Читать книгу Götterdämerung - Mariela González - Страница 9
CAPÍTULO 2
ОглавлениеAlgún día, esa maldita manía suya le iba a jugar una mala pasada. A lo mejor ese día era justo entonces, se dijo Gus; uno tan bueno como cualquier otro para llevarse un escarmiento. Mejor dicho, tal pensamiento surgió de aquella parte de Gus racional y seria que lo miraba cada mañana desde el otro lado del espejo, confiando en que madurase. En cambio, la parte despreocupada que solía tomar el control demasiado a menudo no podía dejar de reír. Como le sucedía casi siempre que un sentimiento extremo le acosaba.
Si algo le parecía demasiado divertido se reía a carcajadas, claro. Como todo el mundo. Pero también le pasaba lo mismo cuando tenía demasiado miedo. O en situaciones de tensión, como aquel momento preciso. No podía explicar a aquel alguacil con cara de sapo que en realidad estaba preocupado, angustiado por la suerte de su amigo… y que por eso mismo le había dado por reír sin parar. Tampoco serviría de nada contar semejante sinsentido a los dos guardias flacuchos, bastante más jóvenes que su superior, que flanqueaban su mesa, quienes no dejaban de mirarse con desconcierto el uno al otro. Demasiado tenían con dar el tipo en aquella situación imprevista como para encima lidiar con un desquiciado.
Logró refrenarse, aunque le llevó un par de minutos al menos. Se irguió, se limpió las lágrimas y respiró muy hondo hasta calmar los retortijones de su estómago. Se atusó la perilla, trató de recomponerse la camisa y… ¿la corbata? Ya no la llevaba puesta. A saber en qué momento la había perdido o se la había arrancado, corriendo a toda prisa desde el palacio Boisserée hasta allí.
—Veamos si me ha quedado claro —dijo al fin. El alguacil-sapo no parecía muy dispuesto a repetir nada, por la manera en que entrecerró los ojos y temblaron las bolsas bajo estos—. Mi amigo Viktor está retenido en prisión por conspiración contra el duque de Baden. Por tratar de asesinarlo mediante Alta Poesía contenida en un poema que él dice no haber escrito, cuando ni siquiera se había apuntado como uno de los participantes en el recital de hoy. ¿Lo he entendido bien?
—No os dejáis nada, pero estáis retocando bastante la realidad. No me extraña, viendo lo poco que os ha afectado la situación. —Estaba claro que el arrebato histriónico de Gus no ayudaba a darle credibilidad a su discurso—. En todo caso, no hay mucho más que hablar. Hay otras personas ahí fuera a la espera de ser atendidas. Vogel os acompañará fuera de la comisaría.
—No, todavía no hemos terminado —replicó el trasgo dando un paso atrás, a la defensiva. Se había desahogado y ahora parecía que su lado severo (el cenizo, como lo llamaba en su fuero interno) iba a encargarse del asunto—. Todo esto es una ridiculez orquestada de manera tan burda que me sonroja pensar en ello. Mi compañero ni siquiera sabía de la celebración en el palacio Boisserée hasta hace tres días, cuando recibió esta invitación. —Sacó de un bolsillo de su camisa el sobre que les había entregado Lake, arrugado, y agitó el papel de su interior frente a las narices de los tres presentes—. Podéis, no, debéis preguntarle al responsable de ella. El Alto Magistrado Lake. ¿Acaso el testimonio de un par de desconocidos, que jamás habían visto a Viktor en su vida, es suficiente para una acusación de ese calibre?
—Os hemos hablado de las pruebas hasta donde nos está permitido, herr Trasaño. Sois vos quien se aferra a un sinsentido como es una presunción de inocencia que cae por su propio peso. —El alguacil se incorporó y apoyó las manos sobre la mesa, crispando los nudillos. Muchos años de rango le habían enseñado a mantener la compostura, pero se veía que estaba deseando dar un buen sopapo a aquel rostro moreno e impertinente—. Decís que no estaba apuntado como participante en el recital… sin embargo, tenemos su nombre en una solicitud formal que nos ha traído Melchor Boisserée, aprobada y firmada. El poema lleva su nombre y es de su puño y letra. Tenemos dos testigos que confirman que señaló al sobre hechizado, y desde luego no hay nadie que pueda identificar algo así aparte de él. Aquí todos conocemos a herr DeRoot y sus habilidades —añadió, con una mezcla de desprecio y burla en su voz—. Sabemos a qué se dedica, cómo utiliza sus artes sobrenaturales. Él mismo ha puesto los clavos en su ataúd.
Gus tragó saliva. No le gustó aquella comparación, aunque el cenizo intentó tranquilizarlo. «No van a mandarle a la horca por un atentado fallido, idiota». Sin embargo, no podía estar seguro de nada mientras el nombre de Lake estuviera mezclado con todo aquello. Maldita fuera su estampa arrogante, maldito fuera el día en que se había plantado en su puerta con aquella petición tan tentadora para dos pobres diablos sin blanca como ellos.
Maldita fuera la debilidad de Vik, incapaz de negarse a la posibilidad de un atisbo de Erin en aquella fiesta.
El trasgo apretó los puños. Si no argumentaba otra cosa, si no contrarrestaba todas aquellas evidencias…
—Si no tenéis nada más que decirnos, ni os apetece reír más, hemos terminado —habló el alguacil, interrumpiendo sus pensamientos—. Os rogaría que para cualquier otro tema esperaseis al juicio. Se informará, como es habitual, en la hoja de avisos. Ya sabéis dónde está la puerta.
Gus gruñó entre dientes, pero se cuidó bien de que nadie escuchara aquellos epítetos poco favorecedores dirigidos hacia la madre y la hermana del alguacil. Se dio la vuelta antes de que uno de los guardias lo agarrara del brazo. Le habría gustado tener una capa para hacerla ondear con gesto ofendido al marcharse.
Abandonó la comisaría. Se apoyó en la pared junto a la puerta, se frotó los ojos cansados con las palmas. Por inercia aferró el zurrón que llevaba siempre en la cintura, en el que guardaba el tarro de judías, un gesto que se había convertido en reflejo cuando necesitaba calmar los nervios. Algún que otro curioso rondando los alrededores se le quedó mirando. Eran pocos, tal vez cuatro o cinco: chismosos que ya habían escuchado lo sucedido en el palacio Boisserée y querían enterarse de algo, aunque fuera de pasada. Gus sabía lo que buscaban. No necesitarían demasiada información para empezar a moldear su historia y contarla a cuantas orejas quisieran prestarles atención. A la mañana siguiente ya estaría montado el rumor, una quimera con decenas de patas, ojos y bocas correteando de puerta en puerta. La simple fama de Viktor ya agregaba interesantes apéndices a la criatura. ¿Que aquel poeta loco había intentado acabar con el duque de Baden? ¿Estaba regresando a las andadas? Inaudito. Las historias de un desgraciado que tropezaba una y otra vez con la misma piedra eran las favoritas en las tabernas de Heidelberg. Incluso en los círculos académicos y artísticos, por supuesto. Pese a aquella impostura, a aquella pretendida imagen de sobriedad y elitismo de sus miembros, nadie se libraba del placer de cotillear y disfrutar con el pesar ajeno. El mejor remedio para no pensar en el propio.
A nadie escapaba la amistad de Gus con Viktor, el hecho de que fueran compañeros de correrías. Había quien insinuaba que eran amantes, el trasgo lo sabía bien. No era algo a lo que prestase atención, pero lo último que deseaba en aquel momento era ser el blanco del escrutinio y los susurros desde lejos, de las miradas socarronas de un puñado de imbéciles sin nada mejor que hacer después de la cena. Así que decidió enfilar de vuelta a su habitación. Nada podría hacer, al menos hasta la mañana siguiente.
«No voy a descansar hasta encontrarte, Lake. Tienes mucho que explicar».
Apretó el paso: aunque había dejado la comisaría atrás hacía un rato, le parecía sentir que aquellas miradas le quemaban todavía en la nuca. Clavó la suya en el suelo, contando cada una de las piedras de las calles, hasta que consiguió distraer su mente en la cadencia. Fue el motivo principal de que no se percatara del tipo que se plantó frente a él, y que no pudiera evitar tropezarse.
Resultó similar a toparse con un muro. Gus no tenía demasiada envergadura: rebotó hacia atrás, soltó una maldición y una blasfemia. El rictus de desagrado se le congeló en los labios, no obstante, al levantar la mirada e identificar al recién aparecido.
****
Viktor, sentado en el camastro, estiró los pies. Aquellas botas nuevas le habían causado un par de callos bastante molestos.
—Puedo descalzarme, ¿verdad? —preguntó—. Ya se me ha olvidado cómo es el protocolo de la cárcel. En todo caso, mi única experiencia fue con la de estudiantes. —Se encogió de hombros como si se disculpara—. En estas cárceles serias no sé cómo funcionan las cosas.
El oficial enmudeció. No supo qué responder; no antes de que el poeta comenzara a quitarse las botas. Gimió con alivio al notar sus dedos libres, se los masajeó. Aspiró el hedor que se elevó desde el interior del calzado, muy en consonancia con el que inundaba la estrecha celda.
—¿Habéis entendido lo que os he dicho? —vaciló el oficial.
—Palabra por palabra. Cumplís bien con vuestro deber. Cargos de conspiración, intento de asesinato. Perfidia por un uso indebido de la Alta Poesía. Si queréis, podemos añadir también no haberme lavado los pies antes de acudir al palacio.
—No, eh… no hace falta. —El otro trató de recomponerse ante aquella reacción serena que le era desconocida. Estaba acostumbrado a los borrachos que berreaban, a los enamorados llorosos que habían clavado un cuchillo a un rival—. Permaneceréis aquí hasta que os sea comunicada la fecha del juicio, en un día o dos. Tendréis derecho a avisar a vuestro abogado.
—Mi abogado. Eso sí que es un buen chiste. No, a quien necesito que busquéis cuanto antes es a Wilhelm Lake.
—¿El Alto Magistrado? Me temo que eso no entra dentro de mis atribuciones, a menos que podáis especificarme para qué…
—Te voy a adelantar un par de cosas —interrumpió el poeta—. Lake aparecerá. No sé si esta misma noche, mañana con el primer canto del gallo o en un par de días. Llegará, querrá hablar conmigo, yo me negaré. Así que vamos a saltarnos todos esos pasos. Buscadlo, decidle que no quiero tener nada que ver con él. Que arregle este desaguisado o que no lo haga, me da igual. Decidle de mi parte que prefiero pudrirme aquí que volver a tener nada que ver con sus engaños.
Con disimulo, el oficial olfateó a aquel tipo, intentando discernir si había algún otro olor sospechoso aparte del que provenía de sus pies. No parecía ebrio, pero hablaba como tal.
—Trasladaré a quien corresponda lo que pedís. Aunque no puedo aseguraros nada.
—Claro que no. ¿Quién puede dar nada por seguro cuando Loki está metido en medio? Solo un cretino como yo.
****
Pese a haber intentado mostrar entereza, incluso despreocupación, al ser arrastrado a la cárcel casi inconsciente y escuchar aquellas acusaciones, la coraza de Viktor se había ido resquebrajando al quedarse solo. Por supuesto que todo aquello lo aterraba. Puede que hubiese sido un ingenuo, que se hubiera dejado guiar por el sentimentalismo, pero lo que estaba claro era que verse metido en un brete por obra y gracia de Loki no podía significar nada bueno. No le cabía duda de que era él quien le había tendido la trampa. Con qué propósito, eso sí que se le escapaba por completo. Quizás convertirlo en chivo expiatorio de algo. Trató de recordar si había llevado a cabo algún encargo peliagudo, si se había granjeado alguna enemistad… Nada le vino a la mente. Si su forma de ganarse el pan era casi ridícula. Empleaba la percepción aumentada que le concedía el corazón de Gus para rastrear energías, ya fuera Glamerye o humanas: localizaba personas desaparecidas, las veces más interesantes, o gatos, perros u objetos perdidos las menos. Un poder como nadie más en aquella ciudad, tal vez en el mundo, poseía, y su mayor recompensa había sido una caja de vinos tras encontrar a la hija fugada de un ricachón.
Contra todo pronóstico, consiguió dormir un par de horas aquella noche en el infame camastro. Sus sueños después de una tormenta de sensaciones como la sufrida en el palacio solían ser surrealistas, abigarrados, plagados de criaturas imposibles y maelströms que lo arrastraban entre capas y capas de consciencia. Aquella ocasión no fue diferente. Despertó con el primer canto de los gallos, o eso le dijo su cabeza, siempre empeñada en traducir el mundo con el prisma de la poesía: no había ventana alguna que le permitiese discernir qué hora era. Pasó un buen rato hasta que escuchó movimiento tras la puerta de la celda. El cerrojo corredero graznó en el exterior, y un guardia diferente al de la noche anterior, un tipo bajito y medio calvo que debía de andar por los cuarenta, entró portando una bandeja con una masa blancuzca indefinida y un vaso de agua. El estómago de Viktor no parecía muy por la labor de procesar nada, pero se dijo que más le valía ponerse a ello. Lo último que necesitaba era enfermar de hambre.
—Aunque pueda parecer complicado, os recomiendo que comáis —dijo el guardia, como leyendo sus pensamientos—. No volveré a traeros nada hasta la noche, en caso de que no os suelten antes. Y no parece que vaya a ser vuestro caso, me temo.
El poeta lo miró unos instantes, tratando de sopesarlo. No había en aquel hombre la hostilidad del anterior. Quizás sentía lástima por él, o lo veía como algo más que un guiñapo despreciable.
—Gracias. Tenéis razón, supongo —suspiró. Colocó la bandeja sobre sus rodillas, tomó la cuchara de madera y empezó a engullir intentando no saborear mucho. Eran gachas, pero ni quería pensar en qué condiciones las prepararían en una cárcel—. Anoche hice una petición a vuestro compañero. Le solicité que buscara a Wilhelm Lake. ¿Sabéis vos algo de eso?
—Lamento deciros que no sé nada. —El guardia hizo una mueca, casi parecía que su disculpa era sincera—. No soy más que un mandado. Aunque se ha corrido la voz sobre vuestra conversación, sí. Entre nosotros, herr DeRoot… quizás haber mencionado a Lake haya sido un acierto por vuestra parte. A nadie de por aquí le agrada la perspectiva de hacer enfadar al Alto Magistrado. El silencio en torno a su figura suele estar inspirado por el temor más que por el respeto. Espero de corazón que podáis demostrar vuestra inocencia y su implicación.
Ahora sí, Viktor dejó a un lado la cuchara, sorprendido. Su estómago empezó a quejarse; no tenía claro si por el extraño mejunje que le había enviado o por el hambre incipiente, ahora que lo había forzado a trabajar. Sea como fuere, dedicó su atención al guardia. Se expresaba con mucha soltura, no se parecía en absoluto al zoquete de la noche anterior.
—¿Por qué me estáis contando todo esto? —Estaba decidido a sospechar hasta de las goteras del techo si hacía falta—. ¿Os envía alguien a hablar conmigo? ¿Lake, tal vez, para ver cómo respondo?
—Oh, nada de eso. Entiendo vuestra suspicacia. Pero no hay doble intención en mi simpatía. He oído hablar de vos, os conozco, puesto que yo… —El guardia enrojeció hasta las orejas de repente—. A mí también me gusta escribir poesía.
Dejó unos segundos de silencio, evaluando a Viktor con embarazo. Este se había quedado sin palabras.
—Ah… me parece muy bien. Me siento halagado de que al menos conozcáis mi nombre.
—Ya lo creo, y mucho más que eso —se animó el hombre—. No voy a negaros que he leído más a otros poetas de Heidelberg, a los que considero mi inspiración. Sorecht y Rossler, por ejemplo. —Aquellos nombres eran vagos para Viktor, alejado como estaba de la actualidad cultural de la ciudad—. Pero me gustan vuestros versos, sobre todo los anteriores a… el incidente de la universidad. Yo soy un negado, por desgracia. —El tipo soltó una breve risa —. El tiempo y la práctica me irán puliendo, imagino.
—Nada que surja de la creatividad y la pasión debe ser despreciado —repuso Viktor. Era una máxima que no solía pronunciar en voz alta, aunque guiaba su pluma y su pincel cada vez que se plantaba frente a una obra—. Tengo una idea, ¿por qué no me traéis alguno de vuestros poemas la próxima vez que vengáis a verme? Bueno, si es que volvéis a pasar por mi celda.
—Tengo todo este pasillo asignado, así que sí, volveremos a vernos. Sois muy amable, herr DeRoot. —El guardia parecía emocionado y no se esforzó por ocultarlo—. Será un honor para mí. Ahora, sin embargo, me temo que debo pediros que apuréis ese plato o me retrasaré más de lo prudente en la ronda.
Viktor se conminó a acabar con la masa blanca de unas cuantas cucharadas, y lo hizo pasar todo por su gaznate mediante el agua fresca del vaso. Se despidieron con una inclinación de cabeza. De nuevo, la celda y la soledad se dieron la mano para cerrarse en torno a sus ominosos pensamientos.
No obstante, ahora asomaba un resquicio de luz, por increíble que le hubiera parecido minutos antes. No solo las palabras de halago del guardia lo habían animado. También estaba aquella idea, peregrina todavía, que se había empezado a insinuar entre las sombras de su conciencia. Si le salía bien… bueno, si le salía bien podía meterse en muchos problemas nuevos. Pero a la vez salir de aquel atolladero.
****
Sin un rayo de luz solar que se filtrase por las rendijas de las paredes, tan solo con la iluminación del pasillo entrando por el ventanuco de la puerta, no había nada que dijese a Viktor cuánto tiempo transcurría. Para una mente como la suya, que necesitaba aprovechar y exprimir cada instante del día en cosas provechosas, aquello era una lenta tortura.
Primero probó a inspeccionar la celda. En la cárcel de estudiantes, durante las semanas que había estado preso, había podido descubrir todo un submundo inscrito en las paredes. Citas, versos, declaraciones de amor o de odio, nombres grabados con trazos enérgicos como un desafío al paso de los siglos. Dibujos, caricaturas, sátiras en formas más o menos evidentes. Cada uno de los jovenzuelos que había pasado por allí, cumpliendo penas que podían ir desde una borrachera hasta el agravio al cuerpo de profesores o la destrucción de documentos, había dejado una hebra de su historia de algún modo. Para Viktor, aquel mosaico de vidas había resultado fascinante desde el primer momento. Casi se lamentó cuando lo soltaron: sintió que no había sido capaz de encontrar o recomponer todas las historias de los cautivos que estuvieron allí antes que él. Con la perspectiva de los años, acabó por pensar que había sido una experiencia enriquecedora, a solas con aquella miríada de voces silenciosas. La humillación y la deshonra del incidente en la universidad casi quedaron mitigados un tanto.
Pero si aquella reclusión había sido catártica, esta otra era infame, vejatoria. Poco halló en las paredes, inspeccionándolas a tientas a la trémula luz. Nombres grabados a duras penas, muchos ya desvaídos e ilegibles; quejas hacia algún que otro miembro del Consejo Administrativo de la ciudad o insultos al alguacil. Nada ingenioso, ningún mensaje preclaro o enigmático al que dar vueltas. Ninguna clave secreta. Aquellas cuatro paredes no solo le estaban privando de su libertad. Más terrible aun: también de cualquier estímulo, de todo lo que no fuera percibir el mundo desde la mirilla gris que utilizaban el resto de mortales comunes. Durante un breve tiempo fue un cambio soportable, un alivio. Después, sin embargo, todo su ser empezó a quejarse como si le faltara el agua, como si la sangre se le estuviera secando y convirtiendo en una pasta que a duras penas bombeaba su corazón.
Se entretuvo tratando de hilar versos. Tanto aquel entorno como la conversación con el guardia lo habían llevado a pensar en sus poemas. Se los imaginaba desamparados en su buhardilla, preocupados por que no hubiera regresado desde la noche anterior. Eran como gatos, esquivos e independientes por el día, ávidos de su calor y atención por las noches. Dio gracias cuando el guardia volvió a aparecer y por tanto pudo saber, o entrever, qué hora era. El atardecer, al menos. Era la hora en la que Gus hacía su ronda habitual por las tabernas y trataba de improvisar alguno de sus poemas picantes. Si había suerte, si le caía en gracia al tabernero y la concurrencia, volvía con algunas monedas y una botella para endulzar la cena. Se preguntó cómo se estaría tomando su amigo todo aquello. Al fin y al cabo, el alma de Viktor estaba en un tarro de judías custodiado por aquel trasgo despreocupado, pero el corazón de este latía en su cuenca derecha, y tampoco debía de sentirse tranquilo sin saber cómo estaban tratando a una parte tan vital de su ser.
El guardia le dijo su nombre, Albrecht, y además de una cena consistente en un plato de lentejas apelmazadas y un vaso de vino blanco le llevó una hoja de papel doblada en cuatro partes, que le ofreció con un leve temblequeo. «Mi poema», le dijo. En el que estaba trabajando en aquellos momentos, el único que le parecía bueno como para enseñarlo a «alguien como él». Pese a que no era el mejor admirador que podría desear, Viktor no pudo evitar un ramalazo de orgullo.
Lo desdobló, lo leyó con atención. Era demasiado ripioso en algunos puntos, pero en otros había buenas metáforas, inspiradas en las de poetas conocidos. Por algún sitio había que empezar siempre. Sonrió, miró a Albrecht con toda la amabilidad que fue capaz de componer en su gesto cansado. No era material inservible, sobre todo para su plan.
—No está nada mal —aseguró, y añadió un silbido de fingida admiración para reforzar sus palabras. El guardia se hinchó de placer—. Será para mí un honor ayudaros a mejorarlo, si no os importa que mis manazas toquen vuestra obra.
—¡Por favor! Cómo iba a importarme. No os imagináis cuánto os lo agradezco. No tengo conocidos que me ayuden a mejorar mi escritura. Creo que el destino, si bien cruel con vos, ha sido propicio en nuestro encuentro. —No debía de estar pensando mucho en lo que decía si consideraba que podía consolar a un cautivo con aquella frase, se lamentó Viktor.
—Eso sí, necesitaría una pluma. O un lápiz al menos. Algo para que pueda escribir y anotaros mis consejos.
—Hum… —Albrecht miró por el ventanuco y bajó la voz hasta dejarla en un susurro—. Puedo tratar de conseguiros un lápiz. No me será difícil pasarlo. Una pluma, me temo, podría causarme mayores problemas si fuera descubierta.
—Claro, lo comprendo. Con un lápiz será suficiente.
—En tal caso, mañana mismo lo tendréis, bien temprano.
—Una última cosa —añadió Viktor, mientras terminaba el plato de lentejas deprisa—. ¿Ha dado Lake señales de vida? ¿Alguien más ha preguntado por mí?
—No he escuchado nada, ni de manera oficial ni, ya sabéis, por otros medios. Lo lamento. No obstante, no hay notificación sobre la fecha de vuestro juicio. Eso puede ser una buena señal.
—Claro —musitó el poeta. Apuró el vaso, se limpió los labios con una mano—. Confiemos en eso. Gracias, Albrecht.
Quedó un momento pensativo, inclinado sobre las rodillas. Escuchó los pasos alejarse sin prisa y descorrer el cerrojo de otra celda. Así que nada de Lake, pero al parecer Gus tampoco había montado una de las suyas para tratar de sacarlo. No sabía qué pensar de eso.
Dio vueltas al papel en sus manos, recorrió los dobleces, leyó el poema una vez más, poco a poco. Cerró entonces los ojos y trató de visualizar lo que faltaba, abriendo la puerta a aquellas ideas y aquel mundo en miniatura. No era sencillo conectar con la melodía de otra mente, pero su ojo derecho le facilitaba las cosas. De su habilidad indagando en otros dependía que su plan tuviera éxito.
****
Albrecht regresó a la mañana siguiente, y además del plato de gachas y el agua le llevó un lápiz de punta roma, como había prometido. Se lo entregó con rigidez, escondido bajo la manga, sin mediar palabra ni dejar de mirar por encima de su hombro. Parecía más un acto reflejo que otra cosa, pues Viktor dudaba que ningún compañero fuese a espiarlos de pronto a través del ventanuco. No obstante, agradeció el recelo. El tipo parecía de fiar, no le estaba tendiendo una trampa. Tal vez por ello notó un atisbo de culpabilidad que se aprestó en acallar.
Viktor tocó la punta del lápiz con un dedo, luego lo apretó contra el papel. Su trazo era débil, pero al mismo tiempo no haría ningún ruido al escribir y por tanto no levantaría sospechas. Asintió con la cabeza en dirección a Albrecht, haciéndole ver que estaba satisfecho. Apenas se marchó, se levantó del camastro, se sentó de cara a la pared del fondo y apoyó el papel sobre ella. Sus ojos se convirtieron en escalpelos que comenzaron sin demora la incisión en aquellos versos.
Llevaba muchos años sin hacer aquello, y tenía miedo, por supuesto. Miedo de haber perdido su habilidad, de que su conocimiento hubiera quedado oculto o trastocado por la multitud de información que había entrado en su mente desde entonces. Miedo de su osadía, de lo que implicaba. Aunque, por encima de todo, y conforme pasaban las horas, más miedo le daba la ausencia de Lake, su mutismo. Si ni siquiera podía contar con una de sus artimañas, el asunto pintaba más que feo.
Con este pensamiento se alentó para continuar: estaba solo, tenía que valérselas por sí mismo. Allá donde el escalpelo hendía, sus palabras entraban como un ejército bien entrenado. Sus versos suturaban. Todo encaminado a un único fin. El lápiz, silencioso en paradójica contradicción con el frenesí de su cabeza, volaba sobre el papel, tachando, reescribiendo. Pronto la voz del pobre Albrecht en aquellas líneas se convirtió en un susurro ahogado, una llamada desde la lejanía. Lo lamentaba, claro que sí. Nunca estaba bien hacer un estropicio en la obra de otro.
No se detuvo hasta que el lápiz cayó de su mano, cuando notó un súbito pinchazo que le nació en la muñeca y le ascendió por los metacarpianos hasta estallarle en los dedos. Se agarró la mano, se la masajeó, no pudo contener un gemido. Maldita sea, había entrado en aquella suerte de trance, uno de esos arrebatos en los que el mundo a su alrededor se volvía sordo y ajeno. Se limpió con la camisa el rostro empapado en sudor. Se cuidó bien de no tocar el papel hasta que sus dedos se hubieran secado; lo último que necesitaba era que las débiles líneas del lápiz desaparecieran. Para cuando Albrecht volvió a aparecer en la celda, su corazón se había calmado. Le esperó sentado en el camastro, las manos sobre las rodillas, los ojos cerrados. El poema, extendido, se encontraba a su lado.
—Herr DeRoot —saludó el guardia, con la bandeja de la cena en una mano. De nuevo aquellas lentejas insípidas y vino—. Habéis escrito, por lo que veo —dijo, ilusionado, clavando enseguida la vista en el papel garabateado de lápiz.
—Sí, así es. No podré daros nunca las gracias por esto, Albrecht —dijo Viktor—. Dejad que me llene la barriga primero, por favor —con gesto ansioso, tomó las lentejas y las engulló. Se puso en pie a continuación, tomando el papel con ambas manos.
»He hecho algunos añadidos y modificaciones a vuestro poema. Si me lo permitís, os lo recitaré. —No esperó confirmación.
Los versos de Albrecht hablaban sobre un viaje a las montañas y el sobrecogimiento que le había producido verlas en el horizonte, la sensación de comunión con la naturaleza. Era un poema descriptivo que seguía las estructuras más básicas. Poesía en estado puro, proveniente de una experiencia personal. La mano experta de Viktor, no obstante, había entresacado los hilos, había dejado al descubierto las costuras. Los sentimientos vivos. La agreste naturaleza también podía ser salvaje, despiadada. Albrecht había depositado suavemente los bosques y su verdor; Viktor los había arrancado de cuajo, había tomado sus raíces y había rasgado con ellas el paisaje idílico. Las montañas podían aullar, resquebrajándose en un repentino terremoto, en vez de ser aquel remanso de paz. Incluso podían inflamarse de ira y reventar con el fuego de sus entrañas.
Aquel era el poder de la Alta Poesía: retorcer los versos para dar la vuelta a la realidad, convertir las metáforas y los símbolos en vida y fuerza. En manos de un experto como Viktor, aquella disciplina servía para mucho más que para encender los corazones y provocar suspiros.
No recitó con sus labios, sino con su mismo espíritu, y el aire a su alrededor comenzó a estremecerse. No era ya mero arte o simple exaltación de la belleza; estaba llamando a la energía en estado puro, conminándola a manipular el entorno. Declamó cada verso, llamó a la violencia y la fuerza de los elementos representados en él. Albrecht no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que sucedía antes de que un vendaval terrible, venido de ninguna parte, lo azotara y mandara contra la pared, haciéndole perder el sentido del golpe. En un segundo envite, toda la furia del viento surgido de ninguna parte se dirigió hacia la puerta. Una puerta de madera recia, pero también enmohecida y estropeada con los años. No le resultó difícil hacerla saltar de sus goznes.
La calma regresó al entorno, tan de súbito como se había marchado. Con el corazón acelerado, notando la energía escurrírsele entre los dedos temblorosos, Viktor arrugó el poema y se lo guardó en un bolsillo. Se aferró a la fuerza que le quedaba, alcanzó la puerta y echó a correr por el pasillo, sin pensar apenas a dónde dirigirse. Ahora notaba el miedo más que nunca atenazar su garganta y colocar grilletes en sus tobillos. Cuando llegó al final de la hilera de celdas, al pie de una escalera que llevaba al piso superior, se frenó en seco. ¿Qué plan tenía en aquella huida?
—Maldito seas, Lake —bufó—. Si vas a aparecer, ahora es el momento.
Escuchó gritos y el sonido de pasos apresurados. Por supuesto, los compañeros de Albrecht no podían estar lejos. Como no podía ser de otro modo, habrían oído el estruendo. Imbécil, se recriminó, ¿pensabas que esta cárcel iba a estar al cargo de un solo hombre? Un par de sombras empezaron a bajar por la escalera, las vio crecer en la pared. Se echó aún más hacia atrás, notando que le faltaba el resuello. Los ojos se le empañaron.
«Tan cerca. Todo este esfuerzo para nada».
Se encogió sobre sí mismo y apretó los puños. Si tenía que revolverse cuando fueran a apresarlo de nuevo, lo haría. Después del rastro que había dejado tras de sí, poco importaba ya que añadieran agresión a la autoridad. Ah, lo que le gustaría sería ver bajar a Lake por las escaleras. Esa sí que sería una agresión que cometería con gusto…
Se tensó en cuanto apareció el dueño de la primera sombra al pie de las escaleras. Y detrás de él, otro. Un tipo alto y delgado y otro más bajito, de hombros anchos, que llevaban el rostro cubierto con sendas capuchas. El alto se descubrió… y Viktor dio un respingo, al tiempo que lanzaba un gritito que habría envidiado cualquier caniche.
—¿Qué diablos has…? No se te puede dejar solo sin que la líes —exclamó Gus, adelantándose. Soltó una risa breve —. Vamos, no tenemos demasiado tiempo.
Se giró e intercambió unas palabras con su acompañante. Este asintió y se quitó la capa que llevaba. Al hacerlo, dejó a la vista, debajo, el uniforme de la policía de Heidelberg. Gus tomó la capa y se la tendió a Viktor.
—Ponte esto.
El poeta, notando cómo el aire volvía a circular por sus pulmones, decidió que no era momento de rechistar. Se colocó la capa sin dejar de mirar por encima de su hombro a la celda que había dejado atrás; todavía esperaba ver a Albrecht levantarse y correr en su dirección como alma que llevara el diablo. Gus, frente a él, se cubrió el rostro con la capucha. Sus rasgos se volvieron… diferentes, se dijo Viktor. Era como si una neblina difusa lo oscureciera de pronto, volviéndolo tan anodino como si estuviera contemplando un garabato desdibujado por el tiempo.
—Ya te lo explicaré, Vik, pero ahora mismo no podemos pararnos. —Gus estaba preparado para aquel efecto, por lo visto. Hizo amago de añadir algo más, pero Viktor lo detuvo con un gesto apresurado. Se ajustó la capucha del mismo modo.
—Si esto me va a servir para largarme de aquí cuanto antes, ten por seguro que no voy a hacer preguntas.