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CAPÍTULO 1
Los márgenes políticos de la minoría Hacer política en un país católico

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Para analizar la historia política de los evangélicos en la Argentina es preciso considerar dos premisas básicas. La primera remite al carácter diverso y horizontal de este mundo religioso. El espacio evangélico en la Argentina se conformó a partir de la inserción de diferentes corrientes u “olas” inmigratorias. La ola inicial tuvo lugar en la primera mitad del siglo XIX y se conformó con el arribo de las iglesias protestantes históricas (metodistas, valdenses, luteranos, anglicanos, presbiterianos, entre otros), herederas en sus formas litúrgicas y organizacionales de la Reforma protestante. Hacia 1880 fue el turno de las corrientes evangelicales, próximas en sus enfoques misionales a los avivamientos que tuvieron lugar en Estados Unidos y Gran Bretaña hacia fines del siglo XIX y principios del XX (la Iglesia de los Hermanos Libres y los adventistas son expresiones de esta corriente). Finalmente, alrededor de 1910, tuvieron lugar las primeras misiones pentecostales (Marostica, 1997: 17-37). Como marcan Hilario Wynarczyk, Pablo Semán y Mercedes de Majo (1995), este esquema se complementa mucho más tarde, en 1980, con una cuarta corriente, correspondiente al neopentecostalismo, conformado por formas religiosas que sintetizaron ciertos rasgos constitutivos del pentecostalismo clásico con elementos de la religiosidad popular.

A diferencia del mundo católico, que tiene en el Vaticano y el poder papal un centro referencial en materia de ordenamiento litúrgico, doctrinal y de posicionamiento público, cada una de las denominaciones que conforman las corrientes evangélicas citadas se destacan por ser autónomas, tanto en sus ordenamientos organizacional, pastoral y litúrgico como en lo que refiere a sus cursos de acción pública. Esto no significa que a lo largo de la su residencia en la Argentina no hayan celebrado actividades intercomunitarias ni concertado posicionamientos aunados, pero en todos los casos esto se produjo sin que ninguna iglesia o federación de iglesias alcanzara un poder y una legitimidad tal que le permitiera hablar “en nombre de” la totalidad de los evangélicos en la Argentina. El mundo evangélico, en términos políticos, fue y es un mundo fragmentado, dividido, aunque no necesariamente inconexo.

La segunda premisa hace foco en la condición de minoría religiosa. Desde su llegada hasta nuestros días, los evangélicos representan la minoría religiosa más importante en un país donde el catolicismo no solo es la religión mayoritaria sino también un lenguaje político; es decir, una matriz cultural que en diferentes pasajes históricos se mimetizó con la identidad nacional. Este fenómeno no solo marcó una disparidad ostensible en materia de recursos materiales y simbólicos, sino también períodos de hostilidad y persecución hacia la disidencia religiosa que en su intensidad modularon la conciencia y el repertorio de demandas y acciones colectivas de los evangélicos.

Hechas estas consideraciones, en lo que sigue haré un sucinto repaso de cinco momentos o hitos clave de la politicidad evangélica: 1) su participación en los debates circundantes al proceso formativo del Estado argentino; 2) su resistencia en las décadas de 1930 y 1940 a la hostilidad propiciada por la simbiosis entre identidad católica y nacional; 3) la afinidad entre peronismo y pentecostalismo, sellada por la apertura del primero a las campañas de evangelización; 4) las fracturas internas producidas en las décadas de 1960 y 1970, por posicionamientos disímiles frente a los contextos políticos nacionales e internacionales, y finalmente 5) la profundización y diversificación de su acción política, a partir de la recuperación democrática (1983).

Superada la homogenización católica del territorio, propia de la etapa colonial (Di Stefano y Zanatta, 2000), la presencia evangélica se intensifica de la mano de los primeros acuerdos que las elites criollas celebran con potencias extranjeras, en especial con las europeas. Una prueba de ello resulta el tratado celebrado en 1825 con Gran Bretaña, que al mismo tiempo que concedía garantías para el ejercicio de actividades comerciales, aseguraba la libertad de conciencia de la población inglesa en Buenos Aires, permitiéndole a su vez la celebración de culto en el ámbito privado y la construcción de capillas e iglesias para dichos fines.

La Constitución de 1853 institucionalizará la hegemonía religiosa: el artículo 2° deja asentada la obligación del sostenimiento del culto católico, mientras que el artículo 63 impone la adhesión al catolicismo como cláusula de acceso a la titularidad del Poder Ejecutivo. Incluso el poder político se comprometía a amparar la evangelización de las poblaciones indígenas (art. 67 inc. 15 de la Constitución Nacional de 1853).1 Si bien con este andamiaje jurídico el catolicismo retenía su impronta cultural y la rubricaba legalmente, paralelamente se promulgaba la libertad de cultos (art. 14 de la Constitución Nacional de 1853), en un gesto de reconocimiento a la diversidad religiosa ya existente y que respondía, a su tiempo, al deseo de los sectores dirigentes de mantener una mirada benevolente sobre las expresiones religiosas no católicas, en el contexto de un país en pleno proceso de organización y que anhelaba atenuar los conflictos internos y con las potencias mundiales (Bianchi, 2004).

El período comprendido entre 1870 y 1930 marcó la emergencia de una elite política de corte liberal, que ponderó la consolidación de la administración estatal y el emprendimiento de una serie de acciones orientadas a fortalecer su autonomía y capacidad de injerencia social. Por primera vez la figura estatal se separa de la tutela religiosa y adquiere el rostro de un “Estado enemigo”. De esta época data la estatización de registros civiles, cementerios y escuelas (Mallimaci, 2006). Este último derecho se articula con la fuerte política inmigratoria que la denominada “generación del 80” impulsaba, en tanto factor de poblamiento y progreso. El libre ejercicio de oficios religiosos era pensado, en este contexto, como un elemento importante en la promoción del ingreso de inmigrantes con otras afiliaciones religiosas, principalmente protestantes y eventualmente judíos.

También de este período data la ley 1420 de educación común, obligatoria y laica que, bajo el gobierno de Julio Argentino Roca, marcó la exclusión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas y la consiguiente reacción de la conducción eclesiástica católica, que no aceptaba la confinación de los valores y criterios religiosos al ámbito de lo privado.

Como señala Fortunato Mallimaci (2006: 71), este proceso asumió el cariz propio “de paso conflictivo, de idas y venidas, de una sociedad donde la verdad católica es tomada como ley, a otro donde la libre conciencia afirma sus derechos y estos son reconocidos políticamente”. La fuerte oposición esgrimida por la jerarquía católica ante estas propuestas activó el apoyo de diversos grupos religiosos a la iniciativa de independencia estatal, en un contexto de una ciudadanía aún restringida. En su análisis sobre la Iglesia Metodista y su perfil público, Paula Seiguer (2015) destaca que los evangélicos respaldaron, mediante su prensa y sus personajes más notables, todas las medidas tendientes a disociar catolicismo de Estado Nacional, aunque no necesariamente comulgaban con la idea de la privatización del fenómeno religioso. Por el contrario, su modelo societal se acercaba al norteamericano, donde las creencias trascendentes gravitaban en la escena pública, incluso en las escuelas, por considerarlas eje de promoción de valores y de progreso.

Este ciclo de tensiones y debates adquiere otro tenor con la transición hacia una sociedad de masas, acontecida entre fines del siglo XIX y principios del XX. Las transformaciones sociales y políticas propias del período (inmigración masiva, lucha y expansión de derechos civiles, circulación de ideologías políticas producidas en el contexto europeo y emergencia de la cuestión social) no pasaron desapercibidas para la Iglesia Católica, que activó un proceso de avance y conquista de las diferentes esferas sociales en pos de “catolizar” la sociedad y contrarrestar la emergencia de ideologías foráneas (el liberalismo, pero también el marxismo y el anarquismo, y sus predicamentos sobre los conflictos de clase). Una primera avanzada en este sentido fue la formación de partidos políticos confesionales, fallida y breve2 ya que la jerarquía católica juzgaba la arena partidaria como un territorio hostil para sus pretensiones de consolidarse como la afiliación religiosa monopólica en la nación.

Como bien señala Juan Cruz Esquivel (2004: 71-72), la estrategia de la Iglesia Católica de catolizar la sociedad se orientó a la inserción en las estructuras sociales antes que la creación de instancias paralelas. Así como en el caso de los conflictos en el mundo del trabajo, la Iglesia Católica no creó “sindicatos católicos” sino que se entrometió en los existentes, de la misma manera procedió frente a la clase gobernante: no estimuló la creación de un partido esencialmente católico al interior del sistema político argentino, sino que intentó influenciar “desde adentro” a la clase gobernante.

Esta apuesta redundó en lo que Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000) denominaron “el mito de la nación católica”: un relato que posicionó a la Iglesia Católica como matriz fundante de la Nación Argentina, preexistente al Estado y, por ende, dadora de sentido de su organización social y política. Este imaginario religioso tuvo la aquiescencia de los elencos políticos conservadores que, retrocediendo en su propuesta de secularizar la sociedad, apostaron a utilizar la identidad católica como criterio de homogeneización de la población argentina (Segato, 2007: 196).

En tanto base de una identidad política, “el mito de la nación católica” demarcó sus fronteras bajo la lógica amigo-enemigo y esto tuvo consecuencias negativas para los credos no católicos que, por su parte, estaban atravesando transformaciones profundas. Si en los inicios del siglo XX en el mundo evangélico persistía una identificación entre lo religioso y lo nacional/étnico bajo la idea de las iglesias como refugio de la etnicidad (Bianchi, 2004; Seiguer, 2011), a partir de la década de 1930 el recambio generacional demanda cambios sustantivos. Las nuevas generaciones de evangélicos ya eran ciudadanos argentinos y ponían todo su énfasis en reclamar sus derechos no solo a una libertad de culto nominal o en un régimen de tolerancia como el que existía hasta ese momento, sino en la igualdad plena en el ejercicio de la fe. Entre sus anhelos se encontraba la pretensión de una sociedad perfectamente plural, pero para ello requerían una regulación estatal ecuánime (Bianchi, 2004).

Sobre cada uno de estos grupos y sus aspiraciones, el mito de la nación católica montó un discurso deslegitimante. Al referirse a la comunidad judía, los miembros más integralistas apelaron para excluirlos al argumento medieval del deísmo.3 En idéntico sentido, luteranos, pentecostales, bautistas y adventistas pasaron a ser considerados representantes de una ideología foránea, secularizante y anómala cuya meta era contaminar todo aquello que era fundante en un país de exclusiva raíz católica. Cualquier manifestación de fe fuera de los templos y las comunidades étnicas fue prohibida y, sobre todo, cualquier acción proselitista. De esta manera, el mito de la nación católica y sus defensores postulaban la exclusión de la esfera pública por parte de la disidencia religiosa, que debía atenerse a una situación de tolerancia mínima y a una confinación estricta de sus actividades a la esfera de lo privado.

Los grupos evangélicos no permanecieron pasivos ante estos avasallamientos. En 1939 la Iglesia Congregacional Alemana, la Evangélica de habla francesa, la Metodista, la Valdense, la Alianza Misionera Cristiana, la Misión Evangélica Menonita y la Unión Evangélica Sudamericana formaron la Confederación de Iglesias Evangélicas del Río de la Plata (CIERP), que se propuso actuar como portavoz político del mundo protestante y denunciar la censura que sufrían sus emprendimientos radiofónicos, como asimismo las imposiciones de enseñanza religiosa (católica) en las escuelas (Bianchi, 2004: 183).

Ya en tiempos peronistas, los evangélicos volvieron a organizarse para protestar vivamente contra la creación estatal del Fichero de Cultos, destinado a controlar la disidencia religiosa y a impedir el funcionamiento de cualquier centro religioso no registrado. Dicho mecanismo jurídico nominalmente establecía la necesaria inscripción de todo culto no católico en un registro nacional, a fin de controlar sus actividades y la designación de sus autoridades. Se mantenía el privilegio de la personería jurídica pública para la Iglesia Católica, mientras que el resto de las confesiones (entre las que se destacan las evangélicas y pentecostales) debían inscribirse a su vez como “asociaciones civiles” en la Inspección General de Justicia, situación que se mantiene hasta nuestros días (Catoggio, 2008). Si bien los evangélicos no lograron impedir la creación y puesta en marcha de este organismo monitor, sí consiguieron bloquear, mediante presentaciones ante el Senado, una iniciativa aún más restrictiva que circuló por esos años y que buscaba confinar las actividades de los cultos no católicos exclusivamente al ámbito de sus templos (Bianchi, 2004: 215).

Resulta útil detenerse en el peronismo como etapa política, porque dicho gobierno será el que ofrecerá una impasse al tiempo de las hostilidades gubernamentales y facilitará un marco de oportunidades para los evangélicos. En sus comienzos la afinidad con la jerarquía católica era profunda, producto del diálogo mantenido entre el programa del célebre movimiento y la doctrina social de la Iglesia Católica. Sin embargo, tras unos primeros años de mutuo entendimiento, las relaciones entre ambos actores se crisparon a partir de acusaciones recíprocas de injerencias indebidas (Caimari, 1995). En contrapartida, el gobierno peronista inició una relativa apertura hacia el espacio público por parte de algunos grupos religiosos, que pudieron gozar de permisos gubernamentales para disponer de lugares masivos para sus cultos (Bianchi, 2004). En este contexto se destacó el apoyo logístico brindado a la visita del predicador norteamericano Tommy Hicks. Hicks era conocido por sus campañas de sanación, que se enmarcaban en jornadas de varios días, usualmente en estadios de fútbol u otros espacios con gran capacidad. El gobierno peronista concedió el permiso para que se realizaran en el estadio del club Huracán y luego en el de Atlanta, y el resultado fue una concurrencia que desbordó las expectativas iniciales. Miles de personas participaron durante tres días del evento, que fue criticado con suspicacia por la jerarquía católica.

Además de la masividad y lo novedoso del apoyo gubernamental, las campañas de Hicks marcaron un hito en la historia política evangélica porque representaron, en primer lugar, un acceso al espacio público que propició a su vez el mutuo reconocimiento de la pertenencia a una minoría. Por otro lado, en la huella mnémica de generaciones de evangélicos pentecostales quedó grabado el gesto de Perón de apoyar un evento de esas características y esta acción sembró una simpatía que perduró por décadas, y que incluso sigue hasta nuestros días.4

El golpe de Estado de 1955 y los gobiernos dictatoriales que le siguieron reactivaron los vínculos y la afinidad entre catolización y militarización de la sociedad argentina, en detrimento de los derechos del resto de las confesiones religiosas. Las acusaciones por “infiltración ideológica” hacia las comunidades judías y evangélicas reaparecieron en las décadas de 1950 y 1960, y ya en la última dictadura militar (1976-1983), nuevos decretos reafirmaron la hegemonía católica: la ley 21.950 de asignación mensual a dignatarios religiosos, la ley 22.161 sobre asignación mensual a curas párrocos de frontera y la ley 22.950 para el sostenimiento y la formación del clero de nacionalidad argentina. La posición preferencial del catolicismo al interior del campo religioso se cristalizó plenamente en 1978 con la restauración del Fichero Nacional de Cultos no Católicos, cuya finalidad expresa era “controlar” todas las creencias no católicas. Con este andamiaje jurídico también se restauró una definición particular de lo religioso en la Argentina, donde las confesiones religiosas no católicas fueron inscriptas bajo una doble otredad: otredad religiosa, pero también política, ya que el ser católico establecía una equivalencia radical con el ser nacional.

Este contexto de hostigamiento no significó que las comunidades evangélicas se refugiaran intramuros, sin elaborar posicionamientos. En este sentido Bianchi (2004) plantea que, paralelamente a la restauración de los tiempos persecutorios, tuvo lugar una división en el espacio evangélico. Mientras las iglesias herederas de la primera reforma y venidas a la Argentina en la primera migración (metodistas, valdenses, luteranos, la Evangélica del Río de la Plata, entre otras) se mostraron afines con el “evangelio social” y con el desarrollo de una pastoral cercana a la teología de la liberación, un segundo grupo (los evangelicales y los pentecostales) se afilió a la corriente fundamentalista que sobrevino en las comunidades norteamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, fortalecida a posteriori con la conformación de la Nueva Derecha Cristiana.5 La dictadura militar de 1976 acentuó más estas diferencias en la medida en que el primer grupo se alió al sector progresista católico para conformar, en 1975, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y en 1976 el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH); mientras que el segundo respaldó silenciosamente el golpe de Estado (por considerarlo una medida oportuna y necesaria para frenar el avance del comunismo) o bien optó por recluirse bajo lo que Matt Marostica (1997: 247) denomina “el paradigma misionero”: una modalidad de organización eclesial de carácter cerrado, que fomentó la preservación de la identidad denominacional, el aislamiento social y el apoliticismo como dogma.

Hilario Wynarczyk (2009: 53-63) considera que estas diferenciaciones respondieron a matrices teológicas y en razón de ello llamó al primer grupo “el polo histórico liberacionista” y al segundo, “el polo conservador bíblico”. El primero fundó sus posicionamientos públicos en una hermenéutico-histórica de la Biblia, en diálogo con las ciencias sociales y con una fuerte preocupación pastoral por la cuestión social, mientras que las iglesias pertenecientes al polo conservador bíblico se ajustaron a una lectura fundamentalista de los textos sagrados, que redundó en posicionamientos ortodoxos en cuestiones vinculadas con la moral sexual y al compromiso político. Este polo conservador bíblico se conformó por iglesias evangelicales, pentecostales y neopentecostales, y constituyen el grupo mayoritario al interior del espacio evangélico, que se nucleó en la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (mayoritaria, aunque no solo pentecostal) y en la Federación Confraternidad Evangélica Pentecostal (Fecep). Por su parte, las iglesias del primer polo confluyeron en la Federación Argentina de Iglesias Evangélicas (FAIE).

Los evangélicos en la política argentina

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