Читать книгу Un segundo amor - Mariana Palova - Страница 6
ОглавлениеCAPÍTULO 2
CORAZONADA
Después de aquella noche, me fue muy difícil quitarte la mirada de encima, más cuando el capitán de tu división te mandó a descansar siete días completos. Tres para que te acostumbraras a tu nueva herida, tres por haber apagado el intercomunicador y uno más por decir que el pendejo que había arruinado la operación había sido él. Que mandar a las patrullas con las sirenas encendidas estando tú de encubierto había costado la vida de un hombre y abierto una cicatriz en tu brazo izquierdo.
¡Cuánto le hubiera gustado al capitán haberte impuesto un castigo mayor! Pero me causó mucha satisfacción el comprobar que, aun tras la sarta de improperios que le escupiste en la cara, el hombre prefirió ver su ego hecho añicos por tu florido léxico a sacarte de las calles por demasiado tiempo.
Después de semejante ajetreo, lo único que te consoló al final del día fue el contundente puñetazo que le propinaste en la nariz a tu informante, junto con la dulce promesa de meterlo a prisión un buen par de décadas por traicionar la confianza de un agente.
Así que, resuelto a hacerle la vida un infierno a cualquiera que decidiera respirar el mismo aire que tú, estacionaste tu fiel coche en la jefatura de policía. La mañana, fría como una lápida y con el cielo arropado de nubes, te recibió con una incesante llovizna que no dejaba de arruinarte el calzado.
Habría sido mejor que te ciñeras un buen par de botas, pero como tu padre siempre detestó la imagen estereotipada de detective, te daba igual que el agua te pudriera los zapatos con tal de conservarla.
Las gruesas columnas blancas de la entrada te recibieron con más alegría que los hombres uniformados que se refugiaban bajo ellas, y cuando te abriste paso por el edificio como si fueras el mismísimo huracán irrumpiendo en la comisaría, las cosas no fueron distintas. Todo mundo se mantuvo con la cabeza inclinada hacia sus papeles, encogiéndose a medida que pasabas a su lado.
Aguantaste el deseo de poner los ojos en blanco, no porque anhelaras que alguien te diera los jodidos buenos días, sino porque te irritaba que todo mundo tuviese la suficiente boca para decir pestes a tus espaldas, pero muy pocos cojones para escupirte de frente.
Con el tiempo aprendí que, aunque no eras la adoración de tus compañeros de distrito y tenías el humor de un caimán, la gruesa carpeta archivada en la gaveta principal del superintendente era motivo suficiente para mantener a todos a raya; doscientos noventa casos resueltos en tus doce años de carrera —una barbaridad, siendo que cada detective del departamento lidiaba a lo mucho con siete u ocho crímenes por año—, y una sucesión de alcaldes fanáticos tanto de tu trabajo como de tu cuestionable personalidad eran los ingredientes necesarios para mantenerte en el puesto.
Así que, sin más, llegaste hasta tu lugar de trabajo, un pequeño cubículo que, si bien tenían años sin aprobar presupuesto para cambiar el destartalado escritorio, al menos estaba al lado de un ventanal que tenía una maravillosa vista al callejón de los contenedores de basura.
Bueno, tal vez el capitán sí se desquitaba de tu mal humor, pensaste.
Arrojaste tu impermeable húmedo en el perchero y te remangaste tu gabardina nueva, sin importar que las gotas de lluvia salpicaran la carpeta azul acomodada sobre tu escritorio. Era el expediente del siguiente caso por resolver y, curiosamente, el único, siendo que por lo general tenías cuatro o más esperándote cada que terminabas uno.
Te resultó extraño. No sabías si te habías acostumbrado tanto a la violencia de Nueva Orleans que una semana tranquila de trabajo te parecía un desperdicio, lo cual era preocupante, no sólo porque hablaba mucho de tu salud mental, sino porque, conforme pasaban los años, ese oficio emocionante que te mantenía aferrado a la vida parecía comenzar a volverse… rutinario.
Enredándome en los brazos del perchero, te observé dejarte caer en la silla deshilachada y encender con pereza la computadora portátil. Al alargar la mano para tomar el expediente nuevo y empezar a capturar datos, un tirón en los puntos de tu bíceps te hizo proferir una palabrota.
—Vaya, ¿quién dejó entrar el huracán?
Ni siquiera levantaste la barbilla cuando un joven alto, delgado y de uniforme impecable colocó sobre tu escritorio una taza de café no solicitado. Y cuando miraste con fastidio los dibujos de rosquillas en la pulida cerámica, el chico se encogió de hombros.
—Sin azúcar y extraamargo, para que combine con su personalidad, jefe.
—Es demasiado temprano para mandarte a la mierda, Broussard.
Tu asistente sonrió con gentileza. Desde que conseguiste el puesto de detective dejaste en claro que trabajabas mucho mejor solo, pero el capitán de tu división siempre encontraba la manera de endilgarte a alguien que aspirara al puesto de compañero, de preferencia, una persona con poca experiencia y carácter blandengue que lo único que provocaría en ti serían deseos de patearle el trasero.
Hasta ahora, siempre habías logrado hacer que todos los reclutas renunciaran a las pocas semanas, pero para tu desgracia, Malen Broussard tenía la mala costumbre de ser el único novato que hasta ahora prefería poner la taza de café sobre el escritorio en vez de vaciártela encima. Ese chico de veintipocos años, de uniforme prestado y que desde hacía más de siete meses llegaba puntual todos los días al trabajo en autobús había resultado ser inteligente, organizado y, peor aún, tremendamente paciente, lo suficiente como para soportar tus ladridos sin salir azotando la puerta, así que hasta ahora no habías logrado sacudírtelo de encima.
Siendo honestos, tampoco buscabas nuevas maneras de hacerlo. O al menos, no tanto como antes. Su presencia era casi tolerable y el café que hacía no estaba mal, además…
—Imaginé que querría ver esto a primera hora, jefe, antes de comenzar con el nuevo caso.
Malen colocó delante de ti una carpeta amarilla a reventar de papeles. Y al leer la etiqueta del borde aguantaste el deseo de maldecir, porque justamente ibas a pedirle eso: el informe forense del laboratorio clandestino.
Ignoraste la cara de satisfacción del chico y omitiste el “gracias” que conceden las personas decentes cuando alguien hace su trabajo, aunque tu asistente no lo echara en falta. Él también había empezado a entenderte poco a poco, después de todo.
Abriste la carpeta y un análisis completo de la morgue se desplegó frente a ti. Había un paquete de fotografías engrapado dentro de los papeles y, por unos segundos, te preguntaste si realmente estabas de humor para ver eso con el estómago vacío.
La noche en la que abriste la puerta empapada en sangre y viste a aquel niño postrado en el repugnante intento de cama, la luz ultravioleta del laboratorio clandestino volvió todo aún más macabro, puesto que sendas manchas blancas, rastros de sangre y quién sabe qué otras inmundicias, plagaban las paredes, el suelo y las mantas que envolvían a aquella criatura.
El cuarto era poco menos que un chiquero, repleto de la misma basura que el resto de la casa. El sistema de ventilación que habías visto desde afuera estaba instalado a cal y canto en las ventanas, pero las aspas giraban tan despacio que habría sido igual si hubiesen rellenado los vanos con concreto.
Te acercaste, tambaleándote, para observar a la víctima. El pequeño no debía tener más de cuatro años de edad, y la forma en la que viró la cabecita para mirarte te provocó un escalofrío. Tenía una costra rosácea cubriendo toda su mejilla derecha y los ojos casi en blanco. Tampoco se movía demasiado, apenas lo suficiente para hacerte saber que estaba consciente de tu presencia.
Miraste sobre tu hombro, hacia el cadáver del traficante, y no supiste cómo proceder. Al menos, no de la manera profesional, y eso fue lo que más te inquietó.
Alargaste la mano hacia el pecho de la criatura a sabiendas de que estabas cometiendo un error al alterar la escena del crimen, pero no te importó porque sabías bien que a ese niño no le quedaba mucho tiempo.
Lo tocaste por encima de la tela y su cuerpo se sintió tan frío que casi te hizo retraer los dedos. No podías entender que un hombre como el que yacía muerto a tus espaldas, un desgraciado que ordenó ejecuciones, traficó con mulas y que había montado un lucrativo negocio de metanfetaminas que se embolsó la mitad de los drogadictos de Dixon, había estado dispuesto a matar a un detective con tal de que no se acercaran a su hijo.
Y hasta que un paramédico se acuclilló a tu lado para colocarte una mascarilla de oxígeno, te percatase no sólo de que el mareo te había hecho deslizarte por el borde de la cama hasta sentarte en el suelo, sino que el niño ya no se movía, con los ojos ahora cerrados; había muerto frente a ti sin que hubieras podido hacer algo al respecto.
Estaba bien. Nadie había dicho que tu trabajo fuera agradable y rara vez desembocaba en heroísmo. Por lo general, sólo terminabas atestiguando una tragedia, y esa impotencia era algo a lo que nadie podía acostumbrarse.
Ni siquiera un hombre como tú.
Te masajeaste los ojos ante el desagradable recuerdo y sacaste las fotografías del sobre, dispuesto a cerrar el caso y añadir el expediente número doscientos noventa y uno a tu carpeta.
¡Oh, Hoffman! En esos momentos me habría gustado enroscarme en tus hombros para darte un apretón, pero yo sabía muy bien que nada sería suficiente para prepararte para lo que estabas por descubrir.
Las imágenes granuladas y a color te hicieron arrugar la nariz.
El rigor mortis del cadáver del niño había desaparecido, y la hinchazón en el vientre ya empezaba a notarse. La autopsia revelaba que la intoxicación por los gases letales había reventado algunos vasos sanguíneos de la garganta, lo que explicaba la mancha seca en la mejilla. La elasticidad de la piel, el conducto anal húmedo, las larvas depositadas en las cavidades…
No cabía duda. El niño que te había mirado esa noche, sobre la cama, llevaba más de tres días muerto cuando lo encontraste.
—Caray —dijo de pronto tu asistente—, no entiendo cómo es que ese hombre dejó que su hijo muriera ahogado con la droga que él mismo fabricaba, ¿ qué diablos tenía en la cabeza ese monstruo?
Ante tu tenso silencio y la manera en la que dabas vueltas una y otra vez a las fotografías, Malen carraspeó.
—¿Pasa algo, jefe?
—Si te quedaras callado un maldito segundo, lo sabría —murmuraste.
Tu asistente tan sólo alzó ambas palmas, sin tomarse a mal tu desplante. Rodaste un poco la silla para mirar hacia la ventana, tronando tus dedos frente a tu pecho. ¿Acaso estabas delirando esa noche? ¿Los gases del laboratorio, de alguna manera, te habían hecho ver y sentir cosas que no estaban allí, creer que ese niño estaba vivo cuando en realidad sólo era un cuerpo muerto? Eso explicaría la peste a cadáver, pero…
No. El amoníaco causaba desorientación, no alucinaciones, y no había forma en la que alguna droga se hubiera podido meter en tu sistema en forma de gas, pero las pruebas eran irrefutables, los análisis químicos no se equivocaban, y aun así… había algo dentro de ti, una corazonada poderosa que te decía que algo no terminaba de encajar.
Y fue entonces cuando supe que había dado con la persona correcta para enfrentarse a las sombras que amenazaban con cernirse sobre Nueva Orleans.
Te levantaste bruscamente, desestimando el nuevo caso que solicitaba tu atención al tomar el informe forense bajo tu brazo. Con un bramido, hiciste que Malen corriera detrás de tus pasos.
En cuestión de segundos, el tímido chisporroteo de las nubes se convirtió en una potente lluvia mientras salías de la estación a toda velocidad.