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La movilización por los derechos en el espacio público

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En un camino paralelo y autónomo a la proyección partidaria, diferentes sectores evangélicos convergieron en una segunda acción política, también en la década de 1990. Sus analistas (Marostica, 1994, 1997, 2000; Wynarczyk, 2009) subrayan sus orígenes reactivos y su derrotero finalmente exitoso.

Para comprender su importancia y su huella hay que retomar el hilo del crecimiento demográfico y la acumulación de recursos materiales y simbólicos que el espacio evangélico experimentó a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990. Las campañas de evangelistas como Carlos Annacondia y Omar Cabrera se habían vuelto eventos comunes, al igual que la reconversión de los cines de zonas céntricas en iglesias de gran tamaño y que gozaban de una concurrencia llamativa. Mientras tanto, las pequeñas comunidades pentecostales transformaban el paisaje urbano: en los barrios de las periferias de las grandes urbes, por cada parroquia se contabilizaban siete u ocho iglesias evangélicas, que a sus prácticas cultuales sumaban merenderos, radios comunitarias, talleres, etc. Si bien en esos momentos no existían registros estadísticos del cambio religioso, la efervescencia de estas dinámicas presagiaba un impacto que los censos de una década más tarde confirmarían: los evangélicos (en su conjunto) crecían a expensas del catolicismo y orillaban el 10% de la población total de la Argentina.

En su asamblea plenaria de 1986 los obispos católicos advirtieron a la opinión pública y al gobierno sobre la presencia de sectas invasoras (entre las que incluían a los evangélicos) que contaban con financiamiento internacional y que, en su planteo, buscaban erosionar el vínculo histórico entre catolicismo y argentinidad en los sectores populares (Frigerio y Wynarczyk, 2008: 242). Interpelados por esta acusación, dirigentes evangélicos de diferente procedencia reaccionaron y elaboraron documentos donde destacaban la histórica y saludable presencia de sus iglesias en el territorio nacional, mientas que etiquetaban a su tiempo como sectas a religiosidades seudocristianas y cultos oscurantistas (Marostica, 2000: 21). En 1989 periodistas y psicólogos organizaron un movimiento antisectas de carácter secular que instaló mediáticamente la responsabilidad de cultos no católicos en técnicas de “lavado de cerebro” (Frigerio y Wynarczyk, 2008: 243). En este clima social, la Secretaría de Cultos diseñó un anteproyecto de ley de cultos, que en 1993 fue enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional y obtuvo media sanción de la Cámara de Senadores. Diferentes pastores evangélicos, muchos de ellos reconocidos y prominentes en sus comunidades, interpretaron estas acciones en el plano político como la antesala de la inminente promulgación de normas restrictivas contra la libertad religiosa, y alentaron al resto de sus hermanos en la fe a tomar conciencia del riesgo en ciernes y movilizarse.

Fueron las federaciones Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas de la República Argentina (Aciera) y las mencionadas Fecep y FAIE las que, deponiendo sus históricas diferencias, organizaron una comisión tripartita y criticaron públicamente el llamado “proyecto Centeno” (Wynarczyk, 2009: 280). Entre sus argumentos se contaba el mantenimiento de la desigualdad religiosa (no modificaba los privilegios del catolicismo) y la introducción de cláusulas de difícil cumplimiento para las comunidades evangélicas más pequeñas. En efecto, el proyecto Centeno establecía que, para inscribirse en el Registro Nacional de Cultos, las comunidades religiosas debían observar arraigo histórico en el territorio nacional y caudal demográfico (Proyecto de Ley sobre Libertad de Conciencia y Religión, 1993: art. 8º inc. a), dos requisitos difíciles de cumplir para numerosas comunidades pentecostales, lo que las obligaría a registrarse bajo iglesias más importantes (Wynarczyk, 2009: 238).

Además de acciones en el plano jurídico, las federaciones organizaron una marcha con seis mil creyentes al Congreso Nacional para protestar contra la sanción de esta ley (Marostica, 2000: 24), al mismo tiempo que se reunieron con legisladores y la Secretaría de Cultos para visibilizar su férrea oposición. Finalmente, el proyecto Centeno perdió estado parlamentario, en parte por la denuncia crítica de las comunidades evangélicas como por la oposición del sector más conservador del Episcopado católico, que deseaba mantener todas sus prerrogativas (Frigerio y Wynarczyk, 2008: 245).

Tras el fracaso del proyecto Centeno, entre 1995 y 1999 surgieron iniciativas por una nueva ley de cultos en la Argentina, pero ninguna logró consolidarse (Wynarczyk, 2009: 249). Sectores evangélicos fueron particularmente hostiles a estas propuestas, porque incluían estrictas condiciones para la inscripción al Registro: presencia histórica en el territorio nacional o ser la iglesia oficial de Estados con relaciones diplomáticas con la Argentina y presencia efectiva en por lo menos tres provincias argentinas o un caudal demográfico relativamente alto. La oposición evangélica cobró mayor coordinación e intensidad cuando las mencionadas federaciones constituyeron el Consejo Nacional Cristiano Evangélico (CNCE) en 1996. En septiembre de 1999, el CNCE convocó a todas las denominaciones evangélicas a una concentración pública en el centro de la ciudad de Buenos Aires con un doble propósito: orar por la nación y sus gobernantes, y denunciar la desigualdad religiosa de la que eran objeto. El “obelisco evangélico” se repitió en 2001 bajo las mismas consignas e incluso contó con la asistencia de autoridades de la ciudad de Buenos Aires y de la Nación.

Si bien no lograron que un proyecto de igualdad religiosa fuera sancionado una vez malogrado el proyecto Centeno, la acción política de las federaciones en la década de 1990 fue significativa, porque frente al fraccionamiento estructural del campo evangélico, Aciera, FAIE y Fecep se consolidaron como portavoces legítimos del reclamo colectivo, y encabezaron las movilizaciones e incluso el diseño de un proyecto de ley propio en nombre de la totalidad del campo evangélico. Como señalaron los especialistas en este curso de acción (Marostica, 2000; Wynarczyk, 2009), el éxito de esta primera dinámica representativa residió en la capacidad de pastores prominentes y dirigentes de las federaciones para generalizar un marco interpretativo que aludía a una agudización de la injusticia estructural padecida por los evangélicos y articular, a posteriori, una estrategia de denuncia pública que remarcara la mutua pertenencia a una situación de minoría discriminada por sobre las diferencias teológicas, doctrinales y políticas que históricamente han dividido a las propias entidades federativas y a sus respectivas iglesias afiliadas.

Los evangélicos en la política argentina

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