarios de la construcción literaria: su presentación en la forma más elemental, en el primero; su despliegue en la compleja estructura de la tetralogía, en el segundo. Son tareas distintas conocer y enseñar esos materiales, y completar la arquitectura del mundo, de los personajes y del tiempo construido; en su práctica, sin embargo, se alimentan la una de la otra.
La reflexión de Álvarez, desprendida del cotejo de las numerosas ediciones de los cuentos de Rojas, nos devuelve otra vez a la dimensión de la praxis. El artículo presenta los principales recursos de corrección presentes en las diversas revisiones que realiza el autor1. Esta labor, distendida a lo largo de casi medio siglo, es descrita como una “paciente orfebrería” (1). Aquí resuena nuevamente, y se amplifica, la idea del trabajo de lo primario: la dedicación del miniaturista, a través de décadas de trabajo delineando pequeñas variaciones sintácticas y semánticas, para recomponer el cuadro en su totalidad. El ejercicio continuo de estas revisiones, nos indica Álvarez, imprime en los textos un tiempo presente que funciona junto a los tiempos representados en sus relatos, y las fechas de su primera publicación: el de “la práctica misma de la escritura” (7), que continúa operando sobre ellos mismos, y que a la vez los trasciende. Un presente curioso, necesariamente en marcha pero que no renuncia al tiempo histórico, sino que lo recupera, lo habita, lo vuelve tiempo vital.
En ambos casos vemos que la caracterización de la escritura en Rojas como trabajo artesanal afirma dos características fundamentales: la dedicación experta al trabajo del material y la estructura que se construye, por una parte; y, por otra, una intensidad afectiva que enmarca aquella práctica experta en una experiencia vital. Esta vitalidad tiene relación con la vida y la práctica del autor, pero al mismo tiempo se expande más allá de su persona. Son también los estudiantes imaginados y reales, los lectores que busca alcanzar a través de la geografía y las generaciones; a la vez que se alimenta de ellos, en ellos se proyecta esta práctica y la vida que abre.
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La recurrencia de la figura del escritor-artesano en los ejemplos anteriores y en tantos otros, se condice con una inflexión sostenida por el propio Rojas a lo largo de su vida intelectual, en la forma en que consistentemente se dirigió en general al trabajo, y en particular al suyo como escritor. Esta visión aparece primero en la obra de Rojas como negación, es decir, como aquello de lo que se priva en el trabajo explotado y entendido como servidumbre2. Muy tempranamente, y de forma germinal, la crítica aparece en el escrito “Orfebres”, publicado en 1914 en el periódico anarquista La Batalla. Se trata de un texto brevísimo, que negocia una prosa modernista con el ideario de las jóvenes vanguardias del siglo XX. “Hay orfebres y orfebres”, parte, pasando de inmediato a describir la labores del engaste, el burilado, el pulido y la confección de las más elaboradas joyas, que no obstante el trabajo de quien las elaboró, se descubren en un servicio siempre ajeno. “Hay orfebres y orfebres —continúa—. Los otros, ¿los conocéis?”, para entonces reconstruir la artesanía de la idea, de la figura y del alma libre, los “orfebres del ideal”. “Hay orfebres y orfebres —finaliza—. Aquellos: esclavos. Estos: libres. ¡Nosotros!” (Rojas Un joven 44-5). Más allá del cándido idealismo que sorprende en el texto, en él aparece por primera vez una conceptualización del trabajo, muy significativamente formulada a propósito de una labor artesanal, en la que se busca involucrar la creatividad intelectual como contrapunto, es cierto, pero también partícipe del problema. En efecto la creación es trabajo, por abstracto que aquí se lo represente; y no todo trabajo es libre, lo que para Rojas en ese momento conforma el significado mismo de lo humano.
Más de dos décadas después, siendo ya un autor reconocido por sus cuentos y habiendo publicado ensayos contundentes sobre creación literaria, retoma esta reflexión en el ensayo “La creación en el trabajo” (1937), incluido en el volumen De la poesía a la revolución (1938). En él, como ha destacado Grínor Rojo, la crítica que hace al trabajo industrial es cercana al desarrollo de Marx, en 1844, a propósito del trabajo enajenado3. Si en la formulación germinal del problema, aquello que se rendía era la libertad en un trabajo degradado a servidumbre; aquí es la creación la que resulta radicalmente expulsada, en la fragmentación del trabajo bajo el sistema industrial-capitalista. La caracterización que hace Rojas de esa potencia creativa trasciende aquí a artistas e intelectuales para habitar a la humanidad completa. “La creación —dice— no es una cualidad circunscrita a determinados hombres. Todo ser humano la contiene en sí” (De la poesía 113). Se trata, nuevamente, de la expresión misma de la humanidad en la dimensión material de su hacer. Al sustraerla de la actividad productiva, de la que el trabajador ya “no toma parte más que maquinal” (115) —en el pensamiento de Marx, al hacer ajeno al trabajador la actividad y el producto de su trabajo—, se aplastan no solo la serie de tradiciones productivas pre-modernas, sino el sentido humano del trabajo, y el sentido de lo humano en el trabajador. Para Rojas, el trabajo del obrero clásico, el artesano, se diferencia justamente en que gravita en torno a la creación que se desprende de la particularidad de cada obrero, y de la impresión que esta deja en aquello que se ha creado. Dice:
Toda creación necesita cultura en un sentido determinado, es decir, un dominio de aquellos elementos mentales o materiales que entrarán en su realización. El obrero que hace unos zapatos a medida o el que hace un mueble solicitado, necesita, para hacer esos zapatos o ese mueble, un conocimiento previo de las formas generales de los pies y de los zapatos, en el primer caso, y uno de las maderas y de los estilos en el segundo; nadie que no haya hecho un aprendizaje adecuado podrá hacer ninguna de las dos cosas. […] Para adquirir esa cultura es preciso estudiar o practicar, es decir, luchar. Toda creación es una lucha, así como también es un placer (De la poesía 114).
Suprime el trabajo industrial esa lucha y junto a ella la necesidad por la cultura particular del obrero, la necesidad por su creación. Al morir esta última, continúa Rojas, muere “con ella el amor a una labor que ya no es un fruto de la inteligencia ni de la cultura personal del que la hace” (De la poesía 115). Como en la reflexión de Marx, la enajenación del trabajador respecto del trabajo prontamente se vuelve sobre sí: al suprimirse lucha y creación se suprime simultáneamente placer y amor. Contrastando con el trabajo vitalizado al grado que puede continuarse por décadas, se expone un trabajo desafectado, vivo tan solo en la transacción, mecánica y precaria, de fuerza por salario y, por esto mismo, un trabajo que se prefigura aislado.
Hacia el final del ensayo, Rojas rescata de la negación una de las dimensiones de aquel trabajo artesanal y radica en ella la potencia de una transformación posible. Dice:
Pero si el proletariado supiera que no trabaja ya para un patrón, para un grupo o para una clase, sino para la colectividad, y que esta colectividad, de la que forma parte, está empeñada en construir, por ejemplo, un sistema social y económico más elevado que el actual, el trabajo ya no sería para él una carga: tendría algún sentido no puramente material, y por ese sentido se escaparía, transformado, aquel que siente en sí y que no puede desarrollar: el de la creación. Crearía, en otra forma, pero crearía (De la poesía 118).
Es notoria la distancia que toma en este punto respecto del pensamiento marxista, apartándose de la noción de clase, para proponer en cambio una idea de colectividad que acoja la actividad del individuo, necesidad estricta en el contexto de su formación anarquista. La salida se abre solo en la medida que el trabajo, de nuevo colectivo, recupera la dimensión afectiva y vinculante del oficio artesanal. Solo contando con ella se hace posible, para Rojas, el ingreso al trabajo industrial de una forma de “cultura” que, aunque transformada, dé paso a la creación. Aun siendo personal, ya en el obrero clásico esta suponía la impresión de una práctica individual en el marco de un conocimiento y de un oficio que trasciende al individuo pero no lo subsume, sino que lo vincula productivamente al colectivo que ha reconocido esos materiales y herramientas, que ha refinado y transformado las técnicas, y que lo ha iniciado, al artesano, en todas ellas. La transformación que sugiere Rojas, cuya realidad observa con desconfianza4, está anclada en la posibilidad de trasladar la creación, del oficio y producto específicos que materialmente se trabajan, al trabajo multitudinario que busca crear ese cuerpo social reconocido, colectivamente, como mejor. Una vez más, se trata de un movimiento que, para avanzar, necesita flectar el tiempo: volver a transitar y re-habitar ese tiempo pasado para abrir paso a formas posibles de futuro.
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Volviendo a la creación literaria, la reflexión de 1937 deja expresada, aunque de forma indirecta, una pregunta a propósito de la creación artística que es crucial para comprender la forma en que Rojas la imagina en ese punto, y que cruza luego sus reflexiones en torno a la labor de la escritura literaria. Se trata de una pregunta por la excepcionalidad y por el lugar de lo común. En el imaginario que nos presenta no parece ser posible la creación sino en una coexistencia de ambas coordenadas. Sin duda la innovación es un valor palpable para Rojas. En los tres ensayos que publica sobre la literatura chilena5 en la década de los treinta, queda claro el rechazo que le genera la reiteración mecánica de escenarios, temas y tipos (el campo, las costumbres y el roto y el campesino, en este caso). La considera una expresión superficial porque carece de una mirada que los transforme en algo distinto de los moldes que inicialmente los incorporan a la literatura. Al mismo tiempo, no obstante, resultaría impostado sugerir que esto implicó en Rojas la defensa de la novedad radical que enarbolaron algunos grupos de vanguardia, de la creación ex nihilo y siempre fuera de la historia. La atención, la lectura voraz e involucrada de los mismos autores que critica en aquellos ensayos de los treinta (y los que siguieron) ya nos hablan de algo distinto. La excepcionalidad del artista, al menos de ese que reconoce Rojas en el obrero clásico, necesita de un territorio común: aun cuando el artesano busca hacer avanzar el oficio y en ese avance imprimir su seña individual, lo hace necesariamente en compañía de otros, y en territorio habitado.
Esta pregunta, clave en la representación que hace Rojas de su oficio, se desarrolla con intensidad en la serie de comentarios autobiográficos a su obra que desarrolló en la última etapa de su vida. Pienso aquí en tres textos fundamentales: el ensayo “Algo sobre mi experiencia literaria”, incluido en El árbol siempre verde (1960); su Antología autobiográfica, de 1962; y el ensayo “Hablo de mis cuentos” escrito para la edición de sus Cuentos, en 1970. Se trata de obras complejas que ciertamente podrían (y quizás debieran, en otro momento) ser interpretadas en conjunto con los demás volúmenes autobiográficos de Rojas, para así indagar en la construcción de ese personaje vital que a todas luces ha mediado la recepción de su obra. Por ahora, volvamos al tema que nos ocupa: el relato que construye Rojas sobre la formación y la realización de su oficio, y sobre el espacio común en que este se desarrolla.
Uno de los recursos más elocuentes en estos textos es la indistinción, al momento de relatar aquella cultura, respecto de lo que podríamos llamar una formación específica literaria y experiencias generales de vida. Habiendo contado algo de estas experiencias, Rojas concluye en “Algo sobre mi experiencia literaria”, “tal es, acaso en demasiadas palabras, mi curriculum como escritor y casi mi curriculum como hombre” (44). No hay una distinción efectiva, se trata de un solo y mismo evento. Revisemos en qué consiste aquel evento:
Es preciso recordar las circunstancias especiales que aparecen en aquel curriculum: la aparición de un libro en la vitrina de una librería, el conocimiento de una señora que me proporcionó la ocasión de leer novelas de categoría, mi contacto con gente que, como los anarquistas, tenían el gusto y casi la manía de la lectura, mi amistad con Gómez Rojas y finalmente la necesidad, y casi la amenaza del hambre, que me hizo escribir Laguna (El árbol 45).
En este breve sumario ya se muestran las dos dimensiones que mencionaba arriba. Detengámonos un momento en la representación del oficio que se desprende de aquí, para luego abordar la dimensión colectiva que lo nutre. La alusión a la necesidad y el hambre, que desembocan en Laguna, señala una experiencia decisiva en su formación como escritor. Tanto es así que la historia la narra Rojas en este ensayo, la evoca luego en el comentario sobre el cuento incluido en la Antología autobiográfica y vuelve una vez más sobre ella en el ensayo de 1970. Se trata del momento en que llega para él la confirmación de que “podía escribir cuentos” (El árbol 42). Esta no ocurre a propósito de una revelación de las musas ni de una epifanía de ningún tipo: se trata en efecto de una confirmación del trabajo realizado en la escritura, experimentación y corrección de sus propios textos hasta la fecha; una confirmación que es tanto social —sus cuento es premiado en el concurso organizado por la revista La montaña— como económica —por ello recibe cien nacionales, monto en ese tiempo cercano “al sueldo de un empleado modesto, un profesor primario, por ejemplo” (Hablo 12). La experiencia se refuerza con la distinción recibida en un nuevo concurso, organizado esta vez por la revista Caras y caretas —por el cuento “El hombre de los ojos azules”. Llega luego la publicación de “El cachorro” y “Un espíritu inquieto” en la revista Suplemento y la misma Caras y caretas, respectivamente, la cual, cuenta Rojas, “pagaba trescientos pesos por cada cuento” (Hablo 13). Finalmente, la experiencia se resuelve, y reconfirma aquel primer hallazgo (“podía escribir cuentos”), con la publicación de Hombres del sur y Tonada de un transeúnte, por los que recibe también un pago.
El énfasis que hace en ella y la importancia que tiene para Rojas la dimensión económica de su iniciación a la escritura, nos habla con claridad de la forma en que la imagina. Por una parte está la necesidad efectiva, “la amenaza del hambre”, situación material que en cualquier caso le impediría sublimar la práctica de la escritura, abstrayéndola de sus condiciones de producción, validación y circulación. Sin embargo, no es solo esa condición de necesidad sino la imaginación de la labor de la escritura en el ámbito de la dimensión social del trabajo, que, como tal, llama a una retribución y sirve tanto para particularizar cierta imagen pública del individuo como para garantizar en términos muy concretos su subsistencia. De aquí que en el comentario a Lanchas en la bahía que incluye en su Antología autobiográfica Rojas se narre a sí mismo “mortificado” cuando, luego de la quiebra de la editorial, el editor le ofrece pagarle sus derechos en libros. Se imagina entonces como un panadero “a quien se le ofreciera pagarle en pan su trabajo” (Antología 72). Las condiciones de base del trabajo literario, enfatiza Rojas, no son excepcionales, son las condiciones materiales de cualquier oficio. Así, por ejemplo, cuando en 1960 se pregunta cómo llegó de sus primeros escritos (desastrosos, a su parecer) a ser incluido cinco años después en la antología de los Diez, la respuesta es clara y sucinta: “Escribiendo sin descanso y leyendo durante días enteros” (El árbol 41). Es decir, en el ejercicio concreto de esa cultura en las dos dimensiones de su práctica: el aprendizaje y la realización individual.
Así como no es excepcional tampoco es aislado el oficio que describe Rojas. En su mundo un sujeto siempre llama a otro, un relato inevitablemente se encadena con otro. Jaime Concha, leyendo “Imágenes de Buenos Aires - Barrio Boedo” en su ensayo “Los primeros cuentos de Manuel Rojas”, lo presenta de la siguiente forma:
‘Nazco, pero no tiene importancia’: esta frase, que se destaca en relieve, capta bien el espíritu de estas reminiscencias, determinando emblemáticamente, para todo el proyecto autobiográfico de Rojas, la presencia de un yo nunca central ni jerárquico ni excluyente (219).
No parece posible para Rojas imaginar una actividad creativa que no esté imbricada en un complejo tejido de relaciones humanas, de vidas y, por supuesto, de historias. La primera persona que alude Concha no solo existe siempre en relación con otros, sino pareciera que solo se hace posible su existencia en la medida que dichas relaciones ocurren. La historia de la influencia de su amigo, el poeta José Domingo Gómez Rojas, es también central en relato de su formación como escritor y, como la experiencia de los concursos, es relatado en los ensayos de 1960 y 1970, y evocado en el libro de 1962. Según cuenta Rojas, es su compañero Gómez Rojas quien tempranamente lo insta a dedicarse a la literatura. En el relato, sin reducir la importancia que tiene para él al suceso, Rojas considera necesario (en las dos ocasiones que lo narra) apuntar que no se trata de una experiencia excepcional, y especialmente a propósito de su persona. Esto porque el poeta, según cuenta, “tenía la manía o la virtud de aconsejar a sus amigos que se dedicaran a trabajos artísticos, tuvieran o no tuvieran disposiciones para ello o deseos de hacerlo” (Hablo 11). Es un evento decisivo y es decidora la manera en que se lo presenta. De igual manera que el trabajo necesita ingresar al dominio público y no mantenerse en una relación exclusiva del escritor con su obra, la práctica de la creación literaria, en la representación que Rojas hace de ella, no solo está intervenida por ese tejido humano colectivo, sino que se forma y desarrolla allí mismo.
Quizás el lugar donde esto es más evidente son los comentarios que hace de su obra en “Hablo de mis cuentos” y la Antología autobiográfica. Estos comentarios no son, ni se quieren, explicativos6; su función es, en cambio, la de enriquecer y densificar su obra añadiéndole de forma explícita otra dimensión: la de la práctica vital que los enmarca. Una parte importante de este encuadre tiene que ver con las reflexiones del “orfebre” que nos presenta Álvarez: qué buscaba, cómo intentó hacerlo, de qué recursos disponía y qué otros fueron surgiendo, qué confirmaciones y qué críticas aparecen con la distancia del tiempo. Otra parte es la reconstrucción de aquella red de vínculos interpersonales: el origen variado y heterogéneo de las mismas historias, y también las personas (amigos, familia) que acompañaron la escritura de los textos. La práctica creativa, parece indicarnos Rojas, no se puede entender sino como una actividad que siempre y necesariamente está vinculada a otros, en la lectura, la conversación, las andanzas, los relatos compartidos y re-narrados una y otra vez. Sobre este punto los ejemplos abundan: desde la función de la mujer de los duraznos en su iniciación a la lectura hasta el largo tributo a Máximo Jeria en la Antología autobiográfica (101-103), o, en “Hablo de mis cuentos” la rememoración del Negro Nieves quien, como destaca Rojas, “entre tantos otros amigos, contribuyó con una parte de su vida a mi carrera literaria” (18).
La multiplicación de las subjetividades que tienen participación en la obra de Rojas, su inclusión en el comentario que él mismo desarrolla de ella, mantiene un vínculo estrecho con esa otra dimensión, la del conocimiento técnico de su obra. No se trata sino de una particularización del tipo de trabajo que le interesa destacar, se trata, justamente, de la cultura personal que acompaña toda su actividad creativa.
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El legado de Manuel Rojas es, como su figura, resistente a las definiciones y a la pura cuantificación. Se trata de un cuerpo robusto de cuentos, poemas, novelas y ensayos de diverso orden. Un acervo desde el que pueden leerse las más importantes transformaciones de casi un siglo de literatura en Chile. Al mismo tiempo, en su obra y a través de ella, se descubren décadas de un trabajo intenso, de lucha y de placer, que legan más que un número exacto de páginas. Una forma de crear, por cierto, y también una forma de entender y relacionarse activamente con la historia, los espacios y los sujetos que habitan todo oficio. Especialmente en un contexto como el nuestro, en el que con demasiada frecuencia la productividad en el trabajo se mide en su más mezquina expresión cuantitativa, me parece que el legado artesanal de Rojas es de una importancia, también, vital.
Biliografía
Álvarez, Ignacio. “La escritura en tiempo presente: Manuel Rojas corrige sus cuentos (1926-1970)”. XXXIX Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI), en julio 2012, Cádiz, España. Disponible en http://www.manuelrojas.cl/wp-content/uploads/Sobreobra/PublicacionesPDF/Ignacio-Alvarez-Manuel-Rojas-La-Escritura-En-Tiempo-Presente.pdf
Concha, Jaime. “El otro tiempo perdido”. Leer a contraluz. Estudios sobre literatura chilena. De Blest Gana a Varas y Bolaño. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2011: 223-244.
___. “Los primeros cuentos de Manuel Rojas”. Leer a contraluz. Estudios sobre literatura chilena. De Blest Gana a Varas y Bolaño. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2011: 201-222.
Rojas, Manuel. “Algo sobre mi experiencia literaria”. El árbol siempre verde. Santiago: Zig-Zag, 1960.
___. Antología autobiográfica. Santiago: Lom, 2008.
___. “Orfebres”. Un joven en la batalla. Textos publicados en el periódico anarquista La Batalla. 1912-1915. Comp. Jorge Guerra. Santiago: Lom, 2012.
___. “La creación en el trabajo”. De la poesía a la revolución. Santiago: Lom, 2015.
___. “Hablo de mis cuentos”. Cuentos. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2016.