Читать книгу Un segundo amor - Mariana Palova - Страница 8
ОглавлениеCAPÍTULO 4
MAGIA IMPROCEDENTE
—¿No deberíamos esperar a los auxiliares?
—La puerta está abierta si quieres largarte, Broussard —respondiste, para luego ponerte un par de guantes de látex nuevos—, además, éste sigue siendo mi caso. Y a menos que encontremos restos humanos aquí dentro, no pienso dárselo a los pendejos de homicidios hasta que llegue al fondo del asunto.
Tu asistente tragó saliva y luego asintió, con el presentimiento de que, aún si encontraras una cabeza dentro del bulto, no dejarías el asunto en otras manos. La morgue estaba vacía, pero él sabía que tampoco te importaría mucho si uno de los forenses llegaba y te sorprendía usando los instrumentos; no sería la primera vez y de seguro encontrarías la forma de hacer sentir al especialista que él era el invasor en su propio espacio de trabajo.
El muchacho ya conocía tu metodología lo suficiente para saber que eras más implacable —o testarudo— que la tormenta que golpeaba con insistencia el tragaluz, haciendo titilar las lámparas blancas del techo.
Ante su ligero temblor, me enrosqué con ternura alrededor de los hombros del pobre chico para protegerlo y no precisamente de la temperatura de la habitación fúnebre. Sus ojos oscuros se clavaban en el bulto que acababas de poner sobre la larga mesa de disección, como si creyera que de un momento a otro fuera a moverse por sí solo.
Durante los meses que tenía trabajando contigo, él había visto cosas desagradables, pero aquello le provocaba unas náuseas inmensas, un miedo gélido que insistía en meterse bajo su piel.
Cuando te vio tomar con firmeza un bisturí y una pinza de la charola, para luego arquearte sin una pizca de repulsión hacia el pestilente objeto, Malen hizo todo lo posible por erguirse y mostrar un semblante tan profesional como el tuyo. Tenías cuatro meses dándole largas sobre el puesto oficial de compañero, pero hasta el momento, no le importaba ser sólo tu asistente; podrías ser un cabrón de lo peor, pero eso no cambiaba el hecho de que sentía una admiración auténtica por ti, por tu afilada inteligencia y frialdad para resolver casos, cosa que no sabías si convertía a Malen en el hombre más santo de Nueva Orleans o en el más masoquista.
Sin más, clavaste el bisturí, pero en cuanto la navaja cortó el primer estambre, te enderezaste con el ceño fruncido.
—¿Jefe?
Cercenaste otra costura de aquel grueso hilo y lo jalaste con la pinza para traerlo frente a tus ojos. Una de tus cejas se levantó al comprender que no era hilo. Era cabello.
—Qué creativos —soltaste con ironía, para luego dejar el filamento a un lado y comenzar a cortar los otros—. ¿Sabes, Broussard? Durante años he confiscado ngangas,* sacado muñecos de ataúdes diminutos e, inclusive, he visto a gente venir a este mismo lugar a pedir el agua con la que lavan los cuerpos, y aun así estos hijos de puta nunca dejan de sorprenderme.
Aunque a Malen no le gustó el comentario despectivo, prefirió guardar silencio, convencido de que había cosas de las que no era su responsabilidad educarte. Por más morena que fuese tu piel, tal cual lo fue la de tu madre, seguías teniendo mucho de tu padre por dentro…
Sonreí con ironía al pensar en lo mucho que te habría “agradado” esa comparación.
El bulto se abrió como un estómago sobre la mesa y la peste brotó cual vísceras derramadas. Tu asistente se llevó el dorso de la mano a los labios y tú ladeaste la cabeza con decepción al ver que allí dentro había todo menos un cadáver.
Siete botellas pequeñas de licor, vacías y sin etiqueta, con navajas de afeitar y restos de chiles rojos en su interior, además de mamilas de hule a modo de tapa. El bulto también tenía tierra húmeda, colillas de habanos y unas monedas repartidas entre la suciedad, pero nada más.
Tomaste una y distinguiste el dibujo de una palmera grabada en una de sus caras.
—¿Un gourde? —susurró tu asistente.
—Dinero haitiano. Un clásico —espetaste, encerrando aquella moneda en tu palma enguantada.
Tomaste un puñado de bolsas de plástico y metiste un poco de todo lo que había en el bulto dentro de ellas, incluyendo uno de los grotescos biberones.
—Lleva estas muestras al laboratorio —ordenaste a Malen, alargándole los paquetes—. Quiero saber por qué demonios hieden a mierda. Y presiona a Alphonine para que se apresure en traer su trasero aquí. Necesito que eche un vistazo a todo esto.
Al ver que tu asistente no tomaba las bolsas, mirándolas como si estuviese hipnotizado, las estampaste en su pecho con brusquedad. El joven reaccionó como si le hubieras puesto un trozo de hielo sobre la piel.
Me causó una pena inmensa ver su gesto contrariado, pero no pude hacer mucho más que ayudarlo a sostener el peso de aquel temor entre sus manos. Yo sabía bien que, entre todas las personas de la ciudad, mi pobre Malen era el que menos merecía sentirse de esa manera.
Avergonzado por la severidad de tu mirada, dio la media vuelta y se marchó a paso veloz. Al verlo tropezar con la puerta, moviste la cabeza con lástima al saber que el chico había resultado supersticioso.
Pero el miedo no era lo que dolía en el pecho de Malen, sino la humillación; esa horrible sensación de saber que acabas de decepcionar a alguien que te importa demasiado.
No fui tras él porque sabía que tú me necesitabas aquí, pero decidí ayudarlo más tarde.
Cuando te volcaste hacia la mesa de autopsia, una severa voz a tus espaldas te hizo erguirte.
—Me pregunto si atormentar a sus asistentes es parte de algún ritual para evitar que lo echen de la policía, agente Hoffman. Y agradezca que Malen me parece un muchacho encantador, de otra manera, ni de broma traería aquí “mi trasero” para ayudarlo a usted.
Una mujer de poco menos de cincuenta años de edad, de mirada firme y piel tan oscura como la de Malen, apareció por el umbral de la morgue, cerrándose su saco azul con encono.
Tamborileaste los dedos sobre el metal. Alphonine era una de las pocas personas que no temían a tus desplantes, motivo por el cual preferías trabajar con ella que con cualquier otro inútil que sólo supiera decir que sí a cualquier cosa que saliera de tu boca, incluyendo los insultos.
La antropóloga estaba a punto de recriminarte de nuevo tu actitud, cuando el hedor que despedía el bulto sobre la mesa la hizo desestimar el incidente. Se acercó para asomarse sobre tu hombro.
Al mirar el artilugio, arrugó el entrecejo. Sacó un par de guantes de su bolsillo y tomó una de las botellas de ron para girarla entre sus manos.
Su expresión se tornaba cada vez más sombría a medida que observaba las monedas y examinaba la tierra con los dedos, y cuando decidiste que ya había manoseado demasiado la evidencia, soltaste un bufido.
—¿Y bien? ¿Qué quieren decir esos malditos biberones?
Ella dejó todo de vuelta en la mesa y te miró sobre sus gafas con severidad.
—Sabe muy bien que ni siquiera debería estar aquí sin una orden formal, detective.
—Perfecto. Te ordeno formalmente que me digas qué carajos significa este bulto.
Alphonine sintió deseos de dar media vuelta y marcharse, por lo que decidí rozar la mano que ella mantenía sobre la mesa para que volviera a mirar el monstruoso objeto. Aunque creo que igual no hubiese hecho falta.
Mi niña era demasiado lista para dejarlo pasar.
—Por los ingredientes, se trata de vudú —dijo, descartando el conjure o cualquier otro tipo de práctica—. Parece ser una ofrenda o un objeto hecho en honor a un Loa Guédé; un miembro de la familia de espíritus que rigen la muerte, para que usted me entienda.
—Me importa un rábano si lo hicieron para Santa Claus, lo que quiero saber es para qué sirve.
Ella se encogió de hombros.
—Es difícil descifrarlo si no sabemos primero quién lo creó —contestó, y al verte poner cara de fastidio, tomó aire y prosiguió con más paciencia de la que creía tenerte—: ya se lo he dicho antes, detective, el vudú es una monolatría práctica y libre, no una religión estricta con procedimientos y rituales rigurosos como el cristianismo. No tenemos textos sagrados ni credos que todos debamos de aceptar por igual, por lo cual, la función de los ingredientes seleccionados para un hechizo puede variar dependiendo de la intención del sacerdote o la sacerdotisa y sus métodos de trabajo. Para ellos es como estar en un laboratorio; experimentan y a veces hacen fórmulas con distintos elementos para conseguir los mismos resultados, y los artilugios creados son tan diversos que pueden ser tan únicos como su creador.
—¡Por favor! No me vengas a decir que esta porquería nada tiene que ver con todo lo que pasó en ese maldito lugar.
—Los biberones son una muestra innegable de que el artilugio estaba conectado con un infante y con un Loa de la muerte —confirmó—, pero pudo haber sido utilizado tanto para matar al niño que usted encontró en esa habitación como para protegerlo; los Guédé son señores de la muerte precisamente porque permiten o niegan el paso de las almas al otro lado, detective.
Soltaste una risa socarrona.
—Bueno, si este trozo de mierda era para protegerlo, a estas alturas ya sabemos que no funcionó.
El cruel comentario hizo a la mujer erguirse sobre la mesa. Aunque tenías razón y algo en los ingredientes de ese bulto no le acababa de convencer, tu actitud le parecía de lo más ofensiva.
—¿Y a usted qué más le da saber para qué sirve este artefacto? —dijo con el mismo tono que acababas de usar con ella—. No entiendo qué es lo que usted intenta ganar con todo esto.
—¿Cómo que qué quiero ganar? ¡Es mi jodido caso!
—A lo que me refiero es, ¿qué más da para qué pusieron ese objeto en la pared? El que haya encontrado eso dentro de la casa no lo conecta con la muerte de ese niño y, aun si fuera así, jamás podría usarlo en un juicio decente —insistió con agudeza—. La autopsia lo decía bien claro, detective: esa pobre criatura murió a causa de una exposición prolongada a los químicos de las drogas, y a la única persona a la que podía culparse por eso, usted le metió una bala en la frente.
Apretaste los puños.
—… esto apesta a cadáver… —soltaste entre dientes como último recurso.
—Pues a menos que hayan puesto un cuerpo en una trituradora para usarlo como fertilizante para esta tierra, ya no tiene ningún caso entre manos, detective.
Debo admitir que me sorprendió mucho comprobar que esa vez ya no tuviste con qué responder, porque dentro de la lógica humana, ella tenía razón. Cerraste la boca con firmeza y miraste hacia el bulto con una comisura apretada, comenzando a pensar que tal vez estabas cometiendo una estupidez, que estabas perdiendo el tiempo por una simple corazonada que al final, no te llevaría a ninguna parte.
Al verte perder esa energía tan agresiva que tanto te caracterizaba, la piadosa mujer suspiró.
—Es tarde, agente Hoffman —dijo—. Sólo le queda esperar por los resultados de laboratorio a ver si al final puede sacar algo de todo esto; trataré de ayudarle en lo posible, pero no le prometo hallar algo que le sirva. De momento, vaya a casa a dormir un poco y a lavarse ese brazo.
Al ver hacia donde el dedo de la antropóloga apuntaba, descubriste que los puntos de sutura que se te habían abierto dejaron una buena mancha de sangre en tu gabardina nueva. No habías sentido el dolor, pero al percatarte del desastre, éste empezó a calar.
—Ah, genial —resoplaste, pero al mirar hacia Alphonine para agregar algo más, descubriste que ella ya se había marchado del lugar, dejándote completamente solo con tu cadáver hecho de biberones.
Fue la primera vez que, en años, dejaste que otra persona terminara la discusión, porque en vez de lanzarte detrás de la pobre mujer para gritarle hasta de lo que se iban a morir sus ya difuntos ancestros, saliste de la morgue y fuiste hasta la estación de policía, a tu cubículo, para tomar la carpeta azul del nuevo caso que habías dejado enfriar allí desde la mañana.
Sin darle explicaciones a Malen —quien, para empezar, ni siquiera estaba en la oficina—, te marchaste bajo la suave llovizna nocturna, la cual al menos te tuvo la suficiente compasión para dejarte llegar medio seco a casa. Pero cuando te estacionaste en la acera frente a la vivienda de dos pisos y miraste la madera oscura de tu puerta, te arrepentiste de inmediato de haber salido tan temprano del trabajo.
Llevabas más de diez años viviendo allí, pero odiabas ese lugar, y el tener un trabajo tan ocupado como el de detective al menos te daba la ventaja de utilizarlo únicamente para dormir de vez en cuando. Por eso, el peor castigo que te podía dar tu capitán no era rebajarte el salario, asignarte muebles de mierda en la oficina o cargarte con el doble de trabajo.
Era enviarte a casa a descansar.
Refunfuñando, bajaste de tu fiel automóvil y caminaste hacia tu porche con la carpeta azul bajo el brazo. Al subir por los escalones, notaste que había un recipiente de plástico colocado al pie de la puerta, envuelto con una colorida tela.
Miraste hacia la casa contigua, una construcción blanca de un solo piso y casi tan vieja como el inquilino que, en esos momentos, te saludaba a través de la ventana de su cocina con una dulce sonrisa.
Moviste la cabeza de un lado a otro y entraste a tu vivienda, pasando por encima del recipiente como solías hacer todas las noches en las que el anciano procuraba dejarte algo de comida caliente, angustiado por lo estresado que parecías todo el tiempo.
El gesto te irritaba sobremanera; nunca cruzabas palabra con el hombre, además de que no te sentías como un perro callejero para ameritar que la gente te diera sus sobras.
Cruzar el pasillo para llegar a la escalera te costó un poco de trabajo. Siete voluminosas bolsas de basura obstruían la entrada como una pila de rocas, esas bolsas que te prometías, semana tras semana, que sacarías en cuanto tuviera algo de tiempo para que se las llevara el camión recolector. Que para eso las dejabas junto a la entrada, aunque siempre encontrabas una buena excusa para olvidar hacerlo, aun cuando apenas diez metros separaran la acera y la puerta.
De reojo, viste la enorme cantidad de platos que había dentro del lavabo de la cocina, pero de ésos no te preocupabas mucho. La mitad estaban limpios al igual que las pilas de ropa que te recibieron en el piso una vez que llegaste a tu habitación.
Al mirar el desastre, contemplaste la posibilidad de ponerte por fin a doblar todo, a lanzar lo sucio a la lavadora y acomodar cada prenda en el armario, pero estabas demasiado cansado.
Arrojaste la carpeta sobre la cama desarreglada y fuiste hacia el baño. Una a una, te quitaste las prendas hasta quedar desnudo, procurando colgar la gabardina de manera impecable en el perchero, junto a la que se había quemado con el amoníaco una semana atrás.
La mancha de sangre en la manga te hizo suspirar.
—Eras nueva, cabrona —le reclamaste para luego mirar la costura de tu bíceps en el espejo, nuevamente magullado. Te dio igual y abriste la llave de la regadera; la herida sanaría a fin de cuentas y mañana comprarías una gabardina nueva de paso a la estación.
Eso requeriría menos trabajo que lavarla.
No pude evitar notar que, en todo el tiempo que esperaste a que el agua se calentara, en ningún momento te detuviste a mirar tu cuerpo más allá de la herida. A tus treinta y cuatro años de edad eras tan atlético como a tus veinte, con un rostro maduro y masculino, interesante a pesar de su aspecto de matón, pero eso no parecía importarte. No te interesaba el sexo —o las personas— lo suficiente como para poner de tu parte en buscarlo; te mantenías en forma porque tu físico era una herramienta que necesitabas mantener aceitada para ser eficiente en tu trabajo.
Para mantener tu cabeza ocupada y no desquiciarte un día.
La terapeuta, esa mujer insufrible que el capitán te obligaba a ver una vez al mes para hacerte una evaluación reglamentaria, te dijo que tuvieras cuidado, que esa costumbre que habías desarrollado de comprar cosas nuevas en vez de limpiar las que ya tenías, poniendo excusas para no deshacerte de nada, era una bandera roja que debías vigilar.
Que se jodiera la desgraciada. Tu soledad era necesaria para tu carácter, tu trabajo, la única pareja demandante que necesitabas. No tenías tiempo ni deseos de preocuparte por nada más.
No tenías tiempo de sacar la basura o de podar el césped.
No tenías energías para lavar la ropa o la vajilla.
Lo único para lo que deseabas tener fuerza era para hacer tu trabajo de manera impecable, así que, después de darte una ducha prolongada —la higiene corporal era lo único que sí mantenías en regla, por ahora—, te pusiste un pantalón de pijama y te echaste sobre la cama para leer el informe del nuevo caso.
—Abel Aguillard —leíste, murmurando para ti mismo—. Treinta y ocho años, antecedentes de robo a mano armada. Posible actividad delictiva dentro de su hogar. Dos hijastras…
Soltaste un suspiro de aburrimiento y arrojaste la carpeta al suelo. Después de diez años en homicidios y dos en narcóticos, el anhelo de desenmascarar delincuentes comenzaba a disiparse.
Desviaste la mirada para observar la lluvia golpear contra esa ventana a la que ya le hacía falta una sacudida, cuando volviste a pensar en aquel bulto rojo sobre la mesa de autopsias; en ese chispazo de incertidumbre que te había dado la esperanza de que no estabas al borde de dejar de tener energías hasta para lo único que parecía dar sentido a tu vida.
No. Tenías qué lograrlo. Debías continuar, aunque no te gustara, porque albergabas la esperanza de reencontrarte con el sentimiento que motivó a ese recluta de veintipocos años a darle su merecido a su padre y demostrarle que era mucho mejor que él, de una manera que jamás aprobaría.
Tu estómago rugió con fuerza, por lo que te levantaste una vez más para bajar hacia la cocina a buscar algo. Tu refrigerador estaba atiborrado de comida congelada y contenedores de poliestireno que hacía días que no tocabas, pero nada te apeteció.
Miraste hacia la entrada de tu casa por el rabillo del ojo. Apagaste todas las luces y, en completo silencio, fuiste hacia allá para abrir la puerta y tomar el recipiente de plástico.
Aún estaba tibio. Si lo comías, no tendrías necesidad de sacar lo que sea que hubieras dejado olvidado en el microondas en la mañana.
Pero al llegar a tu mesa, lo pensaste mejor y chasqueaste la lengua. Vaciaste la comida en el lavabo y pusiste el contenedor encima de la barra de granito, junto a los otros tantos y tantos recipientes de plástico que te prometiste, algún día, devolver al entrometido viejecillo que tenías por vecino.
* Caldero perteneciente a un Tata o Padre de la religión Palo Mayombe.