Читать книгу El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way - Страница 7
Capítulo 2
ОглавлениеAL DÍA siguiente por la mañana, el fallecimiento de Selwyn Chancellor era la principal noticia de las cadenas de televisión y también se hablaba de ello en Internet.
Cansada, Carol dejó de contestar el teléfono y dejó que la gente dejara mensajes. Incluso Tracey se olvidó de sus problemas y se sentó a desayunar; quizá un error, ya que tuvo que someterse a las exclamaciones de horror de Amanda y Emma al verle el rostro y la garganta, y oír los virulentos comentarios respecto a la personalidad de su exnovio y de lo que debería hacérsele.
Por fin, Carol les pidió callar.
–¡De acuerdo, nos callamos! –Amanda se puso a untar su tostada con mantequilla.
Cuando acabó con la mantequilla, untó extracto de levadura encima.
–Dios mío, Caro, es increíble –añadió Amanda tras morder la tostada–. Vas a heredar. Si alguien se lo merece, ese alguien eres tú. Pero… ¿qué vas a hacer ahora? Me refiero a que supongo que no querrás seguir viviendo aquí. Nosotras tampoco. Sin ti, no vamos a seguir aquí, no podemos permitírnoslo.
Entonces, tras quedarse pensativa un segundo, dijo:
–¿Y Trace? Tiene que marcharse de su casa. Ese bestia de novio podría volver.
Carol sacudió la cabeza.
–Tracey va a conseguir una orden de alejamiento dentro de uno o dos días. Y nadie tiene que marcharse de aquí. Yo me encargaré de pagar el alquiler; vosotras del teléfono y la electricidad, por supuesto. Eso os va a enseñar a hacer economías.
Carol lanzó una significativa mirada a Amanda, que nunca tenía dinero y siempre estaba pidiendo prestado.
–¡Esa sí que es buena! –exclamó Amanda–. Mientras nosotras hacemos economías tú a derrochar millones.
–Lo sé, pero así son las cosas. La suerte es la suerte. Además, voy a hacer buen uso del dinero –declaró Carol con fervor–. Pero, bueno, ¿aceptáis la oferta o no? Conozco a más de una persona que daría saltos de alegría. Tracey puede quedarse con mi habitación. ¿Te apetece, Trace?
La expresión de Tracey mostró un inmenso alivio.
–Eres una buena amiga, Caro –declaró Tracey con sinceridad–. Y, otra cosa, ¿crees que Damon se acordará de mí?
–No lo dudes –respondió Carol poniéndole una mano en el hombro–. No te va a defraudar.
–¿En serio es tu abogado? No sabes la envidia que me das.
–Sí, lo es.
–¡Qué emocionante! –exclamó Emma con ingenuidad–. ¡Está para comérselo!
Entonces, Emma se tocó la prominente nariz y añadió:
–No se ven hombres así todos los días. ¡Es el hombre de mis sueños! Me encantan los tipos así: morenos y taciturnos. Tienes mucha, mucha suerte, Caro.
Carol lo sabía, pero no iba a admitirlo.
–No te entusiasmes, Em. No tengo intención de enamorarme de él y, por supuesto, él tampoco se va a enamorar de mí.
–No te creo, Caro –Amanda se chupó la mantequilla de un dedo–. Es imposible que ese hombre no te inmute.
–¡Desde luego! –exclamó Emma con entusiasmo–. Yo daría cualquier cosa por un tipo así. Incluso me dejaría esclavizar.
Amanda casi se ahogó.
–Todas esas novelas románticas que lees se te han subido a la cabeza, Em. Son solo cuentos de hadas. Deberían tener escrito en la portada: «Todo esto es ficticio».
Por fin, acabaron de desayunar. A Amanda se le encomendó la tarea de llamar a un par de compañeras de la universidad para ayudar a Tracey a mudarse al piso. Carol, por su parte, firmó un cheque para zanjar el alquiler de Tracey.
Tracey se echó a llorar.
La conversación telefónica de Carol con su madre fue breve. Sabía que no podía fiarse de ella.
–¿Por qué no me dijiste que el abuelo quería tener mi custodia? –preguntó Carol con una profunda tristeza.
–Eso no es verdad –contestó Roxanne, que llevaba ya tiempo preguntándose cuándo saldría la verdad a relucir–. Tu abuelo era un miserable.
–Mientes, Roxanne –a insistencia de su madre, llevaba años llamándola por su nombre de pila. «Mamá», al parecer, la hacía envejecer.
–Piensa lo que quieras –Roxanne esbozó sonoramente desde el otro lado de la línea–. No vas a ir al funeral, ¿verdad? No comprendo cómo puede haber alguien que quiera ir.
–El funeral se va a celebrar en Beaumont –declaró Carol–. Yo voy a ir con mi abogado. Al parecer, el abuelo me ha incluido en su testamento.
Se hizo un breve silencio. Después, Roxanne graznó:
–¿Qué?
–Vaya, te ha sorprendido, ¿eh? –comentó Carol con gusto–. Sí, parece ser que pensó en mí al final de sus días. Y de siempre, según me han dicho hace poco. Apuesto a que pagó mis estudios y también el coche, ¿me equivoco?
La intuición no solía fallarle.
–Pero tú no estás invitada, madre. Ni tampoco Jeff. Algo que me parece perfecto. Pasaste años tratando de ponerme en contra de mi abuelo.
Roxanne lanzó una queda y desdeñosa carcajada.
–El hecho de que se haya acordado de ti en su testamento no significa que te haya dejado gran cosa. Tu abuelo era un excéntrico. El fracasado de Maurice y esa mujer que tiene con cara en forma de luna serán los que se lleven la tajada del león. Y Troy se llevará el resto. Y tú, con suerte, heredarás esos horribles cacharros chinos –Roxanne volvió a reír, esta vez con ganas–. Esto no te lo había dicho, pero cuando me fui, rompí uno adrede. Al cruzar el vestíbulo sentí unas ganas enormes de destrozar algo. Tú ya estabas en el coche. Tenía bastante valor, según creo.
–¿El jarrón meiping azul y blanco? –Carol no podía creerlo.
Aquel jarrón había estado en lo alto de un pedestal de madera de palo de rosa en el recibidor.
–¿Y qué? Tu abuelo se negó a aceptarme como alumna, así que no lo sé, pero sí que noté que se le puso la cara blanca como la cera al ver los trozos del jarrón en el suelo de mármol. Ese hombre tenía muchas obsesiones, y también demasiados jarrones y demasiados cacharros. ¿Quién se creía que era, Alí Babá? ¿Cuándo es el funeral? ¿Cuándo te vas?
–¿Tan importante es para ti saberlo?
–No te pases de lista conmigo –le advirtió Roxanne.
–Siempre lo he sido. Pero respondiendo a tu pregunta… no lo sé, estoy esperando una llamada de teléfono.
–¿Estás triste?
–Sí, aunque no lo creas. Aunque para ti eso es desconocido, ya que solo te preocupes por ti misma.
–No sé por qué dices eso –Roxanne reaccionó con enfado a la crítica–. Lo que sí sé es que, de pequeña, te pasabas la vida intentando hacerme rabiar. En fin, dale recuerdos al querido Maurice, que jamás tuvo el valor de deshacerse de Dallas –añadió Roxanne con amargura.
Eso era algo nuevo para Carol.
–¿Quería deshacerse de ella? –preguntó Carol con perplejidad.
–¡Naturalmente!
–Vaya, vaya… –Carol trató de asimilar el significado de la información–. A propósito, mi abogado no es Marcus Bradfield, sino otro abogado de la empresa. Se llama Damon Hunter.
Roxanne lanzó un grito.
–No es posible. ¿Damon Hunter?
–¿Lo conoces?
–De vista –contestó su madre–. Todavía no nos han presentado, pero le he visto en algún que otro acto social. Imposible no notar su presencia. En la actualidad está saliendo con Amber Coleman. Se comenta que Amber va a ser la que le lleve al altar. Un hombre guapísimo. Se parece a una pantera negra. Ni por un segundo se interesaría por ti, querida. Amber es magnífica, una auténtica belleza.
–Que tuvo que dejar los estudios universitarios por ser una nulidad.
Roxanne se echó a reír.
–Es una estupidez por tu parte pensar que una mujer hermosa necesita estudios universitarios.
–Sí, supongo que a una cabeza hueca como ella le puede resultar fácil conseguir un marido, pero conservarlo le va a ser imposible –contestó Carol–. Adiós, madre.
–Bueno, ya me contarás qué pasa.
–Sí, ya te contaré.
A Roxanne no le pasó desapercibido el sarcasmo.
–Jovencita, no olvides lo buena que he sido contigo. Has tenido lo mejor de lo mejor: una educación, el coche…
–No voy a darte las gracias porque sospecho que debió de ser el abuelo.
–¡Vete al infierno! –exclamó Roxanne.
Carol estaba nerviosa. Ahora que iban de camino a Beaumont, el pánico parecía haberse apoderado de ella. La familia la odiaría más aún después de que se leyera el testamento.
Su padre sí la había querido, y ahora se daba cuenta de que su madre debía haber tenido celos de ella. Su padre la había mimado de pequeña… ¿hasta el punto de descuidar a su esposa? Roxanne era una de esas personas que siempre tenían que ser el centro de atención.
Carol no sabía si sus padres habían sido felices juntos alguna vez, pero sí recordaba las peleas. Su madre era una mujer muy volátil e insatisfecha, nada le parecía suficiente. Ahora, el pensar en el pasado, le parecía un milagro que sus padres hubieran permanecido casados tanto tiempo.
Llevaban ya cuarenta minutos de viaje en el coche, así que no les quedaba mucho para llegar a su destino. La finca de su abuelo estaba situada en la zona denominada Tierras Altas del estado de Nueva Gales del Sur, a unos mil metros sobre el nivel del mar. Era una región de extraordinaria belleza a menos de setenta kilómetros al sudoeste de Sídney. La región tenía fama por el bello paisaje, y por los parques y jardines de las mansiones en las que antaño la gente adinerada pasaba las vacaciones estivales. El parque nacional, con sus cascadas y cuevas, era un lugar frecuentado por los senderistas.
Posiblemente, el pueblo más bonito de la zona era Bowral, no lejos de la finca de su abuelo. El pueblo contaba con el museo Bradman, cuya entrada se veía adornada con la estatua de sir Donald Bradman. En una ocasión, su padre le sacó una foto sentada a los pies de sir Donald, un gran jugador de críquet. También se acordaba de Tulip Time, un festival que duraba dos semanas durante las cuales se veían miles y miles de tulipanes en flor con sus exquisitos colores.
–Estás muy callada –comentó Damon al cabo de un rato.
Carol volvió la cabeza hacia él. Damon tenía un perfil magnífico: nariz recta y afilada, mandíbula firme y pronunciada, y… qué boca.
Tuvo que apartar los ojos de él. Ese hombre le atraía demasiado. Se preguntó si a Damon le ocurría lo mismo respecto a ella. No, no lo creía, ella debía de ser demasiado joven para su gusto.
Bajó los ojos y se miró las manos.
–Pensaba en el pasado. Suele pasarme. Tengo que admitir que siento como si se me hubiera hecho un nudo en el estómago. Sé que la familia se va a poner en mi contra. El consejo de Amanda al despedirnos ha sido «ten cuidado». Confieso que estoy algo asustada.
–Carol, el testamento es incontestable. Se pongan como se pongan, tu abuelo te ha dejado a ti la mayor parte de su fortuna. Aunque, por supuesto, ni a tu tío ni a tu primo va a faltarles de nada con lo que tu abuelo les ha dejado. Al fin y al cabo, tu abuelo era muy rico.
–¿Y Dallas? ¿Ella no va a heredar nada? –Carol pensó en la atractiva esposa de su tío, una mujer de cabello oscuro, pero nada amable; al menos, con ella. La niña de los ojos de Dallas era Troy, seis años mayor que ella.
–No, nada –le contestó Damon–. Lo que significa que Dallas no se va a divorciar de tu tío.
–Entonces… ¿quién va a dirigir las empresas del abuelo ahora que él ya no está? ¿Quién va a ocupar su puesto? Yo no podría hacerlo, no sabría cómo.
–Nadie espera que lo hagas –respondió Damon con voz suave–. Pero, antes o después, tendrás que asumir la responsabilidad como miembro de la junta directiva. Lew Hoffman, la mano derecha de tu abuelo, será quien se encargue de ocupar el lugar de él. Es un hombre perfectamente capacitado para ello y todo el mundo le respecta. Con el tiempo, la junta directiva votará para elegir presidente y director ejecutivo. Yo supongo que Hoffman seguirá en su puesto; al menos, durante un tiempo.
–¿Y qué crees que opinará el tío Maurice al respecto?
–Supongo que se sentirá aliviado –contestó Damon en tono burlón.
En el mundo de los negocios era sabido que Maurice Chancellor no era un genio.
Por fin llegaron a Beaumont, la finca del difunto Selwyn Chancellor.
–Esta finca la compró mi bisabuelo a finales de la década de los cuarenta del siglo pasado –declaró Carol.
–Sí, lo sabía.
–Bueno, claro, debes saberlo todo respecto a mi familia. Mi bisabuelo restauró la mansión victoriana, que estaba muy abandonada debido a la pérdida, por parte de los dueños, de sus dos hijos, que habían muerto en las dos guerras mundiales.
–Sí, la familia Wickham, que también perdió su fortuna –añadió Damon.
–Qué pena. En fin, al menos mi bisabuelo salvó la casa.
–Al parecer, en su día se dijo que tu bisabuelo pagó a Wickham más del dinero que le había pedido.
–Me alegro de que así fuera. ¿Y… a ti quién te ha contado eso?
Damon le dedicó una mirada llena de humor.
–Es algo que se ha comentado, Carol; al menos, en el mundo de la abogacía –¡Cielos, cómo le gustaba mirarla! No podía negarlo. De haber sido algo mayor, de no haber sido la nieta de Selwyn Chancellor y tampoco su cliente, se habría lanzado a conquistarla.
Carol llevaba un bonito vestido de tirantes en un estampado de flores rosas y blancas, muy femenino, y sandalias blancas. Ella entera representaba el mundo de las flores. Se había recogido el pelo en un moño, que dejaba a la vista sus delicados rasgos y la esbeltez de su cuello.
–La verdad es que no lo sabía –estaba diciendo Carol–. Pero es normal, hay muchas cosas que no sé. Mi bisabuelo contrató al mejor arquitecto de la época para que se encargara de la restauración de la casa y para que construyera dos más.
Él asintió.
–Lo que confirió al edificio original un aspecto más regio.
–Pero yo conseguía no perderme –declaró Carol con orgullo, viéndose a sí misma de pequeña–. Según me han contado, en tiempos de mi bisabuelo y en los primeros tiempos de que mi abuelo fuera el dueño, era una casa muy alegre. Pero la alegría pareció disiparse poco a poco. A pesar de ser pequeña, me daba cuenta de que mi abuela, que era muy tierna, tenía problemas. Ahora, con el tiempo, he llegado a la conclusión de que mi abuela era una mujer extremadamente tímida. Quizá incluso fuera algo autista. El autismo es algo que me interesa y me preocupa; y ahora que puedo, quiero hacer algo por ayudar a gente autista, quizá a través de alguna organización.
A Damon le pareció admirable.
–Como esposa de un hombre tan importante como tu abuelo, eso debió ser un problema –observó él.
Carol lanzó un suspiro.
–Mi abuela siempre vivió en Beaumont. No iba a la ciudad a menos que fuera imprescindible o que mi abuelo insistiera en que le acompañara. El golpe de gracia fue la muerte de mi padre. Después de esto, mi abuela evitó a todo el mundo, incluida yo. Finalmente, decidió acabar con su vida.
–En todas las familias hay tragedias, Carol –declaró él con los ojos fijos en la carretera–. Pero tú lo superarás. Tú tienes un brillante futuro. Vas a estudiar y vas a licenciarte con buenas notas. Ya lo verás, lo sé de buena tinta. Es decir, si te esfuerzas, claro. Y debes hacerlo porque vas a necesitar saber de leyes, Carol. No olvides que vas a ocupar una posición de poder.
Se encontraron delante de unas enormes puertas de hierro forjado. Cerradas. Carol lanzó una seca carcajada.
–Es como si no quisieran que entráramos. En fin, da igual. Voy a abrir… –Carol tenía una mano en la manija de la puerta del coche.
–No, Carol, no es necesario –dijo Damon, deteniéndola–. Deja que llame.
–Eh, eso es nuevo –dijo Carol, con los ojos fijos en el panel donde estaba el interfono. El panel estaba empotrado en una columna de piedra.
Damon bajó la ventanilla y tecleó los cinco dígitos, que pronunció en alto para que Carol los memorizara.
–No se me olvidarán. Se me dan muy bien los números.
–Eres muy lista.
–No me queda más remedio, Damon Hunter.
–Esta casa debería tener más seguridad –declaró él con seriedad–. Hay sitios por los que cualquiera…
Damon se interrumpió cuando la voz de una mujer dijo por el altavoz:
–¿Quién es?
–Identifícate, Damon –dijo Carol medio en broma.
Él le dedicó una sonrisa ladeada.
–Soy Damon Hunter, vengo con mi cliente, Carol Emmett. Llamé para avisar que veníamos.
La mujer no respondió, pero las gigantescas puertas comenzaron a abrirse.
–Esa no era Dallas, ¿verdad, Damon?
–No, era el ama de llaves, Amy Hoskins. No es la señora Danvers, pero se le parece.
Carol reconoció el nombre de la intimidante ama de llaves en Rebeca, la famosa novela de Daphne du Maurier.
–Supongo que podría echarla, si se da el caso; parece que está en mi contra, y eso que no me conoce. A propósito, he leído Rebeca dos veces, pero no he conseguido ver la película –Carol había hablado de corrido, los nervios.
–En ese caso, como bien has dicho, puedes echarla. Esta casa es tuya, Carol. La finca entera es tuya. También te quedas con la casa de Point Piper, aunque el piso de Point Piper en el que vive tu primo lo hereda tu tío.
–¿La casa de Point Piper? –dijo Carol con consternación–. ¿Qué voy a hacer yo con esa casa? No quiero tanto dinero ni tantas propiedades. La casa de Point Piper es todo un símbolo de la ciudad, debe valer…
–Unos cincuenta millones de dólares –declaró Damon.
–Esa cantidad de dinero es una obscenidad –comentó Carol–. ¿Cómo puede una casa valer tanto dinero?
–Para empezar, tiene magníficas vistas al puerto de Sídney –explicó Damon en tono irónico.
* * *
Carol no podía creer haber vuelto, no podía creer que todo aquello fuera suyo… Jardines del tamaño de un parque, un lago artificial con preciosos helechos arborescentes en sus orillas, lirios de agua e irises.
La casa se erguía delante de ellos, imponente. A pesar del tiempo transcurrido, seguía igual. El camino de grava describía un trayecto circular; en el centro, una hermosa fuente victoriana. Una banda de césped de unos sesenta centímetros de ancho bordeaba la zona de grava y servía de separación con una rosaleda. Ahí, en esa parte de los jardines, delante de la casa, todas las flores eran de color rosa en distintos tonos, haciendo juego con el enladrillado de la fachada y en contraste con las contraventanas de madera pintadas en azul.
–No veo la alfombra roja por ninguna parte, pero no me extraña. En fin, y ahora… ¿qué? –preguntó Carol.
Los dos habían salido del coche y estaban mirando la fachada de la casa. La ancha puerta delantera estaba cerrada.
–Ahora haremos lo que tenemos que hacer –Damon, alto e imponente, le agarró la mano.
Carol se sintió segura con él. Damon había tomado las riendas de la situación.
Mientras ascendían por la pequeña escalinata de la entrada, se abrió la puerta y, a la vista, apareció una mujer alta, de anchas caderas y uniforme color azul oscuro. La expresión de la mujer era neutral, ni una leve sonrisa.
–Buenas tardes, señora Hoskins –dijo Damon.
–Buenas tardes, señor Hunter. Señorita Emmett –el ama de llaves miró a Carol de pies a cabeza, deteniéndose en el cabello rojizo, como si encontrara ese color ofensivo.
–Dígame, ¿está reunida la familia? –preguntó Damon.
La mujer, de repente, se sonrojó.
–El señor Maurice está en la biblioteca. El señor Troy todavía no ha llegado. La señora Chancellor bajará pronto.
–En ese caso, condúzcanos a la biblioteca –dijo Damon–. No puedo perder el tiempo.
–Desde luego, señor Hunter –el ama de llaves enderezó los hombros–. ¿Puedo ofrecerles un café o un té?
–¿Carol? –Damon se volvió a ella, que estaba pálida como la cera. Al parecer, era un momento muy traumático para Carol.
–Un café. Gracias, señora Hoskins –respondió Carol con educación, pero con autoridad–. Y no se preocupe, conozco muy bien el camino a la biblioteca, así que no hace falta que nos acompañe.
El ama de llaves alzó la cabeza, como si la pelirroja la hubiera ofendido.
–Es mi obligación anunciarles.
–Nos anunciaremos nosotros mismos –contestó Carol sin titubeos.
Damon no abrió la boca y el ama de llaves, llevándose una mano a la frente, se dio media vuelta y se alejó.
–Supongo que has empezado en la misma tónica en la que pretendes seguir, ¿no? –preguntó Damon con una sonrisa.
–No tengo alternativa, ¿no crees? –respondió ella mirándole a los ojos–. Si creen que van a intimidarme, no saben lo equivocados que están.
–Tranquila, Carol –le aconsejó él.
Encontraron a Maurice Chancellor en la biblioteca, el centro de la casa. Maurice estaba sentado en un magnífico sillón ruso estilo imperio con patas delanteras doradas talladas en forma de garras y cabeza de león. Ella recordó que su abuelo, en una ocasión, le dijo que el león era símbolo de poder. Al parecer, su tío quería dejar clara su posición.
La biblioteca era muy grande, las estanterías de caoba. Había un par de globos terráqueos de principios del siglo XIX, a ambos lados de la puerta, cerca de donde estaban ellos. Una magnífica alfombra de Agra, en la India, con estampado floral en rojo oscuro y bordes color verde, cubría prácticamente todo el suelo. También destacaban un escritorio de madera de palo de rosa estilo Jorge IV y una espléndida araña de bronce y cristal de Baccarat colgando del techo.
En el momento en que les vio entrar, Maurice se puso en pie.
Su tío. El hermano menor de su padre.
Carol le habría reconocido en cualquier parte, se parecía mucho a su padre: alto, guapo, de espeso cabello rojizo y cejas oscuras, igual que ella. Por supuesto, había envejecido y había engordado, pero seguía siendo un hombre muy atractivo.
Maurice se acercó a ellos con una sonrisa, quizá demasiado relajada.
A Damon, acostumbrado a gente que se creía con poder, se le antojó una actitud calculada. El poder solía propiciar arrogancia y esnobismo. Al instante, se puso en guardia.
–¡Querida, bienvenida! –exclamó Maurice con voz profunda–. Hunter.
Carol, que debería haberse relajado, se vio presa del pánico. Su tío le sonreía y, sin embargo, ella sentía terror. El terror de una niña.
Interpretando correctamente la reacción de ella, Damon se colocó a su lado, lo suficientemente cerca como para sentirla temblar. La reacción de Carol le pareció algo extraña. Era como si ella se hubiera quedado de piedra. Quizá fuera comprensible, pero ciertamente inesperado. Carol era una joven valiente, lo había demostrado al enfrentarse al exnovio de Tracey.
En el momento en que empezaba a preocuparse, Carol pareció salir de su trance. Le miró momentáneamente, como si quisiera decirle que ya se encontraba bien. Después, se movió hacia delante, hacia su tío, con la gracia de una bailarina de ballet.
–Tío Maurice… cuánto tiempo. ¿Quince años? Ha tenido que fallecer el abuelo para que nos veamos. Por favor, acepta mi más sentido pésame.
Maurice Chancellor la miró fijamente.
–Sí, un momento muy triste –reconoció Maurice–. Muy triste.
–Lo único que puedo decir es lo mucho que eché de menos no haber podido ver a mi abuelo –contestó Carol, consciente de que la responsable de ello era su propia madre.
Como Carol había temido, Maurice le puso las manos en los hombros y se inclinó para besarla en ambas mejillas. Olía a cigarro puro y a agua de colonia.
–Venid, sentaos –el amable anfitrión, incluyendo a Damon–. ¿Habéis tenido un buen viaje?
–Sí, muy bueno, gracias –respondió Damon, tratando de interpretar correctamente lo que estaba pasando.
Maurice Chancellor estaba representando un papel, de eso no le cabía la menor duda. El comportamiento de Carol le enorgullecía, y él estaba completamente de su parte, lo había estado desde el principio. Con el tiempo, Carol se convertiría en una mujer excepcional. No le quedaba otro remedio, iba a tener enormes responsabilidades.
–Voy a llamar a la señora Hoskins para que os traiga… ¿qué queréis, café, té…? –Maurice Chancellor miró a uno y a otro al tiempo que les indicaba dos impresionantes sillones.
–Ya le he pedido café a la señora Hoskins, tío Maurice –dijo Carol–. ¿Cuánto crees que van a tardar Dallas y Troy en reunirse con nosotros? Nosotros tenemos que volver a Sídney después de la lectura del testamento. El señor Hunter, como puedes imaginar, está muy ocupado –había una nota de censura en el tono de voz de ella.
–Sí, claro, claro –la indulgente sonrisa de Maurice se disipó.
En el mundo de Maurice Chancellor, nadie le censuraba ni le trataba como a un igual. Su sobrina lo estaba haciendo en ese momento, aunque con educación. Pero él se había dado cuenta, igual que se había dado cuenta de que ella era más lista que su hijo.
Maurice se volvió a Damon Hunter, que cada vez se reconocía más su valía en el mundo de los negocios. Marcus Bradfield se deshacía en elogios respecto a él, a pesar de que aún no le había hecho socio del estudio de abogados. Aún era joven, pero Hunter representaba todo lo que su hijo Troy no era. Vio a Hunter esperar a que Carol se sentara para ocupar el asiento contiguo al de ella.
–¿Por qué no me dijo mi padre que tú te encargaste de redactar el último testamento y no Marcus Bradfield? –preguntó Maurice arrugando el ceño.
–Supongo que fue porque demostré serle útil con otros asuntos –contestó Damon a modo de explicación.
–Mi padre siempre hacía cosas inesperadas –comentó Maurice con cierta nota de preocupación en su voz–. ¡Ah, Dallas, por fin!
Una mujer de mediana edad acababa de entrar en la biblioteca. Tanto Carol como Damon se pusieron en pie.
Nada más verla, Carol se dio cuenta de lo estropeada que estaba su tía, a pesar de haber sido una mujer atractiva. Una pena que no se hubiera cuidado un poco más.
Dallas Chancellor les miró fríamente y asintió.
–Buenas tardes –dijo, dando la impresión de no querer pronunciar una palabra más.
«¡Vaya, qué interesante! Al menos sé a qué atenerme con Dallas», pensó Carol.
Carol y Damon le saludaron.
–¿Aún no ha llegado Troy? –preguntó Dallas a su marido.
–Querida, ¿cuándo ha sido Troy puntual? –respondió Maurice en tono burlón y hostil al mismo tiempo.
Justo en el momento en que Dallas iba a decir algo, el ama de llaves entró en la biblioteca con un carrito. Dallas, que se había sentado al escritorio, le hizo un gesto indicándole que entrara. Al mover el brazo, tiró accidentalmente uno de los libros encuadernados en piel que había encima del escritorio.
Cuando Damon se agachó para recogerlo, vio que una foto, que se había salido del libro, había quedado tirada debajo del escritorio. La foto era de una bonita chica, quizá de unos dieciséis años, vestida con el uniforme de un conocido colegio. ¿Quién había tomado la foto y la había metido en el libro? Pensó que a Carol le gustaría saberlo.
Carol había visto caer la foto, pero solo había visto el reverso. Le lanzó una rápida mirada y él respondió con un imperceptible movimiento de cabeza.
Mientras tomaban café y unas deliciosas pastas, Dallas Chancellor hizo un esfuerzo por asumir, a medias, el papel de anfitriona.
–Te has quedado bastante bajita, Carol.
Carol pensó que podía hacer un comentario respecto a los kilos que Dallas había acumulado con los años, pero era demasiado educada.
–Querida, Carol está preciosa –declaró Maurice Chancellor al instante, como avergonzado del comentario de su esposa–. No es alta, mi madre tampoco lo era.
–Esperemos que no acabe como ella –observó Dallas, siempre empeñada en tener la última palabra.
El ama de llaves había vuelto para recoger y se estaba marchando con el carrito cuando entró Troy.
Después de saludar a sus padres, se acercó a Carol, bajó su oscura cabeza y la besó en la mejilla.
–Estás guapísima, como de costumbre, Caro –entonces, se volvió a Damon–. Hola, Damon, ¿qué tal? Vaya, parece que el éxito profesional te persigue.
–No me va mal –a Damon no le había gustado el beso que Troy le había dado a Carol–. Bueno, y ahora que ya estamos todos, me gustaría realizar la lectura del testamento.
Los ojos de todos se volvieron hacia él.
–No te preocupes, no vamos a impedírtelo –dijo Troy guasonamente.
Troy se había sentado al otro lado de Carol y la había tomado del brazo, y no exactamente como primo.
–Vaya, el viejo por fin se acordó de ti, Caro –murmuró Troy inclinándose sobre ella.
–¿Por qué no te callas, Troy? –respondió Caro.
Damon decidió asumir plenamente su papel como abogado y dijo en tono profesional:
–Les voy a pedir que guarden silencio mientras leo el testamento. Y ahora, si me lo permiten…
* * *
Fue una tragedia. Carol, la persona a la que la familia había dado la espalda, era la principal beneficiaria.
–Te quedas con todo prácticamente –Troy, al igual que sus padres, se mostró estupefacto.
–¡Esto es horrible, horrible! –Dallas se puso en pie bruscamente, parecía un volcán a punto de entrar en erupción–. Es una pesadilla, una auténtica pesadilla. ¿En serio Selwyn ha dejado el grueso de su fortuna a Carol? Pero si Carol no sabe nada de nada –Dallas dio un puñetazo en el escritorio–. Maurice, no te quedes ahí sentado con la boca abierta, di algo. Tenemos que luchar. Es evidente que Selwyn no estaba en su sano juicio.
–Mi padre tenía la cabeza perfectamente –declaró Maurice con amargura.
Su padre nunca le había hecho caso, nunca le había tenido en cuenta. Sin embargo, le había dejado en herencia una considerable fortuna. No le extrañaba que a Dallas no le hubiera dejado nada, ni él compartiría nada con ella de poder borrarla de su lista. Pero Dallas sabía muchas cosas sobre él. Ni su hermano Adam ni él habían sabido elegir a las mujeres. Y su hijo Troy, que se daba tantos aires, ahora tenía que agachar la cabeza… aunque también iba a recibir una considerable herencia.
Pero Troy no lo creía así.
–Esto es inconcebible, es un insulto –Troy estuvo de acuerdo con su madre, para variar–. El viejo era un miserable. ¿Sabéis por qué lo ha hecho? Por despecho. ¡Y nosotros que creíamos que íbamos a heredar de la forma normal, como todo el mundo! El viejo nunca quiso a mamá. No, el viejo no se fiaba de mamá, igual que no se fiaba de esa bruja, de Roxanne.
–Te agradecería que no hablaras así de mi madre, Troy –declaró Carol, aún atónita por la magnitud de su herencia y de las responsabilidades que aquello conllevaba.
–¿Quieres saber la verdad? –gritó Troy.
–Troy, será mejor que te sientes. Usted también, señora Chancellor –dijo Damon en tono de autoridad–. Durante los últimos años, Selwyn Chancellor estaba muy preocupado por cómo se había tratado a su nieta. Sin entrar en el hecho en sí, tras la muerte del padre de Carol, el señor Chancellor manifestó su voluntad de hacerse con la custodia de Carol, pero nosotros le hicimos ver que ningún tribunal le daría a él preferencia sobre la madre.
–¡No tenía ni idea de eso! –declaró Maurice–. Todos sabemos el papel que mi cuñada jugó en la muerte de mi hermano.
Damon notó la mueca de Carol.
–Señor Chancellor, debo recordarle que el juez declaró el fallecimiento de su hermano como muerte accidental.
–¡Querrá decir que no lograron demostrar que fue ella! –gritó Dallas, que sentía una envidia enfermiza por su cuñada.
–La difamación es un delito, señora Chancellor –le recordó Damon–. Se aceptó la versión de los hechos de Roxanne Chancellor. Los accidentes de barco son algo corriente.
–Mi marido tiene razón –dijo Dallas con malicia–, Roxanne nunca ha sido de fiar.
Troy se dejó caer en su asiento, se le veía perplejo. Aunque no iba a pasar apuros económicos de ningún tipo, el asunto se le antojaba injusto. Sospechaba que su padre aceptaría la nueva situación con relativa facilidad; en realidad, la única ambición de su padre era escribir un libro. Llevaba años queriendo hacerlo. Quería escribir ficción y obtener éxito y reconocimiento internacional. Lo único que no iba a perdonar era perder Beaumont, siempre había considerado aquella casa su hogar.
También se vieron beneficiadas en el testamento algunas organizaciones dedicadas a la defensa de los animales, investigaciones médicas, las artes, museos y universidades. Selwyn Chancellor también había testado en favor de la Asociación de Productores de Lácteos.
–¡Eso, viva las vacas! –gritó Troy–. Deben estar encantadas.
–¿Cuánto tiempo tenemos para abandonar la casa? –preguntó Dallas apenas conteniendo la ira.
Caro tardó unos segundos en contestar:
–No hay prisa. Tengo intención de terminar mis estudios universitarios, y eso será a finales del año que viene. La casa es lo suficientemente grande para que podamos estar todos… si es que yo decidiera pasar algún tiempo aquí, cosa más que probable. Supongo que vendré a pasar algunos fines de semana, vacaciones y esas cosas. Y antes de que me lo preguntéis, también podéis seguir utilizando la casa de Point Piper hasta que la venda.
–¿Que la vas a vender? –dijo Dallas con incredulidad–. ¡Qué valor tienes! ¿Es que no respetas nada?
Troy lanzó una maldición.
–Sí, eso es lo que pretendo hacer –continuó Carol con calma.
–Carol no está aquí para responder vuestras preguntas –declaró Damon en tono de advertencia.
–¡Esto es una pesadilla! –repitió Dallas–. ¿Qué voy a decirles a mis amigas?
–¿Qué amigas, mamá? –preguntó Troy con malicia.
–Troy, no le hables así a tu madre –interpuso Maurice, que estaba harto tanto de su mujer como de su hijo. Ninguno de los dos le respetaba ni le tenía afecto.
Damon comenzó a guardar los papeles de testamentaría en la cartera.
–No serviría de nada que trataran de impugnar el testamento –dijo él con voz queda–. Mi cliente es la nieta de Selwyn Chancellor, la hija de su hijo mayor, el heredero.
Damon se interrumpió unos segundos y, tras pasear la mirada por todos los presentes, añadió:
–Gracias por el café, pero ahora Carol y yo tenemos que irnos. Cualquier duda que tengan o consulta que quieran hacerme durante los próximos días, les aseguró que haré lo posible por contestarles. El sepelio va a tener lugar el viernes a las dos de la tarde, solo la familia y unos amigos íntimos asistirán. Ya se les ha avisado. La misa de difuntos tendrá lugar el miércoles de la semana que viene en Sídney, en la catedral de Santa María, como ya saben. Una empresa de catering se va a encargar de la pequeña recepción después del entierro. Mi cliente, el señor Selwyn, quería librar a la familia de las molestias de la preparación de la recepción.
Los ojos grises de Dallas echaron chispas. Pero antes de que pudiera abrir la boca, Maurice dijo:
–Os acompañaré a la puerta.
–Gracias, tío Maurice –repuso Carol.