Читать книгу El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way - Страница 6

Capítulo 1

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DAMON Hunter estaba metiendo unos papeles en la cartera cuando Marcus Bradfield entró en el despacho con expresión solemne. Marcus Bradfield tenía un bonito rostro de mediana edad al que el exceso de grasa en las mejillas le confería un aire angelical.

–Malas noticias.

Damon dejó lo que estaba haciendo y miró a su jefe a los ojos.

–No me lo digas, Selwyn Chancellor ha muerto.

–Eso es –Bradfield se dejó caer en uno de los sillones delante del escritorio de Damon.

Bradfield era un hombre acaudalado, de familia rica, respetado, un miembro de la élite de la ciudad. Su abuelo, Patrick Bradfield, había sido uno de los fundadores de Bradfield Douglass.

–Maurice me ha telefoneado –una leve sonrisa cruzó el rostro de Bradfield–. Ha fingido estar muy dolido, pero no le ha salido bien del todo.

–No me extraña que le haya costado, teniendo en cuenta lo contento que debe estar –comentó Damon. No aguantaba a Maurice Chancellor ni a su hijo, Troy–. ¿Por qué no me ha llamado a mí también? Al fin y al cabo, soy yo el encargado del testamento.

–Maurice prefiere hablar con los altos cargos, Damon –contestó Bradfield con una sonrisa cínica–. Selwyn Chancellor llevaba años como cliente de este despacho de abogados. Yo soy socio del despacho. Tú aún eres un empleado. ¿No es así?

–Y, sin duda, se me ofrecerá ser socio de la empresa en el futuro –comentó Damon, consciente de que era verdad. Había conseguido clientes para la empresa. De hecho, su nombre se estaba haciendo conocido en el mundo de los negocios–. En cualquier caso, sigo pensando que, después de hablar contigo, debería haberme llamado. Habría sido lo correcto.

–El pobre estaba destrozado –dijo Bradfield con una sonrisa irónica–. Le dije que te lo diría.

–¡Sigue sin parecerme bien! ¿Te ha dicho si se ha puesto en contacto con Carol Emmett, su sobrina? Aunque lleven años sin ponerse en contacto, hay que informarle de la muerte de su abuelo.

–No ha mencionado a Carol –Bradfield hizo un gesto con la mano de no darle importancia–. Además, ¿por qué iba a hacerlo? Hace años que ni se hablan. Y, hablando de Carol, vaya chica guapa. E indomable, por lo que he oído.

–Simplemente joven –declaró Damon–. Y hay que decírselo.

–¿Me equivoco al suponer que el viejo no se ha olvidado de ella en el testamento? –preguntó Bradfield mirando a Damon fijamente a los ojos.

–No, no se ha olvidado de ella –respondió Damon con expresión neutral–. Era su nieta.

–¡Nunca le hizo caso! –exclamó Bradfield con un brillo acusatorio en sus ojos azules. Marcus era un hombre de familia con tres hijas en edad de casarse.

–Eso tú no lo sabes.

Marcus le miró fija y prolongadamente.

–Damon, sabes tan bien como yo que la familia prácticamente la abandonó, a ella y también a su madre. Y hablando de Roxanne… ¡esa sí que es de cuidado! Bastante ligera de cascos, nadie le tenía mucho aprecio. Deberías oír lo que dice mi mujer. Ah, y otra cosa, chico…

–No soy un chico, Marcus.

–Y otra cosa… Maurice no quiere que nadie se entere de la muerte de su padre hasta mañana, momento en el que informará a los medios de comunicación. Selwyn Chancellor era un hombre muy importante. Puede incluso que el primer ministro quiera un funeral de Estado.

–¿En contra de la voluntad de Selwyn Chancellor? –Damon sacudió la cabeza–. Dejó claro que quería un funeral discreto, con su familia y los amigos más cercanos, nada más. Dejó estipulado que se le enterrara en el jardín de su casa de campo, Beaumont, donde supongo que ha muerto. Y dejó claro que quería que Carol asistiera al funeral.

–¿Pero no Jeff ni Roxanne? –preguntó Bradfield, como si se hubieran violado las reglas sociales.

–No, ellos no. Puede que Jeff Emmett sea uno de tus amigos de juventud, pero dejó claro que ni él ni Roxanne aparecieran en el funeral.

–Así que nunca llegó a olvidar, ¿eh? Todo el mundo sabe que Selwyn y su mujer… ¿cómo se llamaba?

–Elaine –respondió Damon.

–Bien, que Selwyn y Elaine culparon a Roxanne por la muerte de Adam, su heredero. Aunque admito que su muerte fue algo sospechosa: mientras navegaban, Adam se da un golpe en la cabeza con la botavara y se cae por la borda, Roxanne trata de lanzarle boyas, pero están atadas; le echa los cojines que tiene a mano, cualquier cosa que flote. Entretanto, el barco sigue navegando a unos ocho nudos por hora.

–Roxanne no sabía nadar, eso es verdad. Y la creyeron.

–No todo el mundo –Bradfield suspiró–. Mi mujer, por ejemplo, nunca la creyó. El viejo Selwyn tampoco, y Elaine mucho menos. Elaine nunca aceptó lo de la muerte por accidente. Los dos somos aficionados a la vela, por lo tanto, sabemos que pueden ocurrir muchas cosas mientras se navega. Pero los padres de Adam Chancellor siempre consideraron a su nuera una homicida.

–Quizá con razón –sugirió Damon–. Es innegable que se comportó de forma muy extraña justo después del accidente: ni una lágrima, siempre impecablemente vestida. Por supuesto, eso no la convierte en una asesina. Pero todo fue muy extraño, por lo que he visto después de leer todo lo que se escribió al respecto.

Bradfield se miró las manos, como si en ellas pudiera encontrar la respuesta.

–Lo único que podemos hacer es especular, y eso no nos conducirá a ninguna parte. Además, aquello pasó hace años, todo el mundo lo ha olvidado.

–Eso no es verdad, Marcus.

–No entiendo a qué viene tanto interés –dijo Bradfield, que quería olvidar el asunto–. El veredicto es lo que cuenta. Jeff Emmett hizo lo correcto: adoptó a la hija de Roxanne al poco tiempo de casarse con ella.

–Estoy convencido de que Roxanne le obligó a ello –Damon agarró su cartera–. Bueno, creo que me voy ya. Ha sido un día de mucho trabajo.

Hacía ya un tiempo que Damon era el primero en llegar a la oficina y el último en marcharse.

Marcus se puso en pie trabajosamente. Había engordado mucho los últimos años.

–Sí, yo también. En fin, ponte en contacto con tu cliente lo antes posible.

Damon se encaminó hacia la puerta.

–Eso pensaba hacer.

Bradfield le puso una mano en el hombro, haciéndole detenerse.

–¿Vas a venir el sábado por la noche?

–No me lo perdería por nada del mundo –respondió Damon aparentando más entusiasmo del que sentía. En realidad, no tenía ninguna gana de ir a la fiesta de cumpleaños de Julie Bradfield, que cumplía treinta.

–No hago más que rezar para que mi Julie encuentre un buen marido –le confió Marcus.

Damon sabía que Marcus le tenía echado el ojo a él.

–Estoy seguro de que lo encontrará –Damon dedicó a su jefe una sonrisa.

«Siempre y cuando no sea yo».

* * *

Sabía su dirección, en las afueras. Se había marchado de la casa de su madre y su padrastro al entrar en la universidad. También sabía que estudiaba Derecho, que era buena estudiante y que podía ser mejor si se aplicaba. Y lo sabía porque contaba con buenas fuentes de información en la facultad donde se había graduado con sobresalientes. Las mismas fuentes le habían contado que Carol Emmett era muy «famosa». No había fiesta a la que asistiera sin que la persiguieran los paparazzi. Por las fotos en la prensa, sabía que era increíblemente bonita, aunque diminuta, con una gloriosa cabellera de rizos rojizos, piel de porcelana y ojos azules.

Y, por su trabajo, debía encontrarla lo antes posible.

El piso que Carol Emmett compartía con dos amigas se encontraba en un edificio con una veintena de apartamentos alquilados en su mayoría por estudiantes universitarios. El edificio estaba en buenas condiciones, en una zona principalmente residencial y con un pequeño parque al lado.

Damon se detuvo delante de la puerta número ocho e iba a pulsar el timbre cuando dos chicas salieron del ascensor. A juzgar por su indumentaria, y una de ellas llevaba una minifalda que mostraba bastante más que sus rollizas rodillas, iban de fiesta.

Las chicas, entre risas, le miraron de arriba abajo. Nada de extrañar, ya que era un hombre de un metro ochenta y ocho de estatura, guapo y próspero.

–¿A quién buscas, guapo? –le preguntó la más descarada de las dos, la de las rodillas rollizas.

–A Carol Emmett –respondió él con tranquilidad, pero con autoridad.

–¡No es posible que seas policía! –la atrevida se fijó en su traje de corte italiano, en la camisa, en la corbata e incluso en los zapatos.

–No, claro que no. Mis intenciones son amistosas.

–¡Vaya suerte que tiene Caro! –la chica lanzó un silbido–. Un poco mayor para ella, ¿no? Los chicos con los que sale Caro son de nuestra edad.

¿Treinta años era ser viejo? Deprimente.

–¿La conocéis?

–Claro –respondió la otra chica, de aspecto normal y corriente, con un mechón de cabello teñido de rosa, sin duda para desviar la atención de su pronunciada nariz–. Es nuestra compañera de piso. Pero no está en casa, ha salido a buscar a Trace.

–¿Y quién es Trace?

–Una amiga –respondió la más atrevida–. Trace siempre está metida en líos y Caro se encarga de ayudarla a salir de apuros.

–¿Tenéis idea de adónde ha ido? Necesito hablar con ella urgentemente. Es muy importante.

Las dos chicas se miraron antes de decidir si se merecía una contestación.

–Supongo que en el agujero en el que vive Trace –contestó la atrevida–. No vive aquí, no puede permitírselo. Ni nosotras, de no ser por Caro. Caro nos ayuda económicamente. No se ha metido en un lío, ¿verdad? –de repente, las dos chicas parecieron preocupadas.

–No, en absoluto. Es solo que tengo que hablar con ella. ¿Dónde… vive Trace?

La atrevida le dio una dirección, en una de las zonas poco recomendables de la ciudad.

* * *

Damon aparcó detrás de un coche con matrícula personalizada que, poco más o menos, anunciaba a Carol Emmett. Las sospechas de sus compañeras de piso se veían confirmadas, Carol estaba en casa de Trace. Y a él no le gustó. A pesar de haber adoptado el apellido de su padrastro, todo el mundo sabía que era la nieta de Selwyn Chancellor. A las puertas de la muerte, su abuelo había expresado el deseo de que adoptara de nuevo el apellido de su padre. De ahora en adelante, Carol Chancellor necesitaría un guardaespaldas.

Damon salió del coche, lo cerró y miró hacia la casa victoriana dividida en apartamentos. Debía de haber sido impresionante en sus buenos tiempos; aún lo era, a pesar de estar tan descuidada. No había ningún tipo de seguridad, la puerta delantera incluso estaba entreabierta. La empujó suavemente, se adentró en el vestíbulo y leyó los nombres de los inquilinos listados en un panel en la pared: a pesar de no ser necesario, las chicas le habían dicho que Trace vivía en el apartamento número seis con su novio. Por cómo habían hablado de él, no creía que a las chicas les gustara el novio de Trace, que no era estudiante universitario.

–Dice que es chef –le había dicho la avispada con un bufido–, y trabaja en un bar de bocadillos.

–Era chef, Amanda, pero le despidieron –había explicado la otra.

Damon estaba subiendo las escaleras cuando oyó gritos y palabras malsonantes. Subió el resto de las escaleras rápidamente, se acercó a la puerta de la que procedía el ruido y llamó con los nudillos.

Le abrió un joven de unos veinticinco o veintiséis años, musculoso y no muy alto. Llevaba camiseta.

–¿Qué quieres?

–Quiero hablar con la señorita Emmett. Está aquí, ¿verdad?

–¿Y si ella no quiere hablar contigo? –al joven se le hincharon las venas del cuello.

–¿Y usted… cómo se llama? –preguntó Damon en tono seco.

–¿Y a ti qué te importa?

Damon le miró de arriba abajo.

–Apártese, por favor. Quiero ver a la señorita Emmett y a su amiga, Tracey. ¿Es usted el novio de Tracey?

–Márchate ahora mismo –gritó el joven–. Tú no eres policía.

El joven fue a cerrar la puerta, pero Damon le dio un empujón y abrió la puerta del todo. Fue entonces cuando vio a una joven de cabello oscuro en una silla, tenía el pómulo amoratado y un ojo casi cerrado.

Damon no soportaba la violencia de género. El daño era tanto físico como moral. Algunas víctimas se consideraban culpables.

Otra joven, que tenía que ser Carol Emmett, apareció con una bolsa de hielo en las manos. Era infinitamente más guapa que en las fotos: una melena preciosa de rizos rojos, piel resplandeciente y unos ojos azul brillante. Llevaba un vestido corto de seda que dejaba ver unas bonitas piernas delgadas. Tenía el cuerpo de una bailarina de ballet.

–¿Qué pasa aquí? –preguntó ella en tono imperioso con voz clara, a pesar de su poca estatura: como mucho, un metro cincuenta y ocho o cincuenta y nueve–. ¿Quién es usted?

Damon casi se echó a reír. Fue entonces cuando el joven aprovechó la oportunidad y, tras agarrar las llaves de la puerta, cerró el puño y se abalanzó hacia él.

En ese momento, Carol Emmett lanzó la bolsa con hielo a la cabeza del novio, aunque no consiguió atinar porque él había logrado pararle y, con una llave, le tenía de rodillas.

–Estás acabado, amigo –le amenazó el novio tratando de liberarse.

–Vaya, qué miedo me das –contestó Damon antes de poner en pie al novio, llevarle a una silla, que la señorita Emmett había levantado del suelo, y hacerle sentarse.

–A esto se le llama trabajo de equipo –ella le miró, su encantadora boca sonriente.

–A propósito, soy su nuevo abogado. Y estoy dispuesto a representar también a Tracey. ¿Es este el tipo que la ha atacado?

–¡Por favor! –exclamó el novio al instante–. Apenas la he tocado. Y a ella le gusta.

Tracey no dijo nada, pero Carol Emmett estalló:

–¡Menos mal que he llegado a tiempo! –exclamó mirando directamente a Damon–. Si no, no sé qué podría haber pasado. Y no es la primera vez, ¿verdad, Tarik?

–Tú no eres amiga de Tracey –gritó el novio–. ¡Tú tienes la culpa! Deberías dejar de meterte donde no te llaman. Lo vas a pagar caro, de eso puedes estar segura.

Enfadado por la amenaza, Damon, que seguía teniéndole agarrado, apretó.

–Eh, me vas a romper el brazo –protestó Tarik.

–Es posible –respondió Damon con voz fría–. Carol, llame a la policía.

Damon miró a Carol, no estaba seguro del todo de que ella no fuera a agarrar el pisapapeles de cristal que tenía a mano y fuera a tirárselo a la cabeza del novio.

–¡No, no! –gritó Tracey, que por fin parecía haber recuperado la voz.

El tono de voz de Tracey le provocó un escalofrío. ¿Cuántas veces había oído esa clase de tono de voz?

Carol, con expresión de no dar crédito, se acercó a su amiga.

–¿Qué demonios te pasa, Trace? ¿Es que no te das cuenta de lo que es capaz este hombre?

–¿Por qué no se sienta, señorita Emmett? –le aconsejó Damon, tratando de calmar la situación–. Deje que yo haga las preguntas.

Carol arqueó las cejas.

–Adelante –dijo Carol con voz seca–. Usted es mi nuevo abogado, ¿no? Aunque eso es una novedad, ya que yo no tengo abogado.

El novio de Tracey lanzó una carcajada desdeñosa.

–¡Te han pillado, amigo!

–Bradfield Douglass –Damon le dio su tarjeta de visita a Carol Emmett–. Damon Hunter a su servicio. Y también al de esta joven, ya que es evidente que necesita ayuda.

En ese momento, Tracey se enderezó y volvió la cabeza, y fue cuando Damon pudo ver el alcance de las lesiones, que incluía magulladuras alrededor del cuello.

–¡Dios mío! –exclamó él en tono bajo–. Carol, haga lo que le he dicho. Llame a la policía.

–Ahora mismo –se acercó al teléfono del piso sin mirar a su amiga.

Después de que Carol hiciera la llamada, Tracey pareció salir de su trance.

–¡Menos mal! –Tracey suspiró, tenía la voz ronca por las lesiones del cuello–. He sido una estúpida.

–¡Y que lo digas! –contestó Carol–. Pero no te preocupes, Trace, saldremos de esta. Voy a meter tus cosas en una bolsa y luego te llevaré a casa. Aquí ya no puedes seguir.

Entonces, mirando a Damon, añadió:

–Puede conseguir una orden de alejamiento contra él, ¿verdad? Es imperativo que Tarik no pueda acercarse a ella.

Damon asintió.

–Me encargaré de ello.

Entonces se oyeron fuertes pisadas en las escaleras y todos volvieron la cabeza.

–Debe de ser la policía –anunció Carol con una mezcla de alivio y satisfacción.

Tarik lanzó un gruñido.

–Voy a denunciarte por agresión –dijo Tarik a Damon.

Damon lanzó una carcajada.

–Adelante.

–Tengo testigos.

Carol lanzó un silbido.

–No digas estupideces, Tarik. Eres tú quien ha agredido a Tracey.

–Policía –anunció una voz delante de la puerta.

Carol Emmett sonrió ampliamente.

–¡Vaya, qué rapidez!

Al final, después de que les tomaran sus declaraciones, Damon siguió a Carol, en su pequeño coche plateado, hasta la casa de ella. Tracey, tras negarse a ir al hospital para que la examinaran, iba en el asiento posterior del vehículo.

–¡Estoy bien! –había insistido Tracey, como si tuviera miedo de ir al hospital.

–¿Y eso cómo lo sabes? –le había preguntado Carol.

–Lo sé.

Fin de la discusión.

Casi una hora más tarde, después de una ducha, ropa limpia y analgésicos, Tracey se dejó acompañar a la cama de Carol, donde se acostó. Carol le había asegurado que no le importaba pasar la noche en el sofá del cuarto de estar.

Cuando Carol, por fin, volvió al cuarto de estar, encontró a Damon mirando unas fotos con las que ella había hecho un collage, lo había enmarcado y lo había colgado de la pared.

El piso de tres dormitorios, cuarto de estar y cocina americana había sorprendido a Damon por el buen gusto con que estaba decorado. El tresillo de cuero color crema era muy bonito, lo mismo que la mesa de cristal de comedor con cuatro sillas de caña. Había una estantería de madera en un rincón con libros variopintos. Una pintura abstracta china colgaba de la pared encima de una consola también china. Unas cortinas amarillas adornaban las puertas de cristal que daban a una pequeña terraza en la que se veían cuatro maceteros amarillos cada uno con un ave del paraíso.

–Parece interesarle mucho –dijo ella con un tono casi burlón.

–Apreciaba el gusto en la decoración. Me encanta la consola china.

–Sí, a mí también. En cuanto a la decoración… merece la pena hacer un poco de esfuerzo. Y costearla.

–Estoy seguro de que sus amigas se lo agradecen.

–Bueno… –Carol dejó pasar el comentario–. ¿Le apetece un café? ¿Una copa de vino? ¿Una ensalada? Podría cenar conmigo, llevo el día entero sin probar bocado.

De repente, Damon se dio cuenta de que tenía hambre.

–Te lo agradezco, Carol. ¿Puedo tutearte?

–Llámame Caro –respondió ella.

–Carol es un nombre precioso.

–¿A qué has venido exactamente, Damon? –Carol se colocó detrás del mostrador de granito–. ¿Se trata de algo relacionado con la familia?

Carol no parecía preocupada, así que decidió no andarse con rodeos.

–Tu abuelo ha fallecido este mediodía, Carol. En Beaumont, en su casa de campo.

Los maravillosos ojos azules de Carol se clavaron en los suyos.

–¿Estás seguro?

–Sí –respondió Damon.

–Entonces… se acabó –comentó ella, y se volvió para sacar unos platos.

–No, Carol, te equivocas –declaró él con seriedad–. Tu abuelo te dejó una importante herencia.

Carol le miró con expresión perpleja.

–¡Debes estar bromeando!

–No, en absoluto. Y soy tu abogado.

Carol le clavó la mirada. Ese hombre no podía tener más de treinta años, aunque su comportamiento demostraba madurez. Se notaba que era inteligente y muy atractivo. Lo tenía todo: alto, moreno y guapo. De rasgos clásicos, cabello ondulado negro azabache, y ojos oscuros y profundos.

De repente, tuvo la impresión de conocerle. ¿Lo había visto en alguna parte? No era posible. ¿Habría visto su foto en alguna revista? Y el nombre también le sonaba. Damon Hunter… Damon Hunter… ¡Claro, el alumno aventajado del profesor Deakin!

Al verla algo ensimismada, Damon preguntó con una nota de humor:

–¿Qué, he pasado la prueba?

–Das la impresión de ganar mucho dinero –respondió ella con voz tensa, tratando de disimular una instantánea excitación sexual. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a interesarle a ese hombre una joven estudiante de veinte años?

–¿Qué importancia tiene eso?

Carol sacudió la cabeza y sus rizos se balancearon.

–Ninguna. Pero yo creía que el abogado de mi abuelo era Marcus Bradfield.

–Lo fue durante muchos años –respondió Damon–. Pero tu abuelo me designó para que velara por tus intereses. Quería darte la noticia de su muerte personalmente, antes de que pudiera decírtelo alguna otra persona o lo vieras por televisión.

–El gran hombre ha muerto, viva el gran hombre –Carol se estremeció–. No quiero ni pensar que el sustituto sea el tío Maurice.

–Tenemos que esperar a ver qué pasa. ¿Te importa si me quito la chaqueta?

–No, adelante.

Como había sospechado, Carol vio que él tenía un magnífico cuerpo; además, se movía con la gracia de un atleta. Bien, abogado y hombre de acción, pensó mientras le veía colgar la chaqueta del respaldo de una silla y aflojarse la corbata.

–No necesito ningún dinero –declaró ella, desviando la mirada para continuar con la preparación de la ensalada–. Tanto él como el resto de la familia me trataron muy mal.

–Lo sé, Carol, pero no he venido aquí a presentarte las disculpas de nadie. El testamento habla por sí solo. Es evidente que tu abuelo quería recompensarte.

–¡Mi abuelo no tenía sentimientos! –exclamó ella claramente dolida–. ¿Y el resto, saben lo del testamento? Me refiero al tío Maurice, a Dallas y a ese horrible primo mío. Troy. Lo veo de vez en cuando. Incluso ha tratado de ligar conmigo. ¡Qué estupidez!

–¿En serio?

–Sí. Pero no le soporto. Bueno, vamos a comer algo antes de seguir; de lo contrario, se me va a quitar el apetito. Dime, ¿qué prefieres, vino tinto o blanco?

–Si tienes, tinto.

–Sí, creo que sí. Mira ahí –Carol señaló uno de los muebles chinos.

Damon, en vez de abrirlo, se quedó examinando el mueble.

–¿Sabes qué tienes aquí?

–Sí, claro que lo sé –respondió ella en tono burlón–. Y en el dormitorio tengo un par de mesillas de noche en forma de pagoda, pero no voy a dejarte entrar en mi cuarto.

–¿Te gusta el mobiliario oriental? –aunque la pregunta sobraba, sabía que Selwyn Chancellor había sido un gran coleccionista.

–¿A quién no? Si llegamos a hacer amistad, te enseñaré mi celadón de jade. Qianlong.

–Vaya, otra coleccionista.

–Me han dicho que tengo buen ojo para las antigüedades.

–No me cabe duda de ello. Igual que tu abuelo. Él era un gran coleccionista de objetos antiguos –Damon abrió una de las puertas del mueble y sacó una botella de vino tinto.

–Lo sé –respondió ella.

De repente, Carol conjuró la imagen de su abuelo, tomándola de la mano y enseñándole el largo corredor lleno de retratos con marcos dorados colgando de las paredes. También recordó la colección de copas de jade, las porcelanas chinas… ¿Y ese Damon Hunter le preguntaba si sabía lo que tenía?

Damon le estaba hablando en ese momento, pero ella apenas podía oírle. Tenía miedo de echarse a llorar, cosa que no hacía nunca. ¿Cómo su abuelo, que tanto la había querido, le había dado la espalda de esa manera? Y también recordó el odio y el resentimiento de su madre hacia su abuelo y su abuela.

–¿Te pasa algo?

Carol parpadeó, asustada por haber estado a punto de llorar.

–No, nada en absoluto –respondió ella malhumorada–. ¿Qué vino has encontrado?

–Un pinot noir de Tasmania –Damon le enseñó la botella–. Es muy bueno. ¿Vas a beber tú también o vas a decirme que no bebes?

–Sabes perfectamente que sí –contestó Carol.

En más de una ocasión la habían fotografiado a la salida de un club. ¡Le gustaba tomar una copa de vino de vez en cuando! Pero no tocaba las drogas, al contrario que algunas de las personas de su círculo de amigos.

Damon se acercó al mostrador de la cocina, tan alto que tan solo le llegaba al… corazón. Tomó aire, abrió un cajón y sacó el sacacorchos; después, se lo pasó a él. Sus dedos se rozaron.

El contacto casi la dejó sin respiración. Agarró un trapo de cocina y se limpió la mano, como si así pudiera anular el efecto.

–Las copas están en el mueble justo detrás de ti –dijo ella, y aderezó la ensalada. En los platos ya había servido un delicioso jamón.

–Vaya, la cena tiene muy buena pinta –declaró Damon con sinceridad.

–Es muy sencilla. Lo importante es que los ingredientes sean frescos. Mis compañeras de piso se alimentarían de comida precocinada si yo no estuviera aquí. Pero yo no aguanto esa comida.

–Lo entiendo. Teniendo en cuenta que sabes preparar algo delicioso en quince o veinte minutos.

Carol, a pesar suyo, olió el sutil aroma de la colonia de él.

–¿Y tú de qué te alimentas… o hay una mujer en tu vida? –preguntó ella.

–Comida sencilla, Carol, pero buenos y frescos ingredientes –respondió Damon mientras servía vino–. A mí tampoco me gustan los alimentos precocinados ni la comida basura.

–No has contestado a mi pregunta.

–No… No tengo novia, si es a eso a lo que te refieres.

Carol se sintió avergonzada.

–Te he dicho que me llames Caro, ¿o es que no te acuerdas?

–Quizá sea que esté acostumbrado a como te llamaba tu abuelo: Carol –respondió él con suavidad.

A Damon parecía haberle gustado la cena. Ella, por el contrario, no conseguía sacarle sabor a nada, por eso se sirvió una segunda copa de vino. Sabía lo que estaba haciendo: trataba de ignorar la crisis emocional. Tendría que esperar a otro momento para dar rienda suelta a sus emociones. Había aprendido a controlarse. Su madre no era una persona cariñosa, y menos con ella. Su padrastro, Jeff, había sido cariñoso, pero quizá demasiado después de que ella cumpliera los dieciséis. Se había marchado de la casa encantada, su madre también había parecido alegrarse. Su madre había llegado a considerarla una rival.

No quería pensar en eso. Tampoco contaba con nadie a quien pudiera contarle esas cosas. Sus amigas no sabían lo que era ser la nieta de Selwyn Chancellor, no sabían la tortura que era ser fotografiada constantemente. Para ella, era una especie de violación.

–¿En qué estás pensando? –le preguntó Damon, que había estado observándola.

Damon sabía que la ausencia de lágrimas no significaba que no hubiera sufrimiento. Se había enterado de muchas cosas referentes a la madre y al padrastro de Carol, y la mayoría no eran buenas.

No quería ni pensar en qué había obligado a Carol a marcharse de casa. Era sumamente bonita, como una figura de porcelana. Había oído decir que la madre de Carol era una mujer «muy dura y sumamente sagaz». Al parecer, no podía soportar vivir con una hija que, al empezar a hacerse mayor, comenzaba a eclipsarla.

Damon se preguntó a quién recurría Carol Emmett cuando necesitaba apoyo.

Después de la cena, Damon le ayudó a limpiar la mesa. Carol preparó café.

–Bueno, ¿qué se supone que tengo que hacer? –preguntó ella, ya sobrepuesta a ese momento de debilidad.

–Mañana, Carol, la noticia de la muerte de tu abuelo ocupará la primera página de todos los periódicos. Tu abuelo ha muerto en su casa de campo y es ahí donde quería que le enterraran.

–Lo sé. En el jardín, al lado de mi abuela, Elaine. Solíamos dar paseos por allí. Es un jardín precioso y tan grande… Yo creía que era un bosque encantado y yo una princesa. Cuando solo tenía cuatro años, mi abuelo me enseñó el sitio donde quería ser enterrado. Por aquel entonces, mi abuelo me quería mucho.

–Nunca dejó de quererte, Carol. Me dijo incluso que se peleó con tu madre por tu custodia.

–¡Eso no es verdad! –exclamó ella furiosa.

–Sí lo es. Como abogados velando por sus intereses, le dijimos que jamás conseguiría que le concedieran tu custodia. Tú tenías a tu madre y ella estaba decidida a criarte. Fue ella quien se opuso.

–Por despecho, seguro –Carol se sorprendió por su propia respuesta, más aún porque era la verdad. Que su abuelo hubiera querido criarla era nuevo para ella. Desde luego, iba a hablar con su madre del asunto–. Mi madre odiaba a su familia, odiaba al tío Maurice y a su mujer, Dallas; pero, sobre todo, odiaba a mi abuelo. Con los años, me enteré de que mi abuelo, prácticamente, la había acusado de asesinar a mi padre. Pero estoy segura de que mi madre no lo hizo. ¿Qué motivo podía haber tenido para ello?

–Tus abuelos no pudieron acusarla de nada.

–Sí, lo sé –Carol estaba convencida de que su madre no podía haber querido deshacerse de su padre.

Sin embargo, a su madre se le daba muy bien engañar. Con cuarenta y tantos años, Roxanne seguía siendo una mujer hermosa y sensual, una seductora innata. ¿Pero tan inteligente como para planificar un asesinato…? No, demasiado difícil para realizarlo en el puerto. De hecho, un ferri la había rescatado. Y, aunque habían recuperado los cojines que flotaban en el agua, jamás habían encontrado el cuerpo de su padre.

Las palabras de Damon Hunter la sacaron de su tétrico ensimismamiento:

–Permíteme ser el primero en felicitarte, Carol. Tú eres la heredera de Selwyn Chancellor.

Carol lanzó una débil carcajada.

–En ese caso, recuperaré el apellido de mi padre. Nunca me gustó apellidarme Emmett –Carol suspiró–. Esto no le va a gustar a la familia, espero que todos hayan heredado… ¿O me espera una larga lucha en los juzgados?

–No, nada de luchas. Tu abuelo sabía muy bien lo que se hacía. Yo mismo redacté el testamento. No hay ningún cabo suelto. Y, otra cosa, debes saber que el control de tu herencia estará en mis manos hasta que cumplas los veintiún años, que será el ocho de agosto del año que viene, ¿me equivoco?

Ella le dedicó una sonrisa burlona.

–Así que controlas mi monedero, ¿eh?

–No te preocupes, no voy a ponértelo difícil. Estoy aquí para proteger tus intereses, Carol.

«Y para protegerte a ti también», pensó Damon, incómodo por la instantánea atracción hacia ella.

–Me parece que voy a necesitarlo –comentó ella irónicamente–. Tengo intención de emplear bien el dinero. En mi opinión, la gente rica tiene una responsabilidad respecto a la comunidad en la que vive.

–Eso fue lo que hizo tu abuelo.

–Me van a odiar por heredar –declaró Carol–. La verdad es que el dinero no me importa mucho, pero sí me alegro de enterarme de que mi abuelo me quería y de que quería mi custodia. Ojalá lo hubiera sabido antes, me habría servido de mucho.

Carol no quiso confesar lo poco que ella parecía importarle a su madre. Pero ahora, con la herencia de su abuelo, ya no dependería de nadie, ya no dependería de su madre para nada. La relación entre ambas no era buena. No obstante, al menos su madre había sido siempre generosa con ella en el aspecto económico. Incluso le había comprado un coche deportivo.

–Aún no me has preguntado a cuánto asciende la cuantía de tu herencia –Damon se preguntó si Caro tenía la menor idea de lo que iba a recibir.

Ella encogió un delicado hombro.

–No quiero saberlo… todavía. Y tampoco quiero asistir a la lectura del testamento –declaró ella, y se estremeció.

–No tiene por qué preocuparte, Carol, yo estaré allí también –le aseguró Damon–. Imagino que tendré que ir a la casa de campo de tu abuelo pasado mañana, quizá antes. Me gustaría que me acompañaras. Debes estar ahí. La casa es tuya.

Carol arqueó las cejas al instante.

–¿En serio?

–Completamente en serio. Un testamento es algo muy serio.

–Ya lo sé –Carol se sonrojó–. Vaya, así que ahora podré echar de la casa a Maurice y a Dallas, y a Troy… No, Troy vive en un piso en Point Piper, aunque el piso era del abuelo.

–Sí, y el piso se lo queda la familia –dijo Damon–. ¿Quieres echarles de Beaumont?

Carol le miró fijamente a los ojos.

–Todavía no lo sé con seguridad, tendré que pensarlo –Carol suspiró–. Supongo que sabrás que todavía no he acabado mis estudios. Al parecer, soy lista, pero no estudio lo suficiente.

–El año que viene empezarás una nueva vida –comentó él a modo de sugerencia–. Te sentirás mejor y podrás dedicar más tiempo a los estudios.

–¿Cómo es que tú estudiabas tanto? –Carol sentía una sincera curiosidad–. Todos hemos oído al profesor Deakin deshacerse en halagos contigo.

Una leve sombra cruzó la expresión de Damon.

–Yo no gozaba de las ventajas que tú tienes, Carol. Además, siempre quise ser abogado. Y era ambicioso. A los doce años perdí a mi padre, que era geólogo.

Al parecer, los dos habían perdido a sus padres siendo aún muy jóvenes. Él a los doce y ella a los cinco. Un punto en común.

–Mi madre y yo nos quedamos solos –continuó Damon–. Después de la muerte de mi padre, decidí que era mi obligación cuidar de ella, a pesar de que mi madre sabía perfectamente cómo cuidar de los dos. Mi madre tenía un negocio de catering que vendió hace un año. En la actualidad, está viajando por todo el mundo con su hermana, mi tía Terri.

–Qué bien. Una buena idea –Carol vaciló unos momentos antes de preguntar–: ¿De qué murió tu padre? Debía ser bastante joven, ¿no?

Damon le contestó, aunque no solía hablar de la prematura muerte de su progenitor.

–Murió en una explosión dentro una mina en Chile. La empresa le había enviado a examinar unos yacimientos de cobre en ese país. Ayudó a muchos a salir de la mina, pero él no tuvo la misma suerte. Tenía cuarenta y un años.

–Lo siento mucho, Damon.

Él vio compasión en el rostro de Carol y contuvo las ganas de estrecharla contra sí.

«¡Contrólate!».

El contacto físico de ese tipo, del tipo en el que estaba pensando, era imposible. Y extraño. No había imaginado que sentiría una atracción tan potente por nadie.

–Las vacaciones de verano están a punto de empezar –declaró ella con el ceño fruncido–. Mi tío Maurice no se puso en contacto conmigo ni una sola vez en todos estos años.

–Cierto –reconoció Damon, consciente de que Carol no había contado con el apoyo de la familia.

–Tener mucho dinero es una carga muy pesada –observó ella con gravedad.

–Sí, lo es. Además, el dinero también puede enfrentar a los miembros de una familia.

–¿Ha dejado mi abuelo instrucciones para mí? –preguntó Carol, con la esperanza de que así fuera.

–Me alegro de que lo preguntes, Carol. Sí, sí lo ha hecho –respondió él en tono suave–. Quería que estuvieras al tanto de la situación. También ha dejado explicaciones respecto a por qué se tomaron ciertas decisiones. Supongo que quería tu perdón.

–Lo ha conseguido –respondió Carol con voz queda–. Nunca odié a mi abuelo, a pesar de que mi madre no dejara de hablarme mal de él. Yo era una niña muy rebelde, pero nunca odié a nadie, todo lo contrario que mi madre.

El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla

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