Читать книгу Ennui - Maria Edgeworth - Страница 16
Capítulo 8
ОглавлениеUna mañana temprano, después de haber pasado una noche febril torturado en sueños por las voces de la gente que me había atosigado el día anterior, me despertó el ruido de alguien encendiendo mi fuego. Creí que era Ellinor, y la idea del afecto desinteresado de aquella pobre mujer me vino a la mente como contrapunto del egoísmo de otros que tanto me había preocupado últimamente.
—¿Qué tal estás, mi buena Ellinor? —pregunté—. No te he visto mucho esta semana pasada.
—No soy Ellinor, mi señor —dijo una voz desconocida.
—¿Y cómo es eso? ¿Por qué no me enciende el fuego Ellinor?
—Pues no lo sé, mi señor.
—Ve a buscarla inmediatamente
—Se ha ido a su casa estos tres días.
—¡A su casa! ¿Es que está enferma?
—No que yo sepa, mi señor. No sé qué le ha podido pasar, excepto que estuviera celosa de que fuera yo quien le encendiera el fuego al señor. Pero no puedo decirlo con seguridad, porque se fue sin decir ni una palabra, ni buena ni mala, cuando me vio encender este fuego, que lo encendí yo porque así me lo ordenó el ama de llaves.
Recordé ahora la petición que me había hecho la pobre Ellinor, y me reproché severamente haber olvidado mi promesa en un asunto que, por trivial que fuera en sí mismo, significaba tanto para ella. Decidí visitar su casa durante mi paseo a caballo matutino y disculparme personalmente, pero primero satisfice mi curiosidad acerca del prodigioso número de parques y ciudades que había oído que había en mis tierras. Habían acudido a mí muchos desposeídos con la modesta solicitud de que les concediera alguno de los parques que había cerca de la ciudad. El parque de los caballos, el de los ciervos, el de las vacas no alcanzaban a responder a la idea que yo asociaba con la palabra parque, me quedé atónito y un poco avergonzado cuando contemplé los terruños y recodos de tierra cerca de la ciudad de Glenthorn a los que se habían concedido este altisonante nombre: una extensión suficiente para alimentar a una sola vaca se consideraba suficiente en Irlanda para merecer el nombre de parque.
Como había escuchado los nombres de más de cien ciudades en las tierras de Glenthorn, tenía un concepto imperial de la extensión mis territorios y estaba impaciente por explorar mis dominios. Sin embargo, me bastó visitar unos pocos de estos lugares para dar por satisfecha mi curiosidad. Dos o tres cabañas juntas bastaban para constituir una ciudad, y el terreno adjunto a ellas se consideraba un municipio. Estos municipios se remontaban generaciones y procedían de antiguas agrimensuras irlandesas. Bastaba con mostrar los límites de un municipio para demostrar que debía existir una ciudad y, por lo visto, se consideraba que la tradición de que allí hubiera una ciudad se mantenía aunque solo quedara en pie una cabaña. Tiré de las riendas para girar la cabeza de mi caballo ante el disgusto que me causó uno de estos pueblos tradicionales, y le dije a un muchacho que me mostrara el camino a la casa de Ellinor O’Donoghoe.
—Lo haré encantado, mi señor. Si alguien conoce bien ese camino, ese soy yo, pues Ellinor es mi abuela.
El muchacho, o, según lo llamaban allí, el zagal, corrió entre los campos, plagados de helechos y conejos. Estos, que se sentaban pacíficamente a la entrada de sus madrigueras, parecían creerse los dueños del lugar y considerarnos a mí y a mi caballo unos intrusos. El chaval se disculpó por la gran cantidad de madrigueras en esta parte de la hacienda:
—No habría tantas, mi señor, si el guardabosques me permitiera tener una escopeta, que me daría si supiera que su señoría da su permiso.
El ingenio con el que incluso los más jóvenes eran capaces de presentar sus peticiones en el momento más favorable a sus intereses me irritaba y, en ocasiones, despertaba mi admiración. Este chico presentó la suya justo cuando estaba apartando de mi camino un carro que cerraba una puerta en el seto, y estaba esforzándose tanto por mí, dejándose el resuello por complacerme, que no pude negarme a concederle que ordenaría al guardabosques que le diera una escopeta, tan pronto como comprendiera exactamente qué quería decir con eso.
Llegamos a la casa de Ellinor, una destartalada casucha de paredes de adobe apuntalada en uno de los costados por un contrafuerte hecho de piedras sueltas, sobre las que una cabra reposaba sentada sobre sus patas traseras mientras pastaba la hierba que crecía en el tejado de la casa. Bajo la única ventana de la vivienda había un muladar; al otro lado de la casa, cerca de la puerta de entrada, en el charco con el agua más sucia que jamás he visto, chapoteaban unos patos. Al acercarme salieron de la cabaña un cerdo, un ternero, un cordero, un niño y dos gansos, todos con las patas atadas; seguidos por pavos, gallos, gallinas, un perro, un gato, un gatito, un mendigo, una mendiga con una pipa en la boca, una cantidad inmensa de niños y una chica muy corpulenta con una horca en la mano; desde luego, en total, salieron de allí muchas más personas y bestias de las que yo, contemplando el tejado de aquella cabaña a lomos de mi caballo y haciéndome una idea de la superficie que cubría, consideré que fuera posible que cupieran dentro. Pregunté si estaba en casa Ellinor O’Donoghoe, pero el perro se puso a ladrar, los gansos a graznar, los pavos a gluglutear, y los mendigos a pedir, todos a la vez y armando tanto ruido, que ahogaron completamente mis palabras. Cuando la chica consiguió apaciguarlos blandiendo su horca, me respondió que Ellinor O’Donoghoe estaba en casa, pero que estaba cuidando el patatal, y corrió a buscarla, no sin antes llamar a los chicos, que estaban dentro fumando, para que salieran a honrar al señor. Tan pronto como emergieron agachándose por la pequeña puerta y pudieron erguirse, me dieron la bienvenida con mucha calidez, y se alegraron de que estuviera en el reino. Pregunté si todos eran hijos de Ellinor.
—Todos ellos —fue la primera respuesta.
—Solo uno de ellos —fue la segunda.
La tercera respuesta hizo que las dos anteriores resultaran incomprensibles:
—Sepa el señor que todos son sus hijos políticos, sus yernos; excepto yo, que soy su hijo de pleno derecho.
—Entonces, ¿somos tú y yo hermanastros criados por la misma mujer?
—No, señor, no yo, sino mi hermano, y no está aquí.
—¿No está aquí?
—Pues no, lo siento, señor, está fraguando arriba.
—¿Arriba? —dije yo—. ¿Qué quieres decir con «fraguando arriba»?
—Pues que es el herrero, mi señor, y está trabajando en la herrería.
—Y tú, ¿quién eres?
—Yo soy Ody, un placer conocerle, señor. Es el diminutivo de Owen.
—¿Y cual es tu oficio?
—¡Oficio! ¡Válgame el cielo, señor! No me criaron para ningún oficio en particular, pero si no fuera porque mi madre no desea que me separe de ella, me alistaría en el ejército el mes que viene, y estoy seguro de que mi madre me dejaría hacerlo si el señor dijera una palabra en mi favor al coronel, para que me haga sargento de inmediato.