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III

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Soñaba que yo era un príncipe recién nacido. En mi cunita de oro, rodeado de hadas madrinas, sonreía…

Pero me molestaban los pañales. Se habían puesto duros y helados, y me amarraban las piernas.

Yo era guagua y, como todas las guaguas, lloré para avisar que me había mojado.

Mi llanto me despertó rotundamente y… ¡horror!… Yo no era principito ni guagua. Era yo, el amigo de Romelio.

Pero igual, ¡estaba mojado! Mi cama era una sopa en la oscuridad. Y tampoco era mi cama, ¡era ajena, desconocida y olía distinto!

Ahí me cayó la teja y me acordé con violencia de que estaba alojando en el castillo de Romelio.

¿Qué irían a pensar de mí?

Yo estaba maldito para toda mi vida.

La vergüenza me ortigó del cogote a los pies.

¿Por qué se me ocurrió soñarme recién nacido?

Y en casa ajena…

Sí, estaba rotundamente fregado para siempre jamás…

No podía volver al colegio. No tendría amigos…

–¿Por qué no seguí durmiendo? –me pregunté furiondo.

Y comencé a retarme como al peor enemigo.

Nada peor que retarse… ¿Quién lo defiende a uno?

Me comencé a vestir en la oscuridad y dale y dale retándome. Tenía que partir, desaparecer de muchas partes, quizás para siempre… Irme de ahí, del colegio, del país, quizás de América… partir lejos.

Me vestí de memoria y de memoria tendría que adivinar el camino para irme.

Me acordaba de haber subido una escalera, pero jamás me fijé si era de las que crujen en la noche. Bajaría montado en la baranda, sin ruidos…

Zapatos en mano, mis dedos gordos asomados de calcetines rotos, me servían de linterna en la hedionda oscuridad.

Por fin me faltó suelo: señal del primer escalón y con violencia levanté mi pierna para montar el resbalín. Una muralla dura y brujurienta estrelló mi pierna y, en un tremendo enredo, rodé apelotonadamente escaleras abajo. De un run como un balazo llegué al suelo. El único consuelo es que no solté nunca mis zapatos, porque me han enseñado que valen más que uno mismo.

Ahí quedé arrollado en el suelo sin saber si estaba vivo o muerto. Esperé un poco, parando la oreja con atención…

Alguien abrió una puerta y preguntó:

–¿Ladrones?

Como nadie contestó, la puerta se volvió a cerrar.

Poco a poco me iba dando cuenta de que yo estaba quebrado de la columna, de las rodillas y también de los codos. ¡Mala suerte! Aunque estuviera hecho pedazos, igual tenía que desaparecer…

Así es que enganché primera y me arrastré con mis rodillas crujientes, muy lento para que la sonajera de mis huesos no despertara otra vez al papá del Romelio.

Ahora la oscuridad era más atroz y con olor a silencio… Como un feroz gusano, me arrastraba entre ese cachureo anónimo y duro, camino al portón, pero chocaba y chocaba con cuestiones dolorosas que me pegaban en las costillas y demás huesos quebrados.

Mis manos de ciego buscaron el picaporte y, justo cuando lo alcancé, ¡horror!, no había tal picaporte… no había puerta… Prendí la luz y, ¡horror de horrores!, estaba en la otra punta de la casa… Apagué con furia el maldito interruptor que inventó el maldito Tomás Edison…

Choqué con algo que se vino abajo con ruido insolente y se quebró. También los floreros se quiebran y meten más ruido que uno…

Me achicharré en el suelo por si se abría alguna puerta y me puse a esperar que alguien saliera de su pieza, pero nadie se asomó y nadie preguntó nada.

–¡Maldito sea yo por venir a alojar en casa ajena! –exclamé secretamente, sin respirar.

Seguí esperando, y esperé tanto tiempo que por fin me dormí. Mi esqueleto me dolía en sueños como orquesta de mil violines. Ahora soñaba que era pan de molde y me estaban cortando en rebanadas.

Papelucho, Romelio y el castillo

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