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La novela de lo abierto de Manuel Rojas22

Macarena Areco

Publicada a lo largo de veinte años y escrita en más de treinta, la tetralogía de Manuel Rojas titulada en la edición de Zig-Zag de 2015 Tiempo irremediable es una historia sobre el paso del tiempo, sobre cómo el tiempo nos marca con fuego y nos confunde, y también sobre cómo nos ofrece salidas y nos las cierra. Se trata del tiempo histórico, pero no en el sentido de los grandes hitos23, sino de un tiempo que corre, que suena o que ladra, que hace ruido, es decir que porta y alimenta el cambio, entendido como lo nuevo y lo desconocido24. Es este el tiempo del minutero que va marcando las horas del aprendizaje de Aniceto Hevia25, el personaje que logra salir de lo ineluctable del pasado, de la herida naturalista de ser un hijo de ladrón, de no tener una casa ni una cama ni un plato de comida seguro, a la vida establecida como escritor26, a través de la trashumancia y de una búsqueda permanente de la libertad imaginada como lo abierto.

De ahí que si bien podemos decir que Tiempo irremediable es una obra proustiana27 en cuanto a su ritmo escritural lento y su propósito de fijar el tic tac de una vida, se trata de un Proust muy distinto, no el de las epifanías a propósito del té y la magdalena o del éxito social del judío Swann en los círculos parisinos del Príncipe de Gales, sino de la vida de un joven escritor errante y anarquista, cuyo tiempo es el de la pobreza y el de las luchas humanas y sociales que persiguen el cambio histórico, donde el reloj está conformado por el sonido de las tripas, el discurrir de las conversaciones, el frío de la cárcel, y cuya materia dominante es el proceso subjetivo, del devenir, y no la finalización: “Los amigos lo arreglaron todo y aquí vamos, camino de Valparaíso. ¿A qué? Ya he dicho que estoy haciéndome, haciéndome de a poco y no crea usted que tengo la seguridad de que alguna vez estaré totalmente hecho” (Mejor 403)28.

Novela de la casa, novela de la intemperie

En Tiempo irremediable se describe morosamente el trashumar de un joven nacido en Argentina, pero que debe buscarse la vida en Chile, recorriendo los lodosos caminos de la patria (Lastarria 235), en una lucha continua —“Una angustiante lucha se libra en él, y alguien lo detiene y alguien lo anima, y ese alguien es él en lucha, como siempre, contra sí mismo y en defensa suya” (Mejor 395)— y siempre en marcha, pues pertenece a una estirpe de “seres nómadas, no nómadas esteparios, apacentadores de renos o de asnos, sino nómadas urbanos, errantes de ciudad en ciudad y de república en república” (Hijo 26).

Se aleja, en este sentido, de la tradición novelística hegemónica de Blest Gana u Orrego Luco, en la cual el eje de representación es la casa, muchas veces alegorizando al país, y cuya peripecia principal la constituyen las formas de entrar en la mansión familiar y de obtener el poder. Esta tradición es continuada de manera diversa en los setenta y ochenta por autores como Donoso o Allende, que narran la caída de la casa patriarcal, su decadencia y su destrucción y está presente también en los dos mil, ya fragmentada y dispersa, en narraciones como las de Alejandro Zambra, entre muchos otros, que transcurren en pequeños pisos urbanos habitados por parejas o familias nucleares, al modo de aquellas burbujas de las que habla Sloterdijk, que se representan como acuarios transparentes al mundo global, y cuyos ocupantes viven enclaustrados en el laberinto de la propia identidad e intimidad29.

Por el contrario, Tiempo irremediable forma parte de una tradición menos notoria y más escondida que se opone a esta hegemonía representativa, la de la novela de la intemperie, iniciada por José Victorino Lastarria cuyo relato Don Guillermo transcurre principalmente en lugares públicos, bares y hoteles, pero sobre todo en caminos peligrosos que es necesario recorrer en pos de alguna utopía, sea esta conquistar a una joven hermosa o liberar a un hada cautiva que simboliza el valor secuestrado del patriotismo. Los relatos de Roberto Bolaño, con sus personajes errantes que eligen la poesía e incluso a veces la delincuencia contra la vida burguesa, también son parte de esta novela de la intemperie.

Lo cerrado no es en este imaginario una casa lujosa con muebles traídos de Europa y con mujeres hermosas que alimentan la tertulia con su inteligencia, sino que es la caverna del Chivato, el lugar del pasado y de la esclavitud, donde los libertarios son imbunchados para detener el cambio y mantener el statu quo. Espacio de oscuridad y tiempo estancado que hay que romper, que hay que desencantar para construir una sociedad múltiple con lugar para todos. En esta tradición, Manuel Rojas, a través de su tetralogía en la que va transcurriendo la vida de su alter ego, Aniceto Hevia30, va poniendo sus marcas, construyendo una espacialidad disidente que representa los lugares burgueses como imposibles, se detiene en sus contra-lugares, descritos de manera grotesca, y apuesta por el tiempo remediable y abierto del hacerse permanente.

La imposible casa burguesa

Partiendo de la tradición dominante, para luego desmontarla, en el inicio de la tetralogía el lugar más relevante es el hogar de la infancia, provisto por El Gallego y bien gobernado por Rosalía, el cual es descrito como un espacio ordenado, se diría pequeño burgués: “La casa estaba siempre limpia, ya que mi madre era una prodigiosa trabajadora […] y a pesar de ser hijo de ladrón […] viví con mis hermanos una existencia aparentemente igual a la de los hijos de las familias honorables que conocí en los colegios o en las vecindades de las casas en que habitamos en esta o en aquella ciudad” (Hijo 195).

Pero lo burgués es solo una superficie que esconde la fragilidad de una familia que se sostiene en el oficio marginal de ser ladrón. Quizás por lo mismo, su representación es sublimada, y el padre es figurado como un trabajador ideal: “Era sobrio, tranquilo, económico y muy serio en sus asuntos; de no haber sido ladrón habría podido ser elegido, entre muchos, como el tipo del trabajador con que sueñan los burgueses y los marxistas” (Hijo 30). Incluso más aún, es descrito como un artista: “Odiaba las cerraduras descompuestas o tozudas y una llave torpe o un candado díscolo eran para él lo que para un concertista en guitarra puede ser un clavijero vencido” (31). Sus movimientos no parecen ser de este mundo, pues surge “mágicamente, un ser que más que andar parecía deslizarse y que más que cruzar los umbrales de las puertas parecía pasar a través de ellas” (27). También es un hombre extremadamente elegante, cuya ropa interior de seda causa el asombro de los funcionarios policiales: “El director se hizo llevar los calzoncillos a la oficina; quería verlos” (42). De entre los otros ladrones, Nicolás, el falsificador rubio que ayuda a la madre de Aniceto en una de las detenciones del padre, es como un “arcángel” (29); el español apodado El Camisero es irresistible31 y sobre todo destaca Víctor Rey, quien “no parecía un señor: parecía un príncipe” (46).32

Artistas, elegantes, ángeles, llenos de gracia, las descripciones de los ladrones de la primera novela de la tetralogía, más cercanas al cuento de hadas que al relato naturalista, bordean lo fantástico. El Gallego y los otros “ratas” forman parte de un mundo legendario, narrativo, literario, al cual Aniceto, personaje del mundo histórico, moderno, no puede acceder. Como figura mítica, el padre no muere, solo desaparece sin dejar rastro, en cambio su hijo, una vez que la madre ha muerto, es golpeado, pasa hambre, deviene animal y homo sacer33, como ocurre por ejemplo en la escena en que sube a un vagón cargado de vacas (24).

En Mejor que el vino aparece la casa proletaria también como una imposibilidad, según se cuenta en la historia de Enrique Gallardo, un amigo de Aniceto que rescató a una joven de Valparaíso, cautiva de su padre militar como Rapuncel. Años después, cuando los encuentra en Buenos Aires, la descripción es desoladora:

La casa, pequeña, parece un asilo de niños. Los hay de ocho años y de meses; uno gatea. La mujer fue alguna vez, sin duda, una hermosa muchacha. Quedan rasgos de ello: el color, la piel, el pelo, los ojos. Pero hoy está sumergida en un río de grasa, despeinada, desarreglada, rodeada de párvulos, de pañales sucios, de andaderas, de calcetines de zapatos, de cunas y de bacinicas (Mejor 461).

Hacia el final temporal de la tetralogía, el Aniceto viudo no ha logrado reconstruir la casa de la infancia, según lo muestra el despectivo comentario de Jimena, la mujer de la cual está enamorado en Mejor que el vino: las cosas “[e]mpezaron a empeorar cuando me propuso matrimonio y me llevó a su casa y conocí a sus hijos. Parecían gitanos […]. Su casa me pareció espantosa, sin visillos, sin cortinas y con muebles como comprados de ocasión” (560). Tiene razón Jaime Concha cuando plantea que “a la invalidez de la familia durante la infancia sigue esta invalidez de lo familiar en la fase de juventud” (227) y exagera solo un poco cuando opina que la tetralogía es “una saga feroz contra la institución familiar, la más feroz existente acaso en toda la literatura chilena” (227-8). A ello agregaría que es posible seguir esta crítica a través de la representación de la casa como imposibilidad, si consideramos que es esta la figura que sintetiza el imaginario conservador del ascenso social y del poder y de la familia burguesa.

De manera coherente con esta visión, el prostíbulo que administra Flor, la amante de Aniceto en Mejor que el vino, es una especie de casa modelo. Así, contraviniendo el dicho de que para calificar un lugar “desorganizado, bullicioso, se dice: ‘Es como una casa de putas’” (570), el narrador observa que “[s]e trata de una casa seria, organizada, con gente que sabe lo que quiere” (570). Y lo más importante para el imaginario de lo abierto que estamos intentando explicar en la tetralogía, es que a este lugar se ingresa por decisión propia —a diferencia de las novelas que fundan la figuración del prostíbulo en el siglo XX como Juana Lucero de Augusto D’Halmar y Santa de Federico Gamboa34— y no es un lugar de condena, sino que en muchos casos las prostitutas pueden salir y llevar una vida distinta. Es lo que ocurre con Aída, Carmen y Mercedes, que han encontrado parejas y han dejado el oficio. No obstante, le tienen cariño a la casa de Flor y de vez en cuando se reúnen en ella. El protagonista de la tetralogía participa de uno de esos festejos: “Es casi una reunión burguesa y Aniceto se aburre un poco” (614).

En la historia que sigue el ideal de la casa de la infancia no es ni algo duradero ni posible ni real. Aniceto verá, siendo todavía niño, cómo el hogar se destruye debido a la temprana muerte de la madre y la prisión del padre, y cómo la familia se dispersará. En un poco climático episodio, cuando se desempeña como linotipsta en Buenos Aires y convive con Virginia, la actriz estéril y fría a la que ha ayudado a librarse de un matrimonio infeliz, se encuentra con su hermano Daniel, sin que ello sea más que una decepción35. En el futuro, la casa de la infancia y la familia idealizada de los primeros años ya no será una posibilidad.

Los contralugares de la nación

Una vez destruida la casa burguesa o desactivada por su imposibilidad, la cárcel, los conventillos, las pensiones, el manicomio, los prostíbulos serán los escenarios fundamentales de la tetralogía, contralugares de la mansión burguesa sinecdóquica de la nación, sin olvidar los ámbitos de trabajo y los múltiples y a veces inconmensurables espacios abiertos, como la desembocadura del Aconcagua, las calles y cerros de Valparaíso, la caleta El Membrillo, los parques y plazas, donde se encuentra con hombres a quienes admirar o despreciar y con los amigos.

La cárcel

La cárcel es un espacio al que se vuelve de manera insistente en la tetralogía, como una suerte de desenlace irremediable de los primeros años de Aniceto: son las cuotas que debe pagar por su filiación. En Hijo de ladrón se relatan dos encarcelamientos principales. En el primero, es detenido con su madre y un empleado de Investigaciones le toma las huellas dactilares, las cuales son distintas a las de su padre (43), lo que es un primer indicio de la posibilidad de salir del determinismo. Imbuida todavía del ambiente mágico de la infancia, la prisión es el lugar en donde se cuentan las interminables historias heroicas de los míticos ladrones a las que ya me he referido. Esta primera estadía en la cárcel es interpretada por el narrador como “la primera cuota” (56). A la segunda, cuando es detenido a propósito de un motín en Valparaíso en el que le arroja una piedra a un carabinero, tras lo cual es condenado por un supuesto robo a una joyería del que ni se ha enterado, también la enumera como una cuota, la cuarta (167), la última, pero ahora la descripción de la cárcel no es mágica, sino naturalista. En ella Aniceto pasa por varios tipos de calabozo: en el primero un borracho se ha dormido luego de defecar y el olor es insoportable (141)36; luego es llevado a un lugar de oscuridad absoluta donde no ve nada y termina pidiendo, al borde de lo que hoy podríamos llamar un ataque de pánico, que le dejen salir, gracias a lo cual pasa la noche en el patio; posteriormente es llevado a la Sección de Detenidos, “un lugar casi agradable, amplio lleno de luz” (176), en donde distingue cuatro tipos de hombres: los ladrones, los solitarios, los indefinidos y los jóvenes bárbaros, que no se han criado en un hogar y los cuales le provocan miedo. Más tarde, este conocimiento le permitirá, por ejemplo, identificar a Cristián como perteneciente a este último tipo.

El de la cárcel es, entonces, un aprendizaje, primero sobre un mundo de leyenda en la infancia que no tiene lugar en el presente de Aniceto y luego sobre “tipos sociales” marginales. El joven hijo de ladrón no tiene lugar ni en uno ni en otro lado y debe encontrar un camino de salida más allá del naturalismo y de la visión genealógica burguesa.

Por último, Aniceto es llevado a un calabozo muy frío, donde no tiene ni una frazada y se enferma de pulmonía: “Por fin un día, luego de dormir varias noches en el suelo, sin tener siquiera un diario con que taparme, orinándome de frío, sentí que llegaba el momento: amanecí con dolor de cabeza y en la tarde empecé a estremecerme como un azogado; ramalazos de frío me recorrían la espalda. Resistí hasta caer al suelo, ya sin sentido” (194).

Una vez cumplida su condena, en la puerta de la cárcel no sabe qué hacer; es más, según dice, de existir la posibilidad, se habría devuelto:

en vez de irme a grandes pasos, corriendo si era posible, me quedaba fuera de la puerta, como contrariado de salir en libertad […]. La verdad […] es que de buena gana habría vuelto a entrar; no existía en aquella ciudad llena de gente y de poderosos comercios, un lugar, uno solo, hacia el cual dirigir mis pasos […]. En la cárcel, en cambio, el cabo González me habría llevado a la enfermería y traídome una taza de ese caldo en que flotan gruesas gotas de grasa o un plato de porotos con fideos […] y allí me habría quedado, en cama, una semana o un mes, hasta que mis piernas estuviesen firmes y mi pulmón no doliera ni sangrara al toser con violencia. Pero no podía volver: las camas eran pocas […]; necesitaban esa cama; estaba más o menos bien y la libertad terminaría mi curación. Estás libre, arréglatelas como puedas (Hijo 105).

Las cárceles son lugares de aprendizaje, donde se conocen las historias del mundo mítico y del mundo social Pero también son lugares de enfermedad, donde el sujeto se desarticula y se quiebra, hasta no ser capaz de hallar un camino ni un sentido. Ese es el momento en que Aniceto se encuentra con Cristián Ardiles y Alfonso Echeverría, el Filósofo, quien lo acomoda en un nuevo espacio, el conventillo, y donde aparece lo abierto, expresado en el mar, como un modo de subsistencia y un camino. La primera vez que Aniceto está junto al mar, este le parece “todo él […] un gran camino” (117).

El conventillo

Como hemos dicho, cuando el joven sale de la cárcel en Valparaíso se encuentra con Cristián y el Filósofo quienes lo acogen, le comparten su modo de subsistencia —recoger trozos de metal en la caleta El Membrillo— y lo invitan a dormir en su conventillo. En cuanto a este, más que la extrema pobreza del lugar, que se encuentra en los márgenes de Valparaíso, lo más llamativo son los muros manchados con escupos: “Las murallas, a la altura en que suelen quedar los catres, se veían llenas de esputos secos de diversos colores, predominando, sin embargo, el verde, color de la esperanza” (Hijo 239). El conventillo así ensuciado, en que los desechos orgánicos reemplazan a la pintura, aparece como el doble grotesco de la casa burguesa: un espacio de desprotección, despreciado y despreciable, casi invivible. Incluso el narrador se permite ironizar con la falta de perspectivas de sus habitantes al destacar el color verde. Poco antes ha ironizado también con el nombre del restaurant al que van a comer los tres amigos, llamado “El Porvenir”.

Más adelante, otras piezas a las que Aniceto es convidado, como por ejemplo la de Juan, el actor, llena de piojos, donde el joven argentino “empezó a ser penetrado desde las narices a los pies por la sensación de estar metido en un tarro basurero: los huesos, el papel o los trapos despedían un terrible hedor” (Sombras 351), continúan construyendo la representación del conventillo como contraversión grotesca de la casa nacional37.

En La oscura vida radiante el narrador se detiene en estas contrafiguras de la mansión burguesa: “El conventillo de la calle Dardinac era uno de los cien o doscientos […]. La pieza de José Santos y Aniceto estaba al final del zaguán […] el zaguán se formaba, al poniente, por el muro de la pieza […]” (327). El pasaje es largo y detallado, metódico; el narrador no olvida disposiciones ni medidas, pero carece del tamiz de la conciencia fluctuante de Aniceto, fundamental en la tetralogía. Se afirma, además, su diferencia con los trabajos de José Santos Gutiérrez (ficcionalización de José Santos González Vera), quien “escribió, ya sobre los conventillos, sobre uno de ellos, aquel en donde vivió durante un largo tiempo y del cual guardaba numerosos recuerdos” (326). Ante esto el protagonista de Rojas reflexiona:

Es curioso, pensó Aniceto: este hombre parece haber estado días enteros, inmóvil, en el conventillo, observando y oyendo a sus vecinos; los conoce al dedillo, sus nombres y el de sus familiares, mujeres e hijos, y hasta el de sus perros y gatos; y yo apenas recuerdo una que otra cara y nombre, el de la señora Esperanza y su marido, el maestro Jacinto, en Valparaíso, ¿y quien más? en verdad, no sé quién más. ¿A qué se debe el que este hombre haya conocido y recuerde a todos sus vecinos y yo solamente a dos? Tal vez se debe a que he vivido en los conventillos nada más que pasajeramente, no he permanecido; llegaba a dormir a altas horas de la noche y me iba temprano en la mañana, no regresaba a almorzar: nadie, ni una madre ni una hermana me esperaba para ello (La oscura 326).

Cito en extenso porque esta reflexión es muy importante, no solo por su similitud con un momento de El tiempo recobrado en que el narrador, Marcel, lee el diario de los Goncourt y se lamenta por su incapacidad de fijarse en ese mundo que él también conoció38. Se trata de una escena fundacional para el escritor del siglo XX, alejándose del realismo y cercano a la vanguardia, que de su incapacidad saca su fuerza: “La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro a centímetro, hasta llegar a ciento mil” (21). La inhabilidad también afecta el modo de recordar: “y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos sólo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada” (21). Es este célebre inicio de Hijo de ladrón otra versión de la memoria proustiana.39

Pero si bien esto es muy significativo para la conformación del imaginario del escritor del siglo XX, no lo es para lo que estoy argumentando en este artículo, donde lo que me importa no es el vanguardismo literario, sino que el imaginario de lo abierto, el cual explica por qué el narrador focalizado en Aniceto no ha podido fijarse en las figuras quietas en el interior de sus precarias piezas, pues estas solo le interesan en los espacios exteriores del trabajo y el movimiento: “Yo no los conozco: solo los conozco en las calles y en los caminos, en las cárceles, en los puertos, la cordillera, la pampa, la vida y el trabajo, el aire libre, menos en los calabozos, en donde no hay trabajos ni aire” (La oscura 326). A el hijo de ladrón no le interesa la vida morosa, cíclica y en cierto modo estática del conventillo tal como la describe José Santos Gutiérrez: “El vecino Manuel ha dejado de hacer humitas y ha vuelto a hacer cocinas de hojalata. / Esto dista mucho de alegrarme. Tal vez me desespere un tanto. Es inverosímil creer que en los días transcurridos se haya modificado su carácter” (325). Solo los seres en movimiento, que deambulan, luchan y trabajan, son un tema de conocimiento para el narrador.

El manicomio

Después de arreglárselas, en Valparaíso, con el pícaro Chambeco y con el joven Narciso pidiendo comida para la olla del pobre, creada para alimentar a los trabajadores cesantes que han venido del norte luego del cierre de las salitreras, Aniceto regresa a Santiago, donde es involucrado por un médico y un compañero anarquista en la misión de ayudar a escapar del manicomio a un hermano de este último, Miguel, que mató sin querer a un policía y que se hizo pasar por loco para escapar de la prisión. Para ello el joven argentino ocupa un puesto como aseador.

El manicomio es representado con los rasgos de pobreza del conventillo —es viejo y sucio; sus paredes de adobe se están desarmando—, pero no me detendré en este aspecto, sino en otros dos que me interesa destacar: la observación desde fuera que Aniceto hace del edificio y su denominación, mientras se encuentra trabajando en él, de Imbunche, pues ellos me permiten profundizar en la inserción de la tetralogía en el imaginario de lo abierto.

Así, recordemos, por una parte la obra que podría proponerse como la inicial de este imaginario, Don Guillermo, en la cual El Chivato encarcela en una cueva a los incautos y los imbuncha, y por otra parte, consideremos otra novela de la serie, Martín Rivas, cuya escena inicial está enfocada en la observación que hace el joven nortino del exterior de la casa de la familia Encina a la cual quiere entrar. A ello podemos agregar que también en el relato de Lastarria la historia se inicia con una escena humorística en la que el narrador se pregunta insistentemente sobre el modo en que el protagonista inglés entró en el bar El Águila, otra suerte de cueva40.

Así el sanatorio es descrito inicialmente tal como lo ve Aniceto desde afuera, como una gran cárcel, cerrado y como de terror: “Y allí estaba, en la calle Olivos, cerca de la puerta de entrada de la Casa de Orates: el edificio era pesado, de adobes o de ladrillos, pesado de aspecto, pesado de impresión; parecía un edificio visto en una pesadilla, cerrado, muros altos, sin esperanza ni perspectiva” (La oscura 167). A continuación se lo compara con otros espacios a los que Foucault ha catalogado como heterotópicos41: “el cementerio, la comisaría, la morgue, la cárcel, el hospital”, pero mientras de algunos de ellos “se puede salir”, “no se puede salir, absolutamente no se puede salir, del cementerio, de la morgue ni de la casa de Orates” (167).

Vemos aquí el manicomio, en el imaginario de lo abierto, considerado como una cárcel, donde lo que interesa no es el modo de entrar sino la manera de salir, pues no se trata de conquistar el lugar del poder, sino que de salir de la opresión. Así todo el tiempo que Aniceto pasa en el sanatorio solo piensa en encontrar un modo de escapar y al final lo encuentra, solo que el imitador de loco ha sucumbido y no desecha la oportunidad. Coherentemente con lo que les ocurre a los prisioneros del Chivato, un pinche de cocina llama a Aniceto, “por su extraño mameluco” (189), el Imbunche, es decir “el sirviente de un brujo de Vichuquén o de Chiloé, con la cabeza para atrás y una pierna doblada” (192). Pero en verdad el que se ha convertido en un imbunche es el joven que se niega a salir, el ex anarquista Miguel.

Los espacios abiertos

Son las instancias del viaje y del movimiento y los espacios abiertos, los determinantes en la novela de la intemperie, aquellos en que se va conformando el hacerse del personaje, proveniente de una familia de nómades. Y es que el protagonista de Rojas es de esos “seres que crecen y se hacen como los pájaros, de a vuelos cortos o de a vuelos largos” (Mejor 537).

De este modo, es en la desembocadura del Aconcagua donde por primera vez el joven encuentra a un amigo, el vagabundo con lentes y dos tortugas, que le regala unas alpargatas. Luego, en las calles de Valparaíso, habrá otro momento climático, cuando Aniceto, luego de participar en un motín, come un pedazo de pescado, el cual recordará más adelante como un epítome de la libertad, a pesar de que justo después de comerlo es detenido: “su recuerdo me traía una sensación de libertad, de una libertad pobre y hambrienta, intranquila, además, pero mucho mejor, en todo caso, que una prisión con orden” (Hijo 226). Luego, en la caleta El Membrillo encontrará una forma de sobrevivir gracias a la solidaridad de El Filósofo. Por último, partirá a pintar casas en un balneario, en lo que será un final abierto: “Cuando se nos juntó [Cristián] reanudamos la marcha” (289).

En esta misma línea, si bien Aniceto, casi al terminar La oscura vida radiante, tiene un trabajo como linotipista, no puede quedarse mucho tiempo:

—¡Cómo! —exclamó el hombre, y las lentes de sus anteojos parecieron reverberar—. ¿Ya se va a ir?

—Sí, me voy.

—Pero solo ha estado aquí dos o tres meses.

—Es bastante.

—¡Pero aquí hay hombres que no se mueven desde hace varios años!

—Lo sé, pero no los envidio.

—¿Vagabundo, eh? (386).

Como se ha dicho un poco antes: “Caminar, vagar, es bueno, sobre todo cuando se hace algo” (358). Es esta la ley de valores de la tetralogía.

Y es así como Mejor que el vino se inicia con una escena nuevamente proustiana:

Aniceto ignora cómo principian los días para los demás seres e ignora también cómo principian para él. Sabe apenas cómo terminan. Y al hablar del principio de los días no nos referimos al hecho sideral, inexistente para el que duerme, sino al día como acontecimiento civil y a la forma en que se hace presente en la conciencia del que al emerger del sueño se encuentra con un nuevo y vacío espacio de tiempo (395).42

Solo que aquí está invertida la lógica del francés, pues no se trata del espacio del que se duerme sino de “como entra el hombre en el día y como el día en el hombre” (396), pero sobre todo porque en ella el durmiente no está en una casa o en un hotel, sino porque se encuentra en un espacio trashumante, donde todo se mueve, un barco, para seguir adelante: “La gente no descansa, a pesar de que mucha gente está ya hecha, y si no descansa la gente tampoco descansa el mundo” (401).

Sol y viento, mar y cielo son, dice Cedomil Goic, “la suma simbólica de la libertad” (157), que aparece de manera recurrente en Hijo de ladrón, en oposición a situaciones de encierro y limitación: “De pronto terminó el muro y apareció el mar” (109). Como en el cuadrado de bordes entrecortados del final de Los detectives salvajes de Bolaño, la ventana que Aniceto quiere pintar puede entenderse como una imagen de la novela de la intemperie y de lo abierto, que trabaja contra la tradición de la casa y del origen, de lo enclaustrado y de la búsqueda del poder, y que carece de un cierre, ya que “[t]odo está por hacerse, incluso el hombre, y alguien tiene que hacerlo, aunque sea de a poco y a tropezones” (Mejor 401).

Bibliografía

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Manuel Rojas

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