Читать книгу Un segundo amor - Mariana Palova - Страница 7
ОглавлениеCAPÍTULO 3
SÍMBOLO
A pesar de la lluvia, la cinta policial todavía se sostenía con firmeza de las columnas frontales de la casa, aunque con un par de trozos ya arrancados a lo largo del barandal. Con las manos en los bolsillos, chapoteaste por el jardín del frente, ese pedazo de tierra lleno de chatarra que no tuviste el gusto de conocer la noche del altercado, hasta llegar al porche con los hombros empapados.
—Maldito impermeable de mierda —susurraste por lo bajo, insultando a la pobre prenda que habías dejado olvidada en tu oficina.
Malen te observaba desde el asiento del copiloto de tu coche, frustrado porque no le hubieras permitido bajar con el pretexto de que lo necesitabas vigilando por cualquier cosa que pudiera presentarse.
Bueno, era una mentira a medias. Al no haber pedido las llaves de la casa a la jefatura, tendrías que entrar usando métodos menos ortodoxos, y necesitabas que alguien te cuidara las espaldas.
Rompiste la perilla de la puerta de una patada. La casa era tan oscura de día como de noche ya que los vidrios habían quedado empañados por el humo de los químicos y el cigarro. El intenso olor a productos de limpieza te hizo saber que el equipo todavía no había terminado con la escena, puesto que una buena cantidad de cubetas y cepillos estaban repartidos por la sala ahora vacía.
El alivio te recorrió, porque significaba que todavía podrías encontrar aquello que tu instinto te insistía en buscar, aun cuando no estuvieras muy seguro de lo que era.
Sacaste unos guantes de látex de tu bolsillo y subiste por la escalera llena de recipientes de cloro, bicarbonato y sosa cáustica, ahora con la suficiente calma para observar el deplorable estado del edificio. Lo que más te desagradó no fueron las tuberías asomándose por pedazos roídos del techo, ni las manchas asquerosas repartidas por toda la alfombra, sino el tapiz amarillento del pasillo, con una parte decorada con dibujos infantiles hechos con lo que parecían ser crayones rojos.
Al subir al laboratorio, lo encontraste igualmente vacío. Las mesas, las bandejas, los bidones, las cajas de basura y hasta la puerta donde la sangre de aquel hombre había quedado embarrada; todo se había ido, pero a través del umbral pudiste ver que el colchón mugriento seguía allí.
Tal vez era el último cuarto que faltaba por limpiar.
Una sensación desagradable te inundó todo el cuerpo al cruzar, pero preferiste adjudicárselo a la humedad de tu ropa y no al recuerdo de cuando ese niño te miró. Te acercaste para pasar una mano enguantada por donde había estado el cadáver; ya se habían llevado las mantas.
Presionaste el botón de la radio sobre tu hombro.
—Broussard —llamaste—, ¿qué dice el reporte sobre el colchón? Y si me contestas dándome la marca del fabricante, como cuando te pregunté sobre las cortinas en el caso de Algiers Point, te haré regresar a la estación a gatas.
Tras un largo minuto, la suave voz de tu asistente serpenteó entre la estática.
—Los fluidos de la descomposición no traspasaron hacia la sobrecubierta —contestó.
—¿Lo que indica que…? —le animaste a responder.
—Que el traficante cambiaba la ropa de cama frecuentemente.
O que dichos fluidos no se derramaron fuera del cuerpo porque, para empezar, nunca estuvo muerto, pensaste en silencio.
La sensación de que algo estaba fuera de lugar se acrecentó. Si el traficante quería evitar ser inculpado por asesinato, lo que explicaría por qué no quería que te acercaras al niño, ¿no habría sido más sencillo deshacerse del cadáver desde que el pequeño murió? Además, la fiereza con la que estaba dispuesto a defender el cuerpo era inexplicable. El hombre ni siquiera estaba drogado en el momento del enfrentamiento.
Al comprender que allí no encontrarías algo útil, te levantaste para salir de la habitación. Pero a unos pasos de la entrada, miraste de nuevo sobre tu hombro, hacia el colchón.
No podías entenderlo. ¿Para qué carajos había muerto ese hombre, en semejante muestra de “amor”, si para empezar hizo sufrir a su hijo hasta las últimas consecuencias?
La familiaridad de la idea desbordó tu paciencia, por lo que apretaste los puños por lo bajo y decidiste mandar todo a la mierda. El niño llevaba días muerto por negligencia y el cabrón de su padre se había vuelto demente, negándose a aceptarlo. Eso había sido todo.
Saliste trotando por el pasillo, furioso contigo mismo por haber perdido el tiempo en algo que sólo había sido una alucinación, pero cuando bajaste la escalera, dispuesto a salir de la casa, decidí ayudar.
Un frasco de bicarbonato rodó desde un escalón hasta romperse sobre la alfombra del pasillo. Diste la vuelta y desenfundaste tu pistola del cinturón con un movimiento tan limpio como letal. Entornaste los ojos y repasaste el perímetro con la mira, para después avanzar con cuidado por el corredor. Y al acercarte a los restos del cristal, un extraño rechinido vibró bajo tu zapato, muy distinto a la sensación que te dejaba la alfombra mugrosa tras pisarla.
Alzaste una ceja al mirar hacia abajo y descubrir que el equipo forense había cortado un trozo del afelpado; un pequeño recuadro de no más de veinte centímetros que yacía dentro de la silueta de una gran mancha blanquecina.
Percibiste un olor muy desagradable cuando te pusiste de cuclillas para examinar el subsuelo descubierto. Con la cara arrugada por el asco, llamaste de nuevo por la radio.
—¿Qué hay del corte en la alfombra, muchacho? —preguntaste, tocando con la yema de tus dedos enguantados el trozo descubierto. El material estaba muy húmedo, casi podrido, y la mancha blanquecina se expandía desde el tapete hacia la pared, cuyo tapiz ya había comenzado a descarapelarse. Frunciste el ceño al comprender que el rastro se concentraba justo donde estaban los dibujos de crayones.
Estabas tan absorto que ni siquiera gruñiste por los tres largos minutos en los que Malen tardó en contestar.
—Eh, según el laboratorio —respondió al fin—, localizaron una mancha que parecía sangre seca, pero que al analizarla resultó ser sólo humedad.
Arrugaste el entrecejo, porque bien sabías que aquel olor no podía ser sólo madera podrida. Era increíblemente desagradable, como si te hubieras sentado en una pila de cadáveres putrefactos.
Tocaste la pared tres veces y el ruido hueco que hicieron tus nudillos contra el muro te hizo sonreír.
—¿Pasa algo, jefe? —insistió el chico a través de la radio.
—Mueve tu trasero aquí, Broussard —contestaste con una veta de emoción—, y trae el hacha de emergencia del maletero. Encontré algo.
Cuando Malen entró en el edificio, quedó paralizado al verte arrancando grandes áreas del tapiz con un trozo del frasco roto. El pobre chico apretó el hacha contra su pecho, consternado, pero aun así, no dejaste de rascar la pared.
—¿Jefe?
—¿Hueles eso? —preguntaste, para luego observar uno de los pedazos marcados con crayón rojo. Él te miró un segundo con el ceño fruncido para luego expandir las fosas nasales.
—¿Una alcantarilla?
Con un bufido, le quitaste el hacha de las manos.
—¿Cómo va a ser una alcantarilla? ¿Acaso no has aprendido nada en la morgue?
Malen retrocedió con los ojos bien abiertos.
—No, no puede ser un cadáver —exclamó—, ¡trajimos a los perros y no encontraron nada!
—Tal vez porque todavía no era uno en ese momento.
El chico palideció cuando clavaste el hacha sobre el muro y la cabeza de metal no rebotó con violencia, como debería hacerlo si se hubiese estrellado contra una viga u hormigón. Al contrario. El filo del arma se clavó contra la superficie y la astilló en un sonido hueco y lastimero.
El olor a cadáver se intensificó tanto que Malen tuvo que cubrirse la nariz.
—¿Corcho? —exclamó.
Terminaste de abrir un agujero del tamaño de una cabeza para luego recargarte en el hacha a modo de bastón. Te habías jalado los puntos de sutura una vez más, pero la adrenalina de saber que habías encontrado algo interesante te hizo ignorar el dolor.
—Una pared falsa —dijiste con satisfacción ante semejante hallazgo—, abrieron un hueco y luego volvieron a cubrirlo. Y como el corcho es de tan mala calidad, se arruinó con lo que sea que se esté pudriendo allí dentro.
Malen no parecía compartir tu entusiasmo.
—Jefe, ¿no debería dejarle esto a los de homicidios? —preguntó con justificado nerviosismo. En esos tiempos eras detective en la división de narcóticos, así que no había motivo para que te metieras en problemas a menos que lo que estuvieras buscando fuese un almacén de drogas. Ahora que estaba claro que el olor que emanaba de aquella pared no venía exactamente de un paquete de metanfetaminas, no tenías nada más qué hacer allí.
El pulso dentro de tus venas te hizo continuar. Levantaste el hacha de nuevo y con el filo empezaste a arrancar trozos gruesos de corcho hasta que aquello que buscabas por fin se reveló.
—Pero mira qué tenemos aquí…
Era un bulto de tela color rojo, incrustado en una de las vigas horizontales de la pared y cerrado por gruesos filamentos de estambre negro.
Por instinto, echaste un poco el cuello hacia atrás al percibir algo obsceno en la apariencia de aquella cosa, aunque no sabías bien qué. La tela de franela lucía sanguinolenta por la humedad, además de que estaba llena de cosas que parecían ser unos recipientes.
Malen se acercó a tu lado para asomarse por la abertura. Todo el color de su cara desapareció.
—¡No, deténgase! —gritó cuando alargaste la mano para tomar el paquete—, ni se le ocurra tocarlo, ¡esa cosa es muy peligrosa!
—Pero, ¿qué…?
—Conjure…* —susurró con los ojos bien abiertos y a punto de jalarte de la gabardina. Miraste de nuevo hacia el bulto oculto en la pared.
No era la primera vez que veías algo de aquella naturaleza, y mucho menos en las zonas turbulentas de Nueva Orleans, pero algo en el olor de aquel objeto te hizo saber que esa ocasión las cosas eran distintas. No sabías si era porque la imagen de aquel niño se te había quedado clavada en la psique, o porque seguías sin explicarte la desesperación de aquel hombre por proteger un supuesto cadáver.
Pero fuera lo que fuese, sabías que estabas a punto de involucrarte en algo peligroso, un misterio inquietante que no sería fácil de resolver.
Y para ti, no había sensación en el mundo más maravillosa que ésa.
* También conocido como hoodoo, es una forma de magia utilizada por la población afrodescendiente del sur de los Estados Unidos que no se relaciona necesariamente con las prácticas vudú.