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Misiones exitosas y menos exitosas: los jesuitas en Mainas, Nueva España y Paraguay

Jeffrey Klaiber, S.J.

Pontificia Universidad Católica del Perú

Los jesuitas fueron considerados precursores de los conceptos de la modernidad y la inculturación. Sin embargo, no todas sus misiones tuvieron el mismo éxito. Por eso, proponemos comparar tres de sus misiones coloniales —Mainas, Nueva España y Paraguay— con el fin de ver en cuál de las tres se realizó mejor el ideal. Sin duda, los jesuitas mismos, en los tres casos, eran «modernos», es decir, hombres dotados de una visión racional de las cosas y con una voluntad para crear modelos de sociedades planificadas con el fin de satisfacer las necesidades básicas de sus miembros de una forma justa. Al mismo tiempo, aunque la palabra «inculturación» no existía entonces, los misioneros jesuitas la practicaban, aunque dentro de las limitaciones de su tiempo. Ellos se esforzaron para expresar el mensaje cristiano en la cultura de los indios: en su idioma, en su arte, música, bailes, etcétera. Al mismo tiempo, los propios indios dieron origen a una nueva cultura cristiano-indígena, original y propia.

Sin embargo, al comparar las distintas misiones jesuitas, uno se da cuenta de que había una gran variedad de experiencias. Por lo tanto, no se puede hablar de un modelo único. La única constante aparente eran los propios jesuitas, que recibían la misma formación en Europa o en América. La mayor parte eran españoles, pero también había alemanes, italianos y otros provenientes de Europa católica. La pregunta es: ¿por qué algunas misiones tuvieron más éxito, aparentemente, que otras? Evidentemente, todas las misiones poseían algunos de los factores que posibilitaban su viabilidad. Pero, como veremos, solo en Paraguay se reunieron a la vez todos los factores necesarios para una misión exitosa, en Nueva España hubo algunos, y en Mainas bastante menos. Vamos a repasar brevemente la historia de las misiones de Mainas y de Nueva España primero, para después detenernos en el caso especial de Paraguay.

1. Mainas

Mainas (o Maynas) fue el nombre genérico que los jesuitas dieron a su misión en el norte del Perú. En realidad, el nombre viene de los indios mainas, una de las muchas tribus que habitaban esa región. Los límites de la región fueron, en el norte, el rio Putumayo y, en el sur, los ríos Marañón y Amazonas. Al principio, Mainas se extendió desde la selva oriental de Ecuador hasta el río Negro en Brasil. Posteriormente, los límites se redujeron al río Yaraví en el Perú actual. Los colonos españoles entraron en la región en la segunda parte del siglo XVI en busca de oro y de indios para prestar servicios personales. En 1619, ellos fundaron la ciudad de Borja cerca del río Marañón. Pero los colonos también provocaron resistencia por parte de los indios. En dos ocasiones, 1570 y 1635, los mainas se rebelaron y atacaron los asentamientos españoles. El gobernador de Loja, Pedro Vaca de la Cadena, pidió a los jesuitas que enviaran a misioneros a la región para pacificar a los indios y protegerlos contra las incursiones de los colonos. Los primeros dos jesuitas llegaron en 1638 y estuvieron acompañados por soldados que ayudaron a «reducir» a los indios a los nuevos pueblos misionales. Pero los misioneros también atrajeron a los indios ofreciéndoles regalos: herramientas de metal, cuchillos, machetes y otras cosas útiles. Al mismo tiempo, las misiones ofrecían protección contra los bandeirantes, que entraban en territorio peruano libremente. Al cabo de algunos años ya existían tres misiones: San Ignacio, Santa Teresa y San Luis. Por el año 1651 había doce misiones, que también incluían a otras tribus: los jeberos y los cocamas.

Los misioneros intentaron resolver la barrera de la comunicación enseñando el quechua a los distintos grupos étnicos. Tuvieron tanto éxito en difundir la «lengua general de los Incas» que, de hecho, el quechua se habla hoy por el rio Napo (Ardito, 1993, p. 69). Los misioneros se comunicaban mediante los caciques locales, que, en la práctica, seguían gobernando a los indios. Económicamente, las misiones recibían un subsidio de la Corona. Además, los misioneros vendían canela, cacao, cera, hamacas y otros productos de las misiones en los mercados de Quito y regresaban a las misiones con ropa, cuchillos y carne. En 1740, la Compañía de Jesús compró cuatro haciendas cerca de Quito para ayudar a sostener las misiones (Negro, 1999, p. 274). Como en el caso de otras misiones, los jesuitas reordenaron los hábitos tradicionales de trabajo. Los hombres, que antes cazaban y pescaban, ahora se dedicaban al cultivo de la tierra, y las mujeres trabajaban hilando ropa y otros productos de algodón, o bien se dedicaban a hacer ollas de cerámica.

La misa y las clases de catecismo se convirtieron en las actividades centrales de la misión. Ciertas danzas tradicionales y otras expresiones artísticas fueron permitidas, aunque otras prácticas —la poligamia y la desnudez— estuvieron prohibidas. El castigo típico para infracciones consistía en la flagelación, estar recluido en el calabazo o experimentar algún tipo de humillación pública, pero no se aplicaba la pena capital. Con el tiempo, el número de soldados disminuyó y los misioneros dependían de fiscales indígenas, que imponían las reglas.

En la década de 1660, los jesuitas iniciaron un segundo ciclo de expansión. La llegada de Samuel Fritz y Enrique Richter, ambos alemanes de Bohemia, revitalizó este esfuerzo misional. Fritz trabajó entre los omaguas cerca del río Marañón y Richter entre los cunibos cerca de Ucayali. Pero los misioneros encontraron resistencia fuerte cuando intentaron evangelizar a los jíbaros. En 1683, el padre Lorenzo Lucero llevó una expedición de cincuenta soldados y trescientos indios aliados hacia el territorio de los jíbaros, pero esta entrada terminó en un fracaso (Santos Hernández, 1992, p. 227). En 1691, Richter y sus compañeros organizaron otra entrada, que también fracasó. Finalmente, en 1695, Richter murió en otro intento.

En 1704, cuando Fritz fue nombrado superior, las misiones estaban en plena crisis. Por el año 1712, como resultado de la muerte natural, las epidemias, el martirio o, sencillamente, la falta de nuevos reclutas, solo había nueve misioneros para toda la región. También, entre 1710 y 1767, la región fue devastada por quince epidemias distintas. Al reubicar a los nativos en las reducciones por las orillas de los ríos, que fue la ruta comercial normal, los misioneros aumentaron el peligro de la contaminación. En respuesta, prohibieron a los visitantes entrar en las reducciones (Negro, 1999, p. 281).

Finalmente, cuando llegaron nuevos refuerzos después de 1735, las misiones experimentaron un tercer ciclo de expansión. En 1768, había 28 misioneros trabajando en 41 pueblos, con aproximadamente 18 000 nativos cristianos (Borja, 1999, pp. 430, 443). Aunque los jesuitas podían considerarse relativamente exitosos, no obstante, como en el caso de los jíbaros, experimentaron algunos retrocesos cuando intentaron someter y evangelizar a los indios tucanos por el río Napo. Los jesuitas entraron en el territorio de los tucanos en 1720 y encontraron fuerte resistencia. Un grupo de tucanos mató a uno de los ayudantes laicos de los misioneros. En represalia, una expedición partió en busca de los culpables. A pesar del hecho de que los mismos nativos aplicaron la pena capital a los culpables, los soldados mataron a varios nativos inocentes (Cipolleti, 1999, p. 232). Desde ese momento en adelante, la labor de evangelizar y civilizar a los tucanos resultó ser una marcha cuesta arriba. A diferencia de los xérebos y los omaguas, que nunca mataron a un misionero, los tucanos asesinaron a varios jesuitas. Además, los tucanos no aceptaron convivir con nativos de otras etnias. Por lo tanto, los pueblos misioneros de los tucanos eran pequeños. En 1744, los misioneros habían fundado nueve misiones con mil tucanos (p. 234). Pero ese mismo año sucedió otro desastre: un jesuita y dos ayudantes fueron asesinados en la misión de San Miguel Ciecoya. Movido por el temor a las represalias, los indios de la misión huyeron y desaparecieron en la selva (pp. 232-234). Como consecuencia, los jesuitas decidieron cambiar de estrategia. Para comenzar, no enviaron otra expedición para castigar a los nativos. En 1745 reconocieron que, con el uso de la violencia, habían logrado muy poco. Desde ese momento en adelante decidieron entrar en el territorio de los tucanos sin soldados y con gran riesgo para sus propias vidas. Finalmente, lograron establecer algunas nuevas misiones, pero nunca tuvieron el mismo éxito que habían experimentado con otras tribus más al sur.

La etnohistoriadora María Susana Cipolleti, que estudió este caso, concluyó que había varias razones para esta falta de éxito. Entre otras, los jesuitas no llevaban mucho tiempo en el territorio de los tucanos, pues emprendieron su labor entre ellos casi un siglo después de haber establecido las primeras misiones en Mainas. También, los tucanos se mudaban con frecuencia, y en un área más grande que la de las primeras misiones al sur. Como consecuencia, el contacto con ellos fue más difícil. Pero, más importante, los tucanos no vieron ninguna ventaja en la presencia de los misioneros. Para los mainas, omaguas y xeberos, los jesuitas ofrecieron protección contra los encomenderos y los bandeirantes, pero estos grupos todavía no se habían constituido en una amenaza para los tucanos. Finalmente, el uso de la violencia por parte de los misioneros había creado un clima de desconfianza. En las misiones más al sur, los misioneros habían recurrido más a la persuasión que a la fuerza.

2. La decadencia de las misiones

Después de la expulsión de los jesuitas, las misiones fueron entregadas al cuidado del clero secular de Quito, pero los nuevos «misioneros» no estaban preparados para este tipo de labor y pronto los reemplazaron los franciscanos, también de Quito. Sin embargo, como consecuencia de quejas acerca de su conducta, estos fueron reemplazados en 1774 otra vez por sacerdotes seculares. En 1785, el gobernador de Mainas, Francisco de Requena, informó que había 22 pueblos de misiones con 9111 pobladores (Borja, 1999, p. 455). También tomó nota de que habían caído en decadencia y que muchos libros y herramientas habían desaparecido. El gobernador también lamentó que, aunque hubiera sacerdotes celosos que trabajaban entre los nativos, muy pocos sabían los idiomas nativos y pocos se quedaban mucho tiempo en las misiones. Finalmente, en 1802, la región de Mainas fue reincorporada al virreinato del Perú y las misiones fueron traspasadas al cuidado de los franciscanos del centro misional de Propaganda Fide de Santa Rosa de Ocopa, en la sierra central del Perú. Los nuevos misioneros, casi todos españoles, estaban mucho mejor calificados como misioneros, pero eran muy pocos. En 1816, había ocho misioneros de Ocopa para atender a 91 puestos misionales por los ríos (Amich, 1975, p. 256). En 1824, Bolívar cerró el monasterio de Ocopa y expulsó a los misioneros. Durante años hubo un solo misionero franciscano en la región —el padre Manuel Plaza— para atender a todo el territorio de Mainas. Aun cuando volvieron los franciscanos en 1836, eran muy pocos para atender un territorio tan grande. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, lo que quedaba de las antiguas misiones jesuitas fue absorbido por la selva.

3. Nueva España

Los jesuitas fundaron catorce regiones misionales en Nueva España y en el estado norteamericano de Arizona. La mayor parte de las misiones se encontraba en los estados mexicanos actuales de Sinaloa, Durango, Sonora, Chihuahua, Coahuila y Baja California. También establecieron misiones en los estados centrales de Guanajuato y Nayarit. Los jesuitas se referían a cada sistema como «rectorado». La primera misión fue fundada por el padre Gonzalo de Tapia, en 1589, en San Luis de la Paz (Guanajuato) y la última fue fundada entre los Nayarit en 1722. A diferencia de Paraguay, como veremos, no había una sola identidad étnica. Aunque la mayor parte de los indios pertenecía al grupo lingüístico uto-azteca, no había un idioma general para todas las misiones. De hecho, se obligó a los misioneros a aprender veintinueve distintos idiomas. Cada grupo étnico o «nación» tenía sus propias costumbres y tradiciones. Muchas naciones vivían en rancherías, que consistían en pequeñas conglomeraciones de casas para las familias extendidas. Casi todas se dedicaban a la agricultura, pero dada la pobreza del suelo también pescaban y cazaban. Había frecuentes guerras entre ellas. No había una sola «república» como en Paraguay; tampoco intentaron los misioneros crear una. En Nueva España, generalmente uno o dos jesuitas vivían en el pueblo principal, la cabecera, para atender los asentamientos secundarios. En cambio, en Paraguay, solía haber dos jesuitas en cada reducción.

En comparación con las misiones de Mainas, las misiones de Nueva España alcanzaron un alto grado de desarrollo. Las de Baja California eran tal vez las más pobres. También, como en Paraguay, muchas de las misiones experimentaron cierta prosperidad, gracias a la planificación. Sin embargo, las misiones también fueron el escenario de varias rebeliones: entre los xiximies (1599-1601) y los acaxees (1601-1603), los tepehuanes (1616), los tarahumaras (varias en distintos momentos entre 1646-1653 y 1690-1700), Baja California (1734) y los yaquis (1740).

Antes de analizar casos concretos, sería conveniente mencionar primero las causas generales de estas rebeliones. En primer lugar, aunque al comienzo los indios dieron la bienvenida a los misioneros, con el tiempo llegaron a la conclusión de que las misiones aceleraron o fueron la causa de las epidemias que con frecuencia azotaban la población. En segundo lugar, la introducción del cristianismo, que implicaba un nuevo estilo de vida regimentada, provocaba resistencia porque significaba el fin de la anterior libertad. En tercer lugar, los colonos españoles codiciaban la mano de obra barata de los indios en las misiones para trabajar en sus haciendas o en las minas. Aunque los jesuitas hicieron todo lo posible para aislar las misiones de la sociedad española, los colonos lograron atraer a los a los indios con regalos y promesas. Además, para los indios, trabajar fuera significaba conseguir la libertad que no experimentaban en la misión. Pero los colonos crearon otro problema: en la medida en que avanzaban dentro del territorio de los indios, acaparaban las tierras más fértiles y se apoderaban de las fuentes de agua. Con frecuencia, las rebeliones no se dirigían directamente contra los misioneros o las misiones, sino contra los colonos. Pero, lógicamente, y sobre todo entre los shamanes, la tendencia fue identificar la misión con todo lo europeo en general. Veamos brevemente algunas de las rebeliones más notables.

3.1. La rebelión de los tepehuanes, 1616

Los tepehuanes vivían en la Sierra Madre occidental. Las raíces de esta rebelión se encuentran en el maltrato de los españoles hacia los indios bastante tiempo antes de la llegada de los jesuitas en 1600. Los primeros españoles que llegaron obligaron a los indios a prestar servicio personal en las encomiendas. También, los colonos españoles usurparon sus recursos de agua. Además, los indios estuvieron obligados a trabajar en las minas cercanas con salarios muy bajos. Finalmente, un hechicero llamado Quautlatas, que había recibido algunos latigazos por haber criticado a los misioneros, incitó a los indios a sublevarse. Esta fue una de las rebeliones más violentas. Casi trescientos españoles, mestizos y negros perdieron la vida, e incluso diez misioneros, de los cuales ocho eran jesuitas. En las represalias sangrientas que siguieron a la rebelión, los soldados españoles mataron cerca de mil tepehuanes y sus aliados tarahumaras (Jones, 1988, pp. 101-102). Muchos tepehuanes huyeron hacia la sierra. Los misioneros volvieron y durante un tiempo la vida mejoró en las misiones. En la medida en que entraban más españoles, los indios fueron paulatinamente absorbidos en las haciendas como peones.

3.2. Las rebeliones entre los tarahumaras

La primera rebelión de los tarahumaras (1648-1652) fue obra principalmente de indios no cristianos que se oponían al avance de los españoles y a la política de reducir a los indios al sistema misional. Esta rebelión fue aplastada y los misioneros volvieron a su trabajo. Pero hacia fines del siglo estallaron una serie de rebeliones, esta vez en la Tarahumara Alta, la región al oeste de Parral. Otra vez, uno de los ingredientes de la rebelión fue el abuso de los colonos, tanto mineros como terratenientes. Posiblemente la gran rebelión de los indios pueblo (Nuevo México), en 1680, haya influido en estas rebeliones. Además, la política de reducir a los indios en la Tarahumara Alta probamente aumentó el hambre en la región, pues la tierra en esas misiones era más bien pobre. Concentrar a los indios en pueblos centralizados dificultó la tarea de producir suficiente maíz para toda la población. Finalmente, entre 1693 y 1695 se experimentó un descenso demográfico dramático a causa de las epidemias de viruela y sarampión. Los españoles lograron reprimir la rebelión, pero solo a costa de muchas vidas. Después de 1700, los jesuitas hicieron un cambio fundamental en su política: decidieron permitir a los indios salir y volver a las misiones libremente (León García, 1992, p. 46). No hubo más rebeliones entre los tarahumaras en el siglo XVIII.

3.3. California, 1734

La rebelión más importante en Baja California ocurrió en 1734, en tres de las misiones al sur, entre los pericús, quienes se habían resistido al cristianismo desde el comienzo de la misión en 1697 (Crosby, 1994, pp. 114-115). Los dirigentes llamaron a los neófitos a plegarse a la rebelión. Durante esta murieron dos misioneros con sus sirvientes. Finalmente, los españoles, apoyados por indios cristianos de Sonora y de las otras misiones de Baja California, lograron aplastar la rebelión. En las siguientes décadas, las misiones experimentaron una baja demográfica notable, principalmente como resultado de epidemias. También mineros españoles llevaron a muchos de los indios a abandonar las misiones para trabajar en las minas. En el momento de la expulsión, había dieciséis jesuitas con 12 000 indios bautizados en catorce distintos pueblos (Martínez, 2001, p. 232).

3.4. La rebelión de los yaquis, 1740

La última de las grandes rebeliones ocurrió entre los yaquis por la costa norte del Pacifico. Tal vez cerca de 15 000 indios se alzaron en armas. Los jesuitas habían comenzado a trabajar en esa zona en 1617, y durante mucho tiempo consideraron esta misión como un modelo. En las misiones había abundancia de alimentos, las artes y la producción artesanal florecían, y en general no hubo signos de descontento (Hu-Dehart, 1981, p. 38). Pero esta misión, como otras en el noroeste, se encontró cada vez más rodeada por españoles que buscaban mano de obra barata para las minas y las haciendas. Los jesuitas se esforzaron para mantener las misiones aisladas de la sociedad española, pero sin éxito. Los jesuitas tenían otro motivo para mantener la política de aislamiento: temían la secularización, por la cual las misiones podrían ser trasferidas al clero secular. Pero, irónicamente, la misma política de aislamiento en sí provoco resentimiento entre los indios, que sentían la pérdida de su libertad. La rebelión finalmente fue aplastada y los misioneros volvieron a sus labores.

No es fácil llegar a un juicio equilibrado acerca de la labor de los jesuitas en estas misiones. En el caso de los yaquis, la autora Evelyn Hu-DeHart sostiene que, gracias a las misiones ellos lograron mantener su identidad cultural y, además, gozaron de cierto grado de prosperidad económica. Pero, por otro lado, la misma rigidez del sistema misional probablemente fue un factor que contribuyó a la rebelión de 1740 (1985, pp. 4-5). En los siglos XIX y XX las prácticas cristianas virtualmente desaparecieron. En cuanto a los tarahumaras, los jesuitas volvieron en 1900 y descubrieron que la mayor parte de los habitantes se consideraban cristianos, aunque conservaban muchos ritos y costumbres precristianos (Weaver, 1992, p. 190).

4. Paraguay

Aunque se ha criticado a las misiones jesuíticas de Paraguay por su política de aislamiento y su paternalismo, no hay duda de que también constituían modelos de paz y prosperidad donde los nativos se libraron de los peores abusos de la sociedad española. En Paraguay, así como entre los chiquitos y los mojos en Bolivia, los indios no tenían que trabajar en las encomiendas o en la mita de Potosí. Aunque tenían la obligación de trabajar en la misión misma, ellos podían percibir claramente que ese trabajo servía para el beneficio de toda la comunidad. También el arte y la música, los autos sacramentales, y la cultura barroco-jesuítica despertaban la admiración de los visitantes europeos. Hay muchos motivos para estudiar la sociedad misional creada por los jesuitas en Paraguay. Pero lo que más sorprende, especialmente después de haber visto las misiones de Mainas y de Nueva España, es la ausencia casi total de rebeliones durante toda la historia de las misiones.

Para ser más exacto, hubo resistencia inicial entre las tribus del Chaco: los guaycurú, mocobíes y abipones. Pero, en el caso de los treinta pueblos originales de guaraníes, nunca hubo ninguna rebelión contra las misiones. De hecho, en muchos casos los jesuitas fueron invitados por los propios caciques para fundar reducciones. Se puede mencionar dos ejemplos de resistencia conocida en las reducciones. En 1661, un capitán de las milicias guaraníes intentó incitar a los indios a sublevarse, pero los otros jefes guaraníes rechazaron la propuesta (Süsnik & Chase-Sardi, 1995, p. 96). En otro caso, un cacique guaraní fundó su propio pueblo en protesta por el intento de los misioneros de abolir la poligamia. Efectivamente, se practicaba la poligamia en el nuevo pueblo. Pero, los pobladores también se dedicaron a robar ganado de las estancias cercanas. Como castigo, los españoles y criollos de Corrientes atacaron el pueblo y lo destruyeron (Gálvez, 1995, pp. 325-326). Aparte de esos dos casos aislados no hay otros ejemplos de abierta resistencia al sistema misional, ni mucho menos una rebelión armada.

Por lo tanto, conviene presentar ahora lo que podemos llamar las siete «claves del éxito» para las misiones, de las cuales, aparentemente, Paraguay fue el modelo por excelencia. Ellas son: (1) la existencia de una cultura relativamente homogénea que facilitó mucho la labor de crear un sistema misional unificado; (2) la predisposición de parte del pueblo para entrar en el sistema porque constituyó para él el siguiente paso en su propia evolución; (3) la creación de una nueva cultura indígena-cristiana que sirvió para fortalecer los vínculos entre los misioneros y los indios; (4) la protección que ofrecían las misiones contra los enemigos de los indios; (5) la política de aislar a los indios de la sociedad europea, pero sin incurrir en la represión; (6) la creación de una milicia indígena que no solo servía para proteger las misiones, sino que también cumplió la función de ofrecer espacios en los que los hombres podían obtener prestigio; (7) la prosperidad económica. Aunque muchos de estos mismos factores se encuentran en otras misiones jesuíticas, solo en Paraguay se encuentran los siete a la vez. A continuación, vamos a repasar brevemente la historia de las misiones de Paraguay con el fin de resaltar estas claves del éxito.

4.1. Jesuitas y guaraníes: protección

Los primeros misioneros que trabajaron entre los guaraníes eran franciscanos. Pero los franciscanos no eran capaces de detener el avance de los colonos españoles que sistemáticamente obligaron a los indios a prestar servicio personal. Fue el obispo franciscano de Asunción, Martin Ignacio de Loyola, por coincidencia un sobrino del fundador de la Compañía de Jesús, el que invitó a los jesuitas a establecerse en el Paraguay. También el gobernador, Hernando de Arias de Saavedra («Hernandarias»), quien se opuso al servicio personal, apoyó la idea de invitar a los jesuitas con el fin de proteger a los indios de la explotación de los colonos. Así que los jesuitas entraron en Paraguay explícitamente para proteger a los indios de los encomenderos. Antes de las misiones jesuitas, hubo no menos de veinticinco sublevaciones indígenas contra el sistema colonial (Melià, 1993, p. 30). En este sentido, las misiones jesuitas constituyeron, en palabras de Bertomeu Melià, una «utopía anticolonial» (p. 129). Además, los guaraníes creían en el mito de la «tierra sin mal», un lugar ideal de paz y prosperidad. En muchos sentidos, las misiones jesuitas llegaron a ser el cumplimiento de ese sueño. Al mismo tiempo, los jesuitas en Guairá (al norte de Paraguay, en Brasil) persuadieron a varios miles de guaraníes a abandonar las misiones para escaparse de los paulistas o bandeirantes. En 1631, el padre Antonio Ruiz de Montoya acompañó a 12 000 indios de Guairá hacia las misiones de los ríos Paraná y Uruguay. Sin duda, el éxito de estas misiones se debe al hecho de que ellas ofrecían una triple protección: contra la explotación de los españoles, contra las incursiones de los bandeirantes y contra los ataques de los indios no cristianos, especialmente los del Chaco.

4.2. Evolución natural

Las misiones ofrecían protección, pero también representaron para los guaraníes un paso adelante en su propia evolución. Los guaraníes ya estaban acostumbrados a la vida sedentaria antes de la llegada de los jesuitas. Se dedicaban a la agricultura y la crianza de animales. Vivían durante meses en lugares determinados y construían casas grandes para familias enteras. Pero cuando escaseaban los alimentos, quemaban las casas y partían en busca de otras tierras. Al comienzo, los jesuitas ofrecían regalos —herramientas, cuchillos y hachas— como atractivos. Pero lo que realmente atraía a los indios fue el ejemplo de una misión ya establecida. Ellos se dieron cuenta de la paz, el orden y la prosperidad que reinaba en la misión. Un misionero alemán en la misión entre los mojos resumió esta idea sucintamente: «El orden y la hermosura de este nuevo modo de vivir ha gustado de tal manera a los indios vecinos, que han solicitado misioneros para constituir con ellos idénticas cristiandades. Solo la escasez de sacerdotes ha impedido acceder de inmediato a estos deseos» (Matthei, 1970, p. 180).

Una vez dentro del sistema misional, muchas cosas cambiaron en la vida de los guaraníes, pero otras maneras antiguas de vivir no cambiaron. Por ejemplo, antes de las misiones, las familias vivían en comunidades pequeñas de diez a sesenta familias. Convivían en largas casas que albergaban varias familias a la vez. En las misiones, también había casas similares, aunque los padres pusieron paredes para separar a las familias unas de otras. En general, los caciques mantuvieron el mismo estatus como dirigentes del pueblo. Los que perdieron eran, obviamente, los chamanes. Pero, si se convertían a la nueva religión, con frecuencia eran nombrados catequistas. En un sentido, los jesuitas mismos llegaron a ser los nuevos chamanes. La poligamia fue prohibida, aunque los jesuitas impusieron ese cambio paulatinamente. También la misión cambió el papel de la mujer. Antes, las mujeres se dedicaban al cultivo de la tierra y los hombres a la caza; ahora, las mujeres se dedicaban a las labores domésticas, la producción de ollas de cerámica y ropa, y los hombres se dedicaban más bien a la agricultura, además de la caza y crianza de animales. En general, las mujeres eran las que más deseaban entrar en el nuevo sistema (Gálvez, 1995, pp. 203-208).

4.3. La política del aislamiento

Los jesuitas impusieron una política de aislar las misiones del resto de la sociedad. Esta política ha sido criticada por ciertos historiadores porque privaba a los indios de la posibilidad de tener alguna idea realista del mundo en que vivían. Pero su razón principal era justamente proteger a los indios de la explotación y de otros vicios de los blancos y mestizos. El padre Nyel lo expreso así: «A los indios recién convertidos no les conviene en absoluto vivir en compañía de españoles, porque estos tienden a esclavizarlos y a imponerles duros trabajos. Además, no los edifican con su modo de vivir» (Matthei, 1970, p. 181).

Aparentemente, los jesuitas en Paraguay tuvieron más éxito que los de Nueva España en aislar a los indios de los españoles. Seguramente, la ausencia de minas fue un factor que favorecía a los misioneros en Paraguay. Sin embargo, las misiones nunca estuvieron completamente aisladas. Los indios realizaban viajes a Buenos Aires para comerciar y volver con bienes para las misiones. Además, en seis de ellas había tambos para visitantes, aunque estos no podían quedarse más de tres días (Morner, 1961, pp. 367-386, 369). También, los jesuitas contrataban a españoles para funcionar como capataces o administradores en las haciendas de hierba mate cercanas a las misiones.

4.4. La nueva identidad cultural

En las misiones los jesuitas reforzaron la homogeneidad cultural de los guaraníes que existía antes de ellas. Se creó una nueva lengua franca: el «guaraní misional», que facilitaba la comunicación entre los distintos pueblos. El padre Ruiz de Montoya compuso el Arte de la lengua guaraní (1640), que se convirtió en un manual común para los misioneros. Pero, además, se forjó una nueva identidad cultural que reforzó los vínculos entre los indios y los misioneros. Ambos compartieron un mismo universo simbólico, no solo en el idioma, sino también en el arte, la música y los ritos religiosos. Muy pronto los jesuitas se dieron cuenta de la importancia de la música en las culturas amerindias. De hecho, emplearon la música para atraer a los indios a las misiones (Armani, 1996, p. 167). Uno de los jesuitas, Antonio Sepp, del Tirol, convirtió la música en uno de los instrumentos para evangelizar y catequizar a los indios. En la reducción de Yapeyú donde él vivía se hacía todo tipo de instrumentos musicales y se daban lecciones musicales a indios escogidos de otros pueblos. Como resultado, cada misión tenía alrededor de treinta o cuarenta músicos.

Los hermanos jesuitas se distinguieron por sus contribuciones a la arquitectura en los pueblos, pero los artesanos guaraníes añadieron sus propios diseños. Entre los dos se dio origen a una especie de arte barroco-guaraní. Un misionero jesuita recién llegado, Antonio de Betschon, de origen suizo, expresó su admiración por esta mezcla de la cultura europea y guaraní al describir como él fue recibido en una de las misiones: «Cuando estábamos ya cerca de la reducción de Santa Cruz, donde residen el P. Sepp, nos salieron al encuentro algunos indios a caballo […]. Luego, por enramados arcos de triunfo, fuimos acompañados hasta la puerta de la iglesia, donde fuimos saludados en alemán, latín, castellano y guaraní por un grupo de niños, monaguillos y cantores de iglesia» (Matthei, 1970, p. 235).

De muchas maneras, los jesuitas llegaron a ser para los indios «héroes culturales»: la frase es de la historiadora Lucía Gálvez. Los jesuitas enseñaron nuevas técnicas de arte, formaron coros, presidieron ritos religiosos artísticamente bien preparados y escribieron libros en las misiones. Los guaraníes nunca habían visto tal combinación de talento en los antiguos chamanes (Gálvez, 1995, pp. 213-238).

4.5. Las milicias guaraníes

Las misiones ofrecieron protección a los guaraníes de los encomenderos y paulistas (o «mamelucos»). Pero los paulistas seguían incursionando en el territorio de las misiones, llevando a los indios a la esclavitud. En respuesta, los jesuitas pidieron autorización al rey para armar a los indios y formar milicias indígenas. En Mainas también había milicias nativas, pero no tuvieron el mismo papel preponderante que en Paraguay. En 1641, por la confluencia de los ríos Mbororé y Uruguay los milicianos guaraníes ensayaron por primera vez sus armas y su nueva disciplina aprendida de algunos jesuitas que habían sido soldados o de soldados españoles, y derrotaron decisivamente a los paulistas (Armani, 1996, p. 86). Los paulistas nunca lograron montar otra invasión grande, aunque volvían en pequeños grupos. En adelante, cada pueblo tenía su propia compañía de milicianos (generalmente entre 100 y 150), que en la vida diaria se dedicaban a la agricultura o a la artesanía en los talleres. En 1679 el rey dio autorización permanente para que los indios llevasen armas. Las milicias tenían sus rangos, sus insignias y uniformes, y realizaban ensayos semanales. También, los domingos y otros días feriados desfilaban delante del pueblo. La importancia de estas milicias se puede juzgar por el hecho de que entre 1644 y 1766 fueron llamadas más de setenta veces para apoyar a las tropas regulares en la defensa de Paraguay (Armani, 1996, p. 113). En un censo del año 1647, de una población de 28 714 en las misiones, un total de 9180 figuran como «guerreros» (p. 111).

Las milicias guaraníes no solo defendían las misiones de los paulistas, sino también de los propios españoles y criollos que buscaban someterles a la encomienda. Entre 1721 y 1723, José de Antequera se convirtió en el dirigente de una rebelión de los comuneros contra la Corona. Antequera, un criollo, derrocó al gobernador en Asunción y asumió el mando. Los criollos se organizaron e invadieron las misiones con el propósito de terminar de una vez por siempre con el sistema misional, pero fueron rechazados y expulsados por un ejército de 6000 milicianos guaraníes. En 1733, otra vez los criollos intentaron invadir las misiones. Esta vez, un ejército de 12 000 guaraníes los empujó fuera y volvieron a Asunción. Finalmente, un nuevo gobernador enviado desde Buenos Aires, Bruno de Zavala, con soldados regulares apoyados por milicianos guaraníes, derrotó al ejército criollo por el río Tebicuary. El poder real se había impuesto sobre los rebeldes, pero a un precio muy grande para los jesuitas y los guaníes: de este momento en adelante los criollos vieron a las misiones como territorio enemigo.

Las milicias guaraníes cumplieron otra función importante más allá de la de proteger a las misiones. También se constituyeron en un espacio (o una «válvula de escape») donde un joven guaraní podía gozar de cierta libertad y ganar prestigio. Con sus uniformes, insignias y banderas, las milicias desfilaron los días domingos y otros días feriados en los pueblos. Con frecuencia, un capitán guaraní se preparaba para la muerte vistiéndose con su uniforme. Fue sobre todo en la milicia donde los guaraníes se sentían dueños de sus propias comunidades. A veces, los superiores jesuitas se quejaban por el hecho de que los propios misioneros estaban demasiados involucrados en asuntos de la guerra. En 1745 había ocho jesuitas encargados de comprar o buscar armas, ropa y alimentos para las milicias (Caraman, 1990, p. 105). También, los misioneros notaron que cuando no había supervisión, los milicianos muy pronto perdían la disciplina necesaria para ser eficaces. Sin embargo, a pesar de estos problemas, no había nada comparable en América Latina a las milicias guaraníes, que constituían la defensa principal para toda una región.

4.6. Prosperidad

La prosperidad económica de las reducciones de Paraguay es un tema muy conocido. Esa prosperidad se debía, en buena medida, al hecho de que la economía fue planificada y los bienes se repartían de una forma equitativa. En este sentido, las misiones de Paraguay no se distinguían sustancialmente de las misiones jesuitas en otras partes de América Latina. En las misiones había dos tipos de propiedad: la común y la familiar. Cada familia tenía su propio huerto para sus necesidades inmediatas. Esta práctica, que se acerca al concepto de la propiedad privada, era de los jesuitas, que buscaban inculcar en los guaraníes un sentido de responsabilidad. Al mismo tiempo, todos los hombres entre los dieciocho y cincuenta años trabajaban dos veces a la semana en las tierras comunales para beneficio de toda la comunidad, especialmente para viudas y huérfanos. Los alimentos se guardaban en almacenes bajo la vigilancia de los misioneros; las mujeres se dedicaron a hilar y producir ropa. Algunas tierras se dedicaron especialmente al cultivo de la hierba mate, que se vendía en Buenos Aires y en Europa, y con las ganancias de esas ventas se pagaban los impuestos de las misiones y se compraban bienes especiales para estas. También se criaban vacas, ovejas y caballos. A diferencia de las misiones en Nueva España, el sistema económico en Paraguay fue bastante integrado. Aunque cada misión debía sostenerse a sí misma, de hecho, algunas misiones se especializaban: algunas en la producción del algodón, otras en la crianza de ciertos animales, y otras en el cultivo de la hierba mate (Popescu, 1967, pp. 141-155). Así, se facilitaba el intercambio entre los pueblos. Si un pueblo experimentaba una escasez, podía recurrir a otro pueblo para ayuda. Hay abundantes testimonios acerca de la prosperidad de las misiones. Antonio Sepp, el jesuita tirolés, declaró: «un pueblo que no tenga de tres a cuatro mil caballos se considera pobre» (Gálvez, 1995, p. 266).

5. La decadencia de las misiones

En 1750 España transfirió siete de las treinta misiones a Portugal. Entre 1754 y 1756, los guaraníes lucharon para defender su territorio, pero finalmente fueron derrotados. En 1759 España se dio cuenta de que había cometido un gran error al entregar estas misiones a los portugueses, porque no había recibido nada a cambio, por lo que desconoció el Tratado de 1750 y recuperó las siete misiones. Sin embargo, debido a la guerra y a los saqueos realizados por los portugueses, las misiones habían caído en la ruina. En 1767 los jesuitas fueron expulsados de la América española y todas las misiones fueron puestas directamente bajo el gobernador de Buenos Aires. Según los estudios de Ernesto Maeder, las misiones decayeron no a causa del supuesto paternalismo de los misioneros, sino principalmente debido a la corrupción y la mala administración de los nuevos administradores nombrados por el gobernador. En cuestión de pocos años ya había signos de descuido: almacenes vacíos, bibliotecas sin libros, casas y edificios sin reparar, etcétera. Muchos guaraníes abandonaron las misiones buscando trabajo en las ciudades. Los que habían aprendido un oficio en las misiones tenían una evidente ventaja. Según Maeder, la población de las misiones en el momento de la expulsión fue de 88 828. Por el año 1803, esa población había descendido a 38 430 (Santos Hernández, 1992, p. 54). El golpe final se dio cuando en 1848 el presidente Carlos López abolió el concepto de «misión» y declaró que todos los indios eran en adelante ciudadanos, iguales a todos los demás. Pero esa «igualdad» significaba que ya no podía existir la propiedad comunal, los guaraníes tenían que pagar impuestos como todos los demás y cumplir el servicio militar. Otras misiones, sobre todo las de Chiquitos y Mojos en Bolivia, tuvieron mejor suerte, al menos durante un tiempo. Todavía en 1842 sobrevivían lo que el historiador David Block (1997) ha llamado la «cultura misional» o «reduccional» de la época de los misioneros. Algunos visitantes europeos descubrieron que sesenta años después de la expulsión de los misioneros, los indios tocaban música y conservaban el sistema económico de la época de las misiones (Hoffmann, 1979, pp. 70-73, 89).

6. Conclusión

Mediante esta comparación de tres sistemas misionales de los jesuitas es posible hacer una tipología de misiones «exitosas». Las misiones de Mainas tuvieron menos éxito porque varios factores se combinaron para «conspirar» contra el pleno éxito: la geografía, la falta de tiempo, la falta de homogeneidad entre los nativos, etcétera. En Nueva España había pueblos bastante más avanzados que en Mainas. Pero, de nuevo, había factores especiales que crearon dificultades: la falta de una homogeneidad y, sobre todo, la presencia de colonos españoles que despertaban sentimientos de rechazo entre los pueblos. En cambio, en Paraguay, los jesuitas tuvieron más éxito en aislar a la población guaraní de los españoles. Por otra parte, la misma política de aislamiento practicada con los indios provocaba cierto resentimiento en Nueva España. En Paraguay había «válvulas de escape» como las milicias indígenas, y también la inexistencia de minas en la región, sin duda, favoreció allí la labor de los jesuitas. Finalmente, debe ser evidente, lo que constituía un «éxito» en la época colonial ya no sería aceptable hoy. Todas las misiones en general se inspiraron en un paternalismo, benévolo que, por cierto, era normal en su tiempo.

De todas maneras, el debate sobre las antiguas misiones en América Latina sigue vigente, porque los grandes temas de ese entonces —la evangelización, la inculturación y la modernidad— siguen siendo temas importantes para el mundo globalizado del siglo XXI.

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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos

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