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ОглавлениеCAPÍTULO 2
EL “MALESTAR EN LA CULTURA” CHILENA EN EL CENTENARIO: LA IMAGEN DE UN PAÍS ENFERMO.
2.1 La recepción del psicoanálisis en Chile a la luz del Centenario (1910): análisis comparativo según una realidad regional.
Desde su temprano desarrollo, el psicoanálisis viajó por el mundo configurandose como un interesante fenómeno de carácter transnacional, algo que Ricardo Steiner (2000)72 ha calificado –inspirado en una frase de Ana Freud tras el exilio de su padre a Londres en 1938– como “una nueva clase de diáspora”. A los ojos de este autor, el psicoanálisis experimentó un verdadero proceso de aculturación, siendo transformado y adaptado a cada una de las realidades locales a las que arribó73. A mi juicio, el psicoanálisis ya había comenzado desde hace mucho tiempo a experimentar este proceso transformador. Así, desde el momento en que empezó a circular en latitudes distintas a las de su origen, desde finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el psicoanálisis fue recepcionado por distintos públicos, en diversos niveles y capas sociales, generando con ello nuevos discursos y autorizando con esto, nuevas prácticas sociales. El viaje desde Viena, lugar de origen del psicoanálisis, hacia el resto del mundo implicó una inevitable –y por lo tanto normal y esperable– lectura activa de los agentes locales, con sus respectivas reinterpretaciones, apropiaciones y conciliaciones con los problemas, inquietudes y tradiciones locales de pensamiento. En términos históricos, resulta muy valioso lograr reconstruir estos procesos entendiendo que es posible encontrar tantos “Freud” como posibles lectores existían. Lectores que, a su vez lo utilizaron según sus propios fines e intereses.
Si pensamos en términos regionales, es preciso señalar que el psicoanálisis llego muy temprano al continente, a Brasil específicamente, en el año 1899. El médico y fundador de la psiquiatría brasileña Juliano Moreira, citaba por esa época a Freud en sus clases en la Universidad de Bahía (Russo, 2012)74. De hecho, existió en el Hospital de Alienados, bajo la dirección de Moreira entre los años 1903 y 1930, una guardia psicoanalítica (Plotkin, 2009b). Incluso, en el año 1927 se creó una sociedad psicoanalítica reconocida por la Sociedad Internacional de Psicoanálisis (I.P.A), la que aunque tuvo corta vida publicó su propia revista. Así, tal como lo plantea Jane Russo el freudismo fue visto por los círculos médicos y parte de las elites locales, como una herramienta que permitiría que la nación siguiera el camino de la modernidad, haciendo que la sexualidad supuestamente descontrolada y perversa –presente como un rasgo constitutivo de la raza negra nativa– cambiara de meta hacia fines más adecuados gracias a la sublimación de los impulsos. El componente sexual de la teoría, entonces, era valorado como un factor explicativo y útil para los fines civilizatorios que las elites médicas y políticas se habían trazado. Ejemplo de esto son el libro del doctor Franco Da Rocha, de 1920, titulado O pansexualismo na doctrina de Freud75 quien destacó y simpatizó abiertamente con los postulados del psicoanálisis y el trabajo de Julio Porto-Carrero en la ciudad de Río de Janeiro. Parafraseando a Plotkin (2009c) psicoanálisis, en Brasil, era sinónimo de sexualidad.
Por otro lado, el factor sexual de la teoría psicoanalítica fue causa de rechazo por parte de los médicos argentinos. La influencia de la cultura francesa en el mundo trasandino marcó una tendencia que condicionó el comportamiento de los especialistas. Ellos toleraron al psicoanálisis más como una técnica que permitía la exploración de la psique que como una teoría acabada. El freudismo era fuertemente criticado considerándolo poco serio en términos científicos y con un excesivo énfasis en la sexualidad como único factor etiológico de las enfermedades mentales. Según Plotkin (2012), esta actitud reflejaba la fuerte influencia que el mundo galo tenía en la sociedad transandina de la época, la que alimentaba su retroceso ante las ideas freudianas. Los médicos argentinos, siguiendo a sus pares franceses, fueron muy críticos con los postulados freudianos. De esta manera, en la Argentina el psicoanálisis era descalificado por el factor en que en Brasil era valorado.
Lo interesante, además, es que en estos países se presenta una recepción múltiple del pensamiento de Freud, manifestándose de manera transversal en distintas zonas de la sociedad, a través de vías de recepción bien definidas y perfectamente reconocibles. En Brasil, por ejemplo, el psicoanálisis tuvo aparte de la psiquiatría, dos vías de ingreso y diseminación. Una de ellas fue la acción de un grupo artístico de vanguardia, quienes impulsaron el movimiento modernista brasileño, el que con sus particularidades, iban en la dirección contraria a la conducta manifestada por los médicos locales. Ellos exacerbaban aquellos elementos exóticos y salvajes presentes en la cultura brasileña en vez de reprimirlos o intentar sublimarlos. Por ejemplo, para Oswald de Andrade la sexualidad nativa era la fuerza y potencia creadora de la cultura local (Plotkin, 2011; 2009c). Otra vía fue la recepción de parte del gran público a través de una generosa serie de libros, programas de radio e inserciones del psicoanálisis en revistas populares (Russo, 2012).
El caso argentino, en cambio, detalla que en las vanguardias artísticas el psicoanálisis no tuvo mucha influencia durante las décadas del 20 y 30. El grupo relacionado con la publicación de la revista Martín Fierro fue más moderado que sus colegas brasileños, centrándose más que nada en una renovación estética, dejando así de lado alguna crítica a las condiciones sociales o políticas de ese tiempo. Su proyecto, que se tradujo en un manifiesto, tenía una fuerte postura antipsicológica por lo que el psicoanálisis no tuvo mucho lugar. Por otro lado, el discurso sobre la identidad estuvo centrada en las consecuencias de la oleada de inmigrantes que llegaron a residir a la Argentina, alterando significativamente el panorama cultural y social. Caso aparte lo constituyó Roberto Arlt, quien desde finales de la década del 20, incluyó referencias psicoanalíticas –alimentadas a partir de una visión amplia y popular del saber psicoanalítico donde eventos de la infancia de sus protagonistas eran factores explicativos de su conducta adulta– en novelas como Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931). Esta ruta presentaba al psicoanálisis como un saber legitimado en la ciencia y al mismo tiempo una técnica para trabajar materiales psíquicos como los sueños.
Tal como se evidencia en estos dos casos, la recepción del psicoanálisis (u otro sistema de ideas y creencias transnacional) está íntimamente vinculada con las condiciones sociales, políticas y económicas del suelo de recepción (Plotkin, 2011), reflejando la relación íntima que el freudismo entabló con las condiciones específicas de los distintos suelos de recepción. Visto así, este elemento se organiza como un punto nodal para pensar la historia de la recepción del psicoanálisis en Chile, ya que como se verá más adelante, su interpretación y utilización dependió directamente de la visión de crisis que se tenía del país y de los chilenos. Chile, con sus aspiraciones de asemejarse a un país europeo, veía como una fuerte amenaza la serie de vicios y descalabros que afectaban al país a comienzos del siglo XX, y que ya venían asechándolo desde finales del siglo pasado.
Cabe destacar que ambos países tenían como telón de fondo a la teoría de la degeneración, también de origen francés, la que señalaba que las enfermedades mentales y otros graves trastornos tales como el alcoholismo, la prostitución y la delincuencia eran producto de antecedentes familiares trastocados, los que se expresaban en las nuevas generaciones en dosis cada vez más fuertes (Plotkin 2012; Huertas, 1987). Esta teoría, vale la pena mencionarlo, tuvo como particularidad el ayudar a sancionar varios de los problemas sociales que afectaban a varios países de la región.
2.2 La recepción del psicoanálisis y su vinculación con nuestra historia: el habitus nacional chileno.
Se sabe que las ideas viajan por el mundo, eso es un hecho indefectible y si se piensa en el psicoanálisis, este se constituye en un ejemplo claro de dicha circulación, recepción e implantación. En nuestro país, este proceso dependió claramente de las características particulares de nuestra historia nacional. Este no es un asunto simple, ya que conjuga dos dimensiones: el transporte transnacional del psicoanálisis y sus modos locales de aterrizaje. Ya esta articulación configura un interesante problema investigativo.
De este modo, entiendo la historia de la recepción del psicoanálisis en Chile como la articulación de estas dos dimensiones, punto nodal donde se generan los sellos distintivos del caso chileno en relación con la historia del psicoanálisis pensada en términos generales. La historia del psicoanálisis, siguiendo a Plotkin (2003a) es la historia de los múltiples procesos simultáneos de recepción, circulación e implantación en las distintas culturas y sociedades en los que ha tenido presencia. Así, el “caso chileno” es un ejemplo particular de este proceso. Lo especial de este punto de vista, es que descarta la posibilidad de que los receptores sean conceptualizados como agentes pasivos, percibidos como simples repetidores de ideas foráneas, las que aplican de manera exacta en el medio local. En Chile, la evidencia muestra que muchos de los lectores del psicoanálisis trataron de combinar los conceptos freudianos con las distintas tradiciones intelectuales que dominaban la escena nacional, presentándolo como perfectamente compatible con algunas de ellas, aunque tuvieran marcos conceptuales totalmente distintos. Un ejemplo dentro de varios, como se verá más adelante, fue la mixtura del psicoanálisis con la criminología de Lombroso y Ferri.
Otro elemento propio de la recepción y que quiero destacar de manera central es la forma en que el psicoanálisis en Chile se vinculó con lo que Norbert Elias llama habitus nacional76, definido como la manera en que “el destino de un pueblo influye a lo largo de los siglos en el carácter de los individuos que lo conforman” (Elias, 2009a, p.39), concepto que permite entender como los sujetos más disímiles de una nación reciben una impronta común. Este sociólogo alemán, de origen judío, dedicó buena parte de su trabajo a teorizar sobre lo que llamó el proceso de la civilización77, que apunta, en parte, a mostrar que los cambios y transformaciones que una sociedad experimenta tienen impacto en la personalidad de sus miembros. Elias reconoce la influencia de Freud, especialmente en cómo el destino –pulsional si se quiere– de un individuo está sujeto a las coacciones externas primero, las que recibe de su medio más próximo, para luego pasar a las autocoacciones internas (Elias, 2009b). Tal como lo plantea Alejandra Golcman (2010)78, esto sucede en la medida que se desarrolla el superyó, la vergüenza y la responsabilidad social, todos productos de la influencia de Otro social.
Siguiendo a Elias, una tarea investigativa como la presente permitiría reunir factores sociológicos, históricos y psicológicos existentes en el fenómeno de la recepción. La forma de pensar el tiempo cumpliría, a mi modo de ver, un rol importante, ya que es clave para desentrañar la especificidad de un abordaje histórico sobre la recepción de las ideas en un espacio temporal y geográfico específico. No tiene que ver sólo con que se trata de una investigación histórica –y por lo tanto la actuación del tiempo es crítica– sino con que el concepto de habitus nacional tiene la ventaja de entregar elementos que permiten estudiar el devenir de una nación, representada como un destino que se cuela en los problemas que afectan a un país y las respectivas soluciones que se proponen a dichos problemas. Lo afirma Elias diciendo: “No es común, ni siquiera en nuestros días, vincular el desarrollo social actual y, en consecuencia, el carácter nacional de un pueblo con su “historia” –como se le llama–, ni en particular, con su desarrollo como Estado. […] los problemas actuales de un grupo se encuentran determinados de manera decisiva por su destino previo, por un devenir que no tiene principio” (Elias, 2009a, p. 39).
En síntesis, existen problemas que afectan –o afectaban si se piensa en un marco temporal específico o en una época pasada– a una nación que tienen directa relación con su trayectoria, ante los cuales se ofrecen soluciones específicas que son las disponibles de acuerdo también al marco de lo públicamente decible y aceptable y si se quiere agregar, lo pensable en dicha época, parafraseando a Claudia Gilman79. Siguiendo este esquema Plotkin (2009b)80, quien analizó y comparó las matrices de recepción del psicoanálisis en los casos de la Argentina y Brasil, detectando, primero, que el psicoanálisis fue leído y demandado socialmente mucho antes de su institucionalización “oficial” en la década de los 40´s del siglo pasado. Luego –y esto es muy interesante como elemento para pensar lo sucedido en Chile– pudo constatar que un sistema de pensamiento como el psicoanálisis sólo puede difundirse e implantarse en una sociedad cuando logra ajustarse a las preocupaciones locales y es compatible con el denominado habitus nacional. El caso brasileño muestra cómo las ideas freudianas sirvieron para explicar, a los médicos locales, la sexualidad supuestamente exagerada y degenerada de la población negra. Raza y sexualidad eran dos elementos fuertemente vinculados por el mundo médico, pero también desde el quehacer de las elites políticas y sociales, quienes miraban al psicoanálisis como una herramienta de civilización. Por otra parte, en la Argentina pasaba todo lo contrario, el componente sexual de la teoría freudiana era causa de rechazo por parte del mundo médico, quienes influenciados por la cultura francesa, la que estaba muy presente en varios ámbitos de la cultura trasandina, se mostraron escépticos frente a los postulados de Freud. Tanto el caso de Brasil como el de Argentina, enseñan la íntima relación entre los aspectos propios de la recepción y las preocupaciones e intereses locales.
Con todo, este preámbulo ayuda a cimentar los elementos que permitirán dilucidar una matriz de recepción particular: la relación que existió entre las especificidades del devenir nacional, específicamente los graves problemas que afectaban al país al momento de su –supuesta– aparición en 1910 y que provenían desde los albores de la llamada “cuestión social”. Buscaré describir cómo las ideas de Freud compartieron espacio con las formas de problematización y solución a estas dificultades, ofertándose como una respuesta de carácter social para el malestar colectivo que aquejaba a la nación.
De esta manera, quiero proponer la existencia de una serie de discursos y eventos de carácter científico, social y político que se articularon, facilitando una lectura particular de las ideas freudianas en territorio nacional. Chile desde finales del siglo XIX experimentaba una situación paradójica: había triunfado en la Guerra del Pacífico, existía cierta estabilidad económica gracias a las ganancias de la plata y el salitre, permitiendo algunos avances en materia pública, y en el ámbito político, la clase dirigente se vanagloriaba de su supuesta tradición republicana. Sin embargo, esta cara tenía un costado menos feliz ya que la luz del desarrollo y el progreso no circulaba para todos por igual, generando las condiciones para la irrupción desde la década de 1880 a la cuestión social. Las capas medias y bajas de la sociedad no lograban ser visualizadas por el trabajo gubernamental, cuyas acciones se centraban en el mantenimiento del poder y las riquezas en manos de la clase oligarca. Más aún, era de la clase popular de la que había que defenderse, generando acciones concretas para pensar y diseñar la ciudad, con el fin de aislarla y reducir al máximo la influencia de esta parte maldita de la metrópoli. A los ojos de la clase dirigente, el progreso y la higiene sólo se alcanzarán si la ciudad culta –sitio donde habitaban las elites– lograba separarse de los fulgores pestilentes que emananaban de los arrabales, porción bárbara de “la ciudad propia” en palabras delIntendente Benjamín Vicuña Mackenna en 1872.
2.3 Chile le abre la puerta al psicoanálisis: nuestra imperiosa necesidad de cambiar.
El hito de la celebración del Centenario constituyó, según Soledad Reyes del Solar (2007)81, un momento clave en la historia cultural chilena, permitiendo la génesis de un nutrido número de producciones culturales de carácter revisionista, las que ponían en duda y denunciaban la necesidad de hacer algo a favor del resto de la población que vivía y moría sin ser vista. Podemos considerar que muchas de las percepciones respecto a los fuertes problemas que afectaban al país, a saber: la pobreza urbana, el crimen, la locura y las llamadas enfermedades de trascendencia social (sífilis y gonorrea), ligadas a la esfera sexual de la población principalmente, tuvieron una lectura más positiva y esperanzadora gracias a los elementos que el freudismo les dio a los chilenos. La teoría freudiana aparecío menos determinista que, por ejemplo, la criminología de Lombroso y Ferri– influenciadas fuertemente por la teoría de la degeneración– siendo de gran ayuda para conseguir la concreción de una utopía nacional que habló de la construcción de un país lleno de progreso y modernidad, ajeno a los vicios y la degradación social. Las elites y los intelectuales de la época impulsaron distintas estrategias sociales y políticas, las que en muchos casos estuvieron empapadas de conceptos psicoanalíticos. El dinamismo psíquico y, especialmente, la capacidad de transformar, por medio de la sublimación, las fuerzas instintivas potencialmente peligrosas en artefactos culturales de orden superior. Este será un costado atractivo y, por lo tanto, privilegiado a la hora de leer a Freud por la mayoría de los nacionales. Por ello su trabajo será descubierto como una herramienta que ayudará a fortificar la raza chilena, en una época de fuerte cuño nacionalista que cruzará la mayoría de las producciones sociales y culturales82. El nacionalismo –o nacionalismos para ser fiel a todas las posibilidades que existieron– fue el soporte simbólico que facilitó que algunos miembros de distintos campos de la sociedad chilena (política, médica, intelectual, entre otras), considerarán al psicoanálisis como una salida para trocar el negro panorama del país, generando una visión más optimista, y quizás al mismo tiempo, ingenua hacia el freudismo y su aporte específico al país.
En Chile, el psicoanálisis fue incluido dentro del arsenal de herramientas de ayuda social, un instrumento que, apoyó la educación familiar, llevando - supuestamente- a la población a cambiar sus horizontes, dejando atrás la miseria y la degeneración –que se traducía en neurosis, locura y el crimen– las que afectaban a buena parte de la población. Las ideas freudianas, vistas así, fueron percibidas por muchos chilenos como una herramienta civilizatoria, que permitía domesticar y garantizar que el individuo renunciara a sus exigencias pulsionales en favor del resto de la comunidad. A modo de guía quiero destacar que este periodo estuvo cruzado por una manifiesta necesidad de cambiar, buscando que el país creciera y se desarrollara movilizando y potenciando sus recursos a todo nivel. Esto tuvo su correlato en el impulso político por implementar mayores reformas en favor de la justicia social, el desarrollo y el progreso del país. Es el momento de la construcción de una nueva utopía colectiva en la que el psicoanálisis tuvo una participación más que interesante. Por ello, la necesidad de cambiar y especialmente la de mejorar, impulsaron a varios sectores de la sociedad chilena a reconocer que el país experimentaba una fuerte crisis social, donde el malestar colectivo era proporcional a la alegría que existía con el advenimiento del nuevo siglo y la celebración del centenario. El psicoanálisis en Chile fue definido, tal como lo afirma Eidelsztein (2001), como una respuesta racional ofrecida ante el malestar en la cultura83.
Creo valioso mostrar el tránsito que tuvo el imaginario social sobre ese “lado oscuro” de la sociedad chilena- parafraseando a Roudinesco (2009)84-, asociado explíticamente por las elites locales a una porción específica de la ciudad: los arrabales. Estos condensaban la mayoría de los vicios que sufría la sociedad chilena en la década de 1880. Sin embargo, esto cambiará radicalmente durante las primeras décadas del siglo XX, ya que tras la implantación de una nueva forma de verse a sí mismos, facilitada por las ideas freudianas, se llegó a afirmar que: el demonio no estaba afuera, en el Otro, sino que también en cada uno de nosotros. Y ese demonio era el inconsciente postulado por Freud.
El impacto de estas ideas en el medio local, hizo valorizar aún más la acción educativa como punto clave para la vida de la nación, ya que, en potencia –y esto fue algo por lo demás mucho más democrático– cualquier persona podía ser un criminal. Los desmames del inconsciente (o del ello) gracias a la educación civilizatoria podían transformarse en acciones superiores que beneficiaran a todos. Lo anterior no supuso que la irrupción de los conceptos de Freud sustituyeron del todo a las visiones aparentemente más deterministas del ser humano. Nada de eso, ya que se podrá ver cómo este conjunto diverso de ideas, que componían la escena médico, social e intelectual de la época, convivieron mutuamente. Se podrá conocer, más adelante, las distintas combinaciones, reformulaciones y transformaciones que el psicoanálisis experimentó en tierras chilenas.
En lo que sigue, realizaré una síntesis que dé cuenta del panorama general que el país vivió en la época, tratando de reflejar los contornos y sucesos de un periodo complejo. Como la periodización del presente trabajo es bastante amplia, he optado por seguir la división que varios autores85 utilizan en virtud de la transformación de los distintos procesos sociales y políticos que se produjeron en el país durante ese tiempo. Creo firmemente que estos acontecimientos influyeron de manera significativa en cómo el psicoanálisis fue discutido y utilizado en Chile, condicionado claramentepor la atmósfera intelectual de la época. Visto de ese modo, las ideas freudianas aterrizaron en Chile en medio del cambio de siglo, transito en el que en la nación se incentivaban discuciones sobre las acciones que se debían reaizar, como también, de nuevos problemas que se debían enfrentar.
Panorama al interior de un conventillo en Valparaíso (1900).
2.4 Detalles de una una imagen con historia: la visión oscura de sí mismos y el habitus nacional chileno.
El primer hito que evidenciaría la presencia de las ideas freudianas en territorio chileno data de comienzos del siglo XX, de la mano del médico Germán Greve Schlegel. En 1910, Greve viajó a Buenos Aires para presentar a Freud y al psicoanálisis en el Congreso Internacional de Medicina e Higiene, en medio de un clima de alta tensión y pesimismo. Era una época de contradicciones, ya que las elites gobernantes hacían grandes esfuerzos por presentar una imagen positiva, avanzada y moderna del país, justamente en el año de la celebración del Centenario de la República, el 18 de septiembre de 1910. Sin embargo, este retrato distaba mucho del crudo panorama que afectaba a buena parte de la población: una nación en crisis, enferma y desigual. Se podría decir que este hecho ha marcado un rasgo definitorio del habitus nacional chileno, el que moldeó, claramente, la recepción de las ideas freudianas en nuestro país: la tensión permanente entre el deseo del orden y estabilidad provenientes de las elites gobernantes, quienes aspiraban a que Chile se pareciera lo más posible a un país europeo –especialmente a Francia o Inglaterra– acompañados por un fuerte sentimiento de amenaza frente al caos, el peligro y la degeneración. La existencia ciertas patologías que afectaban a las clases populares, pensadas como una masa informe de sujetos, atestiguaban patentemente su raíz primitiva. Así, el alcoholismo, la prostitución, el tifus, la viruela y las malas condiciones higiénicas en las que vivían no eran más que el reflejo de su espuria naturaleza. Tal como lo afirma el historiador Alfredo Jocelyn Holt86 “[…] a Chile le encanta sentirse una excepción. Y esta característica, el ser un país supuestamente ordenado, se ha constituido en la prueba confirmatoria por excelencia de nuestro anhelo providencial: el que seamos únicos, irrepetibles, un pueblo elegido” (Jocelyn- Holt, 1997, p.184). Este rasgo se puede ver, sin muchos problemas, en los relatos fulgurantes de las celebraciones del Centenario87, en los que se hacía presente “la clásica visión de Chile como un caso excepcional en el concierto de las naciones latinoamericanas debido a la solvencia de su tradición republicana” (Correa, Figueroa, Jocelyn-Holt, Rolle & Vicuña, 2001, p.42)88 junto con un ambiente lleno de optimismo patriótico.
Varios países latinoamericanos, entre ellos Chile –a la vista de Huertas & Leyton (2012)89–, tras conseguir su independencia en las primeras décadas del siglo XIX comenzaron el complejo proceso de conformación de sus Estados Nacionales. Cabe puntualizar, que en este proceso de construcción de identidad nacional el positivismo científico cumplió un papel importante, ya que fue adoptado por las elites políticas e intelectuales como la herramienta fundamental para conseguir el desarrollo de la sociedad. Ciencia y política establecieron una estrecha alianza que tuvo como horizonte a la modernidad como meta, la que ayudaría a superar el oscurantismo y el retraso que dejó la época colonial en Chile. Bernardo Subercaseaux (1997b)90 señala que este hecho fue una característica muchos de los países de la región, donde “[…] lo ideológico estuvo dado por un afán modernizador de cuño ilustrado positivista; en lo económico, por la incorporación estructural al mercado capitalista mundial; en lo social, por la inmigración masiva y la presencia de nuevos actores; y en lo político, por la instauración de regímenes teóricamente liberales pero en la práctica fuertemente restrictivos” (p.99).
El positivismo en Chile y específicamente Augusto Comte como su patrono, llegaron a tener una serie de fieles que siguieron sus principios, fundando una verdadera religión. Dentro de ellos se encontraban los hermanos Juan Enrique y Luis Lagarriegue, quienes fueron los principales cultores y difusores del pensamiento Comtiano en el país. Presentaban al positivismo como la “Religión de la Humanidad: el amor por el principio y orden por base; el progreso por fin”. Esta búsqueda incesante por el orden social, guió la organización del Estado, emanando exigencias políticas que debían ser satisfechas. Es lo que Massimo Pavarini91 define como el temor ante el desorden social amenazando el orden contenido. De hecho, el Programa de la Sociedad Positivista en su punto número 11 postulaba: “Que se adopte civilmente la divisa Orden y Progreso inscribiéndola en la Bandera Nacional”, ideales que ya estaban en la bandera de Brasil.
De esta manera, en Chile desde finales del siglo XIX se observó a una considerable profesionalización de los discursos sobre lo social. La generación de 1842, compuesta, entre otros, por los liberales Francisco Bilbao y José Victorino Lastarria, acompañados por personajes tan importantes como Andrés Bello y el argentino Domingo Faustino Sarmiento, protagonizaron un movimiento literario con distintas expresiones culturales que lograba “[…] plantear lo social como problemático, patológico, como algo que hay que diagnosticar y para lo cual diseñar remedios. Generación que debe mucho a la impronta de los exiliados argentinos y al espíritu de regeneración de Echeverría, en parte socialista utópica y en parte protopositivista, o positivista avant-la lettre, que se plantea, como en el caso de Sarmiento, a partir de las antinomias, siendo la principal de ellas la de civilización y barbarie” (Jocelyn-Holt, 1997, pp.174-175)92 93.
2.5 La confianza y esperanza en la acción de la ciencia: herramienta suprema al rescate del país.
La conexión de la obra de Sarmiento y la realidad chilena permite reconocer los valores e imaginarios que circulaban en Chile desde mediados del siglo XIX y que se fortificaron más tarde, en especial atención en el último tercio de este siglo que terminaba94. La sociedad burguesa y los círculos intelectuales se movilizaban a partir de una jerarquía de valores y significados que les permitió interpretar la realidad. Tanto en el caso chileno como en el argentino, se planteaba una lectura dicotómica de la realidad, que contaba con la fuerte presencia de un pesimismo y determinismo hacia los grupos más desposeídos. La clase dirigente buscaba en la ciencia respuestas relacionadas con la consecución del orden social, lo que generaba propuestas consistentes para intervenir la realidad. Se experimentó una verdadera biologización del discurso político, se hablaba de la degeneración de la raza chilena y se planteaba la necesidad imperiosa de huir de esa ruina. Con ello, los conceptos de decadencia y degeneración forman parte regular de la retórica pública. Ya lo declara Thomas F. Glick (1996)95, cuando dice que la década de 1880 estuvo marcada por la recepción de las ideas darwinianas en la región96, más específicamente el darwinismo social –de cuño Spenceriano y Lamarckiano–, como marco interpretativo de los conflictos del país. Se enfatizaba la idea de la necesidad de la competencia de los más aptos, donde muchos de los vicios sociales eran producto de la existencia una herencia degenerada que se manifestaba en los individuos97. Estas máximas fueron debatidas por un importante número de abogados, médicos y pensadores sociales apegados al positivismo, quienes asimilaron esta perspectiva evolucionista y las incorporaron a sus desarrollos científicos.
Es la hora de la formación de proyectos políticos para la construcción de la nación a partir del control de la población98. En esta época se comenzó a establecer un imaginario colectivo de las clases bajas y populares que fue caldo de cultivo para la posterior recepción del psicoanálisis en Chile, el que estaba basado en una mirada orgánica de la sociedad y específicamente veía a la ciudad como un gran ser vivo. Así el “[…] prestigio del que gozaban las ciencias biológicas, el evolucionismo spenceriano, las ampliamente compartidas creencias racialistas y el organicismo del pensamiento positivista explican la preferencia por las metáforas biológicas para describir y explicar la sociedad. Éstas se encargaron de tematizar abiertamente al nuevo actor, las masas, a las que consideraban distintas al individuo imaginado por la acción de la racionalidad y las luces. De hecho, eran vistas como puro cuerpo y emoción, impulsivas e irracionales, sensibles sólo a los estímulos burdos y sanguinarios y desconocedoras de sus verdaderos intereses. Política y psicológicamente eran considerados niños: inestables, emocionales y bestiales” (Lvevich & Bohoslavsky 2009, p.5). El costado irracional que las elites le adjudicaron a los sectores populares, fue un punto clave desde donde se engarzaron las ideas freudianas en Chile. Su validación social y científica residió en su supuesta capacidad para explicar y manejar el costado irracional de todo individuo. En resumen, se podría llegar de decir, que el clima social que existió en Chile en esa época facilitó la recepción del darwinismo social99, la eugenesia y, más tarde, el psicoanálisis. Isabel Torres (2010) muestra la radiografía de este tipo de construcción social de parte de las elites nacionales: el temor frente a la degeneración y los vicios de finales del siglo XIX, dio paso al miedo ante la revolución, los disturbios, la sublevación maximalista o bolchevique, a principio del siglo XX100.
Estos antecedentes ayudan, claramente, a entender mejor la intervención que el Estado como organizador de la Higiene Pública, donde el Intendente de Santiago Benjamín Vicuña Mackenna, durante los años 1872 y 1875, fue uno de sus máximos representantes. Vicuña Mackenna, un liberal que admiraba profundamente la cultura europea, representa los códigos autorreferentes de la elite, quienes conceptualizaron al menos dos tipos de intervención sobre la masa popular: la represión en alianza con los poderes gubernamentales y políticos –cosa que paso en los intentos de protestas y reivindicaciones populares– o la exclusión y el rechazo en la ciudad –que se tradujo en la construcción de un verdadero cordón sanitario en Santiago. La ciudad era vista como el espacio a conquistar por los principios de la Higiene Pública, pero en beneficio de los mismos miembros de la parte dorada de ella. Era una acción autoreferencial más que filantrópica. Como lo señalan Leyton & Huertas (2012) desde finales del siglo XIX, y con mayor fuerza y vigor a comienzos del siglo XX, se produjeron en Santiago un número importante de reformas urbanas con objetivos modernizadores, las que reflejaban una especie de cruzada civilizatoria para la transformación urbana de Santiago101. Se tomaron como pilares el positivismo francés y el ejemplo parisino de Haussmann, implantando de paso claras representaciones sociales que tuvieron consecuencias en la convivencia nacional. Se distinguieron dos claros y excluyentes sectores sociales: el Santiago de las elites, construido como el “París de Sudamérica” y el arrabal, esa especie de “aduar africano” -en palabras de Vicuña Mackenna- donde habitaba la muchedumbre enferma. El Camino de Cintura era el llamado a separar la ciudad propia, llena de actividad e intercambio de todo tipo, de los suburbios que, infectados de pobreza, corrupción y enfermedades, sintetizaba los males de los que la elite quería huir. El Intendente describe a estos sectores de la ciudad diciendo:
“Conocido es el orijen de esa ciudad completamente bárbara, injertada en la culta capital de Chile i que tiene casi la misma área de lo que puede decirse forma el Santiago propio, la ciudad ilustrada, opulenta, cristiana. Edificada sobre un terreno eriazo legado desde hace medio siglo por el fundador de una de nuestras más respetables familias, desde que el canal San Miguel comenzó a fecundar esa llanura, no se ha seguido ningún plan, no se ha establecido ningún orden, no se ha consultado una sola regla de edilidad i menos de hijiene. Arrendado todo el terreno a piso, se ha edificado en toda su área un inmenso aduar africano en que el rancho inmundo ha reemplazado a la ventilada tienda de los bárbaros, i de allí ha resultado que esa parte de la población, el más considerable de nuestros barrios, situado a barbolento de la ciudad, sea solo una inmensa cloaca de infección i de vicio, de crimen i de peste, un verdadero ‘potrero de la muerte’, como se le ha llamado con propiedad” (Vicuña Mackenna, 1872, pp. 24-25).
Este punto me parece muy interesante porque, como lo desarrollaré más adelante, la irrupción del psicoanálisis como discurso social de amplio espectro, sirvió para invertir en esta situación al menos desde un ángulo teórico, impactando fuertemente la visión de ser humano en la sociedad chilena: la cloaca no está solamente afuera, sino que dentro del mismo sujeto. Hasta acá, por lo menos, la ciudad era vista como el espacio donde se plasmaban los valores de la modernidad, generando una construcción social utópica de lo que se quería lograr, acompañada por claras coordenadas simbólicas que ordenaban a los invidiuos en la sociedad chilena. El orden y el progreso debían guiar la construcción de la capital, generando acciones concretas para llegar a conquistar la construcción de una ciudad burguesa, limpia, ordenada y cristiana (Leyton & Huertas, 2012). La defensa de la sociedad de los vicios y la degeneración, estuvieron en la agenda del mundo médico y político en lo que quedaba del siglo y fuertemente en las primeras décadas del venidero.
La instalación de la idea de la defensa de la sociedad fue un elemento duradero a través de la época, condimentada también con elementos de tintes claramente racistas y segregacionistas. Ya lo confirma María Angélica Illanes (2010)102 al considerar que si se habla de la sociedad de la época, hay que calificarla como una “sociedad desgarrada” donde se contrastaba el lujo y la abundancia con la miseria y el abandono en los que se encontraba buena parte de la población chilena. Problemas como la mortalidad infantil, la fiebre palúdica, tétrica, catarros, pulmonar y el tifus se contaban dentro de las causas más comunes de sufrimiento de los chilenos y chilenas. Un ejemplo de la visión que el mundo político tenía sobre estos problemas, la encontramos en Illanes cuando cita al Diputado por Valparaíso Juan E. Mackenna, quien presidió la Junta de Beneficencia, y que en 1888 declaraba ante la Cámara de Diputados lo siguiente:
“Honorable Cámara: Las condiciones generales de alimentación y de insalubridad en que vive la mayoría de los habitantes de nuestro país, no pueden ser más deplorables. Me refiero a las condiciones de alimentación del pueblo en general, a la carestía de todos los artículos de primera y más indispensable necesidad y las consecuencias necesarias e inevitables que ella produce. Sabe la Cámara que con frecuencia se desarrollan epidemias que diezman a nuestra población, llevándose miles de brazos de valor inestimables para el progreso y la riqueza del país, siendo siempre como origen principal las mismas causas a que hemos apuntado” (Mackenna en Illanes, 2010, p. 28).
Por último, tal como lo comenta Sergio Grez en el prólogo del estupendo estudio del historiador argentino Luis Alberto Romero titulado “¿Qué hacer con los pobres?”103 (2007), en esa época se conjugan una serie de miradas que las elites dirigentes tenían acerca del mundo popular: una paternalista con otra horrorizada que veía a los pobres como seres desmoralizados, llenos de vicios y corruptos. La respuesta tradicional, consistente en obras de caridad, no estaba a la altura del tremendo desafío que planteaba la “cuestión social”. En esta línea, la clase dirigente buscó una solución en la moralización y la “regeneración del pueblo”104. La mirada moralizante se proponía educar, instruir, inculcar hábitos, reglas prácticas y una ética de mejoramiento individual. ¿Un posible terreno para comenzar a hablar después de dominio personal de las pulsiones? Yo creo que sí.
2.6 La “cuestión social”: una parte de Chile se lamenta en medio de las celebraciones.
Como lo refiere Norbert Elias, si el habitus nacional es un producto de la historia del devenir de la nación, me interesa rastrear si los elementos vistos hasta aquí fueron producto exclusivo de la coyuntura de una época –el Centenario– o están impregnados de manera más íntima con la identidad nacional, constituyéndose como rasgos definitorios de ser chilenos y chienas. Así, tal como lo plantea Sergio Grez (1995)105 es casi un consenso historiográfico afirmar que los debates sobre la “cuestión social”, entendida como –y en esto se basa en James O. Morris–, las “[…] consecuencias sociales, laborales e ideológicas de la industrialización naciente: una nueva forma de trabajo dependiente del sistema de salarios, la aparición de problemas cada vez más complejos pertinentes a la vivienda obrera, atención médica y salubridad; la constitución de organizaciones destinadas a defender los intereses de la nueva ‘clase trabajadora’: huelgas, y demostraciones callejeras, tal vez choques armados entre los trabajadores y la policía o los militares y cierta popularidad de las ideas extremistas, con una consiguiente influencia sobre los dirigentes de los trabajadores” (Morris en Grez, 1995, p. 9), surgieron en Chile a partir la década de 1880, periodo que coincidía con el primer proceso industrializador del país, el que venía sucediendo a partir de la década de 1860. Luego, el proceso de maduración y auge de estas coyunturas, el que se producirá en a finales del siglo XIX y, sobretodo, a comienzos del siglo XX en Chile, generó una fuerte sensación de una profunda crisis social, política y económica.
Sin embargo, no se puede decir que este tipo de problemas aparecieron sólo en esta época, sino que ya venían discutiéndose en el corazón de la elites locales mucho antes de esta fecha. Se podría reconocer que su existencia data de la época de la llamada Patria Vieja (1810-1811), coincidiendo así con el proceso independentista106. Un ejemplo son los escritos del educador y patriota Manuel de Salas quien describe la existencia de problemas relacionados con las condiciones de vida, salarios, emigración de peones al extranjero, la migración campo-ciudad, mendicidad, inquilinaje, mantención del orden social y la relación entre diferentes clases social, entre otros107. Estas dificultades constituían “[…] verdaderas lacras, cuyo origen era atribuido a defectos estructurales de la comunidad nacional, a la propagación de las disolventes o a factores coyunturalmente negativos, como el comportamiento de ciertas clases de grupos” (Grez, 1995, p. 10), entregando, a mi modo de ver, elementos definitorios para la formación del habitus nacional.
Los principales afectados eran los integrantes del estrato más humilde y vulnerable de la sociedad: labradores, artesanos, mineros y jornaleros, los que denunciaban con su sufrimiento la deuda que la tradicional y conservadora sociedad colonial había contraído con ellos. Sin embargo, como se verá, las “estrategias” de la época se basaron en los métodos propios de la conquista: azote, cepo y trabajos forzados, los que aseguraban el tan ansiado orden social. Como grupo social, las clases populares eran calificadas de degradadas y no había otra forma de relacionarse con ellos más que utilizando el premio y el castigo. Así por ejemplo, el famoso “Organizador de la República” el Ministro Diego Portales Palazuelos en una carta a su amigo Fernando Urízar, el 1 abril de 1831 comentaba: “[…] veo que tiene usted la prudencia y la firmeza, y que entiende el modo más útil de conducir al bien a los pueblos y a los hombres. Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres” (Portales en Grez, 1995, p.13). La visión de Portales era una especie de retrato hablado construido por las elites gobernantes sobre el bajo pueblo y su respectivo malestar. En la época, no existía ningún tipo de reflexión más acabada de los problemas de la nación, ni menos alguna responsabilización de parte de la clase gobernante. Si bien el país, según Portales, tenía cierta estabilidad, era gracias al llamado “peso de la noche”, el que lleva a la masa al reposo diario en vez de la exaltación y la revuelta. Por lo tanto, el país vivía en un cuasi orden, ya que la barbarie estaba siempre presente, lo que justificaba la su cruzada civilizadora del Estado, único garante de la paz social.
Como reacción los ya mencionados liberales Francisco Bilbao (1844) y José Victorino Lastarria108 (1849) denunciaron los privilegios que tenían las capas superiores, vociferando que su existencia era producto del vínculo con la España feudal y el catolicismo, perpetuando una sociedad de sometimiento y abusos. Para Bilbao –quien fuera excomulgado en 1844 por sus constantes ataques a la iglesia católica– en su trabajo Sociabilidad Chilena declaraba que “[…] la sociedad está dividida en dos clases: una que todo lo puede y lo goza todo, y otra que nada vale” (p.295). Del mismo modo, Lastarria en su Manuscrito del Diablo expresaba que los ricos son dueños de la tierra y los demás son vistos como: “[…] plebe, gente inmunda, vil, que debe servir” (p. 311).
Este “afán por el orden” será un articulador importante en la historia de la nación y conjugando elementos simbólicos que definieron la relación que las elites locales tuvieron con las clases populares durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Esto formó parte de la estructuración de lo que Salazar & Pinto (2010) denominan como el Proyecto de orden y unidad nacional109, el que ha recorrido la historia del país desde su Independencia. Este proyecto que ha ido mutando según las épocas, gobiernos y coaliciones políticas de todo tipo, tenía un espíritu totalizante donde generalmente las elites gobernantes –quienes suponen que son los elegidos y adecuados para detentar el poder– construyeron objetivos de carácter nacional tratando de guiar unitariamente al resto del país, definiendo lo que debía ser o no la nación. Eso sí “[…] sino se consigue que el conjunto de la nación se pliegue a estos objetivo nacionales diseñados y dirigidos por una minoría gobernante, se llega a la conclusión de que la estabilidad y los “destinos” del país están en jaque; la crisis de una clase o del proyecto de dicha clase es la crisis de un país en su conjunto” (p.17).
Lo anterior define un elemento valioso para entender la marcada crisis que se fue expresando en el país a partir de la década de 1880, en virtud de la denuncia de los problemas sociales que aquejaban a buena parte de Chile. Este periodo se caracterizó por el acelerado crecimiento y modernización capitalista, lo que trajo un fuerte crecimiento económico, más un difícil proceso de complejización y diferenciación social. Hay que recordar que la Guerra del Pacífico (1879-1883) –o mejor llamada Guerra del Salitre en virtud de sus reales causas– ayudó a que Chile se apropiara de los centros salitreros del norte del país, los que antiguamente pertenecían a territorios peruano y boliviano, especializando con ello la actividad económica e impulsando una importante migración interna, que los incipientes conos urbanos tuvieron que absorber con mucha dificultad110. Como consecuencia, la guerra trajo el enriquecimiento de las clases altas del valle central, relacionadas con latifundios, el mundo bancario y las escasas industrias existentes en esa época, generando así una oligarquía que concentraba el poder económico y político del país.
2.7 La Belle Époque Chilena, la época parlamentaria y la república oligarca: “los franceses de Sudamérica”.
Durante la década de 1880 el mundo se encontraba en plena revolución industrial y Chile se preparaba para su inclusión en los mercados capitalistas internacionales. La extracción y exportación del salitre fue el principal motor económico del país, generando una prosperidad que se concentraba principalmente en las clases altas de la sociedad. La centralización del poder económico y político en Chile confluyó en un único grupo social: la oligarquía, que en este tiempo se renovó, asimilando a banqueros, comerciantes y propietarios de latifundios donde los inquilinos se vinieron a desempeñar como trabajadores. Los epicentros laborales del país estaban ubicados en la zona central y el norte.
El ejemplo de lo que ocurrió en el norte del país, convencía cada vez más a la clase dirigente de que ella era la única capaz de dirigir a Chile hacia el camino del éxito, acercándose al sueño de ser un país desarrollado. Desde que Chile se independizó definitivamente de España a comienzos del siglo XIX, hasta la Guerra Civil de 1891, su historia como Estado Nacional - en palabras del historiador Cristian Gazmuri (2012)- , permite configurar un balance al menos positivo. A pesar de haber sido una de las colonias menos importantes y más pobres de la Corona Española, Chile logró durante ese periodo un bienestar económico –muy mal distribuido claro está111– gracias al auge de la plata, del trigo, del cobre y finalmente el salitre, el que será la principal fuente de riqueza del país durante finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Esta estabilidad económica estuvo acompañada, según este autor, de una seguridad institucional, donde los gobernantes se caracterizaron por ser probos, sobrios y con un firme sentido público.
Una cuestión diferente se vivió en la llamada República Parlamentaria (1891-1925) periodo caracterizado por la incubación de un malestar social alimentado por las profundas desigualdades socioeconómicas y facilitadas por una serie de gobiernos de clase, donde la oligarquía buscó su beneficio a través del ejercicio del poder político, perdiendo, según varios críticos de la época, su calidad “moral” ante el pueblo. El poder del Presidente de la Reública era reducido112, ya que tras las reformas a la Constitución de 1833, el control de las acciones políticas se concentraba en el Congreso Nacional. El parlamento tenía atribuciones para derribar los gabinetes presidenciales gracias al recurso de la interpelación, retardar las leyes periódicas demorando el presupuesto de la nación y dilatando también infinitamente las discusiones ante los proyectos de ley. La utilización abusiva de estos mecanismos hizo que la tarea legislativa fuera lenta y extra contemporánea, produciendo también una constante rotativa ministerial113 que significó un freno para las políticas de gobierno. El desprestigio de la política se combinó con denuncias de cohecho, intervención electoral y cacicazgo político como vicios que impregnaban las acciones de los honorables. La participación en el mundo político era muy pequeña, ya que sólo podía votar cerca del 5% de la población del país, lo que hablaba de la escasa representatividad ya que los elegidos eran parte de una oligarquía homogénea, emparentada normalmente a través de lazos familiares. Así por ejemplo, los presidentes Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901) y Pedro Montt (1906-1910) eran hijos de presidentes que gobernaron durante el siglo XIX. Germán Riesco (1901-1906) era cuñado de Errázuriz Echaurren. Lo anterior, también se reproducía a nivel parlamentario o ministerial y los ejemplos se multiplicaban de manera exponencial. Aún así, este periodo se caracterizó por la regularidad política: todos los gobiernos del periodo se sucedieron utilizando mecanismos constitucionales, a pesar de que las elecciones estuvieran llenas de los vicios.
Retrato del Matrimonio Fernández- Milicevic (1924). Archivo Fotográfico Museo Histórico Nacional
En esta época muchas de las decisiones importantes para el país no se discutieron ni en el Congreso ni en la Moneda, sino en lugares como el Club de la Unión, el de Septiembre, el Club Hípico o en las Logias Masónicas114. Lo mismo pasaba con los círculos ligados a la Iglesia Católica, que era por esos años, la religión oficial del país. Existía un vínculo indisoluble entre el Estado y la Iglesia que desde el tiempo de la Colonia marcaba las posibilidades del país para hacerse cargo de muchos de los problemas sociales que aquejaban a la población.
Los partidos políticos en esta época tuvieron escasas diferencias ideológicas, en gran parte, por lo reducido de su espectro. Fue más tarde cuando el radio político incluyó a otros sectores, como las capas medias y las clases populares, especialmente obreros y trabajadores, diversificando el panorama. El eje central y articulador del mundo político era la cuestión laico-religiosa, dando forma al Partido Conservador, el que representaba a la derecha clerical, el Partido Radical, por la izquierda laica, y finalmente el Partido Demócrata. En el centro se ubicaba el Partido Liberal, con varias fracciones y el Partido Nacional, de inspiración liberal. Los dos grandes bloques políticos se constituían cuando el Partido Liberal participaba de la Alianza Liberal junto a los radicales o de la Coalición en compañía de los conservadores.
Las ocho presidencias y tres vicepresidencias correspondientes a este periodo, a saber Jorge Montt Álvarez(1891-1896), Federico Errázuriz Echaurren (1896-1901), Aníbal Zañartu (Vicepresidente 1901), Germán Riesco Errázuriz (1901-1906), Pedro Montt (1906-1910), Elías Fernández Albano (Vicepresidente, 1910), Emiliano Figueroa Larraín (Vicepresidente, 1910), Ramón Barros Luco (1910-1915) y Juan Luis Sanfuentes Andoneagui (1915-1920), transcurrieron sin mayores sobresaltos, las ganancias de la explotación del salitre se mantuvieron estables –siendo la principal fuente de financiamiento estatal– enfocándose principalmente a la inversión en obras públicas: muelles, malecones, edificios estatales y administrativos, caminos y líneas férreas.
Antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, la clase dirigente vivió según los cánones europeos, buscando asimilar los modismos que se llevaban en el viejo continente. De esta manera Europa, y específicamente Francia, fueron las referencias obligadas para la vida pública y privada de las principales familias de las elites chilenas. Las formas de sociabilidad, las costumbres y el refinamiento galo llenaron de frivolidad y manierismos a buena parte de los repertorios de la parte alta de la sociedad. Era el auge de la belle époque chilena115, en la que dominaba un ambiente despreocupado y alegre –según Villalobos (2010)–, propenso a la diversión y la vida fácil116. Las familias más prominentes vivían en el centro de Santiago, en el barrio República, donde se construyeron palacios lujosos al estilo árabe, neoclásico o gótico. El ideal masculino en la clase alta era una mezcla entre el gentleman inglés y el bon vivant francés. “Se admiraba lo intelectual, lo artístico, el título universitario o la profesión liberal, pero se admiraba más un tren de vida dispendioso. Mantener el ‘buen tono’ significaba llevar un estilo de vida liviano y frívolo” (Aylwin, Bascuñán, Correa, Serrano, & Tagle, 1990, pp. 56-57). Como coincidencia la ciencia hacía lo suyo impresionando a todos por la fuerza de sus descubrimientos y lo novedoso de sus avances, lo que generó un ambiente de sorpresa permanente gracias a la difusión de sus conquistas.
Las elites oligárquicas tenían el dominio del país, gozaban de sus privilegios y se jactaban de ellos públicamente, cimentando todavía más descontento en las clases populares. Ejemplo de esto son las declaraciones al diario El Pueblo del abogado y senador Eduardo Matte Pérez, miembro de una familia de banqueros, en 1899:
“Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio” (Matte en Reyes del Villar, 2004, p. 19)117
2.8 El cambio de siglo y la fiesta del Centenario: cuando se apagan las luces se enciende el nacionalismo118. ¿Somos realmente una nación iluminada?
Enrique Mac-Iver, político radical y Ex Gran Maestro de la Gran Logia de Chile, en el Ateneo de Santiago en 1900, pronunció su famoso discurso titulado La crisis moral de la República119. Donde hacía una clara denuncia:
“Me parece que no somos felices; Se nota un malestar que no es de cierta clases de personas ni de ciertas rejiones del país, sino de todo el país i de la jeneralidad de los que lo habitan. La holgura antigua se ha trocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor, las expectativas en decepciones. El presente no es satisfactorio i el porvenir aparece entre las sombras que producen” (Mac-Iver, 1900, pp. 4-5).
La distancia que mantenían las elites con los sectores medios –todavía muy incipientes– y las clases populares, principalmente trabajadora, era enorme. Ya lo señala Felipe Portales (2006)120: la posibilidad de realizar cambios sustanciales en favor de la clase media y del pueblo era casi imposible en esa época. La llamada “cuestión social”121 - entendida como la visualización pública de muchos de los problemas sociales, en el contexto capitalista, la incipiente industrialización del país y las penosas condiciones que afectaba al trabajador urbano- tuvo que esperar recién hasta la década de 1920 para que tener alguna respuesta oficial de parte del mundo político.
La celebración del Centenario estuvo marcada por la inauguración de varias obras insignes, las que buscaron reflejar el desarrollo económico del país y que se traducía en una serie de adelantos. Se multiplicaron las redes ferroviarias, los puentes, viaductos, los edificios céntricos con aires europeos y el puerto de Valparaíso fue tomando forma como centro neurálgico de los intercambios comerciales, gracias a la construcción de un molo de abrigo, reparado luego del terremoto de 1906. Hubo visitas de delegaciones de muchos países y se hicieron grandes fiestas para la ocasión122.
Lamentablemente la crisis que había en el ambiente se materializó en tragedia, cuando el presidente Pedro Montt murió poco antes de las celebraciones en agosto de 1910 en Alemania. Había viajado a Alemania en búsqueda de un tratamiento médico para la arritmia que lo aquejaba. Luego, curiosamente, su sucesor Elías Fernández Albano también falleció a los pocos días de haber asumido, generando un manto lúgubre ante las celebraciones. Fue el tercer sucesor Emiliano Figueroa quien encabezó las festividades.
Por otro lado, Chile era un país enfermo y muchas vidas eran presa de los males que los atacaban. En este sentido, comienzó una sensibilización del escenario público sobre el estado del país y especialmente de la incapacidad de los dirigentes locales de hacer frente a la situación. En estos años dominaron los sentimientos de pesar, frustración y un profundo revisionismo. El país ya había enfrentado a finales del milenio pasado dos momentos bélicos significativos: la Guerra del Pacífico –con los vecinos Perú y Bolivia– y la Guerra Civil de 1891. Estos eventos dejaron una impresión de pesar y crisis social en los habitantes. En esta época se encuentra el primer indicio de la llegada de las ideas de Freud a tierras nacionales. Años en los que se publicaron una serie de ensayos, que según Muñoz (1999)123, daban cuenta del estado de crisis en el que la sociedad chilena se encontraba en esa época. Por ejmplo, el Doctor Valdés Cange publicó en 1910 Sinceridad. Chile íntimo en 1910124 donde afirmaba: “Pero nosotros, los que vivimos entre los de abajo, vemos todas las miserias, todos los vicios, todas las angustias de este pueblo que se gloria de ser el más noble i viril de los nacidos en América!” (Valdés, 1910, p. 2). Tancredo Pinochet Le-Brun, por su parte, afirmaba en 1909125 “Nuestro país va a cumplir cien años de vida independiente, va a ser luego un adulto mayor de edad. Su existencia se ha deslizado hasta ahora como la de un muchacho varonil, inquieto, valiente i jeneroso. Todavía no ha tomado bien en serio la vida i no ha pensado casi nada para mañana” (Pinochet, 1909, p.6). Lo mismo, Luis Emilio Recabarren, insigne hombre de izquierda, fundador del Partido Obrero y luego del Partido Comunista, en plenas festividades declaró: “Hoy todo el mundo habla de grandezas y de progresos y les pondera y ensalza considerando todo esto como propiedad común disfrutable por todos. Yo quiero también hablar de esos progresos y de esas grandezas, pero me permitiréis, que los coloque en el sitio que corresponde y que saque a luz todas las miserias que están olvidadas u ocultas o que por ser ya demasiado comunes no nos preocupamos de ellas” (Recabarren, 1910, p. 166). Por último, en 1904 Nicolás Palacios publicó su trabajo más famoso, Raza Chilena, en el que señaló que el pueblo chileno era de una estirpe superior, combinación de los godos y los mapuches, sintetizados en la figura de el Roto. Esta obra es un ejemplo de los intentos de unificación de la población tras un imaginario común.