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Con la mira puesta en el Perú: exiliados peninsulares en Río de Janeiro y sus expectativas políticas, 1821-1825

Scarlett O’Phelan Godoy

Pontificia Universidad Católica del Perú

1. San Martín, su ministro Monteagudo y la campaña antipeninsular de 1821-1822

Don José de San Martín, el militar argentino que lideró al ejército libertador en Chile y participó en las batallas de Chacabuco (1817) y Maipú (1818), fue despedido en Valparaíso por Bernardo O’Higgins, Director Supremo de Chile, el 20 de agosto de 1820, cuando enrumbó hacia el Perú a cargo de la Expedición Libertadora (O’Phelan Godoy, 2010, p. 17). Desembarcó en el puerto de Huacho el 9 de noviembre de 1820, e hizo finalmente su ingreso a la capital el 14 de julio de 1821, cuando «el apoyo a la independencia era general en todo el Perú» (Lynch, 1986, p. 270). En contraposición, un año después, la animación inicial por parte de la élite limeña parecía haberse esfumado o, en todo caso, había decaído notablemente. En efecto, el viajero inglés Gilbert Mathison, quien llegó a Lima en 1822, describió una atmósfera política en la que «no se sentía el espíritu de nacionalidad y el entusiasmo patriótico». ¿Qué había sucedido en el año que siguió a la declaración de la independencia, jurada el 28 de julio de 1821 en la plaza mayor de Lima?

Tengo la impresión —como ya he señalado anteriormente— de que si fuera necesario trazar una línea divisoria entre la inicial apertura y el posterior repliegue de la élite limeña frente a la causa de la independencia, habría que plantearla en términos de un antes y un después de la álgida campaña antipeninsular que encabezó el ministro de San Martín (O’Phelan Godoy, 2001, p. 381), el abogado tucumano graduado en la universidad de Chuquisaca, Bernardo Monteagudo (Halperin Donghi, 1985, p. 154). No cabe duda de que Monteagudo se convirtió en Lima en el brazo derecho de San Martín y, al pasar el Protector del Perú largos periodos recluido en el palacio de La Magdalena, aquejado por problemas de salud, era el ministro tucumano el que tomaba las riendas del gobierno y tenía carta blanca para materializar sus medidas draconianas (Ortemberg, 2014, p. 249).

Admitamos que la alternativa de un proyecto monárquico para el Perú bien pudo haber resultado en un comienzo atractiva para la élite limeña, sobre todo si se trataba de la nobleza; pero la inesperada implacabilidad demostrada por Monteagudo contra los peninsulares generó anticuerpos en vez de propiciar un acercamiento (O’Phelan Godoy, 2001, p. 381). No en vano el ministro tucumano era descrito como un «hombre muy hábil y celosísimo patriota, pero que además de ser impopular por sus maneras, era enemigo acérrimo de toda la raza española» (Hall, 1971, p. 262). Se entiende entonces que, con ocasión de colocar la primera piedra de un monumento nacional en conmemoración de la independencia del Perú, Monteagudo enfatizara en su discurso, pronunciado en 1822, «que en el curso de unos meses esperaba desterrar del Perú a todos los tiranos y pillos españoles» (Mathison, 1971, p. 317). Y es que un factor que inquietaba profundamente al ministro de San Martín era la exagerada concentración de peninsulares que residían en el Perú y controlaban sus recursos económicos, a diferencia de su presencia menos significativa y con menor incidencia en otros espacios coloniales73. Así, en sus Memorias, Monteagudo señalaba que había empleado todos los medios que estaban a su alcance «para inflamar el odio contra los españoles; seguí medidas de severidad y siempre estuve pronto a apoyar las que tenían por objetivo disminuir su número y debilitar su influjo público y privado» (Romero & Romero, 1985, p. 168). De allí la gama de adjetivaciones que se acuñaron contra el ministro, a quien se calificaba como despótico, irreligioso, insolente, lascivo y abominable extranjero (Ortemberg, 2014, p. 282).

La férrea actitud de Monteagudo sobresaltó a criollos y extranjeros. Más aún teniendo en cuenta que San Martín había prometido que la independencia no traería, necesariamente, desastres para los peninsulares (Lynch, 2009, p. 165). Como describe Mathison, quien circunstancialmente se encontraba en Lima el 2 de mayo de 1822, las garantías que en un principio se habían otorgado a los residentes peninsulares quedaron suspendidas, siendo los españoles «arrastrados fuera de sus camas ante una advertencia inmediata, sin que se les permitiera llevar consigo ni siquiera una muda de ropa blanca. No menos de seiscientos individuos de todos los rangos, según se dice, fueron arrancados violentamente del seno de sus afligidas familias» (Mathison, 1971, p. 307). El viajero escocés Basil Hall complementa esta información destacando que los deportados «marcharon a pie hasta el Callao, rodeados por guardias y seguidos por sus esposas e hijos, de quienes no se les permitió despedirse antes de ser empujados a bordo de un barco que inmediatamente se hizo vela para Chile» (Hall, 1971, p. 262).

Ya en el mes de diciembre de 1821 era posible percibir un activo tráfico de pasajeros que se embarcaban con destino a Guayaquil para luego proseguir viaje a España. Así, el día 6 se registraron 85 individuos que iban como pasajeros en la fragata inglesa Harleston, entre los que se encontraban don Pedro Gutiérrez Cos, obispo de Huamanga, junto con su secretario, don Hermenegildo Cueto, «todos con la licencia necesaria»74. El día 11 la fragata nacional «Dolores», incluía entre sus pasajeros a don Gaspar Coello, con un sirviente; al capitán don Pedro González con su esposa y un asistente; a doña Gertrudis Coello con dos hijas y un sirviente; a doña Mariana Lemus y su hijo; entre otros75. Hubo, por otro lado, quienes siguieron la ruta vía Valparaíso o Talcahuano. Tal fue el caso de los pasajeros de la fragata norteamericana Océano, la cual sirvió de transporte a doña Nieves Ballona, con su esposo y sus ocho hijos; a doña Narcisa Quiroga y sus seis hijos y a doña Antonia Flores con dos hijas y un sirviente76. El éxodo fue, a estas alturas, de familias completas, incluyendo a los allegados como secretarios, asistentes y sirvientes. No obstante, este hecho no implica necesariamente que cada embarcación que zarpó de la costa peruana en 1822 llevara a bordo emigrados peninsulares (Anna, 1979, p. 184).

Lo cierto es que, a pesar de la salida masiva de peninsulares, desde el mes de abril de 1822 existía el temor —fundado o no— de que los realistas iban a recapturar Lima, y se expandió el rumor de que en la capital se estaba urdiendo una extensa conjura con el fin de convocar a una insurrección general que debía estallar simultáneamente al reingreso del ejército realista (Mathison, 1971, p. 292). Dentro de esta atmósfera de resquemor frente a la presencia peninsular, se entienden a cabalidad las radicales medidas decretadas que prohibían a los españoles portar armas o bastones y usar capas bajo las cuales pudiesen ocultar el rostro y las pistolas o sables con que se protegían. Además, se les ordenó permanecer recluidos en sus casas después del Ave María (Mathison, 1971, p. 292). Eventualmente se llegó a proscribir las reuniones de dos o más peninsulares en lugares públicos o privados, para prevenir que fraguaran una conspiración (Guerrero Bueno, 1994, p. 19).

Si bien la experiencia traumática de acorralamiento a la que fue sometida la élite de Lima se produjo durante la administración de Bernardo de Torre Tagle, su «ofensiva y cruel ejecución» se atribuyó exclusivamente a Bernardo de Monteagudo (Hall, 1971, p. 263). Fue la persecución sistemática que el mencionado ministro promovió y encabezó la que, de acuerdo al consenso, provocó el éxodo masivo de peninsulares, que retornaron a España directamente o haciendo escalas, pagando altas cifras por sus pasaportes, o se acantonaron en busca de resguardo en los Castillos del Callao o la fortaleza del Real Felipe (Anna, 1979; 1972, p. 660). En este sentido, es posible observar que con el objetivo de extremar la política antipeninsular se desestimaron, en primer lugar, los lazos de parentesco que habían establecido numerosos españoles en el virreinato peruano y, en segundo lugar, el hecho de que muchos de ellos habían llegado en su temprana juventud al Perú, al cual consideraban su país adoptivo. Como observaba Mathison: «Allí se habían casado, habían levantado familias con niños, habían establecido amistades y adquirido propiedad...» (Mathison, 1971, p. 307).

2. Política del Protectorado frente a los peninsulares

No obstante, para el momento de su expatriación, tanto los funcionarios reales como los comerciantes, mineros y hacendados peninsulares habían visto decaer su economía y deteriorarse sus propiedades. Inclusive aquellos que poseían alguna propiedad remanente «imaginaron que era prudente vivir como si no poseyeran ninguna...» (Mathison, 1971, p. 294). Esta actitud respondía al impacto que alcanzó el decreto de fines de 1821 en el cual se disponía la confiscación de la mitad de los bienes de los peninsulares, medida que luego se hizo extensiva a la totalidad de sus propiedades. Para julio de 1822, la ruina de los españoles era, de acuerdo a Basil Hall, casi completa y, como señalaba el londinense Alexander Caldcleugh, «los españoles son ahora casi todos criollos, pues los chapetones (nacidos en España) han salido del país en su mayoría». El mismo Caldcleugh —quien con antelación había estado en Río de Janeiro, Buenos Aires y Chile— se refería al Perú, en 1821, como un país «en estado deplorable: la agricultura, que es la verdadera riqueza del país, está enteramente destruida, las minas dejadas de mano, la nación sin capital y la gente que está a la cabeza, sin talento para gobernar y sin influencia para ejercer control» (Caldcleugh, 1971, p. 195). Adicionalmente, el erario público daba señales de haber tocado fondo, y la escasez de moneda se hacía cada vez más evidente (Flores Galindo, 1984, p. 215).

Dos caminos les quedaban a los peninsulares que querían permanecer en el Perú: el primero era naturalizarse peruanos; el segundo, contraer matrimonio con mujeres locales (O’Phelan Godoy, 2001, p. 385). Con este fin, las cartas de naturalización se comenzaron a otorgar sostenidamente entre octubre y noviembre de 1821. Entre los primeros en optar por la nacionalidad peruana estuvieron don Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, casado, natural de Oñate en las provincias vascongadas; y don José de Boqui, viudo, natural de Parma. Ambos obtuvieron la carta de naturalización el 4 de octubre. Diariamente, durante el último tercio de mes de octubre y, con menor intensidad en noviembre, entre tres y ocho peninsulares —o extranjeros en general— optaron por la nacionalidad peruana. Entre ellos habían vascos (como Vicente Algorta, Francisco Xavier de Iscue, Manuel de los Heros, Manuel Antoniano), catalanes (como Pasqual Roig, Felis Batlle, Felix de la Roza), navarros (como Miguel Antonio y Pedro Antonio de Vértiz, Joaquín Asín), gallegos (como Bernardo Dovalo, Francisco Moreira, Manuel Iturralde, Nicolás Baullosa), andaluces (como José de Sologuren, José Feit) y genoveses (como Antonio Dañino, Esteban Guilfo)77. Por ejemplo, en noviembre de 1821, don Juan Francisco Clarich, español, soltero, vecino de Lima, solicitó ser tenido como natural del Perú, «y juró sostener con su vida, honor y propiedad su independencia de toda dominación extranjera»78. Hubo incluso militares peninsulares que se acogieron a la carta de naturaleza, como es el caso del teniente letrado don Francisco Pezero, quien pertenecía al cuerpo de inválidos del ejército realista79. De acuerdo a Pruvonena, «los españoles naturalizados no debían ser considerados como tales españoles y si como peruanos, por haberse ya separado, en virtud de su juramento, de la dominación de España» (Pruvonena, 1858, I, p. 55). También se nacionalizaron algunos ingleses como Roberto Parquez quien, como comprobamos, incluso tradujo su nombre, que debió ser originalmente Robert Parker. Italianos de Roma como Felis Devoti, y otros que no precisaron su ciudad de origen, como Pedro José Payeri o Alejandro Agustín Acusiosi, también apelaron a la nacionalidad peruana80.

Es interesante constatar que si bien en enero de 1822 se expidió el decreto de que todo español soltero que no hubiese adquirido la nacionalidad peruana debía abandonar el Perú en término perentorio (Guerrero Bueno, 1994, p. 19; Anna, 1979, pp. 183-184), la parroquia del Sagrario de la Catedral de Lima solo registró doce matrimonios de extranjeros ese año. Esto en contraste con los veinte enlaces matrimoniales que se formalizaron un año antes, en 1821. Así, de los doce extranjeros que se casaron en 1822, seis eran peninsulares, tres ingleses, uno norteamericano, uno portugués y uno genovés. Entre los peninsulares se encontraba el prominente comerciante navarro don Martín de Osambela, quien desposó, el 14 de enero, a doña Ana Ureta y Bermudes81. Los ingleses que se acogieron a la medida, tomando como esposas a mujeres locales, fueron Julian Jervig, Tomás Gill y Juan Roch82. Vale señalar que tanto Martín de Osambela como el antes mencionado Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, eran importantes comerciantes peninsulares de ultramar con solventes empresas que acreditan su prestigio social; su porfía por quedarse en el Perú es una demostración de que sus intereses económicos y familiares estaban enraizados en su país adoptivo y que, a pesar del cambio de gobierno, estaban dispuestos a tomar medidas con el fin de permanecer en territorio peruano.

En 1821, el año de la declaración de la independencia, de los veinte matrimonios registrados, diecinueve correspondieron a peninsulares y solo uno a un italiano nativo de Milán. De los peninsulares que decidieron contraer matrimonio, tres eran originarios de Cádiz, el principal puerto comercial de la metrópoli, y tres declararon ser naturales de Sevilla, ciudad vecina al puerto gaditano. Entre estos últimos estuvo don Bartolomé de Salamanca, ex intendente de Arequipa e intendente interino de Lima, quien se casó el 15 de agosto con doña Petronila O’Phelan y Recavarren, arequipeña, hija de padre irlandés83. Para 1823 la parroquia del Sagrario registró siete matrimonios de extranjeros, número que descendió en 1824 a cuatro. En la mayoría de los casos, las mujeres que se tomaron preferentemente como esposas, fueron naturales de Lima. Aquellas que no habían nacido en la capital procedían de provincias o poblados del interior del Perú, como Cajamarca, Hualgayoc, Arequipa, Pasco y Huancayo84. Es decir, ciudades relacionadas a la producción minera y sus circuitos comerciales.

Sin embargo, a pesar de haber optado por la nacionalización o por el matrimonio, para muchos peninsulares la situación seguía siendo incierta, como lo evidenció a su paso por Lima Basil Hall. Así, el viajero escocés observó que los peninsulares residentes en la capital estaban «tristemente perplejos» ante los sucesos políticos. De acuerdo a su parecer, «si se manifestaban contrarios a la opinión de San Martín, sus personas estaban sujetas a confiscación, si accedían a sus condiciones se convertían en culpables ante su propio gobierno, que era posible volviese a visitarlos con igual venganza... muchos dudaron de la sinceridad de San Martín; muchos de su poder para cumplir sus promesas» (Hall, 1971, p. 240). Por ejemplo, es interesante el caso de doña Isabel de los Ríos, que trae a colación Pruvonena. A pesar de ser ella criolla y de que su esposo, el peninsular don Pedro Manuel de Bazo, con cincuenta años de residencia en Lima, se naturalizó peruano el 14 de noviembre de 1821, esto no impidió que sus propiedades les fueran confiscadas (Pruvonena, 1858, p. 57). En este sentido se hace difícil compartir el criterio de que debido a la derrota política y a la ruina económica a la aristocracia no le quedó otra alternativa que huir (Flores Galindo, 1984, p. 215). En todo caso, la impresión que se obtiene a través de los testimonios es que a muchos peninsulares prácticamente se les forzó a emigrar, muy en contra de sus propias intenciones e intereses (O’Phelan Godoy, 2001, p. 387).

En el recuento de Pruvonena sobre los acontecimientos de 1821 se afirma que uno de los primeros afectados por la expropiación de bienes fue don Francisco de Izcue, peninsular naturalizado y con carta de ciudadanía. Dedicado al comercio de ultramar, Izcue era un antiguo vecino de Lima, casado con limeña y con hijos igualmente nacidos en la capital peruana (Pruvonena, 1858, p. 56). Similar fue la suerte que corrió don Martín Aramburu, también comerciante español, «igualmente naturalizado, con treinta años de residencia en el Perú, casado con peruana y padres de hijos igualmente peruanos» (p. 57). Pruvonena llegaba a la conclusión de que la persecución incesante que se hizo durante el régimen de San Martín a los peninsulares avecindados en el Perú, «atrajo al país la total pobreza, porque siendo estos en quienes estaba el numerario, extrayéndolo del Perú para Europa, había precisamente de suceder esto. Una buena política habría procesado, al contrario, infundir confianza a los capitalistas españoles para que no sacasen sus considerables capitales, pues estos eran el alma de la nación, que por esta falta quedó y quedará por algunos años más, en un esqueleto...» (p. 66).

Lo que no se puede negar es que la expulsión masiva de peninsulares y criollos adictos a la Corona creó serios desajustes a nivel de la administración burocrática, la operatividad de la Iglesia, y el comercio y abasto de la ciudad de Lima (Hall, 1971, p. 240). Esto a pesar de que se seguían introduciendo productos a través de los buques mercantes, aunque la afluencia de los mismos y el volumen de la carga que transportaban debió reducirse ostensiblemente. Además, a partir de 1820 se observó un incremento en el precio de algunos productos de consumo básico, como el azúcar (Haitin, 1983, pp. 153-154). En diciembre de 1821, por ejemplo, en el puerto del Callao se registró la llegada de embarcaciones procedentes de Guayaquil, conduciendo vinos, cacao, arroz, sombreros y madera85. El mismo mes arribaron desde Pisco cargamentos de aguardiente, mientras que desde Valparaíso ingresaron envíos de trigos y harinas, y procedentes de Huacho entraron tabaco y sal, todo a cuenta del Estado86. Pero las condiciones habían cambiado, y no es extremo afirmar que la élite —o su remanente— ya daba indicios de atravesar por un proceso de descomposición, y el Perú por un dislocamiento político y económico.

3. Río de Janeiro, una escala estratégica para los peninsulares desterrados

Si bien se ha señalado que los emigrados que salieron del Perú en el contexto de la Independencia tomaron las rutas de Guayaquil, hacia el norte, y Valparaíso, hacia el sur, un punto de llegada que no aparece necesariamente en los registros, pero que fue receptor de numerosos peninsulares que abandonaron el territorio peruano, fue la ciudad de Río de Janeiro, en el imperio de Brasil. La travesía desde Lima parece haber demorado alrededor de tres meses, entre las posibles escalas y el mal tiempo87. Es interesante constatar, por ejemplo, que entre los primeros emigrados que salieron del Perú y arribaron a las costas fluminenses estuvo nada menos que el mismísimo virrey depuesto, don Joaquín de la Pezuela, quien llegó el 20 de agosto de 1821 a bordo de la corveta inglesa «Braun», acompañado de sus edecanes: el coronel Alejandro González Villalobos, y el marqués de Ceres, don José de Peralta y Astraudí, noble titulado natural de Galicia, aunque de familia arequipeña. Su esposa, la limeña Isabel Panizo y Remírez de Laredo, se embarcó, por su lado, en la fragata norteamericana «Constitution», para darle el encuentro a su marido en Río de Janeiro (Hall, 1971, p. 226; Rizo Patrón Boylan, 2001, p. 413). Pezuela permaneció en Río de Janeiro varios meses, esperando que le llegaran, desde Lima, su equipaje y sus papeles personales. Finalmente, luego de cuatro meses de estancia en tierras fluminenses, se embarcó el 12 de diciembre de 1821 en una nave inglesa con rumbo a Plymouth, donde arribó el 9 de febrero de 1822. Solo dos días después de su llegada continuó viaje a Lisboa, donde permaneció un par de meses hasta que se dirigió finalmente a Madrid, donde llegó el 20 de mayo de 1822 (Marks, 2007, p. 336). Es decir, la travesía, con escalas, le tomó algo más de cinco meses.

En el artículo de Jesús Ruíz Gordejuela Urquijo (Gordejuela Urquijo, 2006)88, sobre la salida de la élite virreinal del Perú durante la Independencia, se presenta un cuadro que menciona el nombre de varios funcionarios que abandonaron el virreinato, señalándose el lugar de exilio de los mismos, mas no la ruta que siguieron para, en su gran mayoría, regresar eventualmente a España. Así, de dieciocho funcionarios que registra el estudio de Ruiz Gordejuela, es posible comprobar que cinco de ellos siguieron la ruta de Río de Janeiro, adonde llegaron en 1822 (no en 1820 como consigna el autor); y, además, desde la capital brasilera, y a través del Consulado de España, a cargo de Antonio Luis Pereira, redactaron sendos informes acerca de la situación por la que estaba atravesando el Perú, ahora en manos de San Martín y su ministro Monteagudo.

Algunos de los funcionarios reales que hicieron escala en Río de Janeiro para luego continuar viaje hacia Lisboa, teniendo como destino final Madrid, fueron los siguientes (Gordejuela Urquijo, 2006, p. 465):

1. Manuel Genaro de Villota, regente de la Audiencia de Charcas y oidor de la de Lima.

2. Juan Bazo Berry, oidor de la Audiencia de Lima.

3. El conde (consorte) de Valle-Hermoso y Casa Palma y marqués de Casa Xara, don Manuel Plácido Berriozábal y Beitia, oidor de las Audiencias de Charcas y Cuzco y alcalde del crimen de Lima.

4. Diego Miguel Bravo de Rivero, marqués de Castelbravo de Rivero, oidor de la Audiencia de Lima.

5. Además de don Manuel José Pardo Rivadeneyra y González, regente de la Audiencia del Cusco.

A estas autoridades que identifica el trabajo de Ruiz Gordejuela habría que agregar la presencia de don José Pareja y Cortés, fiscal de la Audiencia de Lima y dueño de una extensa hacienda y próspera mantequería en la capital (Anna, 1979, p. 37), de don José Ruybal y de don Luis de la Torre y Urrutia, que aparecen en la lista de exiliados registrados en el Consulado de España en Río de Janeiro89. Para todos ellos, como señalamos, Río de Janeiro les significó un lugar de paso, en su afán por observar, desde cierta cercanía, la correlación de fuerzas que se daba en el Perú, albergando todos ellos la esperanza de que, si la suerte cambiaba a favor de los realistas, podrían volver a asumir los cargos políticos que habían estado ejerciendo hasta antes de la Independencia. Así, don Juan de Bazo y Berry, el exiliado oidor de la Audiencia de Lima, además de enfatizar el «estado infeliz» en que había llegado a Río de Janeiro, solicitaba auxilio para «continuar viaje o regresar a Lima, si es reconquistada»90. Bazo y Berry también agregó que él y sus compañeros de travesía «eligieron el partido de abandonar nuestros destinos y sufrir toda clases de incomodidades, antes que faltar a nuestro honor y a la fidelidad tan debida a nuestro soberano».

Pero no fueron solo funcionarios reales los que llegaron a Río de Janeiro. El arzobispo de Lima, don Bartolomé María de las Heras, también hizo su arribo al Brasil, acompañado de dos capellanes, para luego de una breve estancia, continuar viaje a Lisboa. Ya establecido en la capital lusitana, se le proporcionó alojamiento en el monasterio de los Benedictinos, poniéndose en evidencia que el arzobispo contaba escasamente con los medios necesarios para poder trasladarse a Madrid, como era su deseo. Don Bartolomé María de las Heras, nacido en Carmona, Sevilla, era caballero de la Gran Cruz de la real y distinguida orden de Carlos III y de la orden americana de Isabel la Católica; asimismo formaba parte del Consejo de su Majestad como su capellán de honor. En el Perú había servido en 1787 el obispado de Huamanga, y el 14 de diciembre de 1789 fue nombrado para servir la sede del Cusco, de la cual se retiró el 24 de setiembre de 1806 para tomar bajo su cargo la sede de Lima metropolitana. En dicho puesto se encontraba al entrar en la capital San Martín y el Ejército Libertador en julio de 1821: de las Heras abandonaría la capital peruana un par de meses después, en calidad de emigrado.

De acuerdo a un documento oficial sobre la situación política de Lima, fechado en Río de Janeiro el 26 de diciembre de 1821, para esas fechas el señor arzobispo había arribado al Brasil, habiéndole tomado la travesía desde Lima 42 días de navegación. Adicionalmente, se consigna que San Martín había despojado a de las Heras de 30 000 pesos que este tenía depositados en el Consulado de Lima y que, después de muchas súplicas, el Protector le había entregado 8000 pesos para sus gastos de viaje, «ordenándole que no volviese más a Lima». Se agrega que el Arzobispo estaba preparándose para salir hacia su destierro, cuando se presentó en su vivienda «el mulato vil ministro de Estado Monteagudo» y le dijo que tenía que abandonar el Perú en veinticuatro horas, plazo que luego redujo a ocho horas, para después acortarlo a cuatro horas hasta que, finalmente, le pidió a su Ilustrísima que saliera de inmediato, con lo puesto, y solo rescataron algunas de sus pertenencias los dos únicos familiares que lo acompañaron91. Un trato igual de severo fue el que recibió el obispo de Huamanga, don Pedro Gutiérrez Cos, a quien también se embarcó para la península sin mayores preámbulos92.

Si bien Timothy Anna en su libro sobre la caída del gobierno real en el Perú hace explícito que el arzobispo firmó el acta de independencia y luego emigró, de acuerdo a las propias declaraciones de su Ilustrísima, él, sin jurar la independencia, acordó con San Martín que «obedecería lo que se mandase en el orden político y civil, y que en los asuntos sagrados y eclesiásticos, nada se mandaría sin el acuerdo de ambos»93. De las Heras argumentaría posteriormente que el Protector quebró este pacto a los pocos días y comenzó a dar decretos,

[…] para que se cerrasen las casas de exercicios, para que se suspendiesen todos los sacerdotes españoles seculares y regulares, para variar la liturgia y otros, y por haberle representado algunos inconvenientes…me desterró de Lima al pueblo de Chancay, sacándome con soldados que me condujeron y en este paraje me obligó a embarcarme para España con prohibición de que no volviese a Lima…todo quedó abandonado, todo me lo han saqueado y voy caminando a la península con escasas facultades, hallándome a la presente en el Jeneyro (sic), desde donde escribo ésta94.

En efecto, su declaración es fechada en la ciudad de Río de Janeiro, el 31 de diciembre de 1821, a escasos cinco meses de la proclamación de la independencia del Perú.

4. Perfil de algunos funcionarios realistas exiliados en Río de Janeiro

Es interesante constatar que dos de los funcionarios peninsulares que llegaron a Rio de Janeiro habían servido tanto en el virreinato del Río de la Plata como en el virreinato del Perú. Así, el andaluz, Juan Bazo y Berry, nacido en Málaga en 1756, se había desempeñado desde 1777 como teniente asesor de la Intendencia de Trujillo y en 1800 fue nombrado oidor de la Audiencia de Buenos Aires. Por lo tanto, estaba en funciones cuando se produjo la invasión inglesa al puerto bonarense, en 1806-1807, en que le tocó enfrentarse al general Beresford, quien se dice lo insultó en francés durante una discusión (Tavani, 2005, p. 94). En 1809 regresó al Perú al ser nombrado alcalde del crimen de la Audiencia de Lima, donde desempeñó este cargo entre 1816 y 1821, año en que San Martín declaró la independencia. Es interesante observar que dos de sus hermanos también se desempeñaron como oidores, don José fue oidor de la Audiencia de Santa Fe, en 1802; mientras que su hermano don Félix Francisco fue nombrado en 1804 oidor de la Audiencia de Chile (Lohmann Villena, 1974, p. 11).

Por su parte, Manuel Genaro Villota —el otro peninsular que desempeñó cargos en Buenos Aires y Lima— había nacido en Burgos y había servido como fiscal, primero en la Audiencia de Quito y luego en la de Buenos Aires, para finalmente ser trasladado a una plaza de oidor en la Audiencia de Lima. En sus declaraciones se quejaba de que había tenido que cesar en el ejercicio de sus funciones en ambos virreinatos, «por el sistema de independencia adoptado en la primera ciudad [Buenos Aires] en mayo de 1810 y trasladado [el mencionado sistema] a la segunda ciudad [Lima] en julio de 1821», es decir, por haber optado ambos virreinatos por la independencia. En Buenos Aires le tocó vivir la Revolución de Mayo en su calidad de autoridad peninsular, y fue preso y conducido en 1811 a la Isla de la Gran Canaria en unión del propio virrey del Río de la Plata, don Francisco Javier de Elio, y de los ministros de la Real Audiencia bonarense. Posteriormente, al conseguir la plaza de oidor en Lima, con el advenimiento del protectorado, San Martín le propuso continuar en su plaza bajo el nuevo sistema o salir expulsado del territorio del Perú. Villota optó entonces por lo segundo porque, en sus palabras, «negóse con firmeza a prestar el juramento que se le exigía incompatible con sus primeros y más sagrados deberes»95.

Pero hubo otro funcionario que sirvió las audiencias de Buenos Aires y Lima, aunque en la primera estuvo solo un corto tiempo. Se trató de don José Pareja y Cortés, a quien encontramos también refugiado en Río de Janeiro en 1822. Pareja y Cortés nació en Medina-Sidonia, Cádiz, en 1754, y comenzó su carrera al Real Servicio cuando fue nominado asesor general del Virreinato de Lima, aunque no aceptó dicho cargo y optó en cambio por el puesto de oidor de la Audiencia de Buenos Aires, plaza que ocupó en 1787 y sirvió brevemente, pues fue nombrado dos años después, en 1789, fiscal de lo Civil y del Crimen de la Audiencia de Lima. Más adelante se le promovió al puesto de regente de la Audiencia del Cusco, pero renunció al traslado y permaneció en su plaza de Lima hasta la extinción del Tribunal (Lohmann Villena, 1974, p. 97). Para 1822 ya había logrado regresar a Madrid, luego de una estancia temporal en Río de Janeiro.

Don Manuel José Pardo, regente de la Audiencia del Cusco, fue otro funcionario real que siguió la ruta de Río de Janeiro, como lo indica la sección Gobierno, subsección Negociado Político, del Consulado de España establecido en la ciudad fluminense. Pardo era gallego, con estudios en la Universidad de Santiago de la Compostela, donde se recibió de doctor en Cánones en 1786. En 1793, por cédula real del rey Carlos IV, fue nombrado alcalde del crimen de la Real Audiencia de Lima y, en 1797, fue promovido a oidor de la mencionada audiencia. En 1805 fue nombrado regente de la Audiencia del Cusco (Rizo Patrón, 2001, p. 426). Ese mismo año contrajo matrimonio con doña Mariana de Aliaga, segunda hija de don Juan José de Aliaga y Colmenares (p. 425). Durante el establecimiento de la junta de gobierno cusqueña de 1814, liderada por los hermanos Angulo, el cacique de Chinchero, Mateo Pumacahua, lo tomó prisionero junto a otros miembros de la audiencia, siendo liberado al poco tiempo. Hacia fines del 1821, cuando habían hecho impacto las medidas antipeninsulares puestas en vigor por el ministro Monteagudo, Pardo —junto con toda su familia— abandonó el Perú rumbo a España en la fragata inglesa «Saint Patrick». No obstante, los recuentos sobre su travesía de regreso a la península nada dicen sobre la estadía que realizó en Río de Janeiro, antes de embarcarse definitivamente para Europa.

Al igual que don Manuel José Pardo, hubo otro peninsular que ejerció funciones en la Audiencia del Cusco y que emigró a la península vía Río de Janeiro. Este fue don Juan Manuel de Berriozábal y Beitia, vasco, nacido en Elorrio en 1775 y casado en el Cusco, en 1808, con María Francisca Álvarez de Foronda, condesa de Vallehermoso y Casa Palma, y marquesa de Casa Xara. Berroiozábal fue nombrado oidor de la Audiencia del Cusco en 1804; de la Audiencia de Charcas en 1810; y alcalde del crimen de la Audiencia de Lima en 1815, tomando posesión de este último puesto en 1816. Por sus servicios a la Corona se le haría caballero de la orden de Carlos III y sería condecorado con la Gran Cruz de Isabel la Católica (Lohmann Villena, 1974, p. 13). En su libro Los ministros de la Audiencia de Lima, Lohmann Villena consigna el hecho de que luego de producirse la independencia del Perú Berriozábal regresó a la península vía Río de Janeiro.

El único abogado peruano exiliado en Río de Janeiro que se ha logrado identificar hasta el momento ha sido don Diego Miguel José Bravo de Ribero y Zabala, criollo nacido en Lima en 1756. El primer cargo que ocupó durante su carrera al servicio real fue el de Alcalde del Crimen de la Audiencia de Lima, cargo al que fue nominado interinamente en 1805, para pasar a ocuparlo como titular en 1808, año en que también ejerció como General y Auditor de Guerra del virreinato. En 1814 consiguió la plaza de oidor de la Audiencia de Lima que ocupó hasta la extinción del Tribunal. En 1808 se le concedió el título de marqués de Castelbravo de Rivero; habiéndose casado el año previo con la hija de los marqueses de Fuente Hermosa, doña María Josefa de Aliaga y Borda. A su regreso a España, en 1822, fue distinguido con la Gran Cruz de Isabel la Católica en reconocimiento a sus servicios prestados a la Corona (Lohmann Villena, 1974, p. 20).

Pero no solo se exiliaron en Río de Janeiro clérigos de la alta curia eclesiástica —arzobispo y obispos— y funcionarios de la Real Audiencia de Lima. También lo hicieron, aunque en menor cuantía, ex intendentes de origen peninsular, como fue el caso del sevillano Bartolomé María de Salamanca, hijo del conde de Fuente Elsase, quien había sido durante quince años intendente de Arequipa (1796-1811) y luego, en 1820, fue nombrado intendente interino de Lima por el virrey Pezuela. Es en este último puesto que lo encontró San Martín a su llegada a la capital. Ante la encrucijada que se le presentaba, Salamanca optó —con la intención de quedarse en territorio peruano— por casarse con una dama arequipeña hija de padre irlandés, Petronila O’Phelan y Recavarren. Sin embargo, debido a la álgida campaña antipeninsular que se desató en Lima, tuvo que abandonar el Perú al lado de su esposa, y tras una estancia de tres años en Río de Janeiro, falleció en esa ciudad en febrero de 1824 (O’Phelan Godoy, 2014, pp. 259-264), poco antes de darse las victorias finales de Junín y Ayacucho. Así, Salamanca nunca retornó ni a España ni al Perú: su último refugio fue el puerto fluminense.

5. José María Ruybal y su recuento sobre los eventos del Perú

Quizá el informe más detallado sobre los acontecimientos que ocurrieron en el Perú luego de declararse la independencia lo redactó don José María Ruybal, el 27 de julio de 1822, en Río de Janeiro, dirigido a don Antonio Luis Pereyra, encargado de negocios. En este documento se refiere peyorativamente al general San Martín. En su opinión, al abandonar Lima había podido observar que los peruanos más ilustrados que en un inicio se habían adherido al partido de San Martín, «vista su conducta y convencimiento de que no es un nuevo Washington, como lo habían señalado, generalmente lo aborrecen. Censuran con particularidad su ambición, su despotismo, su inhumanidad, su inconsecuencia y su rapacidad…»96.

También se refiere a la Sociedad Patriótica —asociación convocada por el ministro Monteagudo—, que se constituyó con la finalidad de decidir cuál era el gobierno más adecuado para el Perú. De acuerdo a Ruybal, la mayor parte de los socios se inclinaban por la idea de una monarquía constitucional y en sus conversaciones privadas hablaban de buscar un príncipe de la casa reinante de España. Pero constatando que Monteagudo, presidente de la Asamblea, «no profería discurso en que no difamase vorazmente aquella nación (España) y todo lo relativo a ella, y que algunos de sus compañeros se declaraban abiertamente por San Martín, no dudaron que éste aspiraba nada menos que a coronarse»97. Se decantaron entonces por el gobierno republicano como el más conveniente para el Perú, y de esta manera la sociedad quedó dividida en dos partidos que entablaron una ardua rivalidad que se materializó en la prensa (O’Phelan Godoy, 2012a, pp. 199-201).

Otro tema que enfatiza Ruybal en su informe es el ataque a la Iglesia por parte de San Martín, a quien denomina aventurero, calificando a sus seguidores de satélites. Advierte que a los españoles que se habían recluido en el convento de La Merced no se les pasaba ración alguna; que se había principiado la demolición del convento de San Agustín, lo cual causó malestar entre los religiosos, que no solo no habían cedido el terreno, como afirmaba el decreto promulgado, sino que ni siquiera habían sido consultados al respecto. Finalmente, se indicaba que San Martín se había tomado la atribución de nombrar prelado para el convento de la Buena Muerte, provocando las protestas de algunos religiosos que consideraban que tal nombramiento era nulo y que contrariaba directamente los estatutos de su orden. Como resultado de sus reclamos, añadía Ruybal, los religiosos fueron de inmediato trasladados a la fortaleza del Callao y allí, a bordo de la fragata «Perla», zarparon rumbo a Chile para cumplir el destierro al que fueron sentenciados.

Finalmente, su informe dedicaba varias páginas a datos de carácter militar, como señalar que entre los adictos a la causa de España se creía que desde Tarma a Huamanga había de diez a doce mil hombres de toda arma, y en oposición decían los contrarios que no llegaban a 5000. Por otro lado, consideraba bien guarnecidos a los puertos de la provincia de Arequipa, razón por la cual las tentativas de revolucionar aquella costa habían sido infructuosas y no habían pasado de un mero bloqueo. Se refiere también a las proclamas del general realista José Canterac, donde anunciaba que próximamente realizaría una salida contra Lima y advertía a los ciudadanos que se comportaran pacíficamente y no se dejaran seducir por San Martín o sufrirían irremisiblemente «la suerte de cinco o seis pueblos situados al naciente de la cordillera incendiados y destruidos, cuyos moradores fueron exterminados en castigo a su obstinación». Igualmente se refería a los movimientos militares del general arequipeño realista Pío Tristán, quien con su división llamada del Sur ocupaba Ica, y sus partidas hacían «continuas incursiones en las haciendas y sacaban de ellas todos los negros, hasta los inútiles, para incorporarlos a las filas: esta división ha sufrido bajas considerables con las deserciones y enfermedad»98. En otro documento se alude a la falta de armamento que padecía el ejército realista, particularmente de fusiles, que debían ser repuestos sin demora, así como la pólvora, que escaseaba. Se menciona que Canterac había dejado una competente guarnición en la mina de Pasco, mientras el mineral volvía a ser trabajado y a rendir utilidades99.

Esta información es complementada con el relato que hace Juan de Bazo y Berry, en el cual indicaba que San Martín había formado un ejército de seis mil hombres, «todos son negros, sacados de las haciendas, por fuerza; no tienen la menor disciplina y estaban muy disgustados a pesar de haberlos vestido igualmente, pero siempre son soldados de pintura, nada más». Bazo y Berry, quien había sido asesor del intendente de Trujillo, enfatizará que era primordial que el ejército de San Martín no lograra acantonarse en Trujillo, pues «dificultosísimamente podría sacársele desde allí»100. En su informe pondera a esta provincia ensalzando el excelente puerto de Paita, cercano a Guayaquil, fuera de otros puertos activos como Huanchaco y Pacasmayo. También se refiere a los minerales de oro y plata que tienen los partidos de Chota, Pataz y Pacasmayo, además de la excelente agricultura y la industria que se desarrollaba en Lambayeque y Cajamarca. Era, indudablemente, un conocedor de la región norte del Perú, que había conformado la intendencia de Trujillo y que se encontraba bajo la égida del ejército patriota.

6. Entre el Imperio de Brasil y el Trienio Liberal de España

Se puede observar, por lo tanto, que los peninsulares que emigraron a Río de Janeiro eran sobre todo de tendencia realista, ya que habían dedicado prácticamente su vida al servicio de la Corona española. La estancia en Río fue temporal, esperando conectar con un barco que los llevara a Lisboa para luego trasladarse a Madrid. Hubo otros que buscaron viajar vía Burdeos para de allí pasar a España (Hamnett, 1978, n. 122, p. 344). Todos argumentaron encontrarse en una situación económica precaria y solicitaron al Rey que cubriera sus gastos para llegar primero a España, y que luego los favoreciera con un puesto ya estando en la península. Argüían que era necesario «auxiliar a los emigrados de ultramar por las circunstancias que ellos concurren», remontándose al decreto de las Cortes de Cádiz de 1811, donde se señalaba que los emigrados de ultramar tenían derecho a las dos terceras partes de su sueldo en la península, cuando este no sobrepasara los 12 000 reales anuales. Juan de Bazo y Berry incluso planteó un posible recurso que podía utilizarse para efectuar estos pagos. En su caso concreto sugirió que para cancelarle los sueldos devengados podría utilizarse la cantidad de 21 000 pesos que el marqués de Casa Flores había dejado a su salida de Río de Janeiro «en poder del oidor emigrado de Chile, don Luis Pereyra, procedente de la venta de Tabacos de Sevilla»101.

La mayoría de los emigrados dejó constancia por escrito de su anhelo de que Lima fuera «reconquistada» por el ejército realista y que de esta manera ellos pudieran retornar a sus puestos en el Perú, un sentimiento similar al que guardaron los exiliados españoles de México que encontraron refugio temporal en La Habana y Nueva Orleans (Sims, 1981, p. 399). Varios de los realistas emigrados del Perú no escatimaron palabras duras contra San Martín, pero sobre todo contra su ministro y brazo derecho, Bernardo Monteagudo. En todos los casos harán declaraciones sobre la situación por la que atravesaba el Perú; en algunos casos serán escuetas, en otros casos se explayarán, ofreciendo información interesante al Consulado de España en Río de Janeiro.

Pero ni Portugal ni Río de Janeiro atravesaban en esos años por un período de estabilidad política. En agosto de 1820 —poco antes de que zarpara desde Valparaíso hacia el Perú la Expedición Libertadora encabezada por San Martín— había estallado en Portugal un movimiento liberal nacionalista en Oporto seguido de otro en octubre que prendió en Lisboa, mientras el rey João VI y su corte se encontraban establecidos desde 1808 en Río de Janeiro, observando los acontecimientos a la distancia. El príncipe regente se debió sentir a gusto en el Brasil, pues la derrota y expulsión de Napoleón del territorio portugués no lo persuadió de regresar a Lisboa (Graham, 1990, p. 11). No obstante, al final de 1820 los liberales formaron una junta provisoria para gobernar en nombre del rey ausente, presionando de esta manera por un retorno inminente de João VI a la capital lusitana. En enero de 1821 tropas portuguesas se rebelaron en Brasil, estableciendo una junta de tendencia liberal en Pará y preparándose para organizar elecciones con el fin de enviar representantes a las Cortes que se habían instalado en Lisboa (Bethell, 1985, pp. 179-181).

Ante esta doble presión, desde Lisboa y dentro de Brasil, João VI consideró oportuno permanecer en Río y enviar a su hijo de 22 años, don Pedro, de regreso a Portugal. Sin embargo, el 7 de marzo de 1821 el rey tomó la decisión de retornar a Portugal y dejar a su hijo en Brasil en calidad de príncipe regente. El 26 de abril, solo tres meses antes de que San Martín declarara la independencia del Perú, don João VI, con un séquito de cerca de 4000 portugueses, se embarcaba de regreso a Lisboa (Bethell, 1985, pp. 179-181).

Entre fines de 1821 y principios de 1822, cuando los funcionarios reales procedentes del Perú llegaron como exiliados a Río de Janeiro, la relación entre Brasil y las Cortes portuguesas se había tornado tensa, tanto así que el 4 de mayo de 1822 don Pedro prohibió la implementación en Brasil de los decretos emitidos por las Cortes, si estos no habían sido previamente sancionados por él. El 13 de mayo el príncipe regente recibe el título de Protector y Defensor Perpetuo del Brasil, aceptando solo la segunda parte del mismo, Defensor Perpetuo, con lo cual enfatiza su decisión de permanecer en territorio brasileño (Barman, 1988, p. 92).

Sin duda, la opción de los funcionarios peninsulares que decidieron regresar a España vía Río de Janeiro debió estar motivada no solo por la cercanía física del Brasil con relación al Perú sino también por el sistema político adoptado por don Pedro I: una monarquía constitucional (Fausto, 2003, pp. 66-69). El 12 de octubre de 1822, día en que cumplía 26 años, don Pedro I sería aclamado públicamente como emperador del Brasil y su coronación se llevaría a cabo el 1º de diciembre del mismo año (Pimenta, 2011, p. 228). Brasil se convertía así en un Estado independiente sin haber atravesado por mayores trastornos sociales, un modelo de tranquilidad dentro de la agitación política que reinaba en Hispanoamérica (Flory, 1981, p. 5).

No es extremo pensar que este tipo de gobierno era el que los exiliados peninsulares hubieran querido ver prosperar en el caso del Perú. No obstante, el proyecto de la monarquía constitucional que se trató de implementar durante el protectorado de San Martín quedó trunco por el ambiente hostil que frente a España y los españoles generaron tanto el Protector del Perú como su ministro Monteagudo. Con la campaña antipeninsular se obviaron los lazos de parentesco entre peninsulares y criollos de la élite limeña, además de subestimarse las empresas que algunos de ellos manejaban de manera conjunta. Por otro lado, la abolición de la esclavitud, decretada por San Martín, no tuvo ni el mismo peso ni el mismo efecto que en el caso de Buenos Aires o Santiago de Chile, y provocó desavenencias con los propietarios de mano de obra esclava, dueños de cañaverales y haciendas vitivinícolas, quienes se replegaron frente a los planteamientos de San Martín, quitándole su apoyo inicial. Además, no hay que desestimar la aceptación que fue ganando paulatinamente la propuesta republicana en la arena política peruana, a partir de los afilados debates periodísticos que se desataron (Aljovín, 2001, pp. 360-361).

El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos

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