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Capítulo 7

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Cuando desperté me pareció que estaba a bordo de un barco, pues lo primero que oí fue el ruido del mar retumbando contra las paredes del castillo. Me levanté, miré por la ventana de mi dormitorio y constaté que el paisaje rezumaba naturaleza salvaje. Al contemplar las vistas, se apoderó de mi imaginación la idea de que estaba muy lejos de la sociedad civilizada y embargó mi alma la melancolía que acompaña a la solitaria grandeza.

De este estado me sacó el afectuoso rostro de mi vieja nodriza, que en este instante asomó la cabeza por la puerta.

—Solo me he atrevido a entrar para ver el fuego, a ver si ardía bien, porque lo he encendido yo misma y no he querido avivarlo con el fuelle por no despertarte.

—Entra, Ellinor, entra —dije yo—. Entra, por favor.

—Lo haré, ya que veo que no estás con nadie que me dé miedo —dijo, paseando la mirada por la habitación y dándose por satisfecha al ver que no me acompañaba mi ayuda de cámara.

—Mientras yo viva no tendrás que temer a nadie —dije yo—, porque yo siempre te protegeré. No olvido cómo te portaste cuando creíste que estaba muerto en aquel salón.

—¡Oh! ¡No quiero ni pensar en ello! ¡Gracias a Dios que no pasó nada peor! Veo que ya te has recuperado. ¡Que Dios te conserve la vida! Seguro que debías estar muy cansado ayer noche, porque esta mañana estabas tendido muy quieto, durmiendo como un ángel; y eras igualito a cuando eras un bebé en mis brazos.

—Pero siéntate, mi buena Ellinor —dije yo—, y hablemos un poco de nuestras cosas.

—¿Y no son estas mis cosas? —dijo ella, un poco enfadada.

—Sin duda, pero quería decir que debes decirme cómo te van las cosas en esta vida y qué puedo hacer para que estés más cómoda y seas más feliz.

—Hay una cosa que me haría muy feliz —dijo la mujer.

—Dímela —dije yo.

—Que me dejaras que fuera yo quien te encendiera el fuego cada mañana y te abriera las contraventanas, querido.

No pude sino sonreír ante la humildad de la solicitud. Iba a insistir para que pidiera alguna cosa de mayor enjundia, pero entonces ella oyó que se acercaba un criado por la galería, se levantó de un salto de su silla y se hincó de rodillas frente al fuego, dando grandes soplidos con la boca para avivarlo.

El sirviente me venía a comunicar que el señor M’Leod, mi agente, me esperaba en la sala del desayuno.

—¿Me dejarás encenderte el fuego todas las mañanas? —dijo Ellinor, ansiosa, volviéndose mientras estaba de rodillas.

—Será un placer —dije yo.

—Entonces no te olvides de decírselo a los demás —dijo—, o si no es muy posible que los ingleses no me dejen hacerlo. Dios te bendiga y no te olvides de decírselo.

—Me acordaré de mencionarlo —dije yo, pero en el trayecto abajo lo olvidé por completo.

El señor M’Leod, a quien encontré leyendo el periódico en la sala del desayuno, parecía la persona menos afectada por mi presencia de cuantas había visto desde mi llegada. Era un hombre perpendicular, de rasgos duros y constitución fuerte, pero con un carácter notablemente tranquilo. Pronunciaba cuidadosamente cada sílaba con un acento vagamente escocés, y al hablar no hacia gestos de ningún tipo, sino que se mantenía sorprendentemente quieto. Ninguna parte de él se movía, excepto los ojos, cuya expresión denotaba un sentido común sosegado, pero implacable. Era hombre de pocas palabras y nada de lo que decía era superfluo: iba directamente al quid de la cuestión. Me apremió a que examinara y aprobara de inmediato sus cuentas: enumeró varias cosas de importancia que había hecho en mi servicio, pero lo hizo sin pretender con ello que se le debiera nada, pues las mencionó solo como prueba de que había cumplido con su deber como empleado, por el que no esperaba ni aceptaría ningún agradecimiento especial. Parecía un hombre frío y estricto tanto en lo mental como en lo físico. Pero ni siquiera su contundente apariencia de honestidad me inclinó en su favor, pues la traición de Crawley había dejado en mí un legado de aborrecimiento universal a agentes y administradores. Como tan a menudo sucede, el que ha sido crédulo en exceso, una vez descubre su error, se convierte en el más suspicaz. Las personas no acostumbradas a usar la razón a menudo argumentan de forma absurda y equivocadamente deducen principios generales de unos pocos hechos particulares, y así extienden indiscriminadamente su experiencia con unos pocos individuos a clases sociales enteras. Para mí el trabajo de pensar era tan arduo que, una vez llegaba a una conclusión sobre un asunto, prefería persistir en ella, fuera correcta o equivocada, que tomarme la molestia de revisar y rectificar mi juicio.

En esta ocasión, además, los prejuicios nacionales reforzaron la idea que en mí habían grabado mis circunstancias. El señor M’Leod no solo era un agente, sino que para más inri era escocés, y yo tenía la noción de que todos los escoceses eran taimados; por lo tanto, concluí que su forma de ser clara y directa era una impostura y que su modo franco de tratar los negocios debía ser algún tipo de compleja argucia.

Tras finalizar el desayuno me presentó un informe general de mis asuntos, me obligó a fijar un día para examinar las cuentas y luego, sin expresar la menor mortificación o disgusto por mi actitud distante ni por la obvia impaciencia que me provocaba su visita, imperturbable, avisó a un criado de que aprestara su caballo, me deseó un buen día y se marchó.

A estas alturas el patio de mi castillo estaba ocupado ya por una multitud de «peticionarios encapotados» que habían venido todos a visitar: ¿puedo ver al señor? o aguardaban para decir unas palabras en mi honor. Esperaban con diversa actitud, algunos apoyados contra la pared, otros paseando bajo mi ventana, para ver si podían llamar mi atención. Todos, con paciencia de cortesanos, esperaban, horas y horas, durante el día entero si era necesario, hasta que llegaba su turno, o su oportunidad, de tener una audiencia. Me había prometido darme el gusto de visitar mi castillo ese día, y luego de cabalgar un poco por mis tierras, pero no tuve la menor oportunidad de hacer ninguna de las dos cosas. Mi voluntad ya no era mía, ni tampoco mi tiempo estaba a mi disposición.

Me daban vivas y me deseaban que les gobernase muchos años. Esa era la señal de que a partir de ahora viviría como un príncipe, exclusivamente al servicio de mis súbditos. Cómo todos esos súbditos míos habían podido vivir tantos años sin mi presencia era algo que se me escapaba por completo, ya que, desde que había puesto pie en aquellas tierras, parecía evidente que eran incapaces de existir sin mí.

Uno tenía esposa y seis hijos, pero carecía de un lugar en el ancho mundo en el que caerse muerto, si yo no le permitía convertirse en aparcero mío, en cualquier rincón de mis fincas que bastase para alimentar a una vaca.

Otro tenía un hermano en la cárcel, que no podría salir de ella sin mi intervención.

Uno quería un arriendo de tres vidas;* otro quería una renovación del suyo; otro una granja; otro una casa; otro esperaba que nombrara a su hijo recaudador de impuestos; otro quería que lo nombrase alguacil; otro estaba desesperado porque solucionase una disputa sobre lindes de propiedades entre él y Corny Corkran; y medio centenar más entregaron a mi agente peticiones para hacerse con algunas de las tierras que serían asignadas el próximo mayo; y medio centenar más acudieron con leyendas sobre tradicionales promesas del antiguo señor, es decir, de mi señor padre: tuve que escuchar durante horas interminables historias en las que existía una desconcertante y provocadora confusión de hechos e invenciones, presentadas en un lenguaje tan imaginativo y en tonos tan nuevos para mis oídos ingleses, que a pesar de escucharlas con la mayor paciencia y de dedicarles toda mi extenuada atención, no pude comprender sino una pequeña porción de lo que decían.

Nunca en mi vida se cansaron tanto mis oídos como durante aquel día. No podría haber soportado aquella ordalía de no ser por las fuerzas que extraía de la agradable idea de mi poder e importancia, un poder que, al parecer, era casi despótico. Este nuevo estímulo me sostuvo durante tres días enteros, a lo largo de cuales me retuvo prisionero en mi propio castillo la multitud que acudió a presentarme homenaje y a pedirme favores y protección. En vano ensillaban y embridaban mi caballo cada mañana: nunca pude montarlo. La cuarta mañana, cuando creí haber terminado con el último de aquellos peticionarios que me torturaban, me quedé pasmado y me desesperé al salir y ver que fuera esperaba una nueva legión que deseaba audiencia. Ordené a mi gente que les dijera que el señor iba a salir y no podía recibir a nadie más. Supongo que no comprendieron lo que decían mis sirvientes ingleses, porque nadie se movió de su puesto. Al recibir el mensaje por segunda vez, reconocieron que lo habían entendido a la primera, pero replicaron que preferían esperar allí hasta que el señor regresara de su cabalgata. Con dificultades, subí a mi caballo y atravesé las cerradas filas de mis atormentadores. Por la noche dispuse que se cerraran las puertas y ordené al portero que en adelante no dejara entrar a nadie más al patio del castillo si deseaba conservar su trabajo. Cuando me levanté, me complació ver que no había moros en la costa, pero en cuanto puse un pie al otro lado de la puerta de entrada, ¡sorpresa! La hueste que asediaba mi castillo seguía apostada en mis jardines, y a lo largo del camino, y por los campos. Me seguían a todas partes y cuando les prohibí dirigirse a mí cuando iba a caballo, al día siguiente me encontré con partidas que me emboscaban y esperaban en silencio, con el sombrero en la mano, haciendo constantes reverencias, hasta que no podía evitar dirigirme a ellos y decirles:

—En fin, mis queridos amigos, ¿qué os trae por aquí a hacerme reverencias?

Y así acabé preso de nuevo, sujeto por la brida durante una hora entera.

En suma, me encontraba ahora en una situación en la que no podía aspirar a tener ni intimidad ni tiempo libre, pero al menos disfrutaba de todos los gozos del poder, hacia el que sentía una pasión que sin duda habría terminado también por sucumbir a mi indolencia habitual si no la hubieran mantenido viva mis celos hacia el señor M’Leod.

Un día, cuando rechacé una audiencia a un arrendatario inoportuno, y dije que los peticionarios me estaban agobiando desde la hora misma de mi llegada y que estaba cansado hasta la extenuación, el hombre me contestó:

—Lamento, señor, que tenga todo este trabajo, y es una pena. ¿Quizá sería mejor que fuera a ver al señor M’Leod? Sin duda su agente me podrá atender y no le molestaré a usted más. El señor M’Leod se encargará de todo, como ha hecho siempre.

—¡Que se encargará de todo como ha hecho siempre! —exclamé yo al instante—. ¡No, de ningún modo!

—Entonces, ¿con quién debo hablar? —preguntó el hombre.

—¡Conmigo! —dije yo, en tono tan altivo que bien podría haber sido Luis XVI anunciando a su corte la decisión de actuar él mismo como su propio ministro.

Después de esta intrépida declaración de que me disponía a actuar por mí mismo, no podía permitirme ceder a mi habitual pereza. Mi orgullo, al igual que otros de mis sentimientos, había quedado tan maltrecho por la traición del capitán Crawley que tomé la determinación de demostrar al mundo que ningún administrador me iba a volver a engañar nunca.

Cuando, el día designado, el señor M’Leod acudió a que revisara y aprobara sus cuentas, yo, con mucha pompa y circunstancia, como si llevara toda la vida gestionando personalmente mis asuntos, me senté a inspeccionar los documentos; y, por increíble que parezca, los leí todos en una sentada, sin emitir un solo bostezo y, para no haber estudiado nunca unas cuentas antes, entendí la naturaleza de deudores y acreedores bastante bien. Pero, a pesar de mi enorme deseo de demostrar mi sagacidad aritmética, no encontré el menor error en los números. Era evidente que el señor M’Leod no era ningún capitán Crawley. Sin embargo, en lugar de resignarme a creer que alguien podía ser a la vez un administrador y un hombre honesto, concluí que si no me robaba dinero tenía que ser porque su objetivo era arrebatarme mi poder. Imaginé que deseaba convertirse en un hombre influyente e importante en el condado y le atribuí deseos que en realidad eran míos. Por ello asumí que todo lo que aparentemente hacía a mi servicio estaba impulsado por su deseo de poder.

Más o menos en este momento recuerdo que me preocupó mucho una carta que M’Leod recibió en mi presencia y de la cual me leyó solo parte: no descansé hasta leerla entera. Desde luego, la epístola demostró que había valido la pena que me tomara la molestia de descifrarla: se refería meramente a la pavimentación del patio de las gallinas. Como el rey de Prusia,* de quien se decía que estaba tan celoso de su poder que quiso regular hasta el uso de ratoneras en sus dominios, pronto me impliqué en la dirección de una desconcertante multiplicidad de minucias insignificantes. ¡Ah! Descubrí a mi costa que los problemas son compañeros inseparables del poder y, muchas veces, en el transcurso de los primeros diez días de mi reinado, estuve dispuesto a renunciar a mi cargo debido al agotamiento.

Ennui

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