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Yo le entregué mi vida

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Lo que no tiene forma siempre fue mi peor pesadilla, y no es una metáfora; en las noches de fiebre soñaba con una superficie blanca interminable, sin bordes, que se iba cubriendo a toda velocidad de líneas negras totalmente caóticas, desorganizadas, imposibles de desenredar, y no podía hacer nada para evitarlo porque yo no estaba en esa superficie. Era una espectadora inmóvil de lo que pasaba. Mi mamá me atendía, con paños fríos sobre la frente y pequeños sorbos de agua pero sin saber nada de todo esto que estaba en mi cabeza. Me acuerdo de una vez en particular, tenía otitis y me llevó a dormir con ella a la cama grande, mi papá estaba de viaje. Tuve esa pesadilla y sentí que lo único que me separaba del caos era el cuerpo de mi madre al lado mío. Los peores dolores de mi infancia fueron esas puntadas en el oído mientras la temperatura me enfrentaba con el desorden que se movía sin parar.

Es como un volcán, solo que sin la mínima forma o dirección que implica el paso de la lava por un túnel. Un volcán del que sale la lava gris de la indefinición que va a cubrirlo todo.

Muchos años después una serie de sueños, que ahora se me da por poner a continuación de los sueños con el caos, tenían que ver con que yo paría un bebé. En uno estoy embarazada de mi primer novio, eso parece al menos, pero cuando está naciendo el hijo él se esfuma del sueño y es un bebé todo mío. A veces me doy cuenta de que el bebé que está naciendo soy yo misma, lo sé porque lo sé. En este no me acuerdo, pero sí hay un detalle imborrable: cuando me acerco para mirar a mi hijo lo veo tan borroso como si no me hubiera acercado del todo; es un bebé grisáceo, indefinido, que no se terminó de formar. Así lo pienso y así se lo cuento después a mi psicóloga. Está lo que se borra y lo que no.

También entiendo enseguida que ese “no se terminó de formar” describe exactamente la clase de monstruo que me siento; si hay una clase de monstruosidad que tiene que ver conmigo es la de lo amorfo. Me toco incansablemente para ver adónde termino, pero no termino en ningún lado.

Quizás por eso, no me extraña tanto que a esa edad de la que no tengo ningún registro haya elegido el orden, así como mi mamá, preocupada por la muerte futura de los hijos, eligió un lugar donde ellos fueran inmortales, indestructibles. La religión es una varita mágica, y la literatura es lo contrario del infierno.

Esa primera infancia está llena de mitos. La casa adonde nos mudamos cuando yo tenía dos años, mis padres con los tres hijos que habían tenido uno atrás del otro junto con mi tío y abuela maternos, era una casa de película de terror de los setentas, con un altillo de techo a dos aguas destartalado del que no se veía el fondo. Los chicos de la cuadra nos contaron que había murciélagos antes de que nosotros llegáramos, por eso entre ellos se decían que la casa estaba embrujada. Hubo momentos en que lo creímos.

El altillo cruzaba la casa de una punta a la otra y tenía una ventana por la que entraba un poco de luz a la parte central. El resto estaba oscuro, el techo tan cerca de nuestras cabezas que parecía un lugar pensado especialmente para nosotros, y al mismo tiempo no. Algunas partes del suelo de madera estaban podridas y habían cedido, se podía hundir el pie en uno de esos agujeros cuando se avanzaba sin ver más allá de esa zona más o menos habitable cuyas paredes habíamos pintado con carbonilla y que ahora me imagino, pensando en esos trazos torpes, como el arte rupestre de nuestra infancia. En general nos dejaban subir a ese altillo con libertad, a pesar de que en un rincón estaba apoyada la escopeta de mi tío.

La planta baja tampoco estaba exenta de peligro porque hacia abajo se prolongaba en sótanos a los que entrábamos de vez en cuando, si algún adulto los abría para buscar o guardar alguna cosa: botellas de vino casero que preparaba mi abuela, carpetas de la escuela de mi mamá, latas de pintura. La luz débil de una linterna nos mostraba ese mundo del que no se veían los bordes, pozos negros donde la humedad era fría, debajo de nuestras piezas.

Pero el jardín era brillante, mi abuela lo cuidaba mucho y había naranjos, paltas, un nogal del que colgamos una hamaca. Al fondo estaba el taller donde mi tío hacía trabajos de electricidad para empresas; después, cuando los iba a entregar, nos llevaba en la camioneta y nos compraba cosas, como hacen los tíos. Cosas que no son necesarias. Los talleres son infinitamente atractivos y las herramientas son reales, los martillos golpean y las pinzas aprietan, hay clavos, alambres, motores desarmados. En cambio no sé de qué trabajaba mi papá; quiero decir, en ese momento no lo sabía y no lo entendí hasta unos años después, era muy abstracto.

A mi papá lo quise a la distancia durante demasiado tiempo. Me dijeron que de nena lo adoraba como todas las nenas a sus papás, pero después se borronea en la memoria. La entrada de mi mamá a la religión puso una línea divisoria, yo quedé de este lado. Él estaba allá con su camisa y corbata, su bigote, un trabajo de oficina que lo mantenía ocupadísimo y que muchas veces lo obligaba a pasar semanas lejos de casa.

Estuve varios días sin escribir porque me dejó dura lo que puse más arriba sobre la indefinición y lo borroneado; ahora voy a hacer de cuenta que eso no está, porque en este momento esas ideas tienen un magnetismo que no entiendo y no puedo dejar de estar angustiada: ese es el pozo donde yo me hundo.

Hay una imagen de un pozo que me atrae mucho, pero es más calma, un grabado en blanco y negro de una artista que conozco. No es un pozo sin fin, que baje hasta un fondo de un fondo oscuro que no existe, sino uno que refleja el cielo. La tengo como fondo de escritorio en la computadora donde estoy escribiendo y no sé si me angustia o no, si ese pozo se pierde en el centro de la Tierra, a una profundidad inimaginable, o es poco más que un charco. Además está en el medio del campo, perdido, ¿quién lo va a encontrar?

Quiero que todo esto sea muy liviano. Fue en Wilde que empecé a ir a las reuniones con mi mamá; a ella le hacía el estudio una señora muy vieja de pelo blanco arreglado en un rodete que se llamaba Nélida. A mí me fascinaba ese rodete, mis abuelas usaban el pelo muy corto. Nélida era especial porque formaba parte de un grupo reducido de personas elegidas por Dios para ir al cielo a gobernar el Nuevo Mundo junto con Jesús. Estas personas se enteraban de que eran elegidas porque lo sentían; también tenían que reunir muchos méritos institucionales, pero en ese momento no lo percibí. Ella era severa y algunas veces me miró como si fuera evidente que yo estaba haciendo algo malo, tenía esa manera de ser buena que hace sentir a todos alrededor que no lo son. También tenía una calma muy particular; no era difícil creer que iba a ir al cielo en breve, cuando se muriera.

Mi mamá también era una persona muy especial, todavía lo es, y más inteligente y culta que el promedio, así que necesitaba una persona como Nélida para que le enseñara. Yo todavía era muy chica como para no aburrirme en las reuniones, apenas empezaba a leer y había que estar sentado durante dos horas escuchando enseñanzas de la Biblia que se interrumpían dos o tres veces para pararse y cantar. Igual, en este tiempo al que me refiero mi compromiso con la religión todavía era mínimo. Después nos mudamos a Bahía Blanca y con los años llegó el momento en que me identifiqué totalmente con ese grupo, me convertí en una defensora convencida.

La mudanza fue dura; mi tío y mi abuela se quedaron en la casa de Buenos Aires y mi papá empezó a estar todo el tiempo presente en nuestra casa nueva, que en realidad era un departamento con dos dormitorios y un patiecito diminuto para colgar la ropa, sin encanto. Él viajaba mucho menos y trabajaba en el comedor, con el teléfono en la mano y un montón de papeles desplegados sobre la mesa que algunas pocas veces logramos conquistar para hacer una ciudad de Playmobils y Rastis. No hubo muchos momentos en los veinte años siguientes en que la voz de mi papá no resonara en alguna parte, si estábamos en casa. Pero en el salón no, porque nunca quiso ir a las reuniones y siempre detestó la religión con toda el alma.

Mi familia se partió dos veces: estaban los que se quedaron en Buenos Aires y los que se fueron, los que entraron a la religión y los que no entraron. Solamente mi mamá y yo quedamos en un grupo, con una complicidad que nos unía como nunca nos había unido nada: la de tener a todo el mundo en contra. No solo a mi papá y a mis hermanos, sino a todos: mi abuela, mi tío, todos mis compañeros de la escuela, los vecinos del barrio, mis amigos de la cuadra, la gente que conocíamos y la que no, todos de un lado, y en el medio una línea divisoria, y acá nosotras.

Los católicos y los miembros de otras religiones viven en el mundo, pero en la religión en la que estábamos se esperaba que, aun viviendo en el mundo, estuviéramos afuera de él. Jesús también lo estaba porque el mundo era de Satanás, una situación que se iba a mantener hasta que Dios trajera el juicio final y el Armagedón y destruyera a todos los que no estaban con él para salvar solamente a su pueblo elegido, es decir, a nosotros. Suena soberbio, y con ese sentimiento tuve que avanzar hasta el final de mi adolescencia, incómoda cada vez que tenía que explicarle a alguien conocido cómo Dios lo iba a destruir frente a mis propios ojos (quizás no literalmente). A mí papá le irritaba mucho toda la idea, que la esposa y la hija creyeran que Dios lo iba a destruir y que estuvieran de acuerdo porque eso era justo. Se entiende que le irritara.

Pero el hecho de tener media familia adentro de la religión y media afuera hizo que nunca pudiéramos vivir del todo la vida que se pretendía que lleváramos, sin festejar Navidad ni cumpleaños, sin ir a los cumpleaños de los otros, sin juntarnos con gente que no fuera de la misma creencia, sin ver ciertas cosas en la tele y leer ciertas cosas y escuchar cierta música y hablar y vestirnos y ser de cierta forma.

Las personas de esta religión, y de cualquier otra que sea tan hermética, necesitan que la casa sea una burbuja, que el exterior quede completamente afuera y una muralla invisible de costumbres y prácticas que están prohibidas marque bien los límites. En cambio nuestra casa era permeable, tenía puertas y ventanas y las cosas entraban y salían. Para nosotras la ambigüedad estuvo presente desde el principio, ese vaivén entre adentro y afuera y la situación imposible de sentirme por momentos cómoda de las dos maneras, una clara indicación de que yo también estaba dividida.

Dividida, y constantemente en falta. En la infancia fue por pequeñas cosas; quizás yo les pegaba a mis hermanos o los escupía y cuando íbamos a la clase de inglés, como mi profesora era también una hermana espiritual, mi hermano mayor me delataba. La facilidad con que los chicos están dispuestos a creer que son culpables es impresionante, ojalá hubiera sido más rebelde. Mi hermano menor era un rebelde y a mí me horrorizaba; cuando lo retaban se volvía más loco y hacía muecas que eran como una caricatura de la maldad. No sé si había una consciencia verdadera del mal debajo de esas muecas, si estaba haciendo fuerza por rechazar un juicio al mismo tiempo que lo internalizaba o si de verdad se burlaba de todo porque no se lo tomaba en serio. Pero se llamaba igual que el nene de La profecía y nos burlábamos por eso.

El mayor era mi máximo ídolo, siempre un poco molesto porque habíamos venido a perturbarle la paz y la exclusividad del hijo único. Yo lo admiraba porque sabía construir y arreglar cosas; con el tiempo le fueron comprando más y más cajas de ladrillos al ver que pasaba de hacer autitos simples a unos transatlánticos enormes, perfectos, que después decoraba con una hilera de banderines dibujados a mano. Los recortaba uno por uno, les pintaba las banderas del mundo y los pegaba en un hilo que pasaba por el mástil. Tenía paciencia para hacer construcciones como esas desde el principio hasta el final, y era perfeccionista. Con los años sufrió mucho por eso.

No sé si hay algo que valga la pena de la infancia, excepto las horas con mis hermanos. Me enseñaban sobre un paraíso futuro pero ese, esas horas fuera del tiempo jugando los tres, fue el único que tuvimos. Jugamos mucho, a apagar la luz en el living y tirarnos al piso a luchar, a hacer un teatro de títeres que interpretaban las canciones que escuchaba mi papá, a volver de la clase de inglés pateando una piedra por la calle que no había que dejar por nada del mundo, no importaba dónde cayera. Como sea, también de ellos me fui separando. Quise tener amigas mujeres a medida que crecía y con el tiempo nos mudamos a una casa más grande, donde por fin pude tener mi pieza. Un día abandoné la cama de abajo de la cucheta que compartía con el menor y desde entonces los pude escuchar al otro lado de la pared, en los minutos previos al sueño, charlando entre los dos como antes charlaban conmigo.

Mientras tanto yo me volvía más y más consciente y las cosas que creía se volvían parte de mí, como huesos y carne. No solamente asistía a todas las reuniones de la religión y estudiaba los libros, sino que ahora también predicaba. Visitaba las casas una por una con otros compañeros, nos dividíamos el territorio y rodeábamos las manzanas como langostas. Tocaba el timbre, esperaba que saliera el o la dueña de casa, si eran demasiado chicos preguntaba por los grandes. En esa época la gente todavía abría la puerta de calle; ni había tantos porteros ni todos estaban hartos de los vendedores o de los que pasaban a pedir, y muchísimo menos tenían tanto miedo.

Había maneras de hacerlo todo, no se trataba de ir a charlar espontáneamente con las personas y decirles lo que pensaba. Por otra parte, yo no pensaba nada que no me hubieran dado a pensar; era una alquimia habilísima por la cual uno terminaba por estar de acuerdo con todo lo que se le enseñaba y creía que ese estar de acuerdo era pensar con libertad. Quizás porque en las reuniones se podía plantear preguntas, no exactamente objeciones o interpretaciones sino más bien preguntas didácticas. El proceso de pensamiento estaba muy guionado, con tanto éxito que además uno sentía que estaba usando la razón. Y que era crítico, y más inteligente que el resto.

No es que me parezca tan raro; supongo que la mayoría de las personas atraviesan la vida creyendo que son más inteligentes que otras, o que los demás no piensan y son imbéciles. El mundo es agresivo, y en ese aspecto, el mundo en el que yo me crie no era muy distinto: se me enseñó que todos los que no pensaban como yo estaban equivocados, pero que la única actitud humanitaria era tenerles compasión.

La compasión y el desprecio organizan las relaciones; la mayoría de las veces triunfa el desprecio, muchísimas veces la compasión es falsa. Pero la organización moral del mundo me marcó a fuego mientras estaba creciendo.

Mientras tanto creía y crecía, hablaba con Dios todo el tiempo y cuanto más me metía en la religión, más engordaba.

La inocencia

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