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El mundo y el libro: tres escenas del descubrimiento de la lectura en las Imágenes de infancia y adolescencia de Manuel Rojas7

Ignacio Álvarez

En este trabajo intentaré, en principio, una lectura más o menos suspicaz de tres fragmentos contenidos en Imágenes de infancia y adolescencia (1931-2015), el libro póstumo de Manuel Rojas que reúne sus memorias de niñez y juventud.8 Se trata de tres fragmentos que parecen aislados pero que en realidad están muy conectados temáticamente: en ellos se representa —y puesto que recurren: se repite y se varía— la escena de un Manuel Rojas niño o joven que descubre la literatura por medio de la lectura.

Se trata, entonces, de pensar la codificación del hallazgo de lo literario a través de tres escenas de lectura, una expresión que progresivamente ha ido adquiriendo consistencia y densidad para la crítica literaria latinoamericana. Una escena de lectura, como señala Ricardo Piglia, es una “representación imaginaria del arte de leer la ficción” (24) que visibiliza “cuestiones de colocación de los escritores, de sus modelos, de sus disputas estéticas e ideológicas, así como [coopera] en trazar los horizontes morales, sociales, culturales que circundan la lectura” (Zanetti 14). Las escenas de lectura son dispositivos textuales que permiten a los escritores elaborar, consciente o inconscientemente, los problemas de su propia producción literaria.

En estas tres escenas voy comentar preferentemente el vínculo entre las palabras y las cosas, entre la literatura y el mundo, entre la letra y la experiencia material. Es que para Manuel Rojas este es un vínculo que resulta sorprendentemente problemático. Se lo advierte, por ejemplo, en la deliberada ambigüedad con que confunde su propia biografía y la de los personajes de ficción, una trenza que combina al ciudadano Rojas con sus protagonistas desde su primer cuento publicado, “Laguna” (1929), hasta su última novela, La oscura vida radiante (1971). Dato central de su proyecto literario, la crítica lo ha descrito por medio de una categoría indecidible, la de “ficción autobiográfica”.9 La misma cuestión del libro y el mundo, en otra encarnación, aparece al comparar los juicios, algunos francamente contradictorios, que despierta el corpus de Rojas como un todo. Un crítico norteamericano decía en 1974, por ejemplo, que el “tema central [de sus novelas] es el esencial valor del hombre despojado de todo artificio impuesto por la sociedad” (Lichtblau 255), mientras que otro crítico, chileno esta vez, podía explicar en 1985 ese despojo como una ilustración más o menos clara de la ideología anarquista (Cortés 33). Palabras y cosas. En el primer caso el problema es saber cuánto hay de esa cosa que fue Rojas en las palabras de las que están hechos Eugenio Baeza o Aniceto Hevia. En el segundo se trata de saber si las cosas del mundo pueden aparecer en su presencia absoluta a través del texto literario o bien si lo hacen alteradas y deformadas por el esquematismo que impone cualquier sistema simbólico, como la ideología libertaria en este caso.

Creo que estas escenas de lectura, representaciones del origen de lo literario, pueden iluminar el modo particular en que Rojas lidia con este problema, un problema con el que deben lidiar todos los escritores y todos los proyectos literarios. El nacimiento de la literatura es también el momento en el que se produce la costura primordial entre las palabras y las cosas.

Las tres escenas

El primer cuadro transcurre en Rosario. Manuel Rojas tiene, más o menos, trece años:

Por esos días apareció la literatura, el árbol improductivo de ramaje siempre verde, como la llamó Flaubert. En el trayecto de mi casa al colegio descubrí un día en la mal iluminada vitrina de una librería que vendía libros, serpentinas y artículos de escritorio, un libro cuya carátula me atrajo: mostraba un salvaje semidesnudo que corría y era alcanzado, en plena carrera, por una flecha que le hería por la espalda. ¿Qué significaba eso? En mi casa nunca había visto un libro, excepto aquellos que me servían para los estudios del colegio, geografía, aritmética, historia, etc.; ese libro llevaba el título de Devastaciones de los piratas y su autor era Emilio Salgari. Después de mirar mucho esa carátula se me ocurrió que podía comprar ese libro. Entré en la librería y el dependiente español me dijo su precio: veinte centavos. Era una suma casi fabulosa para mí. Mi madre me daba todos los días, al irme al colegio y según cómo estuviera de fondos, una moneda de dos centavos o una de uno, con la cual moneda compraba cigarrillos o dulces. Me propuse economizar algo de la moneda de dos centavos, ya que la otra no se prestaba sino para hacer economías cerradas; o la guardaba o la gastaba, y fumando menos y privándome de golosinas logré reunir la suma necesaria, con la cual en la mano entré a la librería y adquirí el libro.

Ya en la calle, y al abrirlo, me enteré de que se trataba de la segunda parte de una novela titulada Los náufragos del Liguria, lo que no me desanimó. Leí el libro y empecé a juntar dinero para el primer tomo (Imágenes 119).10

La segunda escena, que Rojas data “casi al terminar la infancia” y que debemos situar, elucubro, más o menos a sus catorce o quince años, también transcurre en Rosario, en la casa de una vecina suya que cultiva un árbol de duraznos en su pequeño jardín:

En la casa a que nos fuimos a vivir después de aquella casa de la Plaza López, el árbol improductivo de ramaje siempre verde extendió, para mí y desmesuradamente, sus ramas siempre verdes. Esta nueva casa, en la que mi madre arrendó dos habitaciones, pertenecía a una señora que vivía en una pieza que su marido, contratista de construcciones, había levantado en el fondo del terreno para que sirviera de depósito de herramientas y materiales. Muerto el marido, la señora alquiló las habitaciones principales y transformó el depósito en una habitación a la que agregó lo necesario para vivir allí. Hizo con sus propias manos un jardín y rodeó todo con una reja de madera. Yo iba algunas veces a echar una mirada a la señora y a los árboles, entre los cuales se alzaban unos durazneros cuya fruta maduraba a su tiempo. Un día de verano, maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada: la señora estaba sentada en el jardín y leía un diario. Me invitó a entrar y me preguntó si sabía leer. Respondí que sí y entonces se quejó de que apenas podía hacerlo: se cansaba y le dolía la cabeza. Me dijo que en el diario salía un folletín muy bonito. Yo, que no sabía lo que era un folletín, miraba con entusiasmo una rama cargada de rojos duraznos.

—¿Quiere sacar algunos? —me preguntó—. Saque, hay muchos.

Saqué varios y mientras los saboreaba se me ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una manera de retribuirle los duraznos y de asegurarme otros para el futuro. El verano es largo y la fruta es siempre cara para los pobres. La señora aceptó mi proposición. Tomé el diario y leí lo que era necesario leer. La señora lanzó exclamaciones y hacía comentarios. Como ignoraba lo sucedido antes, lo que resultaba ahora me parecía confuso. Al día siguiente, igual cosa: comí mis duraznos y leí el folletín y así sucedió hasta después de acabada la fruta. Se me despertó la curiosidad y quise enterarme de cómo empezó todo aquello. La señora me facilitó lo anterior; lo tenía recortado y lo guardaba, no sólo ese sino muchos más que me prestó y leí. Entre los folletines aparecieron novelas de muchas nacionalidades y en poco tiempo y gracias a la señora conocí lo que Salgari, autor de novelas que transcurren al aire libre, no me había podido presentar. El mundo físico, el mundo sensible y el mundo moral se me ampliaron enormemente. Junto con ello se me amplió el deseo de que todo se ampliara más. Ya estaba metido en el enredo del que no saldré sino cuando pare los tenis, como dicen los mexicanos (Imágenes 128-9).11

El mismo cuadro aparece en Hijo de ladrón, pero allí Rojas detalla un poco más su evaluación del episodio. Ese mundo físico, sensible y moral que el folletín le propone merece una enumeración: “Ciudades, ríos, océanos, países, costumbres, pasiones, épocas, todo se me hizo familiar” (Hijo 587).

La tercera escena parece muy tardía, pero debe haber ocurrido solo unos cuantos meses después de la anterior. Ahora está en Mendoza, trabajando como pintor y electricista. Conoce a un grupo de obreros anarquistas y uno de ellos, que se llama Miguel Lauretti12 y que ejercería una influencia decisiva en la decantación de la vocación literaria de Rojas,

me prestó libros, entre ellos La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo, que leí varias veces, y libros de otros poetas, argentinos o uruguayos, Herrera [y] Reissig y Delmira Agustini, Leopoldo Lugones y otros. Descubrí en esos libros algo en que ni siquiera había soñado alguna vez, dada mi escasa educación e ilustración. Aquello era, para mí, mucho más grande que cualquier cosa o hecho que hubiese conocido hasta entonces: era como contemplar un misterio cuyos elementos eran imposibles de describir y de explicar, por lo menos a primera vista. ¿Cuánto había que vivir y trabajar para llegar a eso? (Imágenes 152).13

Experiencia y repetición

Dispuestas las tres escenas en conjunto, lo primero que llama la atención es su repetición. Cada uno de estos cuadros, distintos como son, cuentan una y otra vez un hecho que quizá imaginamos único, el descubrimiento de la literatura. Su acumulación resulta curiosa, como si Rojas perdiera la memoria cada vez y volviera a una especie de afortunada ignorancia primordial que lo prepara nuevamente para la epifanía. Ese carácter repetitivo es, a mi juicio, el núcleo propiamente literario de la serie. Como ha propuesto Pablo Oyarzún, que en esto lee de cerca El narrador de Walter Benjamin, si hay un sentido en la literatura moderna, ese sentido es la transmisión de una experiencia, un saber, un consejo que, por otro lado, se nos escapa irremediablemente. Aquello que la novela comunica es la repetición de un acontecimiento irrepetible, dice Oyarzún, un acontecimiento singular (un saber, un consejo, agregaría Benjamin), que solo puede aparecer en la rememoración y por tanto dispuesto en otro nivel, el ficticio (Oyarzún 22-3).

Rojas se nos revela agudamente consciente de esa limitación del relato literario, y por esa razón insiste en contar el acontecimiento fundamental, su descubrimiento de la literatura, una y otra vez: para sortear de algún modo su inevitable mutación en ficción. Pero al mismo tiempo confía en los poderes de la palabra y no renuncia nunca al relato, pese a su inevitable cambio de naturaleza, pese a su inevitable impotencia. El resultado es la saturación del texto con estas repeticiones que intentan transmitir, esta vez sí, la experiencia transformadora que parece escapársele.

Pero la repetición no es nunca, no puede serlo, identidad completa. Los tres fragmentos develan distintas zonas de la experiencia, y el aprendizaje que Rojas obtiene de cada una de sus lecturas es diverso. La novela de aventuras le permite un conocimiento exterior que es, literalmente, mundial: una parte del ordenamiento geopolítico global a fines del XIX. Devastaciones de los piratas es el título que se dio en español a la segunda parte de una novela que Salgari tituló I Robinson italiani (1896), en la que vuelve a la premisa de Robinson Crusoe pero esta vez con protagonistas italianos y en la Melanesia, la zona del océano Pacífico que rodea a Nueva Guinea. Como en varias novelas de aventuras de la época, en Devastaciones de los piratas también se tematiza un “deseo de mundo” y se “noveliza lo global”, como ha señalado Mariano Siskind para Julio Verne (49), y se consolida una autoridad imperialista que ordena el mapa mundial, como explica Edward Said en Cultura e imperialismo (115-141). Sobre aquello que el folletín sabe y transmite, ese folletín que Rojas lee a cambio de duraznos, hay una extensa literatura. Beatriz Sarlo resume su pedagogía de la siguiente manera: inducen el hábito de la lectura, advierten sobre los recursos literarios que utilizará la narrativa canónica, ofrecen cierta gramática normativa de los afectos, de sus limitaciones y de los excesos permitidos, exponen una moral mesocrática ilusoriamente estable en un mundo que se moderniza rápidamente y que tiende a la inestabilidad (157-60). En cuanto a la escritura modernista, pues los autores latinoamericanos que Lauretti muestra a Rojas en Mendoza son justamente una selección bastante canónica del modernismo poético de la región, dialoga muy de cerca con la novela de aventuras y el folletín: propone en una mundialización distinta de la que presenta Salgari, de cuño latinoamericano, en primer lugar; en segundo término desordenan y disponen artísticamente los sentimientos que el folletín había sabido distribuir con mesurada pasión.

Rojas entiende estas variaciones de esta escena de lectura como una “ampliación del mundo” a través de los libros. Pero la escala también puede entenderse a la inversa, pues cada lectura restringe su ámbito exterior de referencias: del aire libre y los grandes ordenamientos geopolíticos en Salgari saltamos al ordenamiento emocional del individuo en las novelas del corazón, y de allí al desorden de los afectos, o bien a la aceptación de la geometría no euclidiana que los rige. No en vano Herrera y Reissig es el autor de “Amor sádico”, versos que pondrían los pelos de punta a cualquier héroe de un romance convencional: “Ya no te amaba, y sin embargo / el beso de la repulsa nos unió un instante” (3-4).

Las tres escenas están hilvanadas, además, por una interesante lectura del carácter material que implica el intercambio simbólico. Me refiero a los modos en que el joven Rojas logra acceder a los libros que desea. Nuevamente hay dos direcciones en la serie: por un lado, aquello que se lee como progreso, su paulatina independencia económica de la familia, y por otro una suerte de retroceso en los modos de intercambio material. El libro de Salgari lo compra con el dinero que su madre le asigna; la lectura del folletín es una suerte de labor remunerada que se paga con duraznos; la literatura artística aparecerá solo cuando sea ya un trabajador y en la comunidad de los trabajadores. Mirados más de cerca, sin embargo, esos intercambios parecen retroceder en la historia del desarrollo capitalista: poco aprende del libro que desea como fetiche y obtiene como mercancía (el de aventuras), algo más del que consigue en una especie de trueque premoderno (el folletín), y la mayor ganancia, el premio mayor, solo aparecerá cuando la literatura sea el objeto de un don gratuito, cuando la economía del intercambio literario no implique el enfrentamiento entre intereses contrapuestos sino el puro afecto y la pura entrega de los compañeros. Por cierto, esta especie de involución indica la dirección de la utopía y constituye un signo de progreso cuya naturaleza es esencialmente política: la ilustración y la lectura solo son útiles en la medida en que nos vuelven más sencillos, en la medida en que nos acercan a un ordenamiento más justo del mundo.

El mundo y el libro

Quisiera comentar, por último, un aspecto que es tal vez el más arduo de todos y que tiene relación con la naturaleza de la ideología. “El mundo físico, el mundo sensible y el mundo moral se me ampliaron enormemente” (Imágenes 129), cuenta Rojas, y lo cuenta como ganancia neta de su encuentro con la literatura. En esta afirmación parece restarse importancia al mundo físico, sensible y moral en el que ya está inmerso Rojas como niño o como joven, un mundo nada estrecho si consideramos sus movimientos geográficos entre distintas ciudades y países —Santiago, Buenos Aires, Rosario, Mendoza— y además sumamos su temprana iniciación en el trabajo, la variedad de gentes y oficios que conoce en su primera juventud. Para ponerlo en los términos que usé más arriba: en su descubrimiento de los libros Rojas parece situar la palabra escrita en un lugar que supera al de las cosas, como si ellas, las cosas, no tuvieran vida o no tuvieran vida suficiente hasta que se las pone por escrito. “Sol y viento, mar y cielo”, dice famosamente Aniceto Hevia en Hijo de ladrón (379), pero ese sol y ese viento, en la lógica que trato de explicar, no serían tanto los que brillan y soplan en Valparaíso como los que han quedado atrapados en la novela.

Se me reprochará un exceso posestructural, como si Rojas afirmara que los libros son anteriores a la experiencia real, a la experiencia material. ¿Cómo entender, si asumimos la primacía de la letra, el carácter autobiográfico de sus textos, su problemática referencialidad, es decir, su dependencia de la realidad? ¿Cómo explicarnos la limpia sencillez de su prosa, desprovista de las marcas que indican convencionalmente que se trata de literatura?14 Estos rasgos parecen contradecir la intuición que ofrecen las escenas primordiales que comento.

Hasta ahora he intentado hablar solo de literatura, pero el problema es mucho más amplio y abarca en realidad cualquier sistema simbólico que ordene la percepción del mundo. Cuando Rojas antepone la letra al mundo, como creo que lo hace, entonces asume las consecuencias de esta posición. Afirma, en primer lugar, que no es posible pensar fuera de los marcos ideológicos. Esto significa que la letra efectivamente antecede a la realidad, e implica que cualquier descripción se levanta inevitablemente sobre los supuestos que articulan el código con el cual se la construye. El mejor ejemplo son los mismos fragmentos que cité más arriba: no hay vida anterior a la literatura porque es precisamente a través del código literario que puede hablar de su vida entera, de la que antecede y de la que sucede a su encuentro con la letra. Dicho de otro modo: la niñez de ese joven e inocente Rojas no puede existir sin el Rojas mayor y letrado que la cuenta.

Esto nos obliga a rechazar cierta imagen que lo pinta como un escritor espontáneo, intuitivo y meramente “humano”. El riesgo simétrico, no obstante, es pensar de una manera simplificada la letra, la literatura y la ideología como mera distorsión perceptiva, falsa conciencia o alienación pura (hacia allá nos podría llevar el rasgo casi literalmente lacaniano de su entrada, siempre tardía, al segundo tomo de Salgari o al folletín ya comenzado). Me gustaría proponer para este Rojas una idea vieja pero, a mi juicio, aún sabia: que el conocimiento es siempre interesado, es decir, ideológico, es decir, ya simbolizado, y que, de modo complementario, no podemos conocer el mundo sin mojarnos en las aguas del interés, no podemos contactarnos con las cosas sino a través de las palabras.

Si volvemos a los tres fragmentos anteriores creo que podemos hacernos una idea del modo en que Rojas lidia con esta doble valencia de la letra, instrumento cognitivo y arma política.15 Los géneros que le revelan el mundo son la novela de aventuras, el folletín y el poema, pero estas Imágenes de infancia y adolescencia —y con ellas el resto de su obra— no pueden considerarse una novela de aventuras, un folletín o un poema: materia de pura voluntad, la escritura construye un edificio distinto con los mismos ladrillos heredados, una curiosa novela autobiográfica que es en realidad un relato de formación resistente ante la hegemonía, la contraBildungsroman que ha descrito Grínor Rojo en la tetralogía de Aniceto Hevia.

Materia de pura conciencia, el edificio literario que leemos no se limita a reproducir los sentidos del sistema simbólico que lo precede. Rojas es un diestro jinete de las palabras, y logra instalar su propio interés hablando una lengua de intereses que le son ajenos. Como se revela al considerar los circuitos materiales que permiten su acceso a la letra, el texto memorioso, las Imágenes de infancia y adolescencia, consiguen hacer retroceder al tiempo y sitúan después, en el futuro, lo que la historia de la humanidad ha puesto antes, el intercambio gratuito y desinteresado de los bienes, la cifra de la utopía.

Si la lectura es ampliación del mundo, Rojas advierte que la escritura es su creación y construcción. A eso, riguroso y metódico, dedicará las mejores horas de su vida adulta, la vida que no aparece en sus novelas, su vida secreta de escritor.

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