Читать книгу El guardián de la heredera - Las leyes de la atracción - Ocurrió en una isla - Margaret Way - Страница 8

Capítulo 3

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PARA Carol, el funeral fue una experiencia dolorosa. Revivió momentos del pasado, momentos felices con su abuelo. Rememoró escenas recogiendo flores con él o dando paseos con su tierna abuela.

Damon le había dado una fotografía de ella misma con el uniforme del colegio. Le habían sacado la foto a las puertas de la escuela. Debía haber sido su abuelo quien había tomado la foto, ¿quién si no? Era la fotografía que Damon había recogido de debajo del escritorio de la biblioteca tras la lectura del testamento. Damon había estado en lo cierto al pensar que a ella le gustaría tener esa foto. Quizá hubiera más. Iba a ponerse a buscar.

«Que sepas que te quería, abuelo. Y a ti también, abuela. Y a ti, papá».

Su madre y su esposo, Jeff, también estaban allí, a pesar de no haber sido invitados. Jeff, elegantemente vestido, le dio un abrazo excesivamente íntimo, aplastándola contra sí. ¿Qué era lo que Jeff sentía por ella?

–Suéltame, Jeff –dijo Carol, que quería darle una patada en la espinilla.

–Cielo, es que tenía muchas ganas de verte. Nunca vienes a vernos y tampoco nos llamas.

–¿Te extraña?

Fue entonces cuando su madre, siempre considerándose una incomprendida, decidió intervenir.

–Tu padre era mi marido, Carol –lo que explicaba, según ella, su presencia allí.

–Marido número uno –contestó Carol.

–¿Por qué siempre tienes que darme malas contestaciones? –dijo Roxanne malhumorada–. Tenía que venir, Carol. Soy tu madre.

Con un esfuerzo, Carol mantuvo la calma. Había demasiadas personas observándoles. Para empezar, la mujer de Marcus Bradfield. Valerie Bradfield parecía muy atenta en ellos. Carol sabía de buena fuente que Valerie detestaba a su madre.

–En ese caso, ¿te parece bien que te llame mamá?

Roxanne no estaba dispuesta a aceptar eso.

–No te mereces que sea tu madre –declaró Roxanne–. ¡No te mereces nada de esto!

Tras esas palabras, Roxanne hizo un gesto expansivo con los brazos.

–Cuidado, mamá –dijo Carol en tono de advertencia–. Puede que rompas otro jarrón chino y te advierto que, a partir de este momento, lo que rompas lo pagas.

–¡Déjate de bromas! No es el día más adecuado para ello.

–Como sigas molestándome, mamá, haré que alguien os acompañe a ti y a Jeff a la puerta –declaró Carol con voz queda.

–Vaya, aprendes rápido, ¿eh? –dijo Roxanne con amargura–. Eres igual que…

–Cállate, mamá. Damon Hunter se está acercando.

Roxanne paseó la mirada por el salón y no le resultó difícil ver al joven alto y guapo con un impecable traje de chaqueta oscuro. Vaya hombre.

–Damon Hunter no va a poder encargarse de todo, Carol. Vas a necesitar a alguien de confianza. Me vas a necesitar a mí. No lo olvides.

–Y tú no olvides recordarme que lo recuerde –contestó Carol cínicamente.

–Ya estás otra vez con tus cosas.

–Sí, con mis cosas, mamá. Como, por ejemplo, el abrazo que Jeff me ha dado. ¿No lo has notado? Ese fue uno de los motivos por los que me marché de vuestra casa.

–Que Dios te perdone –dijo Roxanne con expresión piadosa–. Jeff ha sido un padrastro excelente.

–Enfréntate a la realidad aunque solo sea por una vez, mamá.

En el momento en que Damon llegó junto a ellas, Roxanne esbozó una encantadora sonrisa. Roxanne era un anzuelo para cualquier hombre: una morena con piel de magnolia y ojos azules, guapísima vestida de negro.

Cuando llegó el momento de marcharse, su tío le dio un abrazo. Y a Carol le sobrevino de nuevo una sensación de temor. ¿Acaso su tío la había asustado de pequeña? De ser así, no se acordaba. Pero no creía que lo hubiera hecho, no se habría atrevido, era la princesa de su abuelo.

–Llámame cuando quieras venir a Beaumont –dijo Maurice como si nada hubiera cambiado–. No consigo hacerme a la idea de que mi padre te dejara la finca a ti, Carol. Pero, por favor, no creas que te culpo de ello. Fue idea de mi padre, que quería vengarse.

–No creo que ese haya sido el motivo, tío Maurice, no olvides que soy la hija de mi padre. Sé lo mucho que significa Beaumont para ti, dispones de mucho tiempo para buscarte otra casa de campo. Según he oído, van a poner a la venta Mayfield.

Maurice la miró con ojos resplandecientes.

–Querida, no podría vivir en ninguna otra finca que no sea esta, la casa de mi familia. De todos modos, te agradezco la consideración.

–No es necesario, tío.

Carol se había esforzado en estudiar y sacó muy buenas notas en los exámenes de su segundo año universitario. Damon, que la había ayudado continuamente y en todo, le dio dinero para comprarse un piso en la zona del puerto con seguridad garantizada. Incluso la había acompañado a verlo.

Se estaba acostumbrando a Damon. Quizá demasiado. Damon siempre se mostraba correcto con ella.

Uno de los motivos por los que había estudiado tanto para los exámenes era porque había querido impresionar a Damon. Quería su aprobación en todo. Incluso le había pedido ayuda en un par de ocasiones; al final, se lo había confesado al profesor Deakin y este se había echado a reír. El profesor estaba encantado con ella. Todos sus profesores estaban muy satisfechos de su trabajo.

Damon había decidido que debían verse al menos una vez por semana: «para ver cómo iban las cosas», según él. A veces quedaban para tomar un café, pero eso era todo.

Damon era encantador, trabajador, la ayudaba en lo que podía… pero ella, para él, era su cliente y punto. Su cliente más importante, por cierto. De vez en cuando, veía fotos de él en alguna revista, siempre acompañado de una belleza.

De todos modos, no creía que la relación de Damon con Amber Coleman fuera seria. Amber era muy guapa, pero se rumoreaba que tenía muchos pájaros en la cabeza. Quizá los rumores fueran infundados, quizá Amber fuese una intelectual. A lo largo de la historia, las mujeres, disimulando su inteligencia, se habían hecho pasar por tontas con los hombres. Pero la mujer moderna debía hacer todo lo contrario.

Aquella tarde Carol estaba de suerte, Damon la había invitado a cenar al, supuestamente, mejor restaurante de la ciudad. Ella nunca había ido a ese restaurante, no era un lugar que frecuentaran los estudiantes universitarios.

Carol continuaba viendo a sus amigas y ayudándolas, aunque con cuidado de no excederse. Sobre todo con Amanda, que había empezado a comportarse como si ahora que era rica tuviera la obligación de hacerse cargo de ellas. No le había importado pagar la operación de nariz de Emma, que ahora parecía otra. Le alegraba ver a Em mucho más segura de sí misma.

Eligió una ropa que la hacía parecer más mayor, más madura; no obstante, sabía que no podía competir con las bellezas con las que él acostumbraba a salir, y menos en estatura. Por eso se calzó unas sandalias color fucsia de tacón altísimo que hacían juego con el vestido. Se había cortado el pelo a capas, que ahora le llegaba solo a los hombros, pero lo suficientemente largo como para recogérselo en un moño o coleta cuando quisiera.

No tenía joyas. Al menos, todavía no las tenía. Su madre tenía montones, pero no se había ofrecido a prestarle ninguna:

–Por el amor de Dios, Carol, ¿es que no puedes ir a comprarte algo tú sola? –le había dicho Roxanne.

Su madre apenas podía disimular la envidia que le producía su buena suerte.

–Te van a detestar más que nunca, Carol. Yo que tú me andaría con cuidado. Puede incluso que intenten asesinarte –había añadido Roxanne.

–Bueno, mamá, me rindo a tu mayor experiencia. Tú sabes bastante de esas cosas –le había contestado ella con frialdad.

Al final, había pedido consejo a la madre de una compañera de universidad, una mujer encantadora. La madre de su amiga la había acompañado a una boutique de moda en la que se había probado unos cuantos trajes de noche aptos para su diminuta figura. Al final, se habían decidido por un precioso vestido de satén color fucsia, con un hombro desnudo y una especie de lazo cubriéndole el otro. El vestido se le ceñía al cuerpo, pero sin apretarla.

Además del vestido, habían comprado una serie de atuendos que iba a necesitar en un futuro próximo. Después, había llamado por teléfono a una floristería para pedir que enviaran un ramo de flores a su consejero.

El escote no precisaba collar, pero sí un par de pendientes. Tenía unos pendientes que, aunque parecían de zafiros y brillantes, eran zirconios y topacios azules. Le servirían.

Ya lista, se quedó a esperar la llegada de Damon. Cada vez más nerviosa. Lo que sentía por él era profundo, pero… Damon era su amigo, no su amante. No obstante, había incluso soñado con él. Y no una sola vez. No, no podía engañarse a sí misma, Damon la tenía atontada. ¿Y quién podía culparla?

Carol se quedó casi petrificada al entrar en el restaurante. Mientras el maître les acompañaba a la mesa, el interés que despertó su presencia fue evidente. Algunos comensales incluso les saludaron. En una ocasión, una mujer tomó la mano de Damon murmurando unas palabras que ella no acabó de oír. Varios volvieron la cabeza para ver quién era la acompañante de Damon Hunter. Las expresiones eran amables, quizá alguna apenas podía disimular la envidia.

De repente, a Carol se le ocurrió que, si algún día, por difícil que fuera, llegara a enamorar a Damon, jamás se lo perdonarían.

Pero esas mujeres no tenían nada que temer, la invitación a cenar era su recompensa por haber estudiado mucho y sacar buenas notas.

–Es como si tuviera monos en la cara –comentó Carol una vez sentados a la mesa y después de que Damon hubiera pedido champán.

–Tendrás que acostumbrarte, Carol. Vas a ser siempre el centro de atención.

–¡Eso sí que tiene gracia! Yo creía que todos te miraban a ti; sobre todo, las mujeres. ¿Alguna novia presente?

–Sí, alguna que otra –reconoció Damon con una leve sonrisa–. ¡Estás preciosa!

Se le había escapado, pero aún no se había recuperado del impacto que le había causado verla al abrirle la puerta. Carol estaba más guapa que nunca. No solo guapa, sino también sumamente atractiva e incluso parecía haber madurado. Carol era una mujer de la que podía enamorarse con facilidad; una mujer sensual y vivaz. Una mujer única.

Pero debía evitar por todos los medios enamorarse de Carol. Ni siquiera se había atrevido a darle un beso en la mejilla. No podía permitirse ese lujo. Solo tocarle la piel desnuda del brazo le había dejado casi sin respiración. Carol tenía una piel maravillosa… No, debía pensar en otra cosa, olvidarse de la piel de Carol y de su atractivo.

–Me alegro de que lo digas. ¿Crees que parezco mayor?

Damon no pudo evitar echarse a reír.

–¿Era eso lo que pretendías conseguir?

–Supongo que habrás notado que no voy vestida como suelo hacerlo cuando salgo con mis amigas a tomar unas copas por la noche –le dijo ella, inclinándose hacia delante y en tono de confidencia–. Quería parecer más elegante.

«Por ti», añadió Carol en silencio.

–Lo estás, te lo aseguro –respondió Damon con una sonrisa burlona.

Ella le miró con esos enormes ojos del azul más azul.

–Dime, ¿te parece que las intrigas amorosas son la sal de la vida?

–¿Insinúas que esta es una ocasión amorosa? –Damon arqueó una ceja.

–No digas tonterías, Damon. Vas a hacer que me sonroje. Me refiero a tus «amiguitas». No nos impide nadie hablar de ellas, ¿no? Resulta que me he enterado de que has investigado con qué chicos salgo.

–¿Cómo puedes saber tú eso? –la mirada de Damon se tornó más aguda.

–¡Te he pillado!

–Está bien, lo reconozco –Damon alzó las manos–. Tengo como misión protegerte, Carol. Protegerte a ti y tus intereses. Ahora estás en el punto de mira de todos, así que no me queda más remedio. Pero no tienes por qué preocuparte, he logrado formar un equipo para velar por tus intereses.

–¿Cuánto tiempo va a funcionar este equipo del que hablas?

–El tiempo que sea necesario. Y ahora, a celebrar tu éxito en los estudios; como sabes, nos sentimos muy orgullosos de ti, Carol. Bueno, ¿qué vas a cenar? El pescado y el marisco son excelentes aquí.

–Sí, eso he oído. Y, Damon, gracias por preocuparte por mí. Somos amigos, ¿verdad?

Los oscuros ojos de Damon le sostuvieron la mirada.

–Sí, Carol, somos amigos –Damon se permitió tocarle la bonita mano. La sensación le sorprendió por su intensidad.

–Eso es lo único que me importa –Carol también sintió el impacto. Durante unos segundos, le pareció que el corazón iba a salírsele del pecho.

Carol siempre se había considerado independiente; sin embargo, le aliviaba saber que Damon estaba de su parte, a su lado. Y le ocurría desde que le conoció. Tenía la sensación de que era algo más que una simple cliente para Damon.

El champán llegó y Damon chocó su copa con la de ella.

–Felicidades, Carol.

Mientras tomaban una copa, charlaron de muchas cosas. Damon le confesó que siempre había querido ser abogado, también le habló de su madre, a la que debía de querer mucho por cómo hablaba de ella. Damon había viajado por todo el mundo, había ido incluso al Polo Norte.

–Fui con un amigo de universidad, Zac Murria. Los dos queríamos ver la aurora boreal.

–¿La visteis? Tengo entendido que se ve solo a veces, dependiendo del tiempo.

Los ojos negros de Damon se iluminaron.

–Tuvimos mucha suerte y sí, la vimos. Pasamos como una hora tumbados en el suelo mirando al cielo. Al final, estábamos congelados. Fue una aurora preciosa, de luces verdes. Al contrario que la aurora austral que vi en South Island, Nueva Zelanda, esta era roja y azul.

–En la Edad Media, la aurora se consideraba una señal divina –recordó Carol.

Carol leía mucho, al contrario que sus amigas, a quienes les bastaban los libros de texto e Internet.

Terminaron el primer plato: cangrejo de mar con berenjena ahumada. Superior. Igual que el emperador al vapor servido en una hoja de plátano con salsa picante de papaya y leche de coco. Los cocineros australianos se contaban entre los mejores del mundo, pensó Carol. Los productos australianos eran fabulosos.

Estaban decidiendo los postres cuando una alta y bella morena se acercó a su mesa.

Damon se puso en pie para saludar a Amber Coleman.

–Buenas tardes, Amber.

–Buenas tardes, cariño –Amber alzó un brazo en pública demostración de intimidad y luego le besó ambas mejillas. Amber llevaba un vestido corto rojo que le sentaba maravillosamente–. Te he visto de refilón.

Entonces, se volvió a Carol y añadió:

–¿Y esta es la joven Carol Chancellor? –Amber dedicó a Carol una radiante sonrisa; entretanto, tomó nota de su aspecto físico, incluyendo maquillaje, peinado, vestido y los enormes tacones.

Carol le devolvió la sonrisa.

–Encantada de conocerla, señora Coleman. Y voy a cumplir veintiún años en agosto.

–¡Qué edad tan maravillosa! –exclamó Amber–. Y qué suerte tienes de salir con un hombre así.

Aunque Amber sonreía y su tono de voz era jovial, Carol no se dejó engañar, sabía que Amber Coleman estaba furiosa.

–Sí, pero ya va siendo hora de que nos vayamos –Carol lanzó un suspiro de fingido pesar–. A las nueve tengo que estar en la cama –Carol se miró el reloj–. ¡Cielos, Damon, no vamos a llegar a tiempo!

La sonrisa de Amber Coleman se desvaneció un instante, pero rápidamente recuperó la compostura.

–Solo quería saludar. Damon, vas a venir a casa de los Burton mañana por la noche, ¿verdad?

Damon arrugó el ceño.

–No sabía que me hubieran invitado, Amber.

–Claro que sí, cariño. En fin… –Amber lanzó una rápida mirada a Carol antes de volver a clavar los ojos en Damon–. Supongo que estás muy ocupado.

–Sí, lo está. Me tiene muy preocupada –interpuso Carol con aparente preocupación–. Pero no debe culparme, señora Coleman, Damon tiene otros clientes importantes a parte de mí.

–Has sido muy pilla –le echó en cara Damon después de que Amber se hubo alejado.

–Siempre lo he sido, Damon, es parte de mí. Lo que pasa es que contigo trato de portarme bien, pero no sé por cuánto tiempo. Siempre fui una niña traviesa. Suele ocurrirles a los niños que se ven abandonados por su familia.

–Tú tenías a tu madre.

Carol sonrió enigmáticamente.

–Sí, tenía a mi madre. Y, ahora dime, ¿vas a ir a casa de los Burton? Como ha dicho la señora Coleman, estás invitado.

Damon ignoró la pregunta y se concentró en la carta con los postres.

–No sé si pedir seis alfajores pequeños de distintos sabores o pastelitos turcos.

Carol se dejó distraer.

–¿Por qué no pides los dos y compartimos los postres? Es difícil hacer buenos alfajores –declaró Carol en tono serio.

–¿Te gusta cocinar? –Damon arqueó una ceja.

–¿Por qué te sorprende? –Carol le miró desafiante.

–Bueno…

–Sí, ya lo sé. Creías que era una inútil en la cocina. Pues no, cocino bastante bien. Me encantan los libros de recetas de cocina y también veo programas de televisión sobre cocina. La tarta de chocolate con trufas me sale buenísima. Cuando vivía con mis amigas cocinaba mucho. A Jeff le encantaba mi tarta de queso. Mi madre, por supuesto, no probaba el dulce; ya sabes, por eso de no engordar. Por supuesto, ella jamás cocinaba. Casi todas las noches cenan fuera. De hecho, Roxanne es anoréxica, juguetea con la comida en el plato pero prácticamente no la prueba.

–¿Qué tal te llevas con tu padrastro? –preguntó Damon tratando de interpretar su expresión.

Carol le miró a los ojos.

–Damon, no quiero hablar de Jeff. Ni siquiera contigo –declaró Carol, zanjando el tema.

Se acercaron caminando a la entrada del edificio de apartamentos donde vivía Carol. Damon decidido a acompañarla hasta la puerta de su piso, consciente de que Carol era una de las mujeres más ricas de la ciudad y el foco de atención de muchos.

–No es necesario que subas, Damon –dijo ella.

–Digas lo que digas, voy a hacerlo –respondió él mirando a un lado y a otro de la calle.

Tampoco había nadie acechando desde el interior de un coche. Le preocupaba que la seguridad de Carol, como heredera de la fortuna Chancellor. Imposible no fijarse en ella, con su cabello rojo, piel de porcelana y cuerpo de bailarina de ballet. Carol le había dicho que había ido a clases de ballet desde los seis a los dieciséis años.

–¿Cómo es posible que mi vida haya cambiado hasta este extremo, Damon? –le preguntó ella.

Damon le puso la mano en el codo.

–Tu abuelo creía en ti, estaba seguro de que podrías hacerte con la situación.

–Con ayuda.

–La tienes, Carol –Damon pulsó las teclas de los dos ascensores.

–Pero…

–Nada de peros. Voy a acompañarte hasta la misma puerta de tu casa.

Después de unos momentos, uno de los ascensores se abrió; pero al entrar, un joven desgarbado de unos diecinueve o veinte años, vestido con vaqueros y camiseta azul, y con un móvil pegado al oído, se dispuso a salir. Tenía el rostro enrojecido de ira.

–¡Eh, cuidado! –exclamó Carol.

–Lo siento, nena, una urgencia.

El chico levantó la cabeza en el momento en que, inintencionadamente, le había dado un golpe a Carol en el hombro. Ella, debido a los tacones, dio un traspiés, pero Damon, agarrándola por la cintura con el brazo, la sujetó y evitó que se cayera.

Carol tragó saliva, el cuerpo entero pareció encendérsele. Nunca había sentido nada igual como lo que estaba sintiendo pegada al cuerpo de Damon. Se quedó muy quieta. Se había quedado sin fuerza en las piernas, pero él la sujetaba. Era una locura, pero quería seguir ahí, en los brazos de él, el resto de la vida.

Sí, una locura.

–¿Vas a pedirle disculpas? –preguntó Damon al joven.

–¡Eh, tío, déjame en paz! –pero al mirar a Damon a los ojos, se lo pensó mejor y la exigencia se convirtió en un ruego.

–Haré algo más que eso –Damon soltó a Carol para agarrar al joven.

–Eh, tío, lo siento, ¿vale? Además, no le he hecho daño.

–Quiero que eso se lo digas a ella. ¿Cómo te llamas?

El joven miró a Carol con más detenimiento y su interés se despertó. Después, lanzó un silbido.

–¡Vaya, la heredera! Eres Carol Chancellor, ¿verdad?

–Eso parece –con la gente de su misma edad, Carol se mostraba muy segura de sí misma.

Pero Damon estaba cada vez más furioso.

–¿Y tú qué haces aquí? Dímelo o llamo a la policía ahora mismo.

El joven apartó los ojos de Carol.

–¿Qué? ¿Estás bromeando?

–¿Eso es lo que crees? –le espetó Damon.

–Escucha, mi padre y su novia viven aquí, cosa que a mí no me gusta mucho. Mi padre es Steve Prescott, el urbanista. Gana montones de dinero. Puedo darte dinero si quieres. Yo me llamo Gary.

–No me gustan mucho tus modales, Gary.

De repente, Carol reconoció al joven.

–Déjalo, Damon. He visto a Gary alguna vez que otra, su padre es propietario de uno de los áticos.

La expresión de Gary se animó y le ofreció la mano a Carol.

–Encantado de conocerte.

–¿Qué tal? –respondió Carol, estrechándole la mano.

–Eres más guapa en la vida real que en las fotos.

–Cuánto me alegro.

El chico se volvió a Damon.

–Y, ahora que sabes quien soy, ¿te importa si me marcho? Tengo que volver a casa. Había venido para darle un paquete a mi padre de parte de mi madre. Espero que le estalle en la cara.

–Tómatelo con calma, Gary –le aconsejó Damon–. Decir cosas así podría acarrearte problemas.

–Así que mi padre le hace daño a mi madre, pero todo bien, no pasa nada, ¿eh?

Carol, gran experta en familias disfuncionales, decidió intervenir.

–Dale tiempo al tiempo, Gary. Te garantizo que la separación de tus padres no durará mucho.

Gary la miró con expresión de perplejidad.

–¿Eso crees?

Carol había visto a la novia al menos una docena de veces: una cabeza hueca interesada en el dinero que pudiera sacarle al padre.

–Esa es mi opinión. Confía en el sexto sentido de una mujer.

–Sí, lo sé –declaró Gary con fervor–. Mi madre fue la primera en darse cuenta de que mi padre estaba con otra.

Gary le sonrió y sugirió:

–Oye, ¿por qué no quedamos un día de estos para tomar un café? Es raro que no te haya visto antes. Claro que ahora me he ido a vivir con mi madre. Pero nuestro teléfono está en la guía.

Gary le dio el nombre de una calle y un barrio muy elegantes.

–Lo pensaré –contestó Carol.

–Estupendo. En serio, me encantaría. Y, ahora, jefe, ¿me permites que me vaya? –Gary lanzó una mirada a Damon.

–Esta vez te has escapado –comentó Damon medio en broma.

Una vez delante de la puerta de Carol, Damon preguntó:

–¿Quieres que eche un vistazo? Solo me llevará un minuto.

Carol se lo quedó mirando, casi sin respiración de repente.

–Sabes que no corro ningún riesgo, Damon.

A Damon le pareció que Carol había perdido algo de color en el rostro. No debería haberle pasado la yema del dedo por la mejilla, pero no había podido evitarlo.

–Ya que estoy aquí…

–Bueno –respondió Carol sin poder contener la excitación.

Casi podía oír los latidos de su corazón, y todo porque Damon le había tocado la mejilla. Era una locura. Era una vergüenza. No quería que Damon notara lo excitada que estaba. No quería hacer el ridículo. No quería hacer que Damon se sintiera incómodo. Damon era muy distinto a los chicos que ella conocía.

Carol se quedó inmóvil en el cuarto de estar mientras Damon echaba un vistazo por la casa, incluida la terraza posterior.

–Todo bien. Te sientes segura aquí, en este piso, ¿verdad, Carol? –preguntó él mirándola a los ojos.

Carol quiso decir: «Me siento segura contigo». Pero lo que dijo fue:

–Sí. Aunque a todos nos ha afectado que ese tipo que acosaba a Anne Nesbitt, mi vecina, consiguiera burlar a los de seguridad y colarse en el edificio.

Damon, que estaba enterado del hecho, asintió.

–Por suerte, le han atrapado –tras una pausa, añadió–: No salgas a ningún sitio con el hijo de Prescott. No dejes que se haga ilusiones.

–¿Qué es eso, Damon? ¿Vas a decirme lo que puedo y no puedo hacer? –dijo ella en tono burlón.

–No, jamás haría eso. Pero hagas lo que hagas, ten cuidado. Muchos podrían intentar aprovecharse de cualquier debilidad tuya. Lo sabes perfectamente –Carol era una mujer con recursos e inteligente, pero muy joven–. No quiero que te veas involucrada en el problema de la familia Prescott. Por mi trabajo, sé que la separación ha sido muy desagradable. ¿Por qué le has dicho a Gary que la relación de su padre con su novia no va a durar mucho?

Carol se encogió de hombros.

–No sé por qué, pero es lo que creo. He visto a la novia de Steven Prescott. Sexy y poco inteligente. Puede que a él le lleve tiempo reconocerlo, pero me han dicho que no es tonto.

–La típica crisis de la mediana edad –declaró Damon–. A los hombres no les gusta hacerse mayores.

–¿Engañarías tú a tu mujer, Damon?

Damon la miró unos segundos antes de responder:

–Primero, tengo que casarme, Carol. Pero me gusta pensar que soy un hombre que respetaría a su mujer y no la engañaría.

–¿Y todavía no has encontrado a una mujer con la que quieras pasar tu vida?

¿Era su imaginación o se había creado cierta tensión en el ambiente?

–¿Te gustaría saber que quizá la haya encontrado? –los oscuros ojos de Damon inescrutables.

–Espero que no sea Amber Coleman.

–Carol, por favor… –había un brillo burlón en la mirada de él.

–Perdona, no debería haber dicho eso –Carol se mordió el labio inferior.

–Amber y yo somos amigos. Y, en cualquier caso, no tengo prisa por casarme.

–Pero ella sí.

Damon caminó hacia la puerta. Sí, un hombre absolutamente guapo.

–Tengo que irme. Lo he pasado muy bien, Carol. Espero que tú también.

Ella le siguió.

–Sabes que sí. Muchas gracias, Damon.

–Ha sido un placer –Damon bajó la cabeza y la besó en la mejilla–. Buenas noches. Te llamaré cuando acabe de examinar los papeles de tu abuelo. Lew Hoffman, un hombre en quien tu abuelo tenía absoluta confianza quiere conocerte. Como sabes, es el nuevo presidente y el director ejecutivo. Cuando cumplas los veintiún años, tendrás que asumir tus responsabilidades en las reuniones. Marion Ellory está encargándose de la fundación dedicada a las artes. También tendrás que conocerla, pero no hay prisa.

–Tengo mucho que aprender.

–Por suerte, eres inteligente, estás informada y cuentas con un buen olfato. Yo diría que es bastante.

El halago la enorgulleció.

–Quiero emplear bien la fortuna Chancellor, Damon. Quiero ayudar a la gente. Quiero continuar el trabajo de mi abuelo.

Damon notó la seriedad de la expresión de Carol.

–No veo problema.

–No quiero cruzarme de brazos y llevar una vida sin sentido –le dijo ella–. No quiero ser como mi madre, que vive para las fiestas, las funciones sociales y todas esas cosas.

–Tú también vas a tener que ir a fiestas, Carol. No podrías evitarlas ni tampoco podrás llevar una vida normal. Eres joven, hermosa, inteligente y muy rica. Algunos dirían que lo tienes todo.

–Pero yo no –declaró Carol con sinceridad–. Me gustaría llevar una vida normal. Desgraciadamente, el dinero cambia a la gente. Y luego está mi familia. Tú, que los conoces, sabes cómo me trataron. Dios sabe cómo me tratarán a partir de ahora. Troy me ha dejado mensajes, pero no le he contestado.

–¿Qué es lo que quiere? –preguntó Damon súbitamente alertado.

–No sé. No quiero saber nada de él. Me horrorizó la forma en que quiso coquetear conmigo. ¡Somos primos carnales!

–Si te causa problemas, llámame.

–Creo que podré arreglármelas con él, Damon, tú estás muy ocupado. Confía en mí igual que yo confío en ti. Es importante para mí.

Involuntariamente, Damon clavó los ojos en la boca de ella. Al cabo de unos segundos, desvió la mirada.

–Para mí también, Carol. Me alegro de lo que has dicho. Pero no lo olvides, si tienes algún problema, alguna duda, temores… Llámame para lo que sea, da igual la hora.

–¿Y si es en mitad de la noche?

–Da igual, llámame de todos modos –contestó Damon.

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