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Оглавление1. La Revolución Libertadora: el fracaso de la restauración conservadora
Muchas cosas cambiaron en la Argentina tras el derrocamiento de Perón, pero al menos dos rasgos particulares del país continuarían vigentes por largo tiempo: la igualdad relativa en una sociedad muy movilizada, y la ya crónica disputa sobre las vías para formar gobiernos legítimos. Esas dos características, que se potenciaban entre sí, sumadas a la crisis de autoridad estatal y la creciente polarización social y política entre el peronismo y el antiperonismo, condicionarían marcadamente los intentos de crear un orden alternativo al derrocado por el golpe de 1955. Pese a ese juego cada vez más trabado, el consenso en torno a los valores democráticos de momento sobrevivió, y evitó que la intervención militar se prolongara en el tiempo.
¿Integrar o erradicar al peronismo? ¿Restablecer el orden social o la libertad política?
Los civiles y militares que participaron del derrocamiento de Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 y pretendieron que ese acto fuese el inicio de una “revolución libertadora” estaban divididos en dos sectores. Por un lado, los nacionalistas y católicos que rodeaban al primer jefe revolucionario, el general Eduardo Lonardi, entendían que los conflictos que habían debilitado al régimen depuesto hasta volverlo insostenible se debían principalmente a los vicios y errores de su líder e inspirador, sobre todo aquellos que lo habían enfrentado a la iglesia católica hasta el extremo de provocar su excomunión. Incluso algunos peronistas compartían esta opinión, y por eso no habían hecho demasiado por evitar el golpe. Estos sectores estaban convencidos de que, una vez desplazado Perón, podría preservarse lo que había de rescatable en el orden que él había creado, que no era poco. Por otro lado estaban aquellos que, animados por ideas liberales y republicanas, consideraban que el peronismo había dado origen a un estado autoritario, corporativo y corrupto, que, al igual que sus aparatos sindicales y clientelares, debía ser eliminado. No se trataba simplemente de cortar la cabeza, sino de desarmar todo el sistema de poder para que el país volviera a la normalidad, identificada con la vigencia de la Constitución de 1853. Este segundo sector –que tenía más seguidores entre los demás partidos políticos y los empresarios– logró desplazar a Lonardi de la presidencia de la nación en noviembre, sólo dos meses después del golpe, y colocó en su lugar al general Pedro Eugenio Aramburu, prototipo de lo que Perón llamaba “la contra” o los “gorilas”.
“Prohibición de elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”
Considerando: Que en su existencia política el Partido Peronista [...]se valió de una intensa propaganda destinada a engañar la conciencia ciudadana [y de] la difusión de una doctrina y una posición política que ofende el sentimiento democrático del pueblo Argentino, [que] constituyen para éste una afrenta que es imprescindible borrar. [...] Queda prohibida en todo el territorio de la Nación [...] la utilización [...] de las imágenes, símbolos, signos, expresiones significativas, doctrinas, artículos y obras artísticas [representativos del peronismo]. Se considerará especialmente violatoria de esta disposición la utilización de la fotografía, retrato o escultura de los funcionarios peronistas o sus parientes, el escudo y la bandera peronistas, el nombre propio del presidente depuesto.
Decreto-ley 4161 firmado por Pedro Eugenio Aramburu el 5 de marzo de 1956.
Los desacuerdos entre estos dos campos impidieron que la Revolución Libertadora sacara provecho del consenso inicial con que contó, como asimismo del desconcierto y la desorganización en que se sumieron quienes seguían siendo leales a Perón. Esto permitió que el presidente depuesto recuperara rápidamente la iniciativa desde su exilio en Paraguay. En ello tendrían también una influencia significativa dos factores primordiales: la compleja estructura política y estatal que el régimen peronista había dejado como legado, y los grandes cambios ocurridos en la sociedad bajo su sombra. Estos factores aportaron al peronismo profundas raíces sociales y los medios necesarios para sobrevivir a su expulsión del poder y resistir los intentos de reabsorberlo o de extirparlo.
Dos rasgos persistentes: igualdad social y crisis de legitimidad política
Muchas cosas habrían de cambiar en la Argentina desde septiembre de 1955, pero al menos dos rasgos característicos continuarían vigentes en el país por largo tiempo: la igualdad relativa en una sociedad fuertemente movilizada, tanto en términos sectoriales como políticos, y la ya crónica disputa sobre las vías posibles para formar gobiernos legítimos. Esas dos particularidades, que se potenciaban entre sí, condicionarían fuertemente los intentos de crear un orden alternativo al peronista. El golpe de 1955 puso en evidencia que, si bien el peronismo había introducido cambios profundos en los actores sociales y en las relaciones entre ellos y con el estado, no había logrado asegurarles medios económicos y, sobre todo, reglas de juego para resolver sus conflictos (ante todo, una Constitución aceptada por todas las partes que permitiera a las mayorías y las minorías alternarse en el poder). Consecuentemente, sus sucesores heredaron estos problemas irresueltos.
La falta de reglas compartidas había signado los últimos años de Perón en el poder. Aunque él mantuvo vigentes ciertas pautas de la democracia pluralista (en particular la convocatoria regular a elecciones), progresivamente fue suprimiendo las condiciones para su efectivo ejercicio (en primer lugar, la libertad de expresión), sin llegar a sustituirlas por un sistema alternativo, explícitamente corporativo o autoritario. De allí que su régimen pueda considerarse un “híbrido” precariamente institucionalizado que terminó dependiendo de un delicado equilibrio entre las heterogéneas fuerzas que lo componían: porque el origen y la legitimidad de ese orden estaban tan en deuda con el proyecto nacionalista y corporativo de junio del 43 y con su protagonista –el Ejército– como con el 17 de octubre del 45 y el movimiento obrero, y con el 24 de febrero del 46 y su imbatible aparato electoral. De esas fuerzas se alimentaba la autoridad del líder, quien se erigía así como único punto de encuentro y mediador necesario entre todas las partes. Tampoco existían, por lo tanto, reglas que resolvieran las tensiones entre el régimen y aquellos actores ajenos o no totalmente integrados al peronismo, como los empresarios, la iglesia católica y las clases medias. Estas tensiones desencadenaron la crisis política de 1955, cuando los conflictos acumulados con todos ellos y con los partidos opositores se radicalizaron y llegaron a los cuarteles.
Así fue como un poder hasta hacía poco omnímodo se derrumbó casi sin ofrecer resistencia. Sus adversarios vieron en la velocidad de ese derrumbe una prueba de que el liderazgo de Perón no tardaría en extinguirse y la posibilidad de resolver fácilmente los desacuerdos. Pero lo cierto es que los vencedores estaban aún más divididos respecto al problema de la legitimidad. Y la dificultad que ello suponía para crear un nuevo orden se vio potenciada por los ya mencionados rasgos igualitarios de la sociedad, que la hacían difícil de gobernar y resistente al cambio.
Dado que la igualdad suele favorecer el funcionamiento de las democracias, cabe preguntarse qué forma específica adoptó en la Argentina de 1955 para provocar el efecto inverso. El grado de igualdad social alcanzado salta a la vista cuando analizamos la actividad económica, la vida social, cultural y cotidiana de la Argentina en los años cincuenta. Al comienzo de esa década, los asalariados habían llegado a sumar casi el 50% del ingreso nacional. Con la crisis económica desatada en 1951 perdieron algunos puntos, pero luego se recuperaron. La nueva caída, producto de la Revolución Libertadora, tampoco alteró en gran medida el panorama: pasaron del 46,5 al 43,4% del ingreso total, pero su poder de compra siguió creciendo. Todo esto significaba niveles de vida superiores incluso a los de algunos países europeos, y la diferencia era aún mayor con Brasil, México o Chile, sociedades por entonces mucho más desiguales, y menos integradas y movilizadas.
Esta igualdad obedecía a ciertos factores estructurales: la relativa ausencia de una masa de población campesina, la rápida expansión de las actividades agroexportadoras y la asimilación de la inmigración europea, la temprana urbanización y la gravitación del sector moderno sobre los sectores marginales y poco desarrollados. Estos rasgos se consolidaron gracias a las reformas peronistas y pasaron a formar parte de la identidad no sólo de las clases subalternas, sino de la sociedad en su conjunto: la maduración de la clase trabajadora y las clases medias asalariadas se potenció con la extensión y la legitimidad que adquirieron las organizaciones gremiales (hacia 1954, la tasa de sindicalización se calculaba en el 48%) y con una amplia red de regulaciones protectoras del trabajo. Un mercado laboral con pleno empleo, en el que los despidos y la discrecionalidad de la patronal estaban sumamente restringidos, centrado en actividades industriales cuyos mercados también estaban protegidos y configuraban una economía cerrada a la competencia externa, permitió que los intereses de los asalariados se identificaran como núcleo y eje de los intereses generales de la sociedad. A la fortaleza de los gremios contribuyeron además los servicios de salud brindados por sus obras sociales, la fijación del monto de los salarios y las condiciones laborales a través de los convenios colectivos nacionales (paritarias) y las leyes que aseguraban la existencia de un solo sindicato nacional por cada rama de actividad, de una sola entidad nacional que los agrupara (la Confederación General del Trabajo, CGT) y de un sistema centralizado para financiarlos (que establecía que las cuotas sindicales se descontaban automáticamente del pago de los salarios).
Además, las migraciones internas y de países vecinos se aceleraron desde los años cuarenta, lo que permitió que una mayor proporción de la población se asentara en las ciudades y se incorporara al sector moderno de la economía. Ya en las ciudades, estos nuevos trabajadores pudieron participar no sólo de una vida social y política integradora, sino de una vida cultural de tendencia similar: la homogeneidad social era moneda corriente en el cine, la radiodifusión, la televisión y la literatura popular de esos años, como asimismo en la educación de masas, cuyo imaginario integrador, heredado de la Argentina liberal, había sido extendido por el peronismo a nuevos sectores, con nuevos fines. Ello explica la gravitación decisiva que llegó a tener la igualdad como valor en el imaginario colectivo: también en este aspecto el peronismo coronó un proceso de más largo aliento, la creación de una sociedad con fuertes valores democráticos, culturalmente homogénea, que celebraba el ascenso social de las clases subalternas y era reactiva a las jerarquías.
Rechazo de las jerarquías
Guillermo O’Donnell comparó la relación entre clases sociales en la vida cotidiana en Río de Janeiro y Buenos Aires a comienzos de los años sesenta, y analizó las diferencias. Frente a la interpelación con que las clases altas cariocas suelen “poner en su lugar” a un subalterno –y que reza: “¿Usted sabe con quién está hablando?”–, señala la que podría ser una respuesta esperable en las calles porteñas: “¿Y a mí qué (carajo) me importa?”. Según O’Donnell, esta respuesta no sólo revela el intenso igualitarismo de la sociedad local, en comparación con la brasileña, sino también un marcado “rechazo a las jerarquías” propio de la cultura de las clases bajas argentinas. La respuesta deja traslucir un cuestionamiento a la autoridad y las diferencias de clase aun en aquellas situaciones en que no pueden ignorarse: “El interpelado no niega ni cancela la jerarquía: la ratifica, aunque de la forma más irritante posible para el ‘superior’ (lo manda a la mierda)”. De allí que, para O’Donnell, esta actitud revele un rasgo significativo de la sociedad argentina de esos años: que haya podido ser “relativamente igualitaria y al mismo tiempo autoritaria y violenta”. Esta violencia, en un principio verbal o simbólica, expresada en una tensión contenida, con el tiempo tenderá a recrudecer y a volverse más activa.
Las citas están tomadas de Guillermo O’Donnell, “¿Y a mí qué me importa?”, Buenos Aires, CEDES, 1984, mimeo.
La igualdad y el desarrollo del sindicalismo son fundamentales para comprender la dinámica del conflicto que se instaló en la Argentina de entonces. Hay distintas explicaciones al respecto. Algunas destacan las reacciones opuestas que esos rasgos generaron en los distintos grupos sociales: dado que la sociedad local era la más igualitaria de toda América Latina, algunos estratos de las clases medias y altas empezaron a considerarla “demasiado igualitaria” y amenazante para su estatus y para el orden social, mientras que los sectores populares consideraban “intolerablemente injusto” cualquier cambio que afectara, aun moderadamente, sus intereses. El poder sindical fue uno de los blancos privilegiados de la “reacción conservadora”, de la que participaron amplios sectores que creían necesario limitar su influencia, incluso a través de medidas autoritarias. No obstante, también es cierto que fracciones nada desdeñables de las clases altas pensaban –tanto antes como después del golpe de 1955– que los sindicatos peronistas constituían una eficaz barrera contra los socialistas y los comunistas. De modo que la “reacción conservadora” no explica, por sí sola, la intensidad que adquirieron los conflictos sociales.
Una explicación alternativa sería que el aparato productivo argentino no podía sostener la presión distributiva a que lo sometían esos sindicatos, hecho que generaba disputas crónicas e irresolubles por el ingreso. Éste fue, claramente, un aspecto muy importante del problema, que asimismo explica la gravedad de los conflictos en torno a los salarios, los impuestos a las exportaciones agropecuarias, los subsidios a la industria y el precio de los alimentos, antes y después de 1955. Este costado económico de la cuestión nos permite considerar además una tercera explicación: si los sindicatos eran “demasiado poderosos” y estaban “demasiado implicados” en las luchas político-partidarias, ello se debía a una desproporción con los demás actores –en particular, por las dificultades de los empresarios para organizarse y defender sus intereses–. La economía cerrada y regulada dificultaba la acción colectiva (vale decir, los medios para identificar intereses comunes y satisfacerlos) de la burguesía y facilitaba la de los trabajadores: al imponer reglas muy estrictas para la contratación y despido de mano de obra, proteger su precio (los salarios) respecto de la competencia externa mediante importantes restricciones aduaneras para una gran cantidad de bienes y, sobre todo, al establecer el mercado interno como destino principal, si no único, de la producción nacional, las ganancias empresarias dependían casi totalmente del nivel de consumo interno y por tanto de los salarios.
Esta explicación permite poner a las otras en una perspectiva más amplia. En lugar de organizarse colectivamente, los empresarios tendían a buscar soluciones a través de vínculos “especiales” con funcionarios públicos, lo que perjudicaba sus posibilidades de influir sobre las decisiones de gobierno como grupo de interés tal como hacían los sindicatos. Por otro lado, el problema no era que éstos se hubieran involucrado en la lucha política con una identidad partidaria definida (algo que de un modo u otro sucede en todas las democracias), sino que privilegiaran la presión por objetivos coyunturales y no la cooperación –hecho que los volvía renuentes a comprometerse en el diseño y la implementación de políticas públicas a través de acuerdos de largo aliento–. Incluso durante el período peronista se habían impuesto barreras firmes para obstaculizar el desarrollo de formas más eficaces y duraderas de cooperación: temiendo las consecuencias de sumar al poder sectorial de los sindicatos un rol más activo en la toma de decisiones, Perón los mantuvo alejados de ese rol. Paradójicamente, los temores de Perón encontrarían mayor justificación tras su caída y exilio: estos fortalecieron a los gremios en vez de debilitarlos, porque, como han señalado Marcelo Cavarozzi y Juan Carlos Torre, les permitieron concentrar la representación sectorial y política de los trabajadores, algo que los sucesores de Perón, y él mismo, intentarían combatir por todos los medios.
De lo dicho podemos concluir que los dilemas que enfrentará la Argentina a partir de la crisis del régimen peronista no pueden comprenderse como resultado de la oposición simple y tajante entre dos campos, uno democrático y el otro autoritario, uno defensor de la igualdad, el otro su enemigo. Entre ambos bandos se moverán actores ambivalentes, y en unos y otros predominará el ansia de instaurar alguna forma de democracia –si bien no lograrían acordar los instrumentos ni el cariz que ésta debería adoptar–. Y al respecto es también interesante observar que en el transcurso de los acontecimientos posteriores a la caída de Perón se produjo, no una sino varias veces, una peculiar inversión de roles: los antiperonistas, que habían empleado consignas e idearios antifascistas para oponerse al régimen y que presentaron su derrumbe como equivalente a la liberación de París de los nazis, vieron con sorpresa que esas consignas e ideas eran tomadas por los peronistas para resistir la proscripción electoral de su partido y la represión “gorila” (al denominarse “Resistencia peronista”, evocaron abiertamente en su favor la experiencia de la Francia ocupada).
Todo ello dejaba en evidencia que los principios democráticos tenían profundas raíces en esa Argentina convulsionada, pese a la creciente conflictividad política: casi todos sus protagonistas actuaban con miras a un futuro no muy lejano en el que el veredicto de las urnas regiría en forma plena como fuente de autoridad legítima. De allí que las intervenciones castrenses no hayan dado lugar a un régimen militar prolongado –como sucedió en otros países de la región durante esos años y como ocurriría en la Argentina desde la segunda mitad de los años sesenta– y que las limitaciones “transitorias” al ejercicio de los derechos políticos se fundamentaran en la necesidad de excluir a aquellas “fuerzas antidemocráticas” que, alejadas del control del estado, pronto desaparecerían. Sin embargo, y contra esa expectativa, la sociedad argentina –fuertemente organizada y movilizada, pero sometida a una sostenida crisis de legitimidad y a crecientes disputas políticas– daría origen a lo que el historiador Tulio Halperin Donghi denominó un “empate”, una “guerra civil larvada”, en la que la irrupción de la violencia (primero ocasional, y con el tiempo cada vez más “normal”) fue horadando la convivencia social y debilitando aún más la capacidad de las instituciones de resolver conflictos.
Lo que sí cambió con la Libertadora: crisis del estado y polarización de clases
Uno de los efectos más visibles del cuadro de situación que signó la vida política y las relaciones entre las clases desde la segunda mitad de los años cincuenta fue el deterioro de la autoridad del estado y su correlato, la corrupción de los mecanismos institucionales. Se invirtió así la relación entre estado y partidos que había regido en la Argentina desde fines del siglo XIX, puesto que aquél había sido mucho más fuerte que éstos y su autoridad había suplido a la que en otros países de la región (por ejemplo, Uruguay) provenía de lealtades partidarias. El peronismo había buscado fusionarse con el estado y había dado continuidad a esa tradición. Sin embargo, tras su derrocamiento, la obediencia a facciones políticas en pugna, con asiento en grupos de interés y en tradiciones ideológicas enfrentadas, se impuso frente a las reglas y las lealtades emanadas del vértice y el orden estatales.
Aunque el problema se hizo visible con la Libertadora, las tensiones ya anidaban bajo los gobiernos de Perón: éste había introducido de lleno los asuntos económicos y sociales en la agenda del estado, llevándola mucho más allá de los límites que había tenido en la anterior fase de democratización, protagonizada por el radicalismo y centrada en asuntos políticos. La relativa indiferencia de Perón (atento primordialmente a su vínculo con las masas) con respecto a los problemas de financiamiento público, de pérdida de cohesión y de politización de la administración, la educación pública e incluso las Fuerzas Armadas reveló su excesiva confianza en un instrumento de poder que, cuanto más se involucraba en los asuntos sociales, más se debilitaba. Para colmo, muchos críticos y opositores a Perón pasaron por alto que eso suponía cambios tan radicales como irreversibles, y creyeron que, una vez que él fuera depuesto, automáticamente, la agenda estatal volvería a ser lo que había sido antes de su aparición.
El hecho de que a la crisis de legitimidad del sistema político se sumara una crisis, cada vez más aguda, de la autoridad estatal completa el cuadro resultante del golpe de 1955. Y ayuda a entender la notable supervivencia del peronismo: porque fue en gran medida gracias a ese debilitamiento del estado que éste pudo –sin grandes traumas ni divisiones y de forma bastante rápida– pasar, de ser una fuerza estructurada desde el vértice estatal, a ser un movimiento de masas subversivo del orden existente y capaz de sostenerse excluido de todo asiento institucional. El debilitamiento del estado es, por tanto, un efecto pero también una causa de la persistencia del fenómeno peronista en la sociedad, que, como señala Daniel James, le permitirá reinventarse como “partido del pueblo”, como una fuerza “antisistema” que se niega a ser domesticada o erradicada.
La lucha por el control del estado se superpondrá así a una lucha dentro del estado mismo y también a una lucha social que, aunque no estaba en el origen de las otras, paulatinamente se transformará en su sede y razón de ser, en el gran ordenador de los clivajes políticos: la pugna entre ricos y pobres, que signará cada vez más el desarrollo de los conflictos políticos, contra lo que Perón y buena parte de los antiperonistas habían pretendido inicialmente.
Una sociedad dividida
En El otro rostro del peronismo (1956), Ernesto Sabato relata cómo recibió la noticia del golpe mientras visitaba a unos amigos en Salta: “Aquella noche de septiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas. Y aunque en todos aquellos años yo había meditado en la trágica dualidad que escindía al pueblo argentino, en ese momento se me apareció en su forma más conmovedora”. Sabato intenta ofrecer una explicación de lo sucedido y de lo que es preciso hacer para “corregir” ese desencuentro, y anticipa el giro en la interpretación del fenómeno peronista que muchos intelectuales (sobre todo de izquierda, que hasta entonces lo habían rechazado) intentarían con los años: “En el movimiento peronista no sólo hubo bajas pasiones y apetitos puramente materiales: hubo un genuino fervor espiritual, una fe pararreligiosa en un conductor que les hablaba como seres humanos y no como a parias [...] . Lo demás es detalle [...] y no incurramos ahora en los mismos defectos y vicios que hemos recriminado a la tiranía: no pretendamos unanimidad de juicio, no califiquemos a nuestros adversarios de enemigos de la nación [...]. Una cosa es, y bien posible, el desmontaje casi físico de las piezas que aseguran al totalitarismo [...] y otra cosa es negar esas fuerzas o creerlas únicamente obra de la propaganda. El fervor multitudinario que Perón aprovechó no será liquidado mediante medidas de fuerza... sólo se logrará reforzarlo hasta convertirlo en una tremenda, incontenible y trágica aplanadora”.
Las citas están tomadas de Ernesto Sabato, El otro rostro del peronismo, Buenos Aires, sin editorial, 1956.
El contexto externo también aportaría lo suyo al cambiante escenario donde se enfrentaron la Libertadora y el peronismo, alternando roles en una disputa sin cuartel por las banderas del orden y el cambio, la democracia, la libertad y la justicia. Y es que en la segunda mitad de los años cincuenta aún subsistía el clima de posguerra: social y culturalmente conservador, pero asentado en el recuerdo de la lucha contra el Eje y por lo tanto estructurado en torno a valores democráticos y orientado, política y militarmente, por los Estados Unidos. La Argentina peronista se había sustraído parcialmente de este clima, por lo que ingresó en su ámbito de modo abrupto y tardío. Tardío porque lo hizo cuando cobraba forma un contexto distinto, más abierto al cambio social, cultural y sobre todo al económico, gracias al rápido auge del comercio internacional y el flujo de capitales. Aunque, debido a la Guerra Fría, la Revolución China y la guerra de Corea, ese escenario se veía condicionado también por el temor a la amenaza comunista y a la guerra nuclear, y en consecuencia propenso a justificar el rol que debía cumplir, al menos en la periferia, un “sano autoritarismo”.
Este cambio en el mundo occidental, que repercutió en la región según la dirección impuesta por la diplomacia norteamericana, determinó que los golpistas –que allí buscaban apoyo político y doctrinario contra Perón, a quien, como dijimos, identificaban con el fascismo europeo– hallaran escasas justificaciones y orientaciones para su acción: la apertura a un mundo signado por la lucha irreconciliable entre capitalismo y comunismo indujo en los adherentes de la Libertadora mayores motivos para disputarse entre sí el poder y el derecho a fijar el curso a seguir una vez eliminado el “fascismo criollo”. Ello se refleja en el eco que pronto hallarían –en sectores de las Fuerzas Armadas, la iglesia y el empresariado– las posiciones más ferozmente reaccionarias que por entonces circulaban en los países centrales sobre la seguridad y el papel de los sindicatos y la izquierda. Por otro lado, la modernización que posibilitó esta apertura al mundo, además de fuente de divergencias y temores, también generó en sectores muy diversos un convergente interés por el discurso desarrollista, que proponía un “salto hacia adelante” para sacar al país del aprieto en que se encontraba. La fórmula “aceleración del desarrollo” aparecería así como una respuesta a las tensiones entre los fines democráticos y los medios autoritarios de la Libertadora y, más en general, a las demandas en pugna de los distintos grupos de interés que estaban alimentando el conflicto social y político.
La acción de la Resistencia y la reorganización del sindicalismo
¿Quién podía triunfar allí donde Perón había fracasado? ¿Una coalición del antiperonismo o una alianza entre algunos grupos antiperonistas y los peronistas desencantados con su líder? La segunda alternativa tentó a Lonardi, quien intentó, como dijimos, rehabilitar los esquemas corporativos concebidos entre 1943 y 1945: durante los dos meses que detentó el poder, buscó conciliar la continuidad de una CGT peronista con una gestión política en manos de los nacionalistas y una gestión económica en manos de los empresarios, y asignó a los militares el rol de asegurar el equilibrio entre todos ellos. Pero ni el contexto internacional brindaba sostén para su proyecto, ni éste era compatible con las expectativas de apertura democrática de los partidos y los militares liberales, ni con las de amplias capas medias y altas de la sociedad de liquidar todo resabio peronista. Mientras Lonardi prometía que no habría “vencedores ni vencidos” y que la Libertadora sería “mucho más favorable a los trabajadores que el régimen depuesto”, y negociaba con la CGT para que se abstuviera de promover medidas de fuerza y aceptara un recambio de su conducción que relegitimara a la dirigencia peronista, pero una sin lazos de lealtad con el líder depuesto, los militantes y sindicalistas del socialismo y el radicalismo asaltaron los locales gremiales para desplazar por la fuerza a los “continuistas”. La Armada, encabezada por el almirante Isaac Rojas, y los generales liberales reclamaron la intervención de la CGT y que se tratara a los peronistas como defensores de un régimen totalitario, indignos por tanto del ejercicio de todo derecho político. La tensión entre ambas posiciones fue en aumento y Lonardi se vio forzado a renunciar.
Concentración en Plaza de Mayo durante la jura de Eduardo Lonardi como presidente provisional, 23 de septiembre de 1955. Archivo General de la Nación.
Almirante Isaac Rojas y general Pedro Eugenio Aramburu, 1956. Archivo General de la Nación.
La designación de Aramburu en su lugar y la proscripción del peronismo y de quienes habían actuado a su sombra llevaron a la CGT a convocar una huelga general. La protesta fue reprimida con dureza: se suspendieron las leyes gremiales y de paritarias, la central y los gremios fueron intervenidos, y cientos de sus dirigentes detenidos. Acostumbrados a la conciliación, ellos no estaban preparados para la lucha que se iniciaba. Pero, paradójicamente, la misma represión facilitaría su reemplazo por un gremialismo más adecuado para encararla: gracias a las intervenciones y el encarcelamiento masivo de la dirigencia tradicional, se abrió el espacio necesario para que se autonomizara y fortaleciera una militancia de base alejada de las prácticas burocráticas, más combativa, que pronto tomaría el control de las organizaciones.
La reacción de las patronales no se hizo esperar: en parte por afán de revancha tras largos años de “prepotencia gremial”, en parte por las dificultades económicas que enfrentaban, se multiplicaron los despidos, se coartaron derechos y beneficios, y cayeron los salarios. Esto provocó la primera crisis del “pacto proscriptivo”: los comunistas, algunos socialistas y buena parte de los radicales condenaron los “abusos” empresariales y exigieron que la Revolución no se desvirtuara; si se había hecho para imponer valores democráticos, no podía servir para legitimar una reacción conservadora y oligárquica; antes bien, debía reconocer los derechos obreros (que Perón había instaurado con meros fines demagógicos) como parte necesaria del nuevo orden de libertad y justicia. Y los obreros y militantes sindicales del peronismo no debían ser perseguidos, sino reeducados. Ese planteo no fue desatendido y determinó que, contra las recomendaciones “duras” de los economistas liberales –dirigidas a contener la puja distributiva, eliminar el déficit fiscal y comercial y la inflación–, Aramburu optara por una política “blanda” que contemplaba la reapertura de las paritarias, el control de los precios y un déficit moderado. La gestión de la economía sacaba a la luz así una nueva disidencia, en verdad presente desde un comienzo en la Libertadora: a las dos versiones hasta entonces en pugna, que atravesaban fundamentalmente las filas militares –la del conservadurismo liberal, que concebía el golpe como restauración; y la nacionalista católica, que apostaba a una regeneración moral–, se sumó la de los políticos democráticos progresistas que buscaban recuperar el respaldo de las masas, que el peronismo les había “usurpado” al apropiarse de sus banderas de cambio social. Esta visión, sin embargo, quedó acorralada por los múltiples indicios que dio el peronismo sobre su capacidad de resistir los intentos de desmembrarlo o disolverlo. Y cuando creció el temor a que volviera al poder, todos sus enemigos coincidieron en la necesidad de aplicar de momento una cierta cuota de represión.
También en el campo peronista operaban tendencias divergentes. Todos sus componentes se alimentaban de un dato básico: la persistencia del liderazgo de Perón y su voluntad de regresar al poder. No obstante, la relación con el líder era conflictiva en todos los casos, ya que su interés no coincidía con el de quienes seguían en alguna medida siéndole fieles. En los primeros meses, desde Asunción del Paraguay, Perón creyó posible una rápida contraofensiva. Buscando dar un golpe de mano, responsabilizó por su derrocamiento a la Armada, la iglesia y la oligarquía, y llamó a una insurrección mancomunada de “pueblo y Ejército”. En esa etapa proliferaron las conspiraciones –no tanto fruto de ese llamado como de la indisciplina y confusión reinantes en los cuarteles– casi siempre encabezadas por jefes lonardistas en desacuerdo con Aramburu y su sector. La única que se convirtió en rebelión –liderada por el general Juan José Valle en junio de 1956– cosechó un trágico saldo en vidas humanas y fortaleció la oposición entre peronismo y antiperonismo (pese a que Valle no se consideraba peronista). La decisión del gobierno de fusilar a sus cabecillas y la muerte en condiciones irregulares de varios civiles detenidos fueron un intento de sellar a sangre y fuego la expulsión de Perón del país, y de suprimir cualquier influencia suya en la sociedad y en las filas militares, que reveló lo precario de la situación reinante. Al tomar esas decisiones, los jefes de la Libertadora traspasaron un umbral de violencia y habilitaron un encadenamiento de represalias que tendría graves consecuencias futuras.
Viendo el fracaso de la opción militar, que además provocó una nueva ola de detenciones y permitió a la Libertadora colmar una vez más la Plaza de Mayo con sus adherentes (quienes clamaron por “mano dura” contra los rebeldes), Perón puso más empeño en promover el activismo de los sindicatos y los grupos militantes que se venían organizando espontáneamente desde su derrocamiento. Por las razones ya expuestas, los gremios eran un terreno mucho más fértil que los cuarteles para la supervivencia del peronismo: los intentos que hicieron las fuerzas antiperonistas a lo largo de 1955 y 1956 para tomar el control de esas organizaciones prosperaron sólo en algunas de ellas (mayormente de servicios); y, en muchos casos, cuando se realizaron nuevas elecciones (en 1956 y 1957), volvieron a ganar listas peronistas, más respetadas por las bases que las anteriores, pues se estaban probando en elecciones libres y en la defensa de derechos que el gobierno y las patronales amenazaban. Así se consolidaron los liderazgos de Augusto Vandor en metalúrgicos, Andrés Framini en textiles, José Alonso en vestido y Amado Olmos en sanidad. La relegitimación del peronismo gremial culminó en el congreso normalizador de la CGT de septiembre de 1957, cuando una clara mayoría de ese signo, liderada por Framini, dio origen al polo sindical que se conocería como “Las 62 Organizaciones”.
La masacre de José León Suárez
Un grupo de civiles detenidos, vinculado marginalmente a la sublevación del general Juan José Valle, fue conducido a un basural de José León Suárez, provincia de Buenos Aires, y fusilado por los agentes de seguridad. El crimen fue expuesto por una investigación del periodista y escritor Rodolfo Walsh: “Seis meses más tarde [...] un hombre me dice: –‘Hay un fusilado que vive’ [....] No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga. Pero después sé. Miro esa cara, el agujero en la mejilla, el agujero más grande en la garganta, la boca quebrada y los ojos opacos donde se ha quedado flotando una sombra de muerte. Me siento insultado [...] los detenidos de Florida fueron penados, y con la muerte, y sin juicio, y arrancándoselos a los jueces designados por la ley [...]. No habrá ya malabarismos capaces de borrar la terrible evidencia de que el gobierno de la Revolución Libertadora aplicó retroactivamente, a hombres detenidos el 9 de junio, una ley marcial promulgada el 10 de junio. Y eso no es fusilamiento. Es un asesinato”.
Las citas están tomadas de Rodolfo Walsh (1957), Operación Masacre, edición crítica de Roberto Ferro, Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 2009.
Portada del semanario Revolución Nacional. Órgano del Instituto de Cultura Obrera, año 2, núm. 10, 15 de enero de 1957. Dirigido por Luis Benito Cerruti Costa, el semanario fue el primer medio que publicó el reportaje de Walsh a Livraga.
Esto tuvo un notable impacto político: la conducción de la CGT sería, desde entonces y por largo tiempo, amén de vehículo de los intereses de clase, la voz más indiscutiblemente legítima del movimiento peronista en el país. Ya adelantamos la correspondencia entre conflictos económicos –en torno a salarios y condiciones de trabajo– y políticos –por el ejercicio de derechos electorales por parte de los obreros y los sectores populares en general–, que potenciaba a unos y otros. La consecuencia de ello fue que acotados conflictos por ingresos dieron origen a un antagonismo inconciliable. Y políticas económicas con moderados efectos perjudiciales para los salarios –o incluso neutros en términos distributivos– parecieron promover una insoportable desigualdad.
Las bases sindicales también nutrieron a los grupos de la Resistencia que, entre fines de 1956 y 1957 y en forma muy dispersa y desorganizada, realizaron infinidad de actos de sabotaje, colocaron bombas caseras (“caños”) en lugares públicos o empresas, y expresaron su rechazo a la proscripción pintando leyendas en las paredes de los barrios populares y distribuyendo volantes y periódicos que llamaban a mantener viva la lealtad a Perón. Éste no dudó en incentivar esas acciones con miras a desatar una rebelión general que volteara al gobierno golpista. Para eso contó con la colaboración de John William Cooke, un ex diputado que en marzo de 1957 logró fugarse de la prisión de Río Gallegos junto a otros presos políticos y se transformó en el principal impulsor del “giro a la izquierda” del peronismo. Cooke incluso intentaría convencer a Perón de adherir al nacionalismo revolucionario y al socialismo y conformar un amplio “movimiento de liberación” antioligárquico.
Instrucciones generales para los dirigentes
Perón tomó la costumbre de enviar cartas con instrucciones para sus seguidores en el país a través de los pocos canales con que contaba. En una de ellas, de julio de 1956, decía: “Ellos nos están matando, nosotros no nos vamos [...] a dedicar a rezar solamente a la Virgen [...] un gorila quedará tan muerto mediante un tiro en la cabeza, como aplastado por casualidad por un camión que se da a la fuga [...] los bienes y viviendas de los asesinos deben ser objeto de toda clase de destrucciones mediante el incendio, la bomba [...] lo mismo ha de ser objeto de ataque la familia de cada uno de esos canallas, hasta que vayan a vivir en los barcos o decidan irse del país por no poder convivir con el Pueblo que escarnecieron [...] la violencia más grande es la regla”.
Las citas están tomadas de Samuel Amaral, “El avión negro: retórica y práctica de la violencia”, en S. Amaral y M. Plotkin (comps.), Perón, del exilio al poder, Buenos Aires, Cántaro, 1993.
Si bien la Resistencia se extendió –y con ella el sabotaje y los “caños”, sobre todo durante 1957–, los resistentes siguieron actuando sin coordinación ni plan para la toma del poder, y se cuidaron de no dañar a personas (hubo un solo asesinato político entre ese año y 1960), incluso luego de los fusilamientos de junio de 1956. Sucedía que los sindicatos tenían sus propios intereses, que en general privilegiaron frente al deseo de Perón de que hicieran todo lo posible por su regreso al poder: más allá de la politización de sus reclamos y de la polarización política reinante, no descartaron salidas negociadas para los conflictos sectoriales y acordaron moderar sus planteos a cambio de que se respetara la legalidad de sus organizaciones. El gobierno de Aramburu, además de las medidas represivas, adoptó otras para atender esas expectativas: permitió que el peronismo sindical se reorganizara, e incluso que los salarios se recuperaran entre 1956 y 1957, con lo que la ola de protestas disminuyó y los gremios descartaron una huelga revolucionaria como la que esperaban Perón y Cooke.
Cuando sus llamados a la insurrección fracasaron, Perón cambió una vez más de táctica. Por un lado, trató de reconciliarse con la jerarquía católica: dejó de acusarla por su derrocamiento, que pasó a atribuir “a la masonería” (ya no adjudicó la quema de iglesias al “pueblo enardecido”, sino a un “grupo de facinerosos”). Y lo mismo intentó con el Ejército y los empresarios, presentándose una vez más como la mejor barrera contra el peligro de la guerra social: en sus cartas públicas posteriores a 1957 y hasta 1960 afirmaría que los golpistas le estaban haciendo el juego al comunismo. Por otro lado, dio su aval a algunos partidos neoperonistas que buscaron sortear la proscripción y participar de las elecciones previstas para 1957 y 1958. Ex gobernadores y figuras con prestigio local que, al igual que los sindicalistas, tenían interés en gestar un “peronismo sin Perón” organizaron fuerzas que formalmente respetaban la prohibición de adherir a la doctrina y la persona del ex presidente. Así surgieron, entre otros, el Partido Populista del catamarqueño Vicente Saadi, y la Unión Popular, que se proponía rescatar aquellos logros del peronismo que lo vinculaban con el cristianismo.
Las tácticas de Perón y el fracaso de la Constituyente
La elección de convencionales constituyentes en julio de 1957 –convocada para dictar una nueva ley fundamental en reemplazo de la de 1949, que había sido derogada– brindó la oportunidad para que el peronismo proscripto usara la fuerza del número. A último momento, sin embargo, Perón desautorizó las listas neoperonistas y llamó a votar en blanco, dado que un eventual éxito de estas fuerzas podría autonomizar a los electores de su liderazgo y dificultar su regreso al país. El llamado a votar en blanco tuvo considerable éxito y mostró que su carisma continuaba vigente: los neoperonistas sumaron el 8% de los votos, mientras que un 24% depositó su sobre vacío. No eran la mayoría, pero bastaban para dirimir la batalla entre las otras fuerzas. No obstante, la proliferación de grupos neoperonistas continuaría: pronto se sumarían el Partido Blanco, Tres Banderas, el Movimiento Popular Neuquino, el Movimiento Popular Salteño, el Partido del Pueblo, el de los Trabajadores, y otros.
Cada una de las vías que intentó Perón, como vemos, tuvo sus dificultades, y todas fueron insuficientes para retomar el poder. Pero en alguna medida todas ellas, alternativa y relacionadamente, le sirvieron para preservar su liderazgo y la unidad del movimiento. Perón fue reinventando así el estilo de conducción que había usado desde el vértice del estado: mantener indefinido su principio de legitimidad y las reglas de su organización, usando simultáneamente distintas fuentes de autoridad que podían contrapesarse entre sí y le otorgaban un gran margen de maniobra por ser el único punto de encuentro de todas las partes. De este modo no sólo logró contener las pretensiones de cada facción del movimiento con la presencia de las demás, sino acorralar y dividir a sus adversarios con un movimiento de pinzas, hecho de amenazas y ofertas de colaboración. Su intención era convencer a las elites antiperonistas de que proscripto era un problema aún peor que en ejercicio del poder, de que desde el exilio podría promover una revolución que, estando en el país, evitaría. Claro que, inversamente, estas amenazas elevaban los costos previsibles para esos partidos políticos, grupos de interés y militares: ¿no podían también perderlo todo si aceptaban su regreso? En este complejo juego, unos y otros fueron acumulando un aprendizaje sobre los límites que les impedían alcanzar sus respectivos objetivos y la inevitabilidad de un acuerdo. Pero el aprendizaje insumió casi dos décadas de conflictos y el acuerdo llegaría demasiado tarde.
La Convención Constituyente se realizó, entre agosto de 1957 y enero de 1958, en un clima convulsionado por esta puja. Debido a ello, su objetivo de restablecer la legitimidad de las reglas de juego, sustrayéndola de la lucha entre facciones, se frustró. Ante todo, pesó la presencia de un cuarto del electorado que impugnaba la convocatoria: cualquier decisión que allí se adoptara sería cuestionada por una parte de la sociedad, y se repetiría, invertida, la situación de 1949, cuando el peronismo aprobó “su” Constitución indiferente a una oposición que se negó a reconocerla. Además, en este fracaso pesaron las disidencias entre las fuerzas que aceptaron participar de la convocatoria respecto a qué debía hacerse con la Norma Fundamental: si se debía dictar una nueva o restaurar la de 1853.
La mayoría de los partidos (el radicalismo, el socialismo, los conservadores, la democracia progresista, los democristianos, etc.) respaldó la derogación de la Constitución del 49. Pero buena parte de ellos no quería que esa derogación resultara en la supresión de derechos sociales y sindicales, que perjudicaría a los sectores que aspiraban a representar. Los disensos se agravaron cuando comenzó a debatirse la convocatoria a las urnas: algunos políticos buscaban asegurarse de que los peronistas no participaran y plantearon obstáculos a las fuerzas neoperonistas; otros querían alentarlas para que se alejaran de Perón o incluso aliarse con ellas para recoger parte del voto peronista. Los radicales se dividieron entre estas dos últimas posiciones. La fracción que respondía al presidente del partido, Arturo Frondizi, no escatimó esfuerzos para congraciarse con los sectores peronistas: llegó incluso a rechazar la derogación de la Constitución del 49 y a defender la CGT única y otras reglas gremiales y laborales establecidas por Perón. El resto de los radicales hizo causa común con las demás fuerzas para no reconocerle al peronismo ni siquiera sus conquistas sociales: propuso que esos derechos fueran incorporados a una nueva Constitución, pero en los términos en que los planteaban los programas de la UCR. A raíz de ello, los radicales concurrieron divididos a la elección de convencionales. Y la fracción frondizista terminaría abandonando las sesiones cuando iba a votarse la reinstauración de la Carta de 1853, con la casi exclusiva novedad de un artículo (14 bis) sobre derechos sociales.
La fractura del único partido del campo antiperonista con peso electoral real terminó de debilitar el intento de la Libertadora por cerrar el ciclo peronista inaugurando un nuevo período en el que la legitimidad constitucional fuera inobjetable. De allí que el llamado a elegir presidente a comienzos de 1958 se realizara en un contexto de irresolución del conflicto sobre las reglas de juego, y, peor aún, en un clima que cuestionaba la justificación y el sostenimiento de la proscripción del peronismo. El movimiento proscripto –aunque no había logrado que prosperaran la sublevación cívico-militar ni la insurgencia sindical y aunque se había dividido a la hora de elegir una vía para incidir en la competencia electoral, con lo que su peso en las urnas se había debilitado– encontraría una oportunidad para que el poder electoral que aún retenía bastara para relegitimarlo como “el partido del pueblo”.
La causa decisiva del fracaso: la división del radicalismo
La UCR había conservado la adhesión de una proporción importante del electorado durante el régimen peronista: sumó alrededor del 30% de los votos en cada elección realizada desde 1946. Los socialistas y los conservadores, en cambio, sobrevivieron apenas como superestructuras partidarias y perdieron buena parte de sus militantes y dirigentes, y casi todos sus votos, a manos de Perón. Por lo tanto, cuando éste fue derrocado y proscripto, era claro que el principal beneficiario sería el radicalismo: de sus filas provendría inevitablemente el siguiente presidente civil. Sin embargo, esta ventaja le jugó en contra porque, al no haber nadie con quien competir, la unidad partidaria perdió valor y las diferencias internas se fueron agudizando: tal como había sucedido en 1928, cuando el enfrentamiento entre yrigoyenistas y alvearistas condujo a un primer y prolongado cisma partidario, los distintos líderes y facciones actuaron bajo el supuesto de que quien obtuviera la conducción y la candidatura a presidente sería dueño absoluto de la situación, e hicieron de la competencia interna una lucha a todo o nada. Este cuadro se potenció con la oportunidad que ofrecía la Libertadora, a los ojos de todos los radicales, de corregir las “desviaciones” y errores en que había incurrido el partido (el peor de todos: su alianza con los conservadores en la Unión Democrática). Los radicales estaban convencidos de que de esos errores había surgido el peronismo. Corrigiéndolos, podrían reabsorber las adhesiones populares de las que éste se había nutrido (y que había frustrado, pues contenía rasgos antipopulares que le impedían ser plenamente “nacional y revolucionario”). Por esta vía se concretaría el “movimiento nacional” que el radicalismo había buscado desde sus orígenes y se realizaría la “revolución inconclusa” demorada por el golpe de 1930 y por la aparición de Perón: liquidar el latifundio con una auténtica reforma agraria, completar el desarrollo industrial del país y detener la penetración imperialista; en suma, eliminar el orden oligárquico y conservador y fundar una auténtica república. De este modo, los radicales se convencieron de estar frente a una oportunidad única, no sólo para recuperar la mayoría, sino para que la política argentina se clarificara y cumpliera sus planes más ambiciosos.
La conducción de la UCR en 1955 compartía mayoritariamente este diagnóstico de los desafíos del momento, porque estaba dominada por el sector intransigente –que ya en 1945, en la Declaración de Avellaneda, había definido a Perón como un usurpador de las banderas de la revolución nacional que le pertenecían al radicalismo y que sólo ese partido podría concretar–. Esta interpretación divergía en varios aspectos de la que veía en el peronismo una versión criolla del fascismo, entre otras cosas porque permitía reconocer la existencia de “peronistas de buena fe”, compañeros de ruta del “movimiento nacional”; precisamente por ello los radicales intransigentes insistieron en que los votantes peronistas no debían considerarse como actores antidemocráticos a ser reprimidos, ni tampoco como el resultado de un fraude similar al oligárquico de los años treinta; más bien había que entenderlos como el producto de una manipulación y un engaño que se disiparían mediante el ejercicio de la libre expresión y la reeducación democrática. Con todo, los radicales intransigentes, al igual que otros sectores de la Libertadora, se dividieron respecto de la mejor forma de llevar sus ideas a la práctica y sus disidencias fueron potenciadas por los recelos acumulados entre los dos referentes del sector: Frondizi y el principal dirigente bonaerense, Ricardo Balbín. Balbín sostenía que la proscripción debía mantenerse a rajatabla porque el peronismo no tardaría en disgregarse, una vez que se revelara su carácter espurio y sus conquistas fueran “superadas” por las innovaciones que el radicalismo, otra vez al frente del gobierno, introduciría en la política y la economía. Frondizi, en cambio, consideraba necesario ganarse cuanto antes a los sectores populares para que la revolución no fuera frustrada por las tendencias conservadoras del antiperonismo: la mejor vía para lograrlo era seducir y absorber por lo menos a una parte de los peronistas.
Arturo Frondizi y Ricardo Balbín en 1946. Archivo General de la Nación.
La ruptura se desató en noviembre de 1956, cuando hubo que decidir la fórmula presidencial. Contra la expectativa de que esta decisión “clarificaría” el enfrentamiento entre un radicalismo auténtico y popular, ahora “depurado”, y otro afín a la oligarquía y la reacción (por definición minoritario), las elecciones de convencionales, realizadas pocos meses después, mostraron cierto equilibrio entre las dos facciones: los “del pueblo” (UCRP) se impusieron por escasa diferencia a los frondizistas o “intransigentes” (UCRI). Como consecuencia de ello el voto en blanco apareció como el factor desequilibrante. Pero Frondizi, lejos de moderar su enfrentamiento con sus viejos correligionarios, decidió profundizarlo haciendo hincapié en “diferencias ideológicas” insuperables y llamando a resistir la “reacción oligárquica” que pretendía suprimir las conquistas sociales incluidas en la Constitución de 1949. Giro que completó con el retiro de sus convencionales de la Constituyente.
Frondizi y los mensajes hacia el peronismo
Frondizi hizo un intenso uso de la radio para difundir sus ideas. El 30 de noviembre de 1955 declaró por Radio Belgrano: “La Unión Cívica Radical ha ratificado expresamente que las conquistas sociales obtenidas hasta ahora por obreros y empleados deben ser acrecentadas y superadas [comenzando por el] reconocimiento pleno del derecho de huelga y [la] derogación inmediata de toda legislación represiva [...] Nos oponemos eso sí al intento de usar la libertad sindical para dividir, anarquizar y atomizar el movimiento obrero a fin de que no pueda tener ninguna influencia efectiva en la vida toda del pueblo argentino [...] Debe existir un solo sindicato para cada rama de la producción y una sola central de trabajadores [...] nadie debe ser excluido de las actividades sindicales por su ideología política [...] Los sindicatos no deben ocuparse exclusivamente de salarios, condiciones de vida y demás problemas específicos: deben preocuparse de todo lo relacionado con el poder público [...] participando en este gran proceso ascendente realizado por el pueblo argentino y que no pudo ser detenido ni por la década del 30 ni por la dictadura con todas sus confusiones [...] Cumplidos los objetivos revolucionarios de destruir los aparatos de fuerza del régimen depuesto, sólo pedimos legalidad para que se realice un limpio proceso democrático sin interferencias ni presiones del poder público”. El 25 de junio, por Radio El Mundo, concluía: “la revolución fue hecha para que el pueblo pudiera expresarse con libertad, sin fraudes, sin coacciones dictatoriales [...] No se trata de desquitarse [...] debemos reconocer que millones de mujeres y hombres creyeron honradamente en las promesas de transformación social y de redención humana que se les formularon. Todavía esperan y reclaman esa doble conquista. Lo que deben comprender es que [...] no serán alcanzadas con un retorno al pasado sino mediante el ejercicio de la voluntad creadora del pueblo”.
Quedó así planteado un escenario donde las necesidades electorales de los sectores en que se había dividido el radicalismo profundizarían las tensiones que atravesaban desde el comienzo a la Libertadora, conduciéndola a su fracaso. En los meses siguientes, la UCRI insistió en suspender las medidas represivas y levantar las intervenciones en los sindicatos, reclamó aumentos de salarios contra la política “dura” que había vuelto a aplicar Aramburu en 1957 (dada la ineficacia de las concesiones salariales para desperonizar a los gremios) y denunció el reemplazo de dirigentes sindicales por “títeres del gobierno”. Secretamente, Frondizi encomendó a su más estrecho colaborador, Rogelio Frigerio, una misión clave para sumar los votos peronistas: sellar un pacto con Perón para que apoyara a los candidatos de la UCRI en las elecciones generales que se realizarían en febrero del año siguiente. Seguramente influyó en esta arriesgada decisión, que contradecía sus actitudes previas (Frondizi había sido el vocero, luego de los bombardeos de junio de 1955, del rechazo radical a cualquier salida negociada con Perón), su confianza en que el peronismo no tardaría en dispersarse y en que sería fácil dominarlo desde el poder, y la aún más ilusa expectativa de que el propio Perón se transformaría en una pieza más en su tablero. Para Perón, por su parte, acordar con Frondizi era preferible a dejar crecer el neoperonismo: le permitía orientar al electorado que le respondía, evitar que surgieran organizaciones y líderes que condicionaran esa relación privilegiada con las bases, y sobre todo obtener reconocimiento, si no como dueño de una mayoría propia, como sostén necesario de la mayoría posible. Porque lo cierto es que la mayoría electoral se había vuelto esquiva desde 1955: si, como indicaba la elección de convencionales, Perón sólo retenía la fidelidad de una cuarta parte del electorado y las dos facciones radicales sumadas casi lo duplicaban, no podía sobrestimar su capacidad de veto. Terciar en la división de los radicales le era conveniente para contrarrestar el riesgo de que ese debilitamiento electoral se profundizara.
Las elecciones generales de febrero de 1958 avalaron esta apuesta. En ellas, la UCRI de Frondizi duplicó con creces su caudal del año anterior: reunió el 44,8% de los votos. De los 2 millones de votos en que incrementó su caudal, una parte provenía de sectores independientes (Frondizi había incorporado en el ínterin a referentes de la izquierda y del nacionalismo), pero la mayoría procedía del peronismo (coincidente con un millón de votantes que esta vez optaron por no sufragar en blanco, opción por la que sí se inclinaron algunos neoperonistas, en tanto otras fuerzas de ese signo presentaron candidatos propios y sumaron cerca del 8%). Mientras tanto, desmintiendo una vez más los cálculos sobre la “ruptura clarificadora”, la UCRP retuvo su caudal de votos de 1957.
El pacto con Perón aseguró el triunfo de Frondizi. Pero lo obligaría a cumplir, desde la presidencia, algunas de las promesas que había hecho a cambio. Y tendría que hacerlo sin dañar su prestigio entre los no peronistas, civiles y militares, cuyo concurso necesitaría para sostenerse en el poder. Sólo si era capaz de “acelerar el desarrollo”, “eliminar el latifundio y desarrollar la industria pesada”, y recuperar lo más rápido posible los altos salarios típicos de la gestión económica del peronismo, podría cumplir con el pacto y al mismo tiempo atender las expectativas de modernización, democratización e integración de esa fuerza política que la intransigencia despertara en los empresarios, las izquierdas y parte de los radicales. Si fracasaba, el acuerdo habría de fortalecer al peronismo y al propio Perón y las demás fuerzas le harían pagar cara su deslealtad. Porque lo cierto es que Frondizi había aceptado una regla, mientras secretamente la violaba, para sacar ventaja de la situación. Semejante audacia sólo le sería perdonada si lograba disolver el carácter “prestado” de su triunfo con éxitos de gestión inapelables y una amplia recomposición de los alineamientos políticos. Tal como había sucedido en 1955 y volvería a suceder en el futuro, la subestimación de la raigambre social del movimiento peronista y la sobrestimación de las posibilidades de emular sus “conquistas sociales” estaban impulsando a los actores de la proscripción a buscar soluciones difícilmente sostenibles.