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CAPÍTULO I

INUNDACIÓN



La primera vez que fijé un ojo en ti, supe de inmediato que tenías algo especial, a pesar de no ser más que un simple humano. No sé si fue por cómo tu sombra, proyectada sobre el asiento del coche, parecía más viva que tú, o por la manera en la que revisaste el tambor de tu pistola para asegurarte de que estuviese cargada.

Hoy en día aún me pregunto qué me pareció tan maravilloso de todo el paisaje hostil en el que consistía tu persona o qué tenía de hermoso ese semblante eternamente irritado, pero lo que sí tengo claro es que si nuestros caminos se habían cruzado esa noche era por algo más que una coincidencia.

Apagaste el motor y bajaste del coche con calma. La lluvia golpeó con fuerza contra tu gabardina y el agua goteó con tanta furia a través de tus pestañas que cualquier otro se habría resguardado. Pero tan sólo pasaste una mano por la cara para limpiártela y avanzaste sin más por la calle vacía, apenas iluminada por un par de farolas que no tardarían en reventar bajo la tormenta. Te seguí, serpenteando entre las flechas de agua mientras escuchaba sorprendido cómo tu palpitar permanecía tranquilo, impertérrito.

Los truenos cocían las nubes a latigazos y la inundación rebasaba el filo de la banqueta; podías oler la peste de las alcantarillas atiborradas de basura e incluso divisaste cómo una rata luchaba por trepar sobre un árbol enclenque, ansiosa por salvar la vida. Pero nada de eso podía amedrentarte; pronto escucharías gritos por encima de la tormenta.

Chapoteaste en el agua sucia con la pistola bien sujeta en el arnés. Sabías que adentrarte solo y en mitad de la noche en Dixon era una idea estúpida, pero no había algo en el este de Nueva Orleans que lograra asustarte. No cuando crecer en Las Viñas tampoco había sido precisamente el paraíso.

Decidido a no detenerte en recuerdos de tierra árida y alacenas vacías, avanzaste un par de cuadras más. Una lúgubre fila de casas diminutas que llevaban años aferrándose a sus cimientos decoraba ambos lados del vecindario, como si fuesen un pasillo del cementerio de Saint Louis cuyas cercas metálicas no podían proteger a sus inquilinos de bestias peores que la lluvia.

Conmovido, cerré goteras, soplé con aliento caliente bajo las puertas y repartí bendiciones en las ventanas a medida que tu gabardina se sacudía con el viento. Ver a mis niños agazaparse en la oscuridad, abrazados a sus hijos mientras sus techos se sacudían, nunca era fácil; ser un Loa como yo, un espíritu regente del vudú, consistía, en gran medida, en vivir la eternidad con el corazón compungido.

Después de pasar de largo aquellos sepulcros, te detuviste en una esquina para observar a lo lejos una casa de dos pisos, la única que parecía tener el brío suficiente para erguirse ante semejante tormenta.

La luz fúnebre traspasando los cristales de la primera planta resaltaba como un faro en la noche, pero no era su resplandor cetrino el que te hacía saber que estabas en el lugar correcto: eran las ventanas del segundo piso, tapizadas por plástico negro y lo que parecía ser un sistema de ventilación mal instalado en una de las habitaciones del fondo.

Entornaste los ojos, incapaz de creer que las señales fuesen tan obvias.

Estabas a punto de moverte cuando un murmullo cargado de estática te hizo chasquear la lengua; la vocecita desesperada de tu capitán llamándote desde la radio colgada del cuello de tu gabardina, suplicándote que no avanzaras más por tu cuenta.

Bajaste el volumen del aparato al mínimo y seguiste caminando, a sabiendas de que, para cuando el grupo de inútiles que tenías por refuerzos llegase, ya sería demasiado tarde.

Tu informante te había dicho que no tenías mucho tiempo.

Al acercarte a la casa, percibiste la silueta de un hombre sentado en una silla al lado de la puerta de entrada, mirando hacia la lluvia con actitud serena, como si fuese lo más normal del mundo salir a contemplar un huracán a medianoche.

Torciste el mentón: si alguien vigilaba la entrada sería porque, efectivamente, la casa debía estar vacía y había algo dentro qué cuidar.

Decidido, cruzaste la calzada, pero viraste en la esquina y camino abajo para poder aventurarte en los callejones lodosos de las casas a espaldas de tu objetivo, a sabiendas de que la tormenta y el deficiente alambrado público ocultarían tu presencia de los curiosos vecinos.

Tras brincar un par de cercas y esquivar pilas de chatarra acumuladas en los jardines, alcanzaste el patio trasero de tu objetivo. El lugar estaba repleto de maleza, electrodomésticos oxidados y muebles podridos apilados entre bolsas de basura, por lo que no te fue difícil agazaparte contra un sillón roído —que por el ruido que escuchabas dentro, ahora debía ser un adorable nido de ratas— para dar un buen vistazo a tus posibilidades de entrar.

Me impresionó mucho la manera en la que mantuviste la calma al ver cómo un hombre robusto, que fácilmente te sacaba veinte centímetros de estatura, resguardaba la desvencijada puerta trasera de la casa, empapándose bajo la lluvia. No te apetecía arriesgarte a pelear contra el sujeto, sin contar que entre ese apretado impermeable negro bien podría descansar oculta un arma, así que buscaste un punto adecuado para entrar en el edificio sin terminar desnucado en el intento.

Resoplaste al ver que todas las ventanas, tanto de arriba como de abajo, estaban cerradas. El ruido de la tormenta era implacable, pero eso no significaba que pudiese amortiguar el de un cristal rompiéndose dentro de la casa.

Estabas a punto de calcular tus posibilidades de enfrentarte a aquel grandulón, cuando algo llamó tu atención: una rendija de metal asomándose en las faldas de concreto de la vieja casa; un sótano elevado que, con el paso de los años, se había terminado hundiendo en el suelo pantanoso de Nueva Orleans.

Con los sentidos alertas, te dirigiste en cuclillas hacia aquella abertura, colocada justo en medio de la construcción. Después de esquivar tubos oxidados y botellas de vidrio hechas añicos, pegaste tu espalda al concreto y miraste a ambos lados para asegurarte que ninguno de los dos delincuentes que custodiaban las entradas se hubiese percatado de tu presencia.

La ventana era algo estrecha, pero estabas en muy buena forma, por lo que apretujarte por esa grieta no supondría gran problema. Abrir la rendija tampoco fue complicado, debido al hundimiento, los tornillos ya habían cedido, por lo que sólo hicieron falta un par de vueltas de tu navaja suiza para poder removerla.

Lo que te preocupaba era lo que encontrarías una vez que cruzaras ese umbral.

—Dios, amo mi puto trabajo —el sarcasmo fue tan natural que no pude evitar reír un poco.

Sin más, te sentaste sobre el fango para deslizarte con las piernas por delante. Y una vez que caíste sobre lo que se sintió como una alfombra pastosa, un olor pestilente, como a orina de gato, inundó de inmediato tu nariz.

Sonreíste someramente, porque sabías bien lo que significaba ese tufo tan distintivo.

Encendiste tu pequeña linterna de mano. El suelo estaba encharcado, atestado de bolsas de basura, filtros de café, rollos de plomería, papeles manchados de rojo y muchos, muchos bidones vacíos… todo mojado debido al agua filtrada a través de las grietas del concreto; las paredes de tapiz enmohecido exhibían marcas de quemaduras y humo que ni siquiera la humedad había sido capaz de limpiar.

No cabía duda alguna: cuando el sótano se volvió inútil, pasó de ser un laboratorio de metanfetaminas a un depósito de basura. Y para poder seguir fabricando la droga debieron haber llevado todo arriba, al maldito segundo piso, arriesgándose a volverlo un blanco fácil.

A veces te sorprendía lo inepta que podía ser la gente, incluso cuando se trataba de hacer cosas de por sí estúpidas.

Avanzaste por el sótano con el objetivo de alcanzar la corta escalera de madera. Una vez que te abriste paso hasta la puerta, susurraste una última indicación a través de tu radio. Después, la apagaste por completo y sacaste la reluciente arma del arnés en tu cintura, asegurándote de echar el seguro hacia atrás.

Al girar la perilla, te encontraste con un pasillo y una cocina desastrosa del otro lado, con la puerta trasera de la casa incrustada en el fondo y aún custodiada por aquel grandulón. Todo estaba a oscuras a excepción de una luz parpadeante que provenía de la sala, mientras que la escalera que daba a la planta alta se erguía frente a la entrada principal. Desde afuera, la construcción parecía más grande, pero por dentro, la basura y la suciedad habían consumido casi todo el espacio.

De pronto, la estática de un televisor zumbó hasta tus oídos.

—Me lleva la chingada —murmuraste muy bajo en español cuando, al acercarte a la sala con la espalda junto al muro, viste de reojo a dos sujetos echados sobre un largo sillón de tartán verde, cabeceando y con los ojos tan hinchados que apenas podían mantenerlos abiertos. El suelo estaba plagado de colillas de cigarro y bolsas de plástico manchadas de pintura en aerosol, lo que era señal de que tenían largo rato sumidos en su fiestecilla.

Sentiste deseos de rodear el cuello del informante con tus manos.

El sonido de una puerta azotándose en la segunda planta duplicó el flujo de sangre en tus venas. Regresaste sobre tus pasos hasta escabullirte en la cocina, con la vista fija hacia la escalera. Al agazaparte junto a una mesa repleta de botellas de vidrio, viste por el borde cómo un tipo vestido sólo con sandalias y un pantalón deportivo bajaba con absoluta serenidad, para luego asomarse hacia la sala. De inmediato comprendiste que ese hombre sobrio, atlético y de perfecta dentadura era el pez gordo del lugar, puesto que la regla número uno de los traficantes serios es nunca embarrarse en…

De pronto, unas luces rojas y azules se dispararon a través de las ventanas de la sala, congelando hasta la última gota de tu sangre.

—¡Maldita sea, la policía!

La puerta a tus espaldas se abrió con violencia y te arrancó el corazón.

—¡HIJO DE PERRA!

Una bala casi se incrusta en tu cabeza. El disparo encontró la puerta del sótano mientras volcabas la mesa para cubrirte. Las botellas se rompieron estrepitosamente y el olor del amoníaco ardió en tu nariz al empapar tu ropa. El enorme guardián del patio trasero había entrado, alertado por las patrullas y los gritos de los hombres en la sala.

Disparaste por encima del borde de la mesa sólo para hacerle saber al grandulón que también estabas armado. El tipo se acuclilló detrás de la puerta y detonó otro tiro, abriendo un agujero en la madera de la mesa a sólo centímetros de tu cadera.

Aquel estruendo fue suficiente para desencadenar un desastre.

—¡POLICÍA, ALTO! —escuchaste que alguien gritó desde afuera de la casa. En medio segundo, la puerta delantera se abrió de una patada; el hombre que la custodiaba cayó de espaldas contra el mugriento tapete del pasillo, aplastado bajo el peso de un miembro del escuadrón SWAT.

El enorme guardián se olvidó de ti en cuanto un puñado de hombres lo rodearon, apuntándole con rifles de asalto, y cuando una lluvia de disparos inundó tanto la sala como la cocina, no perdiste ni un instante. Te pusiste de pie y corriste hacia el pasillo sólo para ver cómo el pez gordo huía despavorido escaleras arriba.

Te lanzaste detrás de él mientras la cuadrilla inundaba la casa entre gritos y disparos como si hubiesen traído dentro la tormenta con ellos. El tipo alcanzó una puerta al fondo de la planta, y la abrió con una embestida de su hombro. Una luz ultravioleta alumbró el corredor.

Entraste al laboratorio clandestino con el arma por delante; la amplia habitación ocupaba casi todo el segundo piso y estaba llena de mesas con piletas, bidones, mecheros y recipientes que despedían un olor nauseabundo aún más potente que el del sótano.

—¡Alto, cabrón!

El tipo se estrelló de espaldas contra una puerta al final de las mesas. Sudando a chorros, giró para enfrentarte, con las manos aferradas a la madera y la cara contraída a causa del miedo.

—¡Aléjate, aléjate! —exclamó, como perseguido por un espíritu maligno.

La escena fue desconcertante, pero te bastó ver los recipientes redondos y aplanados de las metanfetaminas completamente vacíos para comprender que el hombre no temía por su vida, temía por su mercancía, la cual debía estar oculta detrás de esa puerta.

—No vale la pena —dijiste, tranquilo, pero sin bajar el arma—, ya sea aquí afuera o en prisión, tus “clientes” te lo harán pagar muy caro, así que mejor acabemos con esto por las buenas.

Los ojos llorosos de aquel hombre te hicieron entornar los tuyos y ladear la cabeza. Pero lo que sentiste no fue lástima, sino un súbito mareo provocado por los gases tóxicos del laboratorio al mezclarse con el amoníaco en tu ropa.

Tu brazo se balanceó por unos instantes y el sujeto frente a ti no dudó ni un segundo más. Alargó su mano hacia una mesa y, debajo de un recipiente volteado, sacó un revólver que apuntó directo hacia ti.

—Lo siento, ¡no dejaré que te lo lleves, mon Seigneur!

Y entonces, disparó.

La bala atravesó tu bíceps izquierdo y, como si yo mismo te hubiese clavado los colmillos, el dolor te empujó con fuerza hacia atrás. Cuando tu propia arma rugió en el aire, el sujeto no tuvo oportunidad de disparar una segunda vez.

Caíste de espaldas, sosteniendo un grito mientras el pez gordo se derrumbaba contra la puerta. La madera se pintó de carmín y los ojos de aquel sujeto se desorbitaron bajo el agujero que habías abierto en su frente.

Un silencio prolongado prosiguió al zumbido en tus oídos, para luego ser llenado por unos pasos que estremecieron el suelo de madera.

—¡Detective Hoffman, por Dios! ¡Hombre herido, hombre herido! —gritó una agente SWAT al verte en el suelo, con la sangre manando de tu herida.

Quisiste sentarte para retirar la gabardina, pero el impacto te había acalambrado todo el brazo. La puerta detrás del cadáver seguía sólidamente cerrada, y la mujer a tus espaldas no dejaba de pedirte que esperaras a los paramédicos para moverte.

La mandaste al diablo y te pusiste en pie. No es que ya te hubieses acostumbrado a la mordida de una bala, pero no era la primera vez que te disparaban ni sería la última, así que avanzaste hasta la puerta con los dientes apretados.

Tu visión se nubló, por lo que te frotaste los ojos con los dedos índice y pulgar, lo que te permitió percatarte de que sendas lágrimas cubrían el rostro del hombre en el suelo. Sentí mucha compasión por ti cuando el escozor de haber tomado una vida amenazó con quemarte al igual que el amoníaco en el ambiente, pero lo resististe apelando al dolor de tu brazo. Ahora lo único que querías era terminar con todo aquello, ver el maldito botín y asegurarte de que no te habías ganado una cirugía de extracción sólo para confiscar un puñado de meth.

Pero al pasar por encima del cuerpo y abrir la puerta, el desconcierto hizo que todo diera vueltas de nuevo.

El olor de los químicos tóxicos fue opacado de inmediato por la fetidez de un cadáver. No había drogas ni armas en la habitación, nada qué confiscar o guardar dentro de una bolsa para evidencias.

Tan sólo un niño moribundo, mirándote recostado desde la inmundicia de un colchón.

Un segundo amor

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