Читать книгу La inocencia - Marina Yuszczuk - Страница 7

Crecer engorda

Оглавление

No hay nada que pueda contar en detalle sobre esos años porque tengo, de verdad, la peor memoria de entre todas las personas que conozco. No me acuerdo de casi nada y lo que recuerdo no tiene detalles ni espesor, es una niebla totalmente incierta que a veces, cuando quiero que tome un poco de forma, me hace pedirle a mi hermano menor el memorioso que me cuente los episodios de nuestra infancia. Él, por el contrario, se acuerda de todo. Pero yo soy la que está escribiendo y me imagino que esos huecos también forman parte de la historia.

En primer lugar, el hueco de no haberme mirado al espejo durante tanto tiempo.

Llegó el momento de ir dejando algunas cosas atrás, no por decisión propia. Me vino la menstruación un año antes que a otras compañeras del colegio y fue terrible, me acomplejó, pensé que la gordura envejecía o la vejez engordaba. Mi escuela era enorme, tenía un gimnasio gigante y una vez, durante la clase de gimnasia, me vino y me manché de sangre toda la entrepierna del pantalón. El guardapolvo me permitió disimular un poco pero era blanco y no podía durar mucho sin mancharse también; fueron larguísimos esos minutos de mantenerme pegada a un rincón de ese gimnasio vacío en el que no había dónde esconderse ni con qué taparse, ni una mesa, una silla, nada, hasta que terminó la clase y pude resolver el problema aunque no sé de qué forma. Quizás alguien me prestó una toallita, o me tuve que ir a mi casa.

Yo estaba indignada con la menstruación. No entendía cómo Dios podía hacerme una cosa así, y lo que más me enfureció fue la idea de que ya estaba “lista para ser madre”. Tenía doce años, quizás me hubiera hecho bien ser un poco más punk y gritar “¡Dios, por qué no te vas a la mierda!”, pero en mi caso se trató de aceptar que Dios es sabio y que si hace las cosas es por algún motivo. Eso, más alguna explicación que me habrá dado mi madre de que en la antigüedad las chicas se casaban muy jóvenes.

También apareció el corpiño, que me torturaba porque mis hermanos, entre escandalizados y muertos de risa, me tiraban de la parte de atrás para hacérmelo chasquear contra la espalda. Tuvieron que pasar varios años para que algo de todo lo que tenía que ver con crecer, o con ser una chica, me pareciera atractivo o algo que se pudiera aprovechar. Obviamente por la misma época me enteré de cómo eran las relaciones sexuales con algo más de detalle y me pareció atroz; no había nada en mi idea de Dios que tuviera que ver con una pija penetrando una vagina. Y mucho menos entrando por primera vez, para romperla y hacerla sangrar. Se parecía, aunque fuera un poco, a un castigo, como “parirás con dolor”.

Para mí, en todo caso, era una contradicción, y toda esa corporalidad sangrante y espantosa que me querían hacer pasar por una bendición divina me sublevaba. Quizás fue el primer cuestionamiento fuerte porque mi paraíso (que lo era, por más sombras que tuviese; yo me las arreglé para ocultar bien hondo todo lo que no quería ver) se llenó de sangre y no hubo forma de volver atrás.

Muchos tiempo después, cuando volví a casa después de tener mi primera relación sexual y me bajé la bombacha en el baño, la sangre ya no me impresionó para nada: había tenido muchos años de ver la misma escena una vez por mes como para que esa sangre tuviera algo que ver con una lastimadura, algo roto, carne rasgada.

Pero al principio era amargo, doloroso, enfurecedor, tener una matriz que dolía mientras expulsaba la sangre que a cada embarazo no realizado le sobraba. Lo único que quería era ser una nena, porque lo era, a pesar de que me había hecho “señorita”, y no había nada en el hecho de ser una mujer que me atrajera. Nada. Ni el sexo ni la belleza ni la maternidad, horror de horrores. Tenía una coquetería que era toda infantil, de soleras con volados y vinchas y dos colitas.

Mientras tanto aprendía y enseñaba. Tenía una cartera grande para llevar muchos libros y un guardarropas dividido en dos: para la vida cotidiana, buzos de algodón, pantalones jogging, alguna vez un jean, zapatillas y remeras. Para la religiosa, polleras largas –nada transparente, nada por arriba de la rodilla–, zapatos, medias tres cuarto, guillerminas. Las carteras que tuve de nena se parecían a bolsitos, a veces con dibujos, y a medida que fui creciendo se acercaron más a los portafolios hasta directamente serlo. También, porque esto iba con mi ánimo, los colores chillones (por ejemplo, durante un tiempo usé medias fucsias) fueron reemplazados con mucho negro. Demasiado negro. Tuve mi etapa dark-religiosa y fue difícil darle rienda suelta; pintarse las uñas de negro estaba mal visto por parecerse demasiado a un estilo rockero relacionado con el Diablo, y de teñirse el pelo ni hablar. Pintarse las uñas o los labios de rojo tampoco estaba bien, era de provocadora o prostituta.

Pero ya estaba en el secundario y todas las chicas nos teñíamos con Casting, la primera coloración que supuestamente no dañaba el pelo y se iba con los lavados, así que elegíamos colores como violeta, borravino o pelirrojo fuerte. Tuve mi etapa de teñirme el pelo de violeta, pintarme las uñas de negro y usar ropa negra, pero me las arreglaba para que pareciera un look evangélico y no dark. A pesar de que existía lo dark-evangélico, en mi religión esas combinaciones no se usaban.

Nada se combinaba con nada, la mezcla era el enemigo. La música era de piano o de orquesta y tipo clásica, el rock era de Satanás y había que tenerle mucho cuidado porque hablaba de violencia y cosas espantosas, de rebeldía, drogas y sexo. Con las películas también era necesario ser muy cuidadoso; en el videoclub uno se podía encontrar de pronto con todo un estante de cubiertas porno y ser tentado por los demonios. Pero sin llegar a ese extremo, todas las películas que tenían escenas de sexo, o eran violentas, o de terror, o satánicas, o tenían magos o hechiceros o robos o cosas inmorales estaban prohibidas. También los libros que contenían esas mismas cosas, y las mitologías de otros pueblos o religiones como la épica griega, porque eran todas falsas y promovían enseñanzas falsas.

Como ovejas con los ojos vendados, teníamos que andar por el mundo confesándole a Dios cada milímetro que nos pasábamos de la raya y plantándonos frente a los otros para decirles que no queríamos esto o aquello, cosa que era mucho menos fácil. Cada invitación al cumpleaños de un compañero de escuela durante mi infancia y adolescencia fue un momento temido; había que dar explicaciones, a veces hasta soportar burlas. Cada Navidad y Año Nuevo era la misma incomodidad dentro de la familia, la negación nuestra a brindar (no recuerdo por qué, entre tantas cosas que no se podían hacer por motivos extrañísimos, chocar las copas se consideraba un pecado), a festejar de cualquier modo, decir “feliz año” o saludar, y la bronca de mi padre y mis hermanos por la diversión que se perdían.

Qué aguafiestas éramos, atrincheradas en nuestras razones. Qué duro y acartonado que era todo. Era altísimo el precio por sentir que estábamos salvadas y seguras; en mi caso, quedarme sin adolescencia. Nada de la rebeldía natural que acompaña a esa edad se me permitió ni podía tener lugar en esa vida. Ahora que lo pienso, no sé cómo hacen los niños fundamentalistas para convertirse en adultos, cómo destrozan a los padres y atraviesan ese desierto de confusión y de caos y furia hasta ocupar su lugar. Quizás no lo hacen nunca. Porque no conozco otra forma de crecer, y esa fue la mía, solo que para eso tuve que salir de la religión, rasgar la sexualidad y todo ese esquema en dos bandos que organizaba a mi familia. Pero para eso falta.

La inocencia

Подняться наверх