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El final de un proyecto misional La Compañía de Jesús y su ocaso en las monarquías ibéricas

Mar García Arenas2

CHAM, FCSH, Universidade NOVA de Lisboa, Universidade dos Açores

Los jesuitas llegaron a tierras americanas en 1549 y cuatro años más tarde fue erigida la provincia jesuita de Brasil, independiente de la portuguesa, bajo la autoridad del P. Manuel Nóbrega. Por una resolución de la Congregación General de la Compañía en 1558, se acordó el envío de misioneros no solo portugueses sino también de otras provincias europeas a Brasil (Osswald, 2012, p. 1524). La Compañía de Jesús tuvo como misión someter e incorporar numerosas naciones indígenas del litoral a la Corona portuguesa y fue la primera orden religiosa en establecerse y consolidarse en la extensa área geográfica brasileña, en Salvador (Bahía), Ilheus y Porto Seguro en 1549; en São Vicente (1550), en Espíritu Santo (1551) y después en São Paulo (1554) y Olinde (Pernambuco). No obstante, su arribo a la zona septentrional fue posterior: la primera llegada fue en 1602, pero hasta 1622 no se inició el asentamiento en Maranhão, que en 1727 se segregó de la provincia de Brasil, creándose la viceprovincia de Maranhão3.

Los jesuitas brasileños dieron origen a un nuevo tipo de institución para evangelizar a los indios: la aldeia. La primera fue fundada en Bahía en 1557; luego otras en los alrededores de Salvador y, finalmente, se extendieron a las otras capitanías. El sistema de «aldeamiento» se creó específicamente para reunir en una residencia fija y estable a los indios convertidos o en proceso de conversión. Muchos eran llevados por los propios misioneros durante sus entradas (o descidas), que eran los viajes realizados expresamente por los jesuitas al interior para cristianizar a los indios. Las aldeias se localizaban en las periferias urbanas, pues los colonos tenían prohibido fijar allí su residencia. No obstante, la acción evangelizadora de los jesuitas sobre los indios consiguió que fueran subordinados de una forma específica al poder colonial portugués, con el objetivo de poder utilizarlos tanto en actividades productivas como en la consolidación de la seguridad interna y externa de la colonia, pues los efectivos indígenas bajo el control jesuita fueron imprescindibles para la Corona frente a los invasores extranjeros durante los siglos XVI y XVII (Leite Ferreira, 2000, p. 14).

Lo que el sistema de aldeamiento podía producir como fruto permanente en la conversión y culturización de los indios, habría que estudiarlo en las reducciones de los jesuitas españoles del Paraguay. En el Brasil, a las aldeias les faltaron dos condiciones imprescindibles: paz y continuidad. En relación a la primera condición, las misiones fueron continuamente hostilizadas, privadas de sus tierras, consideradas una reserva común de autoridades y colonos para conseguir indios para la guerra y para los largos viajes de exploración, así como trabajadores semigratuitos para las haciendas. A las aldeias también les faltó continuidad, porque los misioneros tampoco podían impedir la rápida extinción de los indios. En realidad, para mantener las misiones, si no florecientes, al menos vivas, los misioneros recurrían a continuas descidas. En los primeros cincuenta años, en la comarca de Bahía, de once aldeias en 1562, se pasó a solo tres en 1585 (O’Neill & Domínguez, 2001, p. 526).

El sistema de las aldeias, cuyo modelo fue adaptado por los jesuitas españoles para sus misiones del Paraguay (Egido, 2004, p. 209), pronto fue cuestionado, tanto por críticas internas como procedentes de fuera de la Orden. A nivel interno, para muchos jesuitas significaba una transformación del ideal evangelizador ignaciano, que había concebido la misión como una experiencia en itinerancia; además, los misioneros de las aldeias estaban obligados a desempeñar, o cuanto menos a supervisar, la realización de una serie de actividades económicas de autosuficiencia no siempre consideradas conformes al Instituto (Osswald, 2012, pp. 1525-1526). Por otro lado, los jesuitas fueron acusados por los colonos de disfrutar de las mejores tierras, de controlar las vías de comunicación, de ejercer un monopolio comercial con determinadas mercancías y de explotar, con suma hipocresía, a los indios como mano de obra barata, imputaciones recogidas en el primer manifiesto antijesuita: los capítulos del colono Gabriel Soares de Souza en 1587 (Dias & Zeron, 2010, p. 567).

Las aldeias perjudicaban los intereses económicos de los colonos, pues los indios de las misiones no podían ser sometidos a la esclavitud, principio sostenido tanto por leyes regias como por sucesivas bulas papales. El resultado fue un conflicto colonial abierto entre misioneros y colonos (Ungaretti Pinheiro, 2007), en el que la intervención de los bandeirantes o paulistas, dedicados a la caza del indio para su posterior venta, radicalizó las posturas, constituyéndose, como consecuencia de sus ataques dirigidos a las misiones españolas, las milicias guaraníes. Durante el siglo XVI no se llegó a una ruptura total de la convivencia entre colonos y jesuitas, posiblemente debido a que en el momento álgido de constitución de los aldeamientos, las dos partes eran débiles y recientes; y más tarde, al desaparecer los indios de la región costera4, el problema perdió su virulencia. La provincia brasileña continuó creciendo a lo largo del seiscientos, tanto numérica como geográficamente, de forma paralela a la expansión territorial de la Corona; el incremento se dio principalmente en el nordeste (Paraíba, Ceará, Piaui), en el norte (Maranhão y Pará) y en el sur, con la apertura de una residencia-misión en la colonia del Sacramento.

El avance portugués hacia el norte, al Maranhão y al Pará, se veía obstaculizado por la existencia de numerosos pueblos hostiles con diferentes lenguas. Además, la presencia de ingleses, holandeses y franceses en la desembocadura del Amazonas representaba una continua amenaza para la hegemonía portuguesa en la región y para su economía azucarera en expansión. Para los jesuitas, el norte se presentaba como la posibilidad de evangelizar numerosas poblaciones y a la vez poder implantar el sistema de las aldeias, que tantas dificultades había encontrado en el sur (Torres-Londoño, 1999, p. 4). A mediados del siglo XVII, el enfrentamiento entre jesuitas y colonos recrudeció. De hecho, los jesuitas fueron expulsados y reintegrados en São Paulo (1640-1653) y Maranhão (1661-63 y 1684-85). La revuelta de Beckham (Lobão de Carvalho, 2013; Pereira Caetano, 2007), que supuso la expulsión de los jesuitas de Maranhão en 1684, obligó a la intervención de la Corona para el regreso de los ignacianos y la preservación de su proyecto misional con la promulgación del Reglamento de las Misiones de Grão Para e Maranhão de 1686, en cuyas ordenanzas se designaba a los misioneros como únicos responsables en la dirección civil y religiosa de las aldeias, pero estipulaban que debían situarlas en lugares convenientes para asentamientos en los que, con posterioridad, les fueran útiles a los colonos portugueses (Alden, 1996, p. 491). Además, las órdenes regulares —capuchinos, jesuitas, mercedarios y benedictinos— alcanzaron mayores cotas en la intervención de los asuntos coloniales cuando a partir de 1688 se convirtieron en miembros permanentes, con derecho a voto y parecer, en las juntas de misiones ultramarinas. De esta forma, los regulares actuaron como agentes coloniales alterando no solo la disposición de las fuerzas existentes en las juntas sino también convirtiéndose en los responsables directos de las acciones de conservación y expansión de las misiones (Alves de Souza e Mello, 2003). Aun así, esto no supuso el fin de los enfrentamientos entre colonos y jesuitas, pues a partir del reglamento de 1686 continuaron reclamaciones y agravios que los colonos no cesaron de enviar a la Corte, hasta un punto que obligó a D. João V a requerir la intervención del papa Benedicto XIV, que volvió a confirmar la libertad de los indios de Brasil por una bula expedida el 20 de diciembre de 1741 en la que conminaba a los obispos de la América portuguesa a que, bajo pena de excomunión, prohibieran a todos los pobladores cualquier participación en el secuestro y venta de indios o defender la licitud de tales actos (Pastor, 1937, pp. 355-356). En conclusión, tampoco esta última intervención pontificia zanjó las diferencias entre colonos y misioneros respecto a la cuestión indígena, manteniéndose un enfrentamiento larvado que sería avivado con la llegada de Francisco Xavier Mendoça Furtado y la ejecución del Tratado de Límites de 1750.

1. Las raíces del antijesuitismo pombalino: la política colonial y el tratado de límites

El acuerdo entre las monarquías ibéricas para poner fin a las seculares disputas fronterizas fue el germen del antijesuitismo pombalino5. Con este tratado, entre otras disposiciones, la colonia de Sacramento era cedida por Portugal a España, que en contraprestación cedía los territorios de siete de las famosas treinta reducciones de Paraguay. La nueva demarcación fronteriza posibilitó que el Secretario dos Negócios Estrangeiros y después Secretario dos Negócios do Reino (1756), Sebastião José de Carvalho e Melo, futuro conde de Oeiras (1759) y marqués de Pombal (1770), pudiera poner en práctica sus planes respecto a América, lo que implicaba un nuevo sistema de colonización, basado en una remodelación de la estructura político-administrativa y un nuevo modelo de repoblamiento de la extensa región amazónica. Para llevar a cabo esta ambiciosa tarea, Carvalho designó a su hermano, Francisco Xavier de Mendoça Furtado, como Gobernador y Capitán General del Estado de Grao-Pará e Maranhão, quien además era el comisario de la delimitación del tratado de límites para la zona norte (Carneiro de Mendoça, 1963).

Mendoça Furtado, en la correspondencia enviada a su hermano a Lisboa, culpó reiteradamente a los jesuitas de entorpecer y negarse a abastecer de indios y provisiones a la expedición demarcadora que debía establecer la frontera norte, perjudicando la aplicación del tratado demarcatorio. El gobernador se explayaba sobre este último punto indicando que los jesuitas erigían las aldeias en lugares remotos, destruían las que estaban cerca de los asentamientos coloniales y en las más grandes impedían el comercio con los colonos, y, por tanto, los jesuitas estaban incumpliendo el reglamento de las misiones de 1686. Desde la perspectiva regalista, para Mendoça Furtado los jesuitas habían pasado de ser defensores y protectores de los indígenas a sus dueños y señores; frente a la postura monárquica, representada por el gobernador y el obispo, que abogaba por la libertad, civilización y dignificación del indio amazónico.

En Lisboa, Carvalho estaba al tanto de estas disputas por la correspondencia remitida por su hermano, quien en carta fechada el 18 de febrero de 1754 consideraba a todos los regulares la causa de la total ruina del Estado y su enemigo más poderoso (Azevedo e Silva, 2001, pp. 182-183). El Secretario portugués, alentado por estas informaciones, promulgó el 6 de junio dos alvarás: el primero restituía la libertad personal, de bienes y de comercio a los indios del Grão-Pará y Maranhão. El segundo establecía el gobierno y la justicia secular en las poblaciones indígenas. El segundo decreto de 7 de junio de 1755 confirmaba los estatutos de la Companhia Geral do Grão-Pará e Maranhão. La repercusión de las leyes de junio en Lisboa fue la formación de un frente común entre comerciantes y jesuitas que obligó a las autoridades amazónicas a retrasar la publicación de la ley que retiraba a los regulares el gobierno temporal de los indios el 5 de febrero de 1757. Con esta ley se ponía fin a la autonomía del clero regular, sustituido por la autoridad episcopal. Algunos frailes aceptaron permanecer en las aldeias como párrocos, excepto los jesuitas, que no acataron la legislación pese a la publicación del Directorio dos Indios do Pará e Maranhão, el 3 de mayo de 1757, ampliado al resto de territorio brasileño en 1758 (Nizza Silva, 1999, pp. 53-54).

La oposición de los jesuitas a esta legislación, junto con la sólida creencia en Lisboa de que los jesuitas habían instigado la sublevación indígena de las siete reducciones contra el tratado de límites, iniciada en 1753 y sofocada por un ejército mixto hispano-portugués en 1756, fueron argumentos suficientes para que Carvalho comenzase a dar los primeros golpes de fuerza contra los regulares: a partir de 1755 ordenó una serie de expulsiones de padres que misionaban en territorio amazónico, tanto de jesuitas de la viceprovincia de Maranhão, como de otras órdenes, con destino a Lisboa (Fernández Arrillaga & García Arenas, 2009). En 1757 entró en vigor la nueva legislación colonial aprobada en junio de 1755, y cuando el P. Moreira, confesor regio, quiso presentar al rey sus objeciones, la reacción gubernamental fue alejar a todos los jesuitas confesores de la familia real y prohibir el acceso de cualquier miembro de la Compañía a la Corte. En febrero de ese mismo año, los ignacianos fueron acusados de haber incitado al pueblo de Porto a amotinarse contra el monopolio de la Companhia Geral da Agricultura das Vinhas do Alto Douro, instaurada por decreto el 10 de setiembre de 1756, que implicaba una reorganización gubernamental del comercio del vino.

Sin embargo, uno de los ataques más certeros del Secretario portugués fue la orquestación de una campaña propagandística antijesuita, que auspició la traducción, publicación y difusión de una variada literatura, dentro y fuera de los dominios portugueses. Así, a finales de 1757 apareció en Lisboa la que podíamos denominar como la primera obra antijesuita oficial de la era pombalina: la Relação Abreviada6. Las acusaciones culpaban a los jesuitas españoles del Paraguay y a los portugueses del Maranhão de haber establecido «con una absoluta violencia» un monopolio comercial en América, así como de haber suscitado discrepancias entre las cortes de España y Portugal para invalidar la ejecución del tratado de límites. El libelo señalaba que los misioneros habían establecido una poderosa y rica república en los territorios de la monarquía y habían instaurado un «absoluto monopolio» sobre los cuerpos y almas de los indios. Los jesuitas se habían adueñado, con «impía usurpación», de la libertad y bienes de los indios, para mantenerlos en esclavitud y en la ignorancia de que eran vasallos de la corona. También se aseguraba que los ignacianos prohibían la entrada de cualquier autoridad civil y religiosa en sus misiones, para mantener en un «impenetrable secreto» sus actividades y habían fomentado en los indios el «odio implacable a los blancos». Además, habían dotado a los indios de formación militar y les instigaron a la rebelión y la sedición contra las monarquías ibéricas. A estas imputaciones generales, el opúsculo señalaba personalmente los delitos perpetrados por algunos jesuitas, tanto portugueses como extranjeros; no era casual que muchos de estos misioneros eran los que habían sido expulsados paulatinamente desde Maranhão y se hallaban confinados en casas de la Compañía en Portugal desde 1755.

El descrédito para la Compañía era considerable, pues la Relação abreviada contribuyó a desmantelar el mito de las reducciones del Paraguay ante la opinión pública que con tanto éxito se había levantado a favor de los misioneros jesuitas, especialmente, el Cristianesimo felice (1743-1749) de Luis Antonio Muratori (Cerruti, 1972-1975, p. 277; Armani, 1985; Cro, 1991). Además, las repercusiones de la publicación y difusión del libelo proporcionaron a Carvalho importantes réditos políticos que, a la postre, respaldaron y justificaron la decisión de expulsar a los jesuitas de los dominios portugueses.

En Roma, el embajador portugués Francisco de Almada e Mendoça, primo hermano de Carvalho, habilitó en la embajada una imprenta donde, bajo la dirección del impresor Niccolò Pagliarini (Osório de Castro, 1996, p. 223), vieron la luz una gran variedad opúsculos antijesuitas. Así, en febrero de 1758, la Relação abreviada circulaba por Roma, causando una sensível impressão en Benedicto XIV y en todo el Sagrado Colegio (7. No obstante, la debacle de los jesuitas se gestó en la decisiva audiencia que mantuvo el embajador con el pontífice el 9 de marzo de 1758. La decisión tomada en Lisboa era la de reformar la Compañía a través de un reformador general, y el elegido era una hechura pombalina, el cardenal Saldanha. El embajador entregó y expuso al papa el contenido de la Relação abreviada para culminar con el ultimátum del rey D. José I: «ou a total extinção o uma rigurosa reforma» de los ignacianos portugueses8. Con esta declaración, Almada sabía que Benedicto XIV elegiría la reforma, al ser la medida menos lesiva, una decisión que se plasmó en el breve In Specula Suprema Dignitatis, fechado el 1 de abril de 1758. El breve no se hizo público en Lisboa hasta el 2 de mayo de 1758. El cardenal Saldanha efectuó una breve visita a la casa profesa de los jesuitas de São Roque el 31 de mayo; y una semana más tarde, el 7 de junio, publicó un edicto que declaró a los jesuitas culpables de la usurpación tanto del dominium de Portugal y España en América, como de la propiedad y libertad de los indios. El mismo día en que el edicto fue publicado, el Patriarca de Lisboa, José Manuel da Câmara, prohibió a los jesuitas confesar y predicar en su diócesis, medida que fue imitada por otros obispos (Ferraz, 1986, p. 530). No obstante, la depuración de los regulares no llegó a efectuarse, pues el fallido atentado contra José I, el 3 de setiembre de 1758, proporcionó el definitivo argumento para expulsar a los jesuitas, al ser considerados los instigadores del regicidio urdido por la familia Távora9, decisión que se materializó un año después, con la ley de 3 de setiembre de 1759.

2. La expulsión de los jesuitas de los dominios portugueses

En noviembre de 1758, el cardenal Saldanha emitió una providencia que prohibía a todos los jesuitas abandonar el lugar donde se hallaban. El 9 de diciembre de 1758, se promulgó un edicto regio que aparte de ordenar el encarcelamiento de todas las personas involucradas en el atentado, incluidos los padres jesuitas Gabriel Malagrida, João de Matos y João Alexandre, imponía el cerco militar para todas las casas de los jesuitas de Lisboa. La Junta de Inconfidência, el tribunal regio encargado de enjuiciar el intento de regicidio, dictaminó el 12 de enero de 1759 algunas disposiciones relativas a los jesuitas acusados de ser los autores intelectuales del magnicidio fallido: secuestro de sus bienes, una recomendación a todos los obispos del reino para que en sus pastorales explicasen la nefasta participación de la Compañía en el atentado contra el rey; disolución de las comunidades; recomendación para que los jesuitas de 4º voto fueran enviados a misionar a África, el encarcelamiento de todos aquellos regulares que el gobierno considerase merecedores de castigo y la sustitución de las escuelas jesuitas por otras, costeadas con los bienes del secuestro (Azevedo, 2009, pp. 202-203).

La implicación de los religiosos en un crimen de lesa majestad suscitaba un imprevisto de carácter formal, teniendo en cuenta la vigencia del fuero eclesiástico, de acuerdo al cual tanto los miembros del clero secular como del regular solo podían ser procesados en tribunales eclesiásticos. En consecuencia, en abril de 1759, el gabinete lisboeta solicitó al pontífice permiso para que los jesuitas implicados pudiesen ser juzgados en los tribunales regios, en concreto por la Mesa da Consciência e Ordens. El papa Clemente XIII accedió a la petición, pero con tantas limitaciones y cautelas que Carvalho, avisado previamente del contenido del breve de concesión, Dilecti Filii, se negó a aceptarlo (Ferrão, 1932, pp. 421-425).

El gabinete portugués asumió las providencias de la Junta de Inconfidência y comenzó a ejecutarlas. El 19 de enero de 1759 se promulgaron dos cartas regias: la primera instaba a los obispos portugueses a denunciar las doctrinas de la Compañía. La segunda ordenaba el confinamiento de los jesuitas en sus residencias y colegios y la confiscación de todas sus propiedades, bajo la acusación de que se habían rebelado contra el rey en América y habían participado activamente en el atentado contra su vida. Esta medida comenzó a ejecutarse el 5 de febrero de 1759, en que se inició el denominado bloqueio en las principales residencias jesuitas y se alargó hasta el 3 de setiembre del mismo año, día en que fue decretada la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los dominios portugueses.

Mientras planificaba la logística de la expulsión, Carvalho se aseguró el apoyo de la corona inglesa. Con estas directrices, el embajador en Londres, Martinho de Melo e Castro, obtenía de Jorge II, en caso de ser necesario, el auxilio militar y económico estipulado en el Tratado de Menthuen, puesto que lo que se dirimía con la expulsión de los jesuitas era la defensa del reino y de los territorios ultramarinos10. De hecho, en la ley de extrañamiento, el rey D. José I declaraba que los regulares estaban «corrompidos, deploravelmente alienados do seu Santo Instituto, e manifestamente indispostos com tantos, tão inveterados e tão incorrigíveis vícios, [...] notórios rebeldes, traidores, adversários e agressores, que têm sido e são actualmente, contra a minha Real pessoa e Estados, contra a paz pública dos meus reinos e domínios, e contra o bem comum dos meus fiéis vassalos». La suerte de los jesuitas estaba decidida y el destino de los desterrados fueron los Estados pontificios, carentes de cualquier tipo de manutención económica por parte de la monarquía portuguesa, pues los jesuitas como «desnaturalizados, proscritos e exterminados», habían dejado de ser vasallos del rey Fidelísimo. No obstante, hay que señalar que los jesuitas que habían sido confesores de la familia, los que ostentaron cargos importantes, todos los extranjeros y muchos de los procedentes de ultramar fueron confinados en presidios portugueses.

En la América portuguesa, la ejecución de la orden de expulsión11. se complicaba por las vastas distancias y las distintas propiedades que la Compañía poseía diseminadas por todo el territorio brasileño. A grandes rasgos, el procedimiento a seguir fue muy similar al practicado en la metrópoli desde la promulgación de la carta regia de 19 de enero de 1759, puesto que los jesuitas debían ser concentrados en las principales residencias de cada región, poniéndose al servicio de tal medida el aparato administrativo y militar. Al igual que sucedió en la metrópoli, también se fomentaron las deserciones, sobre todo entre los novicios, un proceso que culminó con el embarque de los regulares, entre 1759 y 176712, que tendrían como destino primero Lisboa y después los Estados pontificios. Los jesuitas de Brasil y Maranhão fueron hospedados en un primer momento en Roma, en el palacio de Sora, cerca del puente de Sant’Angelo, y en el palacio inglés. En 1762, la Compañía compró un palacete en el barrio del Trastevere para dar acomodo a parte de los exiliados, pero a partir de 1768 se produjo una diáspora y los jesuitas se diseminaron por el territorio italiano (Russo & Trigueiros, 2013, pp. 15-16).

3. Los jesuitas españoles y el tratado de límites

Los acontecimientos derivados del tratado de límites también afectaron a los jesuitas españoles, aunque no compartieron de forma inmediata las mismas consecuencias que sus correligionarios portugueses. Si bien Carvalho nunca fue partidario del tratado de límites (Brandão, 1970, p. 7), su política antijesuita saldría reforzada si la monarquía española respaldaba las acusaciones contra la Compañía de Jesús que contenía la Relação abreviada, cuya traducción castellana apareció al mismo tiempo que la original portuguesa.

El embajador portugués en Madrid, Antonio Saldanha, fue el encargado de convencer a Fernando VI y a su gobierno sobre los desórdenes cometidos por los regulares en las misiones, cuyas pruebas estaban contenidas en el opúsculo pombalino. La misión de Saldanha se vio facilitada porque el Secretario de Estado, Ricardo Wall, adscrito a la facción antijesuita por su defensa de la política regalista, estaba al tanto de los asuntos del tratado demarcatorio. Tras la sublevación indígena, se habían dado instrucciones para iniciar una investigación que esclareciese los hechos: el dictamen del gobernador de Buenos Aires, José de Andoanegui, fue que los padres del Paraguay habían instigado la rebelión. Por tanto, a principios de 1756, Wall, convencido de que los jesuitas de Paraguay «habían incurrido en el desagrado Real», procedió a enviar a Pedro de Cevallos como nuevo gobernador de Buenos Aires para sofocar el levantamiento y esclarecer definitivamente la situación (Alarcia, 2012, p. 145). En mayo de 1758, el embajador Saldanha presentó un nuevo plan de portugués para relanzar la puesta en marcha del tratado fronterizo, colapsado desde la guerra guaranítica y por las reticencias del comisario portugués Gomes Freire de Andrade a entregar Sacramento, arguyendo que la evacuación de los siete pueblos no se había completado. A grandes rasgos, la propuesta portuguesa proponía que los indios de las siete reducciones se mantuvieran en ellas, pero lo más llamativo era que conminaba a Fernando VI a sustituir a todos los jesuitas de la dirección espiritual y temporal de las misiones, imitando la ley portuguesa de 175513. Ricardo Wall ajustó las condiciones de Pombal con los intereses españoles en un contraproyecto presentado a Saldanha en junio de 1758, que aceptaba eliminar a los jesuitas de las misiones pero priorizaba el canje de territorios tras la evacuación de las siete misiones y la transmigración de los indios a territorio español antes de llevar a cabo la sustitución de los jesuitas por párrocos seculares14.

No obstante, el ministerio portugués nunca contestó a la propuesta, una postura dilatoria que favorecieron la muerte de la reina española, Bárbara de Braganza, el atentado a D. José I y la enfermedad de Fernando VI que desembocó en su muerte en agosto de 1759. Estos eventos propiciaron que los asuntos de Estado más importantes quedasen relegados hasta la llegada de Carlos III a la Corte en diciembre de 1759. Una vez reiniciadas las negociaciones en abril de 1760 por parte española, la decisión de expulsar a los jesuitas de las misiones españolas fue descartada, pues su ejecución retardaría la aplicación del acuerdo fronterizo. Además, a Madrid ya había llegado el informe del gobernador Cevallos sobre el proceso incoado para dilucidar la intervención de los jesuitas en la guerra guaranítica, cuyo dictamen exoneraba a los regulares del cargo de instigadores (Kratz, 1954, p. 209).

La tibia postura española en relación a los jesuitas, refrendada incluso con el cambio en el trono español, no cumplía las expectativas del conde de Oeiras, cuya respuesta fue mantener un prolongado silencio, hasta que Carlos III, exasperado por la conducta dilatoria portuguesa, el desarrollo de la Guerra de los Siete Años y la inutilidad del tratado, determinó su anulación en septiembre de 1760, refrendada por ambas monarquías en el Tratado de El Pardo, firmado el 12 de febrero de 1762 (García Arenas, 2013c, pp. 290-297).

4. El proceso de expulsión de los jesuitas españoles

Si bien la anulación del tratado de límites podía significar una victoria para los intereses de los jesuitas y una nueva coyuntura favorable bajo el nuevo reinado de Carlos III, lo cierto fue que la corriente antijesuita iba cobrando cada vez más fuerza en amplios círculos integrados por ministros, funcionarios, nobles, eclesiásticos y eruditos. Además, tras el relevo de Ricardo Wall en 1763, los cargos más relevantes de la corona española fueron ocupados gradualmente por sujetos contrarios a la Compañía de Jesús y defensores de la corriente regalista (Alcaraz Gómez, 1995, p. 711).

El principio del fin de los jesuitas españoles fue el estallido del Motín de Esquilache, el 23 de marzo de 1766. Para dilucidar cómo se llevó a cabo la gestación del estallido popular, sus inductores y los sujetos que participaron en la revuelta, Carlos III designó al conde de Aranda como nuevo presidente del Consejo de Castilla, y las investigaciones fueron efectuadas por el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, cuyos resultados fueron reunidos en la llamada «pesquisa secreta», que inculpaba a los jesuitas como instigadores de los motines. Una vez examinadas las pruebas aportadas por la investigación secreta, el fiscal elaboró su dictamen fiscal, presentado el 31 de diciembre de 1766 al Consejo Extraordinario.

Las acusaciones contra las misiones de los jesuitas españoles fueron muy graves. En primer lugar, se puso el acento en el tesoro de los jesuitas, una Orden dedicada a una intensa acumulación de riquezas, conseguida con «mil artificios» y «rapiñas» y cuyos filones más importantes estaban en las misiones americanas, pues allí «el decantado celo de las misiones se esmera más en acumular los bienes temporales que en inspirar la fidelidad y la religión» (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 23). Por tanto, el fiscal fue desgranando el poder económico que los jesuitas acumulaban en las misiones. En la provincia jesuítica de Nueva España, el fiscal apuntaba que una de las razones de las exorbitantes rentas radicaba en que la Compañía, para sufragar las misiones de California, había conseguido recaudar impuestos en la península, tanto en el reino de Castilla como en el antiguo reino de Valencia. A estas rentas se sumaba el «sínodo», un pago que la Real Hacienda abonaba a los misioneros en virtud de su trabajo evangelizador para la Corona. La disposición de un continuado caudal de capitales había permitido a los jesuitas novohispanos crear y mantener una flota comercial que operaba «entre la costa del Mar del Sur de la Nueva España y la península de California». Los jesuitas no solo promovían un comercio ilícito, sino que también colaboraban con el contrabando extranjero que perjudicaba el monopolio comercial de la corona. En la diócesis de Guadalajara estaban localizadas las misiones de California y Nayarí: «las cuales se figuran pobres, estériles y poco habitables, siendo así que por el mismo contexto de la historia publicada por los jesuitas resulta todo lo contrario, y con los grandes esfuerzos con los que han procurado apartar a los españoles de la pesquería de perlas y del tráfico de la California, mirando estas provincias como un patrimonio de la Compañía». En el obispado de Durango, las misiones de Sinaloa, Sonora, Chinipas y Tarahumara, «llenas de gentes de la excelente índole de los californios», contaban con abundantes campos dedicados al cultivo de trigo y también para mantener una importante cabaña ganadera, que según las últimas estimaciones alcanzaban las catorce mil cabezas de ganado vacuno (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 111-114).

Para las misiones de Mainas, si bien no hay referencias específicas a su riqueza, el fiscal acusaba a los misioneros de «su manejo despótico de los bienes de los indios e independencia absoluta del gobierno y ley diocesana» (p. 123). Mientras que la fuente del poder económico de las misiones de Paraguay procedía de un lucrativo negocio comercial que se sustentaba manteniendo a los indios en esclavitud, pues «los productos de la agricultura y de las fábricas que produce el sudor del indio son conducidos a los almacenes generales que los jesuitas tienen en los pueblos de españoles, donde se venden, entrando en retorno cortas porciones a beneficio de aquellos buenos indios» (p. 131).

Así, los jesuitas mantenían a los indios no solo como esclavos, también se habían apoderado de sus bienes, pues «atropellado el dominio que a los indios pertenece el manejo de sus propias haciendas, de que libremente disponen los jesuitas y sus superiores como hacienda propia, intentando persuadir, con alegación de autores de su escuela, que pueden disponer a su arbitrio en otros usos de estos productos y tratando con un rigor que degrada a la humanidad a los mismos indios». Para mantener «este reino del Paraguay» para la Compañía, los misioneros impedían la salida de los indios de las reducciones y la entrada de cualquier autoridad o súbdito español. No obstante, los delitos imputados a los jesuitas de las misiones de Paraguay aún eran más graves porque habían usurpado la autoridad regia, se habían opuesto a la aplicación del Tratado de Límites y habían instigado la rebelión guaraní.

Por tanto, Campomanes concluía que la conducta de los jesuitas, aprobada por sus superiores, era

[…] uniforme en Chile, en los Mojos, Chaco, Chiquitos, Casanare, Orinoco, Marañón, Californias, Sinaloa, Sonora, Taraumara, etc., en que los indios son del todo esclavos de los jesuitas, de que cuidan más de armarles que de catequizarles y de infundir igual acratismo y aversión contra el nombre español, podría decir que la Corona de España alimenta dentro de su seno los mayores enemigos y émulos de su soberanía, la cual a corta progresión será insuficiente contenerles si la debilidad de algunos espíritus deja pasar el momento y no se pone el más riguroso remedio (Rodríguez de Campomanes, 1977, p. 138).

En definitiva, lo que aconsejaba el fiscal era la expulsión de todos los jesuitas de los dominios de Carlos III, pues la pervivencia de la Compañía de Jesús era perniciosa para la monarquía española. La documentación utilizada por Campomanes para recopilar las acusaciones contra los misioneros del Paraguay fueron, fundamentalmente, las obras manuscritas e inéditas de Bernardo Ibáñez de Echavarri. Los historiadores Teófanes Egido e Isidoro Pinedo han establecido una conexión entre Ibáñez y la administración pombalina a la hora de suministrar informaciones contra los ignacianos de las misiones (Pinedo & Egido, 1994, p. 49). El controvertido Ibáñez fue expulsado de la Orden en 1745 y reincorporado siete años después; fue destinado a la provincia de Paraguay en 1755, donde solicitó la dimisión en 1757. El ex jesuita Ibáñez, gracias a sus conexiones familiares y a su correspondencia con el Secretario de Estado, Ricardo Wall, fue designado capellán de la comisión demarcadora española de la parte sur, al mando del marqués de Valdelirios. Ibáñez fue testigo de los acontecimientos derivados del Tratado de Límites y dispuso de una copia de la Relação abreviada (Furlong, 1993, p. 28), que fue un modelo a seguir para la elaboración de sus principales obras antijesuitas (Ford Bacigalupo, 1979), publicadas con posterioridad a su muerte en 1762, una vez que se había dictaminado la expulsión de los jesuitas españoles, momento a partir del cual las obras antijesuitas eclosionaron en los dominios españoles. La Causa Jesuítica de Portugal, que reproducía la Relação abreviada, fue publicada en Madrid en 1768 y el Reino Jesuítico del Paraguay en el volumen IV de la Colección General de Documentos tocantes a la tercera época de las conmociones de los regulares de la Compañía en el Paraguay, con licencia del Consejo Extraordinario, en 1770. Por otro lado, es necesario señalar la admiración que procesaba el fiscal Campomanes, fiel defensor del regalismo, a la política emprendida por el Secretario portugués no solo contra los jesuitas, sino también en materia eclesiástica (Giménez López, 2001, p. 347), favorecida porque desde 1760 la monarquía portuguesa había suspendido las relaciones diplomáticas con Roma, una ruptura que se mantuvo durante casi toda una década.

Por tanto, una vez que el dictamen fiscal fue evaluado y refrendado por el Consejo Extraordinario del 29 de enero de 1767, Carlos III decidió pasar las conclusiones del Consejo por un segundo filtro, en una exclusiva junta cortesana, antes de tomar la decisión final, el 27 de febrero de 1767, en la que el rey «estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias que reservo en mi Real ánimo; usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos para la protección de mis vasallos y respeto de mi Corona: he venido en mandar que se extrañen de todos mis dominios de España e Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, a los religiosos de la Compañía».

Carlos III dictaminó la expulsión de los jesuitas a los Estados pontificios, con el sustento de una pensión a cargo de los bienes incautados a los regulares (Guasti, 2006), y firmó la Pragmática Sanción el 2 de abril de 1767. La logística del extrañamiento fue diseñada por Aranda que, concebida como «operación cesárea», fue llevada a cabo con el mayor secretismo y ejecutada gracias a la intervención de las autoridades reales, el Ejército y la Marina. La responsabilidad del arresto y conducción de los jesuitas hasta los puertos de embarque, las denominadas «cajas de reunión», recayó en virreyes, gobernadores, corregidores, oidores, regidores, alcaldes mayores y oficiales del ejército, mientras que en el momento en que los padres eran depositados en los puertos señalados, el relevo pasaba a manos de la Marina (Giménez López, 1993).

La expulsión de los jesuitas de los dominios ultramarinos fue una tarea más complicada, a tenor de las grandes distancias de los dominios españoles donde estaban asentados los jesuitas, y por la lejanía, además, con el centro de decisión político en la Península. Por este motivo, a primeros de marzo de 1767, se dictó una Adición a la Instrucción sobre el extrañamiento de los jesuitas de los dominios de Su Majestad por lo tocante a las Indias y Filipinas15. La comunicación de la Pragmática a cada una de las residencias de los jesuitas americanos debía ejecutarse el mismo día y a la misma hora. Al amanecer, el funcionario regio designado debía dirigirse a la casa de los jesuitas, acompañado de una guarnición militar que cercaría el edificio aislándolo del exterior. El funcionario, acompañado del notario y los testigos, reuniría a todos los religiosos en la casa capitular, donde se les intimaría el contenido de la Pragmática. Durante ese día se iniciarían los inventarios de los bienes muebles e inmuebles y se hostigaría a los novicios a abandonar la Orden. Los jesuitas debían iniciar los preparativos de viaje, pues al día siguiente estaba preparada la comitiva para trasladar a los ignacianos a determinadas ciudades y puertos, que eran las «cajas de reunión», donde se concentraría a los expulsos para enviarlos primero a La Habana y después hacia el puerto de Santa María, desde donde saldrían de nuevo embarcados hacia el exilio a los Estados pontificios.

El proceso de expulsión de los jesuitas de las misiones de Nueva España (Pradeau, 1959; Burrus, 1967; Masten Dune, 1991; Montané Martí, 1999; Saint Clair, 2005; Bernabéu, 2008)16 y Paraguay (Hernández, 1908; Furlong, 1952; Ferrer Benimeli, 1990) ha sido ampliamente investigado. No obstante, nos ocuparemos del caso de Mainas, por ser un caso excepcional, fruto de la colaboración diplomática hispano-portuguesa contra la Compañía de Jesús surgida tras los acontecimientos del motín de Esquilache, que se alargaría, no sin complicaciones, hasta la supresión de la Compañía por Clemente XIV en 1773. El extrañamiento de los misioneros del Marañón ha sido abordado desde el punto de vista del diario del jesuita Manuel Uriarte (1986)17 y de la documentación generada por las autoridades paraenses (Ferreira Reis, 1960), pero sin hacer referencia a las causas que desembocaron en la decisión de Carlos III de solicitar la ayuda del rey portugués, D. José I, para que los jesuitas de Mainas fueran conducidos por territorio portugués (García Arenas, 2014).

A finales de abril de 1767, el embajador español en Londres, príncipe de Maserano, denunciaba una conjura entre ingleses y jesuitas. Según un confidente del embajador, una vez que se supo en Londres la noticia de la expulsión de los jesuitas, escuchó una conversación en una hostería donde un oficial suizo comentó que él y otros oficiales habían sido contratados por los jesuitas para reclutar oficiales y soldados con el fin de crear una «nueva República» en el Paraguay. Algunos de esos «suizos y esclavonia» reclutados habían sido embarcados en los puertos de Ancona y Civitavecchia. Sobre este asunto, el embajador de Portugal, Martinho de Melo e Castro, había comunicado a Maserano sus «recelos» de que los jesuitas hubieran encargado en Londres «muchas armas» para ser enviadas al Paraguay. Maserano, si bien había iniciado las diligencias para comprobar la veracidad de esta sospecha, había estimado ponerlo en conocimiento de Madrid, para que se tomase la «prevención» necesaria18. Estas informaciones de Maserano fueron confirmadas por el conde de Asalto, representante español ante la Confederación Helvética, en un oficio fechado en Lucerna, el 12 de junio de 1767.

Además, Maserano envió una nueva información al Secretario de Estado, marqués de Grimaldi, que juzgó conveniente que se tramitase en Consejo Extraordinario. El 9 de julio de 1767, los consejeros evaluaron la noticia de que el P. Lavalette, bajo la identidad de mister Duclós, se había embarcado en un navío inglés «cargado de armas y pertrechos de guerra» cuyo destino era en primera instancia la isla de Madeira y después Paraguay. La importancia de esta información radicaba en que las gestiones del P. Lavalette como procurador de la Martinica habían desencadenado el proceso de la justicia francesa contra los jesuitas que había acabado con la disolución de la Orden en 1764. El fiscal Campomanes, en vista de estas informaciones, recordó que los jesuitas «habían vociferado y vociferaban» que gozaban de la protección inglesa. Por este motivo, para el fiscal no era una idea descabellada que los ingleses se aprovechasen de las «artes jesuíticas para introducirse en aquellos parajes si el gobierno no velaba en impedirlo con mucha prudencia»19.

La amenaza de una conjura anglo-jesuita era también confirmada por el cónsul español en Lisboa, Sánchez Cabello, que a través de sus contactos remitía a Grimaldi las informaciones despachadas por el representante luso en Turín acerca de una alianza anglo-jesuítica, en la que los regulares prestarían apoyo financiero a los ingleses para atacar los dominios portugueses y acaso también los españoles (Pradells Nadals, 1992, p. 369-370). La preocupación de las autoridades españolas por este asunto era creciente20 y se hacía indispensable evacuar con la mayor celeridad a los jesuitas de las misiones de la cuenca del río Marañón, porque eran «las más interiores de toda la América, no pudiendo salir de ellas los jesuitas que las gobiernan sin una travesía de mil leguas por tierra, en cuyas misiones son mucho más fuertes que en el Paraguay». La conclusión a la que llegó el fiscal Campomanes fue que «para sacarles con facilidad era menester pedir el paso por el Brasil al rey de Portugal»21.

El 18 de setiembre de 1767, el embajador español en Lisboa, marqués de Almodóvar, pasó por escrito la representación de Carlos III, primero ante el Secretario dos Negócios Estrangeiros e da Guerra, Luis da Cunha Manuel22; y al día siguiente con el conde de Oeiras23. D. José I no demoró en dar su permiso para la conducción por sus dominios de los misioneros y se expidieron las reales órdenes para Brasil24, indicando a los gobernadores que recogiesen a los jesuitas y los escoltasen por territorio portugués hasta el puerto de embarque y durante su navegación hasta Lisboa25. En América, el virrey de Santa Fe recibió el 6 de agosto de 1767 la Pragmática y la documentación relativa a la expulsión de la provincia jesuita de Quito. No obstante, los jesuitas de las misiones del Marañón, excepto los de las misiones del Napo y de Lamas, no siguieron a sus compañeros y la logística de la expulsión recayó en José Diguja, presidente de la Real Audiencia de Quito, que comisionó a José Basave, antiguo gobernador de Quijos, para que dirigiera la expulsión de los jesuitas del Marañón y los condujera hasta la frontera con los dominios portugueses, situada en la desembocadura del río Yavarí, en el pueblo de Loreto, orden que fue recibida en septiembre de 1768. El 12 de noviembre de 1768, la comitiva con los diecinueve misioneros llegó al último reducto español, la misión Nuestra Señora de Loreto. Dos días después, los jesuitas llegaban al pueblo portugués de São José de Javari, donde el comisario Besave entregó a los expulsos a las autoridades portuguesas. El gobernador y capitán general del Estado do Grão-Para e Maranhão, Fernando da Costa de Ataíde Teive, fue el encargado de planificar la travesía de los jesuitas por territorio portugués.

Los misioneros, bajo la supervisión del sargento mayor de infantería auxiliar, Inácio Soares de Almeida, fueron embarcados en cuatro barcazas, escoltados por una veintena de granaderos armados. El traslado se efectuó por el caudal amazónico, durante cuarenta días, navegando día y noche, sin efectuar ninguna parada a tierra. El convoy fue sorteando las bocas de los 36 afluentes del Amazonas, de ambas orillas, «que más parecen mares mediterráneos que ríos», especialmente las tres del Yapura —o río Negro—, el Tocantines, el Madeira, el estrecho de los Paugíes y el gran río del Pará que les acercaba a su destino, pues el 19 de enero de 1769 arribaron a Belem do Pará. Los misioneros fueron desembarcados por la noche y trasladados a un edificio al lado de la catedral, y confinados en una reducida sala cuyas dos únicas ventanas estaban clausuradas, por lo que únicamente contaban con dos pequeños agujeros a modo de respiraderos (Ferrer Benimeli, 2013, pp. 202-204). El gobernador Ataíde Teive, tras interrogar y registrar a los misioneros, designó al teniente coronel João Felipe Barbosa da Silva la supervisión de la reclusión de los padres. Una estancia que, bajo esas duras condiciones, se alargó durante casi dos meses, pues según el diario del P. Manuel Uriarte, se estaba a la espera de la llegada de la embarcación española que los transportaría a España. No obstante, las órdenes de Lisboa especificaban que las autoridades coloniales debían hacerse cargo también del embarque de los jesuitas y de su travesía hasta Lisboa, por lo que el gobernador decidió embarcar a los expulsos en una corbeta dedicada al traslado de esclavos y enviarlos a Lisboa. El 11 de marzo de 1769, los diecinueve jesuitas fueron embarcados en la corbeta «São Francisco Xavier», y confiados al maestre de corbeta, Manoel da Silva Thomaz, con instrucciones muy precisas de cómo debían ser tratados los jesuitas a bordo, imposibilitando cualquier comunicación de los regulares con la tripulación y la condición expresa de que los jesuitas no podían salir a cubierta durante la travesía. En las instrucciones dadas al capitán se especifica que en el caso de que se hubiera de atracar en algún puerto, debía localizar algún habitáculo en tierra para custodiar a los misioneros hasta nuevo embarque (Ferreira Reis, 1960, pp. 88-95).

El 7 de mayo de 1769 atracó la corbeta en la barra del Tajo, pero los jesuitas no fueron desembarcados hasta el 10 de mayo, y el conde de Oeiras dispuso que fueran alojados en Azeitão26 a la espera de las órdenes de Madrid. El marqués de Almodóvar delegó en el encargado de negocios de la embajada, Francisco Javier Lardizábal, la gestión de los misioneros. Carlos III determinó que los jesuitas depositados en Lisboa fueran transferidos al Puerto de Santa María, punto de reunión de los regulares expulsos procedentes de ultramar, donde el gobernador, conde de Trigona, ya había recibido las órdenes para alojar a los regulares en el hospicio general de Indias27.

El 28 de mayo de 1769 se celebró en Madrid un Consejo Extraordinario donde se dirimió el coste económico de la conducción de los misioneros por tierras portuguesas, la reclusión en Azeitão y el transporte de Lisboa al Puerto de Santa María. El dictamen fue que la Depositaria del Caudal de Temporalidades, creada con los fondos de los bienes de los jesuitas, aportase los fondos para pagar al tesorero extraordinario del Giro en Lisboa las cantidades que Lardizábal demandase para abonar los gastos al ministerio portugués y sufragar el flete para conducir a los regulares al puerto español28. Cuando Lardizábal solicitó una audiencia con el conde de Oeiras para agradecer la colaboración de D. José en la expulsión de los misioneros de Mainas y requerir la suma total de los gastos ocasionados para ser abonados, Oeiras hizo gala de la generosidad del monarca portugués al considerar que «era cosa convenida el no hablarse de ellos entre dos soberanos que les unía tanto el parentesco y más siendo la embarcación que trajo a los jesuitas una de las de Su Majestad Fidelísima y de ninguna consideración los demás gastos de su manutención»29.

En definitiva, entre julio de 1767 y 1774, se produjo el arribo constante de unos 2275 jesuitas americanos al Puerto de Santa María. El grueso de la llegada se produjo en 1768, descendiendo sensiblemente al año siguiente y a partir de ese año solo se produjo un pequeño goteo hasta 1774 (Pacheco Albalate, 2007, pp. 138, 158). Desde el puerto gaditano, los jesuitas volvieron a ser embarcados para llegar a los Estados pontificios, donde fueron dispersos por provincias en diferentes legaciones. Los jesuitas de las misiones de Nueva España, pertenecientes a la provincia de México —a excepción de los de Sonora y Sinaloa que permanecieron encerrados en conventos españoles (Fernández Arrillaga, 2009, p. 82)—, fueron instalados Bolonia; los de Mainas, pertenecientes a la provincia de Quito, en Rávena y Faenza y los misioneros de Paraguay en Rávena (Giménez López, 2007, p. 127). Así pues, los jesuitas portugueses y españoles afrontaron un largo exilio en los Estados pontificios, que se alargó hasta que la Compañía de Jesús fue restaurada por Pío VII el 7 de agosto de 1814, pues por ambas legislaciones de 1759 y 1767 los jesuitas tenían prohibido el retorno a sus lugares de origen.

5. La Compañía de Jesús y la crisis del Antiguo Régimen en las monarquías ibéricas

La hostilidad hacia la Compañía de Jesús en el orbe católico fue manifiesta, disuelta en Francia en 1764 y expulsada de Portugal, España y de los estados italianos gobernados por los borbones del reino de las Dos Sicilias y del ducado de Parma en 1768. Si bien Carlos III declaraba reos de lesa majestad a todo aquel que se manifestase en contra de la expulsión de los jesuitas y prohibía cualquier escrito a favor o en contra de la Compañía30, lo cierto fue que el silencio se impuso solo entre los jesuitas y sus partidarios. En consecuencia, la imagen de los jesuitas como regicidas y de «sostener doctrinas sediciosas, no solo destructivas de la caridad cristiana, sino también de la sociedad civil y el bienestar público del Estado» se acrecentó gracias a la difusión de infinidad de obras antijesuitas, muchas de ellas procedentes de Portugal, como Instrucção aos príncipes sobre la política dos padres jesuitas (1760), Retrato dos jesuitas feito al natural (1761) o la Deducção Cronológica e Analítica (1767), todas ellas traducidas al español en 1768 (Giménez López, 2010b, p. 28 y ss.).

La coalición de las Cortes de Madrid, París, Nápoles y Lisboa para conseguir la extinción pontificia de la Compañía de Jesús dio sus frutos cuando Clemente XIV publicó el breve Dominus ac Redemptor, el 16 de agosto de 1773. A partir de este breve, los miembros de la Orden mayoritariamente se secularizaron, sin embargo, entre los ex jesuitas nunca desapareció la idea de la restauración e incluso algunos de ellos emprendieron la lucha política a favor de posturas independentistas como Juan Pablo Viscardo y Guzmán (Klaiber, 2009), sobre todo al calor de los acontecimientos derivados de la Revolución francesa. A partir de entonces, muchos ex jesuitas como Francisco Gustá31, Lorenzo Hervás Panduro32, Francisco de Miranda33, Francisco Masdeu34 o Manuel Luengo35 teorizaron acerca de que las expulsiones de los jesuitas habían sido el inicio de una conjura entre fracmasones, jansenistas y filosófos, unos «revolucionarios ex natura sua y maquiavelistas refinados» que conspiraban «para destruir a la Iglesia con la fuerza del Estado, y luego precipitar de lo más alto a los reyes creando repúblicas» (Giménez López, 2010a, p. 253).

La posición de los ex jesuitas en el exilio se complicó con la invasión de las tropas francesas en 1796 y ante ese clima convulso y por razones caritativas, el 29 de octubre de 1797, Carlos IV dispuso el regreso de los ex jesuitas españoles, con la única condición de no instalarse en la Corte o en los sitios reales. No obstante, Carlos IV seguía fiel a la política de su progenitor y se oponía a los planes del papa reconocer a los jesuitas establecidos en los dominios del zar Pablo I. Por tanto, cuando Pío VII declaró la restauración de los jesuitas en Rusia el 7 de marzo de 1801, la reacción de Carlos IV fue promulgar un segundo decreto de expulsión de los 654 jesuitas que se habían acogido a la orden de regreso, si bien más de trecientos lograron eludir el destierro (Pradells Nadalls, 2002). No obstante, las medidas favorables a los antiguos jesuitas continuaron y en 1804, Pio VII aprobaba la restauración de los jesuitas en el reino de las Dos Sicilias.

En España, la oposición a Manuel Godoy y la intervención de Napoleón, con las dobles renuncias de Carlos IV y Fernando VII, desencadenaron la Guerra de Independencia. El 25 de setiembre de 1808, en Aranjuez, se formó la Junta Central como poder supremo de la España que luchaba contra la invasión francesa. El 15 de noviembre de 1808 la Junta derogaba el decreto de expulsión de los jesuitas de 1767 y ordenó el cese del confinamiento de los ex jesuitas a los que permitía volver a sus patrias y se les seguía manteniendo el pago de la pensión. No obstante, el decreto se aplicaba a los individuos particulares, no al cuerpo de la Orden, que seguía legalmente extinguida, sin que se mencionase en ningún momento la reparación de una injusticia cometida en el reinado de Carlos III. Este decreto de la Junta se justificaba en una coyuntura donde se intensificó el sentimiento religioso del pueblo en guerra y como medida de atracción a sectores castigados y marginados por los anteriores gobiernos. Además, otro de los efectos del decreto fue dejar sin efecto la ley del silencio sobre los jesuitas.

Lo más significativo fue que en las Cortes de Cádiz se planteó el retorno de la Compañía de Jesús antes de su restablecimiento general por parte del pontífice en 1814. De los treinta diputados americanos, veintinueve fueron los que solicitaron, entre otras reivindicaciones, la restitución de los jesuitas a las Cortes el 16 de diciembre de 1810. Entre enero y febrero de 1811 fueron debatidas las once proposiciones de los representantes americanos, la última —octava según el Diario de las Cortes— hacía referencia a la restitución de la Compañía de Jesús en América: «Reputándose de la mayor importancia para el cultivo de las ciencias y para el progreso de las misiones que introducen y propagan la fe entre los indios infieles la restitución de los jesuitas, se concede por las Cortes para los reinos de América».

Esta proposición fue rechazada el 9 de febrero de 1811, casi por unanimidad, por los 125 diputados de las Cortes. En el Diario de las Cortes no hay constancia de que se hubiera producido discusión ni tampoco contempla el resultado de la votación. Entre las causas del fracaso se ha apuntado, por un lado, a la poca convicción de los diputados americanos en la votación o bien por el talante liberal de las Cortes, hostiles a la Iglesia y a los jesuitas. Sin embargo, Manuel Revuelta apunta a que el rechazo a la admisión de los jesuitas se debía a las circunstancias concretas en que se hallaban los territorios americanos y la propia Compañía. La Orden no había sido restablecida universalmente por el papa, por eso el proyecto proponía la restitución y no restauración. Además, era una medida difícil de acometer, pues los escasos jesuitas que podían regresar a América no tenían ni la edad ni las condiciones para reanudar la labor docente y misional en unos territorios agitados por las insurrecciones y movimientos emancipadores. Por tanto, era probable que los mismos diputados que habían presentado la demanda se convencieran de que la restitución de los jesuitas no era un asunto tan prioritario como las reformas políticas y económicas.

Pese a no conocer la existencia de un debate a favor o en contra de los jesuitas en las Cortes, lo cierto fue que a medida que se fueron configurando los dos partidos, liberales y absolutistas, la causa de la Compañía quedaba más atrapada en los objetivos políticos de ambos. Entre los diputados liberales predominaba más bien la oposición radical a los jesuitas, bajo las mismas máximas del tiempo de las expulsiones (Revuelta González, 2012, pp. 1864-1869). Por otro lado, a partir del triunfo de la Revolución en Francia, los ex jesuitas españoles se sumaron mayoritariamente al combate en defensa del Antiguo Régimen. El 7 de agosto de 1814, Pío VII restauraba la Compañía de Jesús por la bula Sollicitudo omnium ecclesiarum, y un año después Fernando VII aplicaba la bula en España. El proceso de restablecer a los jesuitas se inició en 1813 con varias representaciones de eclesiásticos y ayuntamientos, solicitando la restauración de los jesuitas en España. Ante estas reclamaciones, el Consejo de Castilla, antes de emitir su consulta, evaluó el dictamen de su fiscal Francisco Gutiérrez de la Huerta. Según el profesor Enrique Giménez, el fiscal presentó en su dictamen una síntesis de las apologías de los ex jesuitas redactadas en el exilio y también asumió como suya la tesis de la conspiración filosófica jansenista contra la Iglesia y el Estado. En relación a la estrategia misional, el fiscal afirmaba que la expulsión había producido el efecto de «destruir las conquistas hechas a favor del catolicismo», que era el último objetivo de la «política maquiavélica» de los antijesuitas. En este sentido, las acusaciones contra la Compañía por los sucesos de Paraguay, el fiscal apuntaba que había sido un plan urdido por Pombal —al que comparó con Calígula y Nerón— para «alucinar al rey y al público contra los jesuitas» y que también había sido el iniciador de la gran conspiración contra la religión y las monarquías que consideraba la extinción de los jesuitas condición indispensable para la difusión de la filosofía moderna y el logro de «los triunfos sangrientos que meditaban»: la Revolución francesa y sus consecuencias en España, la última de las cuales era la Constitución de 1812. En definitiva, el fiscal concluyó que había que restaurar a la Compañía en España, no solo como reparación por los agravios sufridos desde 1767 sino por necesidad política, como arma ideológica a disposición del trono y el altar (Giménez López, 2013). Una medida que se efectuó en 1815 como parte del ideario absolutista de Fernando VII y que explicará que, con la llegada del Trienio Liberal, los jesuitas volvieran ser expulsados en 1820.

En Portugal, a partir de la muerte de José I y la caída en desgracia de Pombal, los ex jesuitas portugueses vislumbraron nuevas esperanzas para su causa con el nuevo reinado de D. Maria I, que se tradujeron en escritos apologéticos como los del P. José Caeiro, el P. João Gusmão o P. Pedro Homen, que argumentaban la defensa para que el proceso de expulsión fuese sometido a un juicio formal, con el fin de obtener una exculpación jurídica y pública (García Arenas, 2013a, pp. 436-437), una deseada rehabilitación que nunca llegaría. La reina fue benévola con los jesuitas a título individual, pero no en relación a la Orden, manteniendo la legislación josefina. Por tanto, solo se concedió a los ex jesuitas una pensión económica y aunque se prohibió a los cónsules portugueses la expedición de pasaportes a los ex jesuitas, no se emprendieron acciones legales contra aquellos escasos padres que decidieron volver a Portugal (Monteiro, 2004, pp. 256-261). Según la tesis conspirativa del jesuita español Manuel Luengo, la interpretación del traslado de la Corte portuguesa a Brasil por la invasión francesa se debió a que la reina portuguesa, pese a la viradeira política, no dio el paso decisivo de rehabilitar a los jesuitas portugueses por las malas artes de su confesor carmelita y posibilitó que la soberana fuera presa de los «astutos francmasones filósofos portugueses» que la habían obligado a abandonar Lisboa y embarcarse a Río de Janeiro junto a la familia real, donde los miembros de la conjura los mantendrían «engañados y deslumbrados sin que jamás llegasen a entender las verdaderas causas de su opresión y destronamiento»36. Si bien esta es una visión sesgada y de un ex jesuita español, pues no tenemos constancia de escritos políticos entre la producción intelectual de los ex jesuitas portugueses (Astorgano, 2009, pp. 315-316), los partidarios del antijesuitismo eran mayoría, tanto en Lisboa como en Río de Janeiro. De hecho, cuando Pío VII restableció a los jesuitas, el regente D. Pedro se opuso y declaró que la ley de expulsión de 1759 seguía vigente y se prohibía la entrada de los jesuitas en el reino (Miller, 1978, p. 387). La revolución liberal de 1820 inició el proceso de constitucionalización de la monarquía y produjo una intensa socialización política en un ambiente de enorme politización. La colisión entre «constitucionalistas» y «realistas», a partir de 1823, condujo al reinado «ultrarrealista» de D. Miguel I en 1828 (Monteiro & Ramos, 2012, p. 380). Los jesuitas solo regresaron a Portugal en 1829 a petición del rey, y los pocos jesuitas que llegaron se encontraron con un ambiente hostil, hasta el punto que el padre superior P. Delvaux solicitó una declaración real de apoyo en 1832 y obtuvieron el permiso real para enseñar en la facultad de artes de Coimbra y el 30 de agosto de 1832 la bula de restauración obtenía el beneplácito regio (Miller, 1978, pp. 387-388). Al igual que sucediera en España, los jesuitas se identificaron con la defensa de los valores del Antiguo Régimen. En efecto, uno de los representantes del pensamiento contrarrevolucionario portugués dirigió la publicación del periódico O defensor dos jesuitas, de tirada irregular, entre 1829 y 1833 (Peixoto, 2008, p. 155). Por tanto, con el triunfo del liberalismo y el exilio de D. Miguel I, en junio de 1834, los jesuitas fueron de nuevo expulsados en agosto de 1834.

6. Conclusiones

El fenómeno de la misión jesuita en América (Alvarez Kern & Jackson, 2006; Alvarez Kern, 1982; Wilde, 2011) se puede analizar desde varias perspectivas. En la imagen tradicional, la misión asumía el papel de la «institucionalización de la frontera» y funcionaba como instrumento de la conquista y colonización del Nuevo Mundo. Por otro lado, el experimento misional se puede inscribir dentro del marco de la historia intelectual europea, como resultado del esfuerzo general por una reforma espiritual y social que se intensificó considerablemente después del descubrimiento de América (Krizova, 2007, pp. 45-47). Por tanto, los jesuitas fueron en Brasil la frontera colonial que avanzaba, tanto en las primeras misiones del litoral como en las posteriores de Maranhão. Este hecho fue todavía más claro en la América española, donde los jesuitas optaron por la frontera: en el Virreinato del Perú por Paraguay (Wilde, 2009) y Mainas; y en el virreinato novohispano (Bernabéu, 2009) por el Noroeste y California. La preferencia de los jesuitas por la frontera respondía no solo a la simple coyuntura de ser la última orden en llegar a los dominios españoles, sino a una verdadera estrategia: los jesuitas tenían el propósito de establecer misiones con mayor independencia del poder real y de los intereses de los colonos y eso podía hacerse mejor en la frontera. Este propósito se logró en las reducciones del Paraguay, que son el paradigma de las misiones jesuíticas. Pero además, los jesuitas quisieron implementar el reino de Dios en la tierra a través de sus misiones, por eso querían tener en sus manos el gobierno temporal de los pueblos de misión (Negro Tua & Marzal, 1999, p. IX ).

Los jesuitas iniciaron su actividad misional entre los nativos americanos, en la segunda mitad del siglo XVI, en territorios colonizados. A principios del siglo XVII los jesuitas dejaban las zonas pobladas y se concentraban en las no conquistadas. Durante la segunda mitad del Seiscientos se podía intuir una cierta disminución de la influencia de la Compañía de Jesús, hecho que se intensificó marcadamente en la centuria siguiente.

En el Setecientos, la situación colonial había cambiado: en la América hispana, en concreto, la visión de las misiones de Paraguay como baluarte defensivo frente a las incursiones portuguesas y su economía productiva comenzó a alterarse ante la expansión misionera sobre áreas ricas en recursos ganaderos y agrícolas y por el recorte de oportunidades que ello implicaba para los colonos de las gobernaciones del Río de la Plata y de Paraguay. Por su parte, para los portugueses, las reducciones significaban por su ubicación geográfica un estorbo, mientras que eran muy atractivas por sus recursos humanos. Por último, la Corona española ya no consideraba favorables los réditos defensivos de las milicias guaraníes. Por el contrario, las misiones se habían convertido en una fuente de reclamos y representaciones por la extensión del contrabando de la Colonia de Sacramento y por las supuestas riquezas de los jesuitas, difundidas por los actores locales. Ante esta situación, Fernando VI no dudó en trasformar a los pueblos guaraníes en objeto de cambio por Sacramento en las negociaciones del tratado de límites con Portugal (Quarleri, 2007, p. 184). En relación a la América portuguesa, la consolidación de la economía colonial, el desarrollo del mercado interior y el subsecuente fortalecimiento del poder político de los colonos permitieron que estos impusieran gradualmente sus proposiciones sobre el destino de la colonia. Esta situación demostraba la necesidad de superar una perspectiva política basada en el prestigio e influencia que los jesuitas tenían en la Corte. La expulsión de los jesuitas de los dominios portugueses fue, por tanto, fruto de la convergencia entre los tradicionales intereses locales y las necesidades de la Corona de redefinir el pacto político metropolitano, ajustar las finanzas públicas y redimensionar la inserción de la economía colonial en los intereses globales (Leite Ferreira, 2000, p. 16); una oportunidad que se materializó con la puesta en práctica del tratado de límites con España en 1750.

El marqués Pombal fue el primer político en sistematizar los axiomas del antijesuitismo histórico y utilizar todos los medios del Estado para emprender una planificada campaña de desprestigio de la Compañía no solo en Portugal, sino a nivel internacional, siendo la Relação abreviada el ejemplo más paradigmático. El éxito pombalino fue innegable, pues obtuvo el beneplácito de Roma para llevar a cabo su proyecto inicial de reforma de la Compañía, el apoyo inglés a sus planes de expulsión e incluso consiguió que el gobierno español se plantease el destierro de los jesuitas de América en 1758. Finalmente, la contribución de Pombal al antijesuitismo fue la de consolidar la idea de que los jesuitas habían creado en sus misiones una república dentro del propio Estado y, sobre todo, fijar el principio de la culpabilidad colectiva: los delitos individuales debían ser imputados a toda la Orden, pues no había diferencias entre jesuitas españoles o portugueses. En definitiva, los jesuitas eran un peligro para la soberanía de los monarcas, pues defendían la perniciosa teoría del regicidio, como se demostró al haber sido los inductores del fallido atentado contra D. José, acusación que propició la ley de expulsión de 1759.

El proceso de expulsión de los jesuitas de los dominios portugueses y su exilio a los Estados pontificios fue el precedente a seguir por los políticos españoles. Los argumentos de la propaganda antijesuita portuguesa fueron asumidos y esgrimidos por Campomanes en el dictamen fiscal que justificó la expulsión de los jesuitas de los dominios de la monarquía hispánica en 1767, a consecuencia de las investigaciones emprendidas para esclarecer los motines de 1766, que concluyó con la inculpación de los jesuitas de ser los inductores. Estos altercados marcaron profundamente el ánimo de Carlos III, que decidió expulsar a la Compañía antes de que pusieran en peligro la integridad del rey, como había sucedido en Portugal. En ambas monarquías, los jesuitas fueron expulsados para preservar la soberanía, el control efectivo de los territorios americanos y mantener la paz entre los súbditos. Por tanto, ambas expulsiones obedecieron a motivos de índole política, justificadas en ambos casos por el pensamiento regalista.

Como podemos constatar, las similitudes en la ejecución del proceso de expulsión de la Compañía de Jesús en los dominios de las monarquías ibéricas son obvias, si bien hay ciertas discrepancias que obedecen a la particularidad de cada reino y sobre todo al hecho de que Carlos III imitó, pero también subsanó, algunos aspectos del precedente luso. En ambos casos el aparato administrativo y militar sirvió para el arresto, conducción y embarque de los jesuitas, desde sus casas y colegios diseminados por todos los confines de los dominios ibéricos hasta el puerto romano de Civitavecchia, con el objetivo de incentivar las deserciones e inventariar los bienes de la Compañía, que pasaban a la titularidad del Estado. No obstante, Carlos III tomó una serie de medidas que perfeccionaron el proceso de expulsión. Por un lado, evitó dilatar el asunto sometiéndolo a la legislación del reino o a las solicitudes y enfrentamientos con la Santa Sede, y la única medida que se hizo pública contra los jesuitas fue la propia Pragmática Sanción de 1767. El rey español no revelaba las verdaderas razones de la expulsión, que quedaban en su «Real ánimo». Con esta prevención se consagraba la política de hechos consumados y se soslayaba cualquier intento de favorecer a los jesuitas o de complicar la cuestión con formalismos legales. Además, hubo otras decisiones del monarca español, como la concesión de una pensión a los jesuitas exiliados, pues seguían considerados súbditos de la monarquía, y el que ningún jesuita fuera encarcelado, lo que mostraba una actitud más caritativa frente al caso portugués, aunque lo cierto es que la pensión sirvió como un instrumento de control gubernamental sobre los exiliados.

A partir de la expulsión de los jesuitas españoles se produjo una colaboración diplomática entre las monarquías ibéricas para conseguir la extinción pontificia de la Compañía de Jesús y uno de los frutos más destacados de ese frente ibérico fue la expulsión de los jesuitas españoles de Mainas por territorio portugués. Esto puso de manifiesto la preocupación de las autoridades españolas por la integridad de los dominios americanos, amenazados por una supuesta conjura entre Inglaterra y los jesuitas, al tiempo que demostraba la implicación y generosidad del gabinete pombalino en cualquier acción contra la Compañía.

Los jesuitas ibéricos afrontaron el exilo en los Estados pontificios. En un principio consiguieron mantenerse más o menos unidos, según sus provincias de origen, pero a partir de la supresión en 1773, la mayoría se secularizó y comenzó la dispersión por el territorio italiano, tendencia más acusada entre los ex jesuitas portugueses desde 1768. Las legislaciones y obras antijesuitas siguieron vigentes en las monarquías ibéricas pese a la desaparición de los monarcas y los políticos que las incentivaron. La reina portuguesa D. María I no rehabilitó a los jesuitas, aunque les concedió una pensión para su mantenimiento y Carlos IV solo permitió un fugaz regreso de los ex jesuitas debido a la inestabilidad que produjo la invasión de las tropas francesas en Italia, entre 1798 y 1801. Los ex jesuitas, sobre todo los españoles, interpretaron las consecuencias de la Revolución francesa como una conspiración de políticos jansenistas y francmasones para acabar con la Iglesia y las legítimas monarquías, que se inició con las expulsiones de la Compañía de Portugal y de España.

En la crisis del Antiguo Régimen que asoló a las monarquías ibéricas en los albores del siglo XIX, la causa de la Compañía de Jesús, una vez restablecida universalmente en 1814, se identificó con la defensa de los valores absolutistas. Si bien en Portugal el restablecimiento de los jesuitas fue totalmente rechazado, en España, el contexto bélico de 1808 posibilitó un tímido intento de reconciliación con los ex jesuitas, que se truncó cuando las Cortes de Cádiz en 1810 rechazaron la restitución de los ignacianos en los territorios americanos. El restablecimiento de los jesuitas por parte del absolutismo de Fernando VII en 1815 y del «ultrarealista» D. Miguel I en 1829, consagró el divorcio del liberalismo ibérico con la Compañía de Jesús. Una situación que explicará las expulsiones o supresiones de los jesuitas por los gobiernos liberales o demócratas en España en 1820, 1835, 1868; y en Portugal en 1834.

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Ungaretti Pinheiro, Joely Aparecida (2007). Conflitos entre jesuitas e colonos na America Portuguesa: 1640-1700. Tesis doctoral, Universidade Estadual de Campinas-Instituto de Economia, 2007. http://vsites.unb.br/face/eco/bmueller/jesuitas.pdf [consultado el 20 de agosto de 2009].

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Wilde, Guillermo (2009). Religión y poder en las misiones de guaraníes. Buenos Aires: SB.

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2 Investigadora integrada del CHAM (NOVA FCSH—UAc), bolseira de Pós-Doutoramento financiada por la Fundação para a Ciência e a Tecnologia, del Ministério da Ciência, Tecnologia e Ensino Superior de Portugal (SFRH/BPD/96353/2013). Este trabajo forma parte de los resultados de investigación del Proyecto del Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia MINECO (Gobierno de España): Economía y Élites de Poder en la España Moderna (HAR201677305-P).

3 La obra de referencia sobre la labor de los jesuitas en Brasil hasta su expulsión son los diez volúmenes de Leite (1938-1950), História da Companhia de Jesús no Brasil.

4 Los nativos no aliados y rebeldes estaban abocados a la muerte o esclavitud y a la dominación de sus tierras, bajo la justificación de la guerra justa. Así en 1555 fue decretada la esclavitud perpetua para los los indios caete de la capitanía de Pernambuco; y hacia 1575 los caetes, amoires y tamoios habían sido masacrados por el gobernador de Río de Janeiro (Ferraz Barbosa, 2013, pp. 167, 175).

5 Sobre el problema histórico del antijesuitismo, ver Gatzhammer, 1993; Pavone, 2000; Franco, 2006.

6 Relação abreviada da república que os religiosos jesuitas das provincias de Portugal e Espanha estabeleceram nos domínios ultramarinos das duas monarchias, e da guerra que nelles têem movido e sustentado contra os exércitos espanhóis e portugueses. Formada pelos registos das secreterias dos dois respectivos principais comissários e plenipotenciários e por otros documentos autênticos.

7 Archivium Romanun Societatis Iesu de Roma, sección Lusitania, en adelante ARSI, Lus. 110. Francisco Almada a Luis da Cunha. Roma, 23 de febrero de 1758.

8 ARSI, Lus. 110. Francisco Almada a Luis da Cunha. Roma, 9 de marzo de 1758.

9 Para una síntesis del proceso, ver Monteiro, 2008.

10 Arquivos Nacionais/Torre do Tombo de Lisboa, sección Ministerio dos Negócios Eclesiasticos e Justicia, fondo Papeis Pombalinos. En adelante AN/TT. MNEJ. Papeis Pombalinos, Maço 59, Cx. 48, nº 4 (Martinho de Melo e Castro a Luis da Cunha. Londres, 6 de junio de 1759; Miranda, 1991).

11 La narración más extensa de la expulsión de las provincias ultramarinas fue redactada en el exilio por Caeiro (2005). Otros relatos que narran el proceso de expulsión, desde el punto de vista de los jesuitas, son Anécdotas do ministerio do Marquez de Pombal e conde de Oeiras, Sebastián José de Carvalho, sobre o reinado de D. José I. 2 vols. (Porto, 1852). Esta era una traducción portuguesa de la primera edición francesa, publicada en Varsovia en 1787 y la del P. Francisco Romão de Oliveira, Compendio istorico dell’espulsione de gesuiti da regni di Portogallo e suo domini, publicada en Niza en 1791 (Telles, 1901; Bice, 1914; Jaeger, 1960; Silva, 2007; Santos, 2008; García Arenas, 2013b).

12 Según los catálogos de la Compañía, fueron 1480 jesuitas portugueses exiliados que llegaron a Civitavecchia en nueve fletes entre 1759 y 1767. Los 265 jesuitas de la provincia de Brasil llegaron en el cuarto flete el 30 de julio de 1760 y los 92 jesuitas de Maranhão formaron la séptima remesa que desembarcó el 19 de enero de 1761. En ARSI. Lus. 41, p. 4.

13 Arquivos Nacionais/Torre do Tombo de Lisboa, sección Ministerio dos Negócios Estrangeiros, en adelante IAN/TT. MNE. Cx. 613. Plano do Sebastião José de Carvalho e Melo, mayo de 1758.

14 AN/TT. MNE. Cx. 613. Proyecto de Ricardo Wall, junio de 1758.

15 AN/TT. MNE. Cx. 624.

16 Ver además Documentos sobre la expulsión de los jesuitas y ocupación de sus temporalidades de Nueva España. México, 1949.

17 Este relato es la fuente de los trabajos de José Antonio Ferrer Benimeli (2000), reproducido en su última monografía, Expulsión y extinción de los jesuitas 1759-1773 (2013, pp. 189-213) y de Negro Tua (2007).

18 Archivo General de Simancas (AGS), Sección Gracia y Justicia (en adelante AGS Gracia y Justicia). Leg. 690. Maserano a Grimaldi. Londres, 30 de abril de 1767.

19 AGS Gracia y Justicia. Leg. 688. Consejo Extraordinario. Madrid, 12 de julio de 1767.

20 También el Secretario de Gracia y Justicia, Manuel de Roda, compartía esta sospecha de la conjura entre jesuitas e ingleses (Pinedo, 1996, pp. 203-204).

21 AGS Gracia y Justicia. Leg. 690. Consejo extraordinario. Madrid, 6 de setiembre de 1767.

22 Archivo Histórico Nacional (AHN), sección Estado (en adelante AHN Estado). Leg. 4.532. Almodóvar a Luis da Cunha. Lisboa, 18 de septiembre de 1767.

23 AHN Estado. Leg. 4.532. Almodóvar a Grimaldi. Lisboa, 22 de setiembre de 1767.

24 AHN Estado. Leg. 4.532. Almodóvar a Grimaldi. Lisboa, 29 de setiembre de 1767.

25 AHN Estado. Leg. 4.532. Almodóvar a Grimaldi. Lisboa, 5 de octubre de 1767.

26 Azeitão era la casa de campo del duque de Aveiro, que tras ser ejecutado por alta traición por haber sido culpado del frustrado atentado contra el rey D. José en setiembre de 1758, fue acondicionada como presidio. AGS Estado. Leg. 7.263. Conde de Maceda a Ricardo Wall. Lisboa, 18 de setiembre de 1759.

27 AHN Estado. Leg. 4.532. Grimaldi a Lardizabal. Aranjuez, 22 de junio de 1769.

28 AGS Dirección General del Tesoro. Inventario 27, Leg. 14. Pedro Rodríguez de Campomanes a Pedro Francisco Goosen. Madrid, 13 de junio de 1769.

29 AHN Estado. Leg. 4.532. Lardizábal a Grimaldi. Lisboa, 8 de julio de 1769.

30 Colección general de las providencias hasta aquí tomadas por el gobierno sobre el extrañamiento y ocupación de temporalidades de los Regulares de la Compañía que existían en los dominios de S.M. de España, Indias, e Islas Filipinas a consecuencia del Real Decreto de 27 de Febrero, y Pragmática-Sanción de 2 de Abril de este año de 1767. Los artículos relacionados con esta cuestión: VI, VII, XV, XVI y XVII.

31 L’antico progetto di Borgo Fontana dai moderni giansenisti continuato e compito (1795), traducido al castellano en 1814. En 1794 escribió Saggio critico sulle crociate, donde hacia un paralelismo entre los infieles árabes y los herejes franceses.

32 Causas de la Revolución francesa, difundido en manuscrito desde 1799 e impreso en 1807.

33 El fiscal fiscalizado (1792).

34 Cartas a un republicano romano (1814).

35 La tesis conspirativa está presente en la mayoría de los 69 volúmenes manuscritos del Diario del P. Luengo, custodiados en el Archivo Histórico de Loyola.

36 Diario de Manuel Luengo, 13 de julio de 1808, ff. 432-436.

El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos

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