Читать книгу La inocencia - Marina Yuszczuk - Страница 5

Los días luminosos

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Algo de todo eso me conmovió y, como mi mamá, con el tiempo me hice religiosa. En mi corazón de nena que llevaba una Biblia en la cartera y recorría las calles del barrio para hablar con las personas, en la compañía de los otros que elogiaban cada mínimo adelanto en la forma de plantarme o de hablar, en estar todo el día acompañada por un padre amoroso que me cuidaba también mientras dormía. En los versículos donde algunos hombres del pasado le pedían a ese Padre que derramara su amor sobre ellos, que no los dejara solos, que los hiciera sabios. Una clase de amor que según me enseñaban, todo lo puede, todo lo cubre, todo lo perdona, nunca falla, no le falta nada.

Me quise ver reflejada en historias de fortaleza y de aguante, de sostener las propias ideas frente a la presión, de hacer grandes gestos hermosos, desinteresados, que Dios estaba viendo cuando parecía que nadie más miraba.

Era difícil pero también era posible, como dejarse sostener por el mar cuando uno no tiene miedo y aprende a hacer la plancha. Cuanto más se abandona la tensión sobre los músculos, mejor, y mantenerse a flote no se trata de hacer fuerza sino de ser flexible, dócil. De hacerse liviano. A mí me resultó muy dulce hacerme liviana, entregarme a esa corriente de creencia que me acunó infinitamente durante algunos años.

Abrir los ojos era recobrar la consciencia de todo y sentir como una cosa muy leve la sorpresa de estar vivo, ¡otro día más! “Te doy las gracias, Dios, por este día, y espero usarlo de la mejor manera para servirte”. Con pequeñas oraciones como esa se enmarcaba la vida cotidiana, se le daba un sentido preciso, como a una flecha. La Biblia tenía que estar siempre a mano para leer un poco a la mañana, o en cualquier momento, un pequeño fragmento de texto del que se extraía el significado como si se tratara de sacar una piedra preciosa de una cantera, con mucho cuidado para no romperla.

Las palabras eran sagradas y también preciosas porque a Dios se le hablaba con poesía, él mismo hablaba con poesía. Con palabras hechas para conmover el corazón, persuadir a la inteligencia, construir una sabiduría sólida, un terreno seguro sobre el que estar parado. ¿Exagero si digo que viví en ese lenguaje durante todos esos años? ¿Había otra cosa que lenguaje?

Yo recibía esas palabras de la Biblia y otras lecturas, de la ayuda que daban los ancianos y los hermanos para interpretarlas, de las conversaciones con amigos y la reflexión silenciosa y el estudio. Y primero que nada de mi mamá, que una vez por semana se sentaba conmigo para enseñarme historias y lecciones sacadas de un libro para chicos.

Después, me movía para ofrecerlas a otros; primero un poco de lenguaje, después un poco más, primero un poco de lenguaje disimulado como una conversación amable sobre un terreno común, después mucho más lenguaje que esos otros debían aceptar o no. La mayoría no lo aceptaba, pero nosotros lo habíamos intentado. Habíamos tratado de salvarlos y eso nos salvaba. Todo eso era la verdad, y me llegaba bajo la forma de textos, capítulos y versículos, historias y razonamientos. Los relatos eran lenguaje y las promesas eran lenguaje, el futuro era un cuento para niños con leones y ovejas que convivían juntos en el paraíso.

Las palabras eran definitivas y eran claras. No temblaban. La traducción de las Santas Escrituras que manejábamos era la única verdadera, la única que no contenía errores ni tergiversaciones ni libros apócrifos. La angustia de lo apócrifo fue desconocida para mí hasta muy tarde, así como la de lo perecedero. Yo habitaba un lenguaje que se había mantenido igual desde el principio de los tiempos, claro, purificado, luminoso. Se podía traducir, y estaba liberado del malentendido.

Esa sensación que después volví a tener algunas pocas veces con ciertos poemas en los que el lenguaje es medido y preciso, recorta y compone con nitidez, gallinas blancas al lado de una carretilla roja, alguien que se comió unas ciruelas que estaban en el congelador, tan ricas, o una dama con medias humedecidas que sube por una escalera de gemas, el viento hace mover las cortinas, la noche es clara. Si el mundo fuera una serie de escenas recortadas con tanta nitidez, compuestas de dos o tres elementos que parecen autosuficientes –del trabajo de la luz sobre las cosas, incluso cuando las desgasta, pájaros en la ventana, una hiedra que trepa silenciosa por una pared–, tendría una sensación parecida, pero apenas puedo dar crédito a nada que no esté roto.

Cuando empecé a estudiar Letras muchos años después, no les pareció muy bien a mis hermanos en la fe. Los más amables me decían que les parecía interesante, los más cautos recelaban. La madeja de textos en la que vivíamos, con la Biblia en el centro y un sinnúmero de libros que interpretaban y desplegaban los textos de la Biblia con autoridad y fundamento, era expansiva y autosuficiente, no le faltaba nada, no dialogaba. Crecía, pero siempre dentro de un canon, y no la interpretaba cada uno de nosotros sino que se nos transmitía ya interpretada. En cambio la literatura era dudosa, y no había forma posible de convivencia entre los dos sistemas: leones y ovejas, no.

Pero en la claridad de los mejores días, yo caminaba sobre nubes.

La inocencia

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