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Capítulo 4

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SEGÚN se acercaba la Navidad, Carol tenía más y más cosas que hacer. Mantuvo prolongadas conversaciones con los consejeros de las empresas de su abuelo alrededor de la mesa de la sala de conferencias, tomando café, bocadillos y pastas. Lo mismo que se había esforzado con los exámenes se esforzaba ahora por comprender el entramado y funcionamiento de Chancellor Group.

Damon, con el fin de aliviar la presión a la que estaba sometida, le sugirió acompañarle al gimnasio al que él iba. El propietario, un antiguo boxeador de pesos pesados, Bill Keegan, era amigo suyo. Él cuidaría de ella.

–Es un tipo estupendo.

–Sí, he oído hablar de él –dijo Carol. Jeff era un forofo del boxeo–. No esperarás que me ponga a boxear, ¿verdad?

–Creo que todas las mujeres deberían hacer cursos de defensa personal, Carol –respondió Damon con absoluta seriedad.

Carol, que estaba en el ojo de los medios de comunicación, podía ser víctima de cualquier loco. Cierto que tenía guardaespaldas, ya se había encargado él de eso, pero a Carol le gustaba sentirse libre, era joven y podía arriesgarse. Ya lo había hecho, según le habían dicho, lo que no le había tomado por sorpresa.

Carol, a regañadientes, aceptó ir con él a conocer a Bill Keegan, que la recibió con una amplia sonrisa.

–No se ría de mí –le dijo ella cuando Bill la miró de arriba abajo frunciendo el ceño.

–Ni se me ocurriría. Escuche, señorita Chancellor…

–Tuteémonos. Mi nombre es Carol.

–Esta bien, Carol. Voy a ayudarte –respondió Bill–. Voy a enseñarte incluso a tirar al suelo a un hombre, cosa que no es tan difícil. Aquí tienes a Damon, por ejemplo, que es un boxeador estupendo y a quien nadie le ha roto la nariz todavía. Empezaremos con movimientos fáciles; después, según vayas progresando, cosas más difíciles. Eres menuda, pero eso no significa que no puedas ser una peligrosa contrincante.

Bill hizo una pausa y sonrió antes de continuar.

–Hace poco vino a verme una mujer también menuda, como tú. Su marido le pegaba. Al final, decidió aprender a devolverle los palos. Acabaron separándose, de lo cual me alegro, pero fue después de que ella le diera una buena paliza –Bill se echó a reír.

Al final, Carol se quedó más de una hora hablando con Bill mientras Damon se entrenaba. Con solo los calzones de boxeo y la piel bañada en sudor, estaba irresistible.

Carol se apuntó a clases de boxeo, dos veces por semana, coincidiendo con Damon. Bill y Damon tenían razón, necesitaba aprender a defenderse por si se diera el caso de que le atacaran. Sabía que el garaje de su edificio tenía todo tipo de medidas de seguridad; no obstante, había zonas oscuras en las que alguien podía esconderse.

Gary Prescott le había dejado una veintena de mensajes en el cajetín del correo. En todos los mensajes le preguntaba si quería ir a tomar café con él. En el primer mensaje, le aseguraba que él era completamente inofensivo; en el décimo, que la novia de su padre se había marchado; después, en otra nota, le contaba que su padre no había vuelto todavía con su madre, pero que él tenía esperanza de que sus padres volvieran a vivir juntos. Su padre, en el fondo, no era un mal tipo, la mayoría de los hombres casados tenían relaciones extramaritales.

¿Significaba eso que una mujer casada debía esperar ser engañada por su marido?, se preguntó Carol.

Carol empezó a darse cuenta de que ser la heredera Chancellor era como vivir en otro planeta. Ella no quería cambiar, quería seguir llevando una vida normal.

–¿Cómo es que tienes mi número de teléfono, Amber? –preguntó Carol al contestar una llamada y descubrir que era Amber Coleman.

Su teléfono no estaba en la guía telefónica.

–Damon, por supuesto –respondió Amber, como si la pregunta fuera una estupidez–. Damon sabe que puede fiarse de mí. Y tú también, Carol. Me gustaría ser tu amiga. Sé que eres unos años más joven que yo, pero no me cabe duda de que tenemos cosas en común. Yo podría aconsejarte en lo referente a la ropa, a qué ponerte dependiendo de las circunstancias, ese tipo de cosas. Un pajarito me contó que compraste en Laura G. ese bonito vestido fucsia que llevabas en el restaurante donde te vi con Damon. Laura G. tiene cosas fabulosas.

A la gente le encantaba cotillear. No obstante, le dolía que Damon le hubiera dado a Amber su número de teléfono, a lo mejor también le había dicho que había sido una invitación a cenar como recompensa por haber sacado buenas notas.

No conocía bien a Damon Hunter. ¿La tendría cegada el amor? Debía madurar antes de enamorarse. De repente, dudas y sospechas le asaltaron. Quizá se convirtiera en algo crónico.

Amber Coleman le había llamado para quedar y tomar un café juntas. Y esperaba que ella no se negara.

Carol se sintió traicionada por Damon y rechazó la invitación, alegando estar muy ocupada.

–No es posible que no tengas un rato libre –Amber no pudo ocultar estar molesta–. Lo he hablado con Damon.

«¿No estará Amber intentando disgustarte?»

–Damon no es mi secretaria, Amber. Es más, tengo que colgar ya; de lo contrario, voy a llegar tarde a una cita. Gracias por llamar, Amber. Ah, y me gustaría conocer el nombre de tu pajarito; si ha sido Laura G., no creo que vuelva a verme.

–No, no, no, no ha sido Laura, aunque una sabe qué ropa ha salido de su tienda. Tiene un gusto exquisito. Ha sido Damon, me lo cuenta todo. Estamos muy unidos, por si no lo sabías.

–No, no lo sabía, Amber. Gracias por decírmelo.

* * *

Unos días después, a las puertas de la Navidad, Carol recibió una llamada telefónica de su tío Maurice.

–Vas a venir a Beaumont a pasar la Navidad, ¿no, querida? –preguntó Maurice con su típica voz aterciopelada y perfectamente modulada–. Tenemos que recuperar el pasado. Fue mi padre, como sabrás, quien lo controlaba todo. Todos queremos que vengas. Al fin y al cabo, es tu casa y te agradecemos que nos hayas permitido seguir aquí. Esta Navidad no sería una Navidad sin ti.

Por algún motivo que se le escapaba, su tío realmente quería que fuera.

«Ten cuidado».

–¿Estás loca? –gritó Amanda cuando ella se lo dijo–. ¿Y si quisieran deshacerse de ti? ¿No heredaría todo tu tío?

–Sí.

–¿Lo ves? –Amanda no necesitaba más pruebas.

–¿Quieres venir conmigo a Beaumont? Tus padres siguen en Escocia.

–¿Lo dices en serio? –Amanda pareció entusiasmada de repente.

–Claro que lo digo en serio. Hay montones y montones de habitaciones. Además, tú podrías…

–Sí, ya lo sé, vigilar, hacer de guardaespaldas. Vaya, Caro, esto es genial. Creo que Em iba a invitarme a pasar la Navidad con su familia, pero esto… ¡Beaumont!

Bien, asunto solucionado. Un tiempo atrás había pensado en invitar a Damon, pero ahora…

No, no podía invitarle después de su traición.

Le dolía mucho. Había momentos en los que se sentía sumamente triste.

«Será mejor que te acostumbres».

En el momento en que le vio entrar en la sala de reuniones sintió como si, súbitamente, la sangre le corriera hirviendo por las venas. Toda ella clamaba su atención.

«Patético. Eres una chica patética».

Le sorprendía cómo había empezado todo. Damon Hunter le había cambiado la vida.

–¡Carol! –Damon le saludó con una maravillosa sonrisa.

Entonces, Damon se acercó a ella y bajó la cabeza para darle un beso en la mejilla. Y, al parecer, ninguno de los presentes vio nada extraño en el gesto. Al fin y al cabo, ella solo tenía veinte años y su pequeña estatura la hacía parecer aún más joven. Incluso tenía la sensación de despertar sentimientos paternales en la gente que la rodeaba en esos momentos, tanto si eran hombres como mujeres. No comprendía que el equipo con el que trabajaba no solo la apreciaba, sino que la admiraba por su inteligencia y por los esfuerzos que estaba haciendo.

Se habían reunido para hablar de una zona a urbanizar, alrededor de la mesa había arquitectos e ingenieros. Al final de la reunión, Lew Hoffman tuvo la última palabra y dio el visto bueno a una excelente sugerencia de Damon, y se llegó a un acuerdo.

Carol se despidió y se estaba dirigiendo a los ascensores cuando Damon la alcanzó.

–¿A qué viene tanta prisa? –Damon había notado la actitud fría de Carol y estaba sorprendido.

Carol ladeó la cabeza y contestó:

–Perdona, Damon. ¿Querías hablar conmigo de algo en particular?

Damon se la quedó mirando y notó el sonrojo de sus mejillas. Carol llevaba un vestido sin mangas de seda color cobalto que hacía juego con sus ojos.

–¿Qué te pasa?

–¿Crees que soy un libro abierto? –fue la inesperada y extraña respuesta de ella.

–Carol, vamos, dime qué te pasa.

–Nada. Estoy bien, Damon –Carol le dedicó una sonrisa.

Pero él no se dejó engañar.

–Sé que te pasa algo, deberías decírmelo.

Uno de los ascensores llegó. La puerta se abrió. Damon la tomó por el codo y ambos entraron. Él pulsó el botón y el ascensor comenzó a descender.

Carol no tenía intención de confesarle el motivo de su disgusto. Pero la adrenalina la traicionó.

–¿Por qué le has dado mi número de teléfono a Amber Coleman?

–¿Te importaría repetir lo que has dicho?

–Amber Coleman, tu amiga íntima –dijo ella con énfasis–. Me ha llamado por teléfono para tomar un café conmigo y charlar.

–¿Lo dices en serio? –la expresión de él se tornó sombría.

–Sí. Puede que sea tu amiga, pero a mí no me cae bien.

–Eso ya lo sé, Carol.

–Razón de más para que no le dieras mi teléfono.

–Así que estás convencida de que he hecho eso, ¿eh?

Salieron del ascensor y se dirigieron hacia la calle. Una vez fuera, Damon la hizo detenerse.

–¿Estás diciendo que Amber te ha dicho que yo le he dado tu número de teléfono?

–Y lo ha subrayado –contestó Carol.

–¿Y tú la has creído? –preguntó Damon con brusquedad.

«Nuestra primera discusión».

–Bueno… Sí…

–Ya –Damon hizo una pausa, como si estuviera haciendo un esfuerzo por calmarse–. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste de la confianza mutua?

–No se te ocurra aleccionarme, Damon –declaró ella enfurecida.

Damon vio la tensión de ella reflejada en su rostro y dijo con voz queda:

–Sigamos andando. Me sorprende que Amber te haya dicho eso.

Carol le obedeció, también necesitaba calmarse.

–¿Insinúas que es mentira, que me dijo eso por fastidiar?

–Digamos que Amber estaba equivocada –contestó Damon diplomáticamente.

–¿Y eso te parece a ti una respuesta?

Entraron en el edificio Queen Victoria. Iban a pasar por una de las más famosas joyerías de la arcada cuando Damon la hizo volverse, como si estuvieran viendo el escaparate.

–No, Carol, es un hecho –respondió Damon con absoluta sinceridad–. Yo no le he dado tu número de teléfono a Amber. Jamás le daría a nadie tu número de teléfono sin tu permiso.

–Entonces, ¿quién ha sido?

–En este momento no lo sé. A Amber se le da de maravilla sonsacar a la gente. Se lo preguntaré.

Carol, avergonzada, bajó la cabeza.

–No, Damon, déjalo. Además, rechacé la invitación. Pero… le contaste que me habías invitado a cenar para celebrar mis buenas notas, ¿no? –decidió no contarle que Amber sabía dónde se había comprado el vestido que había llevado en el restaurante. Era muy importante para ella que Damon estuviera de su parte, y tenía miedo de haberle disgustado.

–¿En serio crees que yo haría eso?

–Lo siento, Damon, pero para mí es importante estar segura –contestó ella.

–Y para mí.

–Perdona, perdona. Damon, no sé por qué, pero creo que Amber quiere separarnos.

–Es posible –admitió Damon, consciente de los celos de Amber y de su tendencia a manipular–. Me aseguraré de que no vuelva a molestarte.

–No, Damon, déjalo, por favor –dijo Carol agitada–. En realidad, es culpa mía. Soy demasiado ingenua y la creí. Te pido disculpas.

–Y yo acepto tus disculpas.

Damon sabía que los celos eran la causa del problema: había visto a Amber en un par de fiestas y, en ambas ocasiones, le había acompañado una compañera de trabajo, Rennie Marston, una buena amiga seis años mayor que él y con la educación, el ingenio y la inteligencia de los que Amber carecía. Rennie no debía haber despertado los celos de Amber ya que, en opinión de esta, Rennie era casi anciana. Pero Carol Chancellor era sumamente joven y, a pesar de que él había creído que disimulaba muy bien su atracción por ella, Amber debía de haberlo notado.

A sus espaldas, alguien dijo en tono de superioridad:

–Cualquiera que os viera pensaría que sois una pareja a punto de comprar los anillos de boda.

Carol se dio media vuelta y se encontró delante de su primo.

–Ves demasiada televisión, Troy. Estamos hablando de trabajo.

–Sí, ya.

Troy bajó la cabeza con clara intención de dar un beso a Carol, pero ella, inmediatamente, volvió el rostro.

Sin embargo, Troy no se amedrentó.

–Papá me ha dicho que vas a venir a Beaumont a pasar las Navidades.

–El tío Maurice se ha vuelto muy sociable –comentó Carol en tono burlón.

–Esto se está poniendo muy interesante –declaró Troy–. Ya lo verás, vamos a pasarlo de maravilla.

A Damon no le gustó el comentario. Y tampoco que Carol no le hubiera dicho que tenía pensado pasar las Navidades en Beaumont. Por supuesto, no tenía por qué hacerlo, pero había pensado… No, había dado por supuestas demasiadas cosas.

–Invita a algún amigo si quieres, Troy –comentó Carol en tono de no darle importancia, pero sabía por qué lo decía–. Yo he invitado a una amiga y a Damon. Damon va a pasar unos días con nosotros, ¿verdad, Damon?

Carol le sonrió como sonreiría a un viejo amigo.

Durante un instante, Troy no pudo disimular su enojo… y su ira.

–A pesar de lo ocupado que está, Damon me ha prometido que vendrá –Carol clavó los ojos en él, consciente de que no se atrevería a contradecirle.

Damon disimuló su alegría y, poniendo cara neutral, declaró:

–Claro, no me lo perdería por nada del mundo. Y, ahora, Carol, deberíamos irnos ya.

–¿Adónde? –quiso saber Troy.

Troy odiaba a Damon Hunter y no se molestaba en ocultarlo. Y tampoco podía disimular lo celoso que estaba.

–Trabajo, trabajo, trabajo –repitió Carol.

–Dinero, dinero, dinero –le espetó Troy–. Un dinero que te ha caído del cielo.

–Un dinero que le dejó tu abuelo en herencia –interpuso Damon–. Y yo te aconsejaría que no hagas ese tipo de comentarios ni que te enfrentes a tu prima. Y, como abogado de Carol, ten cuidado también conmigo.

Troy se dio cuenta de que se estaba metiendo en un terreno peligroso y retrocedió.

–¿No te parece que es comprensible que estemos disgustados por lo que hizo el viejo? –se quejó Troy–. Mi madre tiene razón, lo hizo por venganza, es así de sencillo.

–La venganza nunca es sencilla –le advirtió Damon–. Sería una equivocación por vuestra parte buscar venganza.

–Troy, te aconsejo que aceptes la decisión de nuestro abuelo –interpuso Carol–. Sé que te has criado creyendo que te lo mereces todo en este mundo y, como sabes, nuestro abuelo nos ha dejado a todos una cantidad de dinero indecente. Yo pretendo hacer buen uso de lo que me corresponde por herencia.

–No era mi intención atacarte ni hacer que te disgustes, Carol –respondió Troy en tono de disculpa–. Me alegra volver a verte. Siempre fuiste muy lista. Eres muy, muy especial.

La mirada que Troy Chancellor dedicó a su prima fue innegablemente sexual.

Lo que era peligroso, pensó Damon. El instinto le decía que Troy podría causarles problemas.

Damon la llevó a David Jones, los grandes almacenes preferidos de Carol. Se había quedado sin maquillaje y lo necesitaba con urgencia.

–Siento lo que he dicho ahí, cuando estábamos hablando con mi primo –declaró Carol avergonzada–. Pero es que no soporto a Troy, está muy pegajoso conmigo, por eso le he dicho que ibas a venir a Beaumont a pasar unos días.

–Así que… ¿voy a ir a Beaumont para protegerte?

–Más o menos.

–Mmmmmm. Eh, ¿por qué no me dijiste que tenías pensado pasar la Navidad con tu tío y su familia? Aunque me cuesta creer que son familia tuya.

–Eso no puedo evitarlo –Carol se encogió de hombros–. Iba a decírtelo, pero luego se me pasó. De todos modos, me encantaría que vinieras, Damon, aunque es posible que tengas otros planes.

Así era. Pero, al menos, uno la había incluido a ella. ¡Y ahora Beaumont!

–Ningún plan que no pueda cancelar… o posponer –respondió él en tono ligero.

–Entonces, ¿vienes?

La alegría de ella era contagiosa.

–Sí, Carol, iré porque tú me lo pides. ¿Cuándo piensas ir y cuántos días quieres pasar allí?

–Tenía pensado ir el día de Nochebuena –contestó Carol sin ocultar su entusiasmo–. Quien me invitó fue el tío Maurice. Cuando habló conmigo, parecía sincero al decir que quería que pasáramos unos días juntos.

Los ojos de Damon brillaron.

–¿Y tú le has creído?

Carol parpadeó por la sequedad del tono de él.

–¿Cómo voy a creerlo? Mi tío me habló como si me hiciera un favor invitándome a mi propia casa. Va a ser muy difícil echar a Maurice y a Dallas de Beaumont. El testamento del abuelo les ha dejado destrozados. Creo que todavía no lo han asimilado.

Para ser tan joven, Carol era una persona muy madura.

–Ah, también he invitado a una de mis amigas de la universidad, Amanda Gregson. No sé si te acordarás, pero la conoces.

–¿La descarada?

–Sí, esa es Amanda. Por cierto, es muy inteligente. No deja de decirme que tenga cuidado con mi familia, que no me fíe de ellos. Amanda va a venir conmigo. Tú no vas a poder venir a pasar el día de Navidad, ¿verdad?

–¿Qué me darías a cambio si fuera? –Damon le dedicó una abierta sonrisa.

–La mejor comida navideña de tu vida.

–De acuerdo, iré. Pero no saldré hasta primeras horas de la tarde, me sería imposible hacerlo antes.

–¡Maravilloso! –exclamó Carol sin poder disimular su entusiasmo.

–Y, ahora dime, Carol, ¿por qué vas a ir a Beaumont? –preguntó Damon con seriedad–. Sabes que la envidia les corroe. Y, otra cosa, tu tío no es de fiar.

–Lo sé, pero no sé por qué –contestó Carol–. Tengo una vaga sensación, como debida a un recuerdo, pero no sé qué es. ¿Crees que mi tío se atrevería a hacerme daño?

–Maurice Chancellor no es tan tonto como para hacer semejante cosa –Chancellor se aseguraría de que jamás se le pudiera acusar de nada. Pero un hombre con los recursos que él tenía podía recurrir a otros, pagándoles, para conseguir sus objetivos.

También le preocupaba ese momento en la infancia de Carol que a ella le perturbaba y del que no lograba acordarse.

–No, él no, pero podría encargarle a otro que hiciera el trabajo sucio –Carol suspiró–. Los ricos no se manchan las manos.

Era evidente que Carol conocía bien a su tío.

–No pienses en esas cosas, Carol.

–En fin, supongo que hay peleas en la mayoría de las familias –comentó ella.

Sobre todo, las familias ricas.

–Dime de verdad por qué vas a ir –Damon estaba convencido de que Carol iba por algún motivo que no le había contado.

–Quiero registrar la casa para ver si encuentro más fotos como la que encontraste tú en el libro, fotos que me hizo el abuelo –respondió Carol–. Y también quiero ver si puedo descubrir algo más sobre lo que le pasó a mi padre. Sabes muy bien que algunos piensan que mi madre le dejó ahogarse intencionadamente.

–A la gente le encanta chismorrear, Carol. Lo de tu padre fue un accidente.

–Quizá fueron las habladurías las que hicieron que mi madre se volviera tan… tan egoísta –sugirió Carol.

–Es posible –aunque Damon no lo creía así.

El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla

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