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a) Variaciones conceptuales acerca del planeamiento
ОглавлениеNada nuevo estamos descubriendo con esta obra acerca del planeamiento, pero sí poniendo en valor un proceso que forma parte de la naturaleza misma de los fenómenos organizativos. No solo desde el punto de vista de que constituye una necesidad, con independencia de cómo se lo formule, sino más bien con la intención de posicionar el proceso de planeamiento como un desafío y un instrumento para la sustentabilidad del fenómeno.
Se desarrollará una descripción temporal acerca del siglo XX y las apreciaciones para el siglo XXI, teniendo en cuenta la realidad contemporánea signada por la complejidad, la turbulencia, la incertidumbre y los éxitos y fracasos en el mundo organizacional.
Los fenómenos como la globalización, los cambios incesantes e imprevistos, los conflictos sociales en gran escala, el predominio de ideologías, la concentración del capital, la subordinación de la política a la economía, la prevalencia del mercado, el tamaño de las empresas y su influencia en las decisiones de las personas en la vida cotidiana, la necesidad de reconstrucción de los Estados nacionales, entre otros aspectos, representan los puntos de partida, al menos enunciativos, que recrean la validez del planeamiento como un instrumento útil para transformar objetivos en resultados en pos de acercarse a la visión de la organización.
No es la intención dilucidar acerca del sí o no del planeamiento, sino más bien indagar acerca de por qué y cómo hacerlo para que resulte exitoso. Pues el camino que ha recorrido el concepto produjo frustraciones vinculadas a la naturaleza indomable de la realidad, en algunos casos; y en otros a los análisis parciales o intencionados acerca de las prospectivas. En este marco, es de tener en cuenta que la realidad constituye una construcción, conforme distintas percepciones de quien la describe, o simplemente la contempla.
Del mismo modo, no se puede dejar de mencionar cierta parcialidad ideológica, al relacionarlo con enfoques estatistas y limitadores de la actividad privada.
El siglo XX, a grandes rasgos, se ha identificado por acontecimientos de ruptura, de “barajar y dar de nuevo”, donde cada etapa significaba que se instalaba una nueva cosmovisión del mundo. A partir de allí, las organizaciones modificaban su estructura en función de la percepción del contexto para proteger la identidad, como instinto de preservación del fenómeno.
Ya sea que se trate de los avances científicos o tecnológicos, de conflictos bélicos, de los cambios de paradigmas en el pensamiento y la acción, de la metamorfosis del poder y de la alteración de los roles institucionales u organizacionales, el siglo XX resulta central para producir el marco necesario de análisis que hace al objetivo de la obra.
La Primera y Segunda Guerra Mundial, en medio de ambas, el crack de 1929 en la principal economía del mundo (EE.UU.) y la Revolución Rusa de 1917 son al menos cuatro hitos que marcan la primera mitad del siglo XX.
Corrían los años cincuenta y los Estados Unidos vivían la fiebre de su hegemonía recién estrenada; producto natural de los períodos de posguerra. Eran los nuevos dueños del mundo. Tenían la bomba atómica y disponían de los primeros plaguicidas realmente eficaces de toda la historia. Nacía la revolución verde, con cultivos más productivos, y parecía libre de males. Por ello, las advertencias de Rachel Carson, bióloga del United States Fish and Wildlife Service, fueron recibidas con desprecio e irritación. El progreso no podía objetarse. En 1962 Carson publicó Silent Spring, un título poético para un libro dramático. De no pararse aquella diseminación irresponsable de productos tóxicos, auguraba un futuro desolado, sin cantos de pájaros ni chirridos de insectos: el silencio de la muerte. Y eso que ni siquiera imaginaba los accidentes nucleares, la crisis energética, la contaminación atmosférica o el cambio climático. Por desgracia, pues, Carson tenía más razón de la que creía. Con sus escritos, había nacido el ambientalismo, padre del ecologismo, abuelo de la sustentabilidad.
Sobreviven, con diferentes resultados, los modelos de economías centralizadas, con planificación estatal; los países del este de Europa, con modelos más proclives a las economías de mercado. En este caso, se abren al menos dos orientaciones: el denominado sistema anglosajón, Reino Unido y EE.UU.; y los de Alemania y Francia, que instalan el concepto de Estado de Bienestar, con cierta prevalencia del Estado en el aseguramiento de las necesidades básicas de los ciudadanos en cuanto salud, educación, seguridad social y empleo.
En las economías centralizadas donde el Estado tiene gran influencia en los destinos de la sociedad, concentra la planificación en lo esencialmente público, en el sentido de lo clásico: relaciones exteriores, defensa, educación, salud, etc., y marca una fuerte influencia en la actividad privada, ya sea regulando o realizando efectivamente la actividad, operando la organización, en un hospital o en una fábrica de calzado.
Se infiere que los procesos de planificación existen “per se”, en términos de una condición natural, que requiere orientar actividades hacia objetivos preestablecidos.
Las empresas y otras organizaciones funcionan dentro de un espacio geográfico (localización) y, por supuesto, el Estado es siempre un actor social y económico de relevancia.
Ello produce una dicotomía: la empresa con intereses propios y el Estado con intereses para todos. De allí que la discusión refiere a cuánto Estado y a cuánto mercado se requiere en una sociedad para que la gente pueda vivir dignamente.
Este arbitraje es pendular y no está resuelto, en el sentido de que constituye un juego de poder. Hay quienes pugnan por más Estado y quienes lo hacen por un mercado mayor.
Es posible que, dentro de los países nórdicos de Europa, el caso de Noruega constituya un ejemplo de país donde los ciudadanos piden “más Estado”, pues la institución está reconocida como eficiente, transparente, y donde hay exaltación de los valores éticos, una escasa desigualdad, y está mal visto “ganar mucho dinero”. Los valores constituyen una fortaleza por excelencia, pues refieren a lo irrenunciable.
Los modelos enunciados tienen fuerte injerencia en la planificación. En un caso, desde el Estado, en el otro desde el mercado; y en este último, la empresa es el actor por excelencia.
No existe todo Estado, ni todo mercado, pero sí la prevalencia de uno u otro según el espacio geográfico (naciones).
En la segunda mitad del siglo XX, nuevos acontecimientos marcarán la prevalencia de uno u otro (Estado, mercado).
La crisis del petróleo (quintuplicación de los precios y creación de la OPEP) en los 70, la caída del muro de Berlín hacia fines de los 80, la revolución conservadora encabezada por EE.UU. (Ronald Reagan) e Inglaterra (Margaret Thatcher), la instalación de un marco ideológico identificado como el Consenso de Washington y la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, instalarán un nuevo mundo, con el cual se abre el siglo XXI.
Su influencia sobre los procesos de planeamiento resultará sustantiva para modelar el funcionamiento de las sociedades.
A partir de los 80, la concepción ideológica identificada como “neoliberalismo” minimizará al Estado y exaltará al mercado. En este, insistimos, la empresa se transforma en el actor dominante, adquiriendo, a través de la concentración económica, un enorme poder que supera al de los Estados nacionales, subordinándolos.
La idea de la globalización, en este marco, se concibe como la unicidad del mundo (el fin de la historia, lo denominó Francis Fukuyama); el mercado es el planeta y las empresas van por él.
Esta breve evolución de la sociedad eclosiona, estalla, en la primera década del siglo XXI (2008), cuando se derrumba Wall Street y arrastra al mundo a la crisis más profunda de la historia contemporánea.
En 2012, Europa está en el centro del escenario mundial, y los términos ajuste, rescate, desempleo, equilibrio fiscal, suicidios y las consecuencias sociales cotidianas, emergen poniendo a la luz los fracasos de la economía financiera.
El proceso de planeamiento (de la empresa o en la empresa), que evolucionó a lo largo del siglo XX, refería a la planificación funcional, conforme a la naturaleza diferenciada de las actividades (producción, comercialización, finanzas, etc.), con los instrumentos técnicos adecuados para cada función. Se trate de la planificación de la producción (abastecimiento, stock, diseños, insumos, procesos, escala, layout, etc.), la planificación de la comercialización (investigación de mercados, procesos de promoción, venta y posventa, distribución, etc.) o la planificación financiera como integradora de la valorización de las actividades (producir y vender), en este caso, presupuestos, flujos de fondos, cálculo de la rentabilidad sobre el capital y/o las ventas, etc., constituían, en esencia, las dimensiones de la planificación empresaria.
Pero no alcanzaba, era insuficiente ante las “oportunidades” que se instalaban en el mundo de los negocios (los llamados océanos azules), la expansión de los mercados y el poder que sobre los mismos iba ejerciendo la empresa.
Fue necesario sofisticar los instrumentos de la planificación. La planificación funcional anterior pasó a referirse más a lo operativo y el proceso de planeamiento se elevó hacia lo estratégico.
El término estrategia (o lo estratégico) refiere a connotaciones de metalenguaje, en el sentido de estar por encima de una media estandarizada. De allí que cuando tratamos de identificar a un “estratega”, le atribuimos ciertos rasgos diferenciados en el perfil de la personalidad y en los procesos que utiliza para tomar decisiones.
Cabe aclarar, tal como sigue, que existe y se debe tener en cuenta al “estratega” como lo subjetivo y la “estrategia” como un proceso, que tiende al éxito cuando es participativa.
En los orígenes, el término estrategia proviene de las disciplinas bélicas, de las teorías del conflicto armado por la conquista de espacios geográficos (la política, el poder), de la reflexión y del pensamiento diferenciado hacia el futuro. El que mira más allá del presente, aun con un horizonte temporal indeterminado, es el pensamiento llevado a la acción. Pertenece al mundo de las ideas y a cómo funciona la complejidad de ese cerebro, que le permite mirar las cosas de otra manera y va por ello, poniendo en funcionamiento los instrumentos (recursos) necesarios para transformar la idea en un resultado.
Del mismo modo, en los orígenes de la Revolución Industrial, en la etapa de los inventos y descubrimientos (siglos XVIII y XIX), los pioneros y emprendedores que llevaban el producto de las ideas a un formato empresario (producción en gran escala para los mercados), y la consecuente organización de la industria como etapa superadora del artesanado, comenzaron a reflexionar en términos estratégicos, pues se trataba de comprometer capitales e inversiones fijas para la producción de bienes destinados a un mercado.
Si bien no es objeto de este trabajo, es interesante rescatar la historicidad de las empresas, sus orígenes, las características de los fundadores, su evolución, los cambios generacionales; pues puede observarse que con mayor o menor racionalidad, la idea de un futuro en la imaginación del visionario (empresario o político) siempre existió, de modo tal que luego pudiese transformarse en un plan de acción concreto.
Reflexionar en torno a las competencias, las capacidades y los valores inherentes al líder no apuran la noción de liderazgo. La naturaleza del proyecto o de la visión y las características de la relación que se establece con los seguidores también forman parte, necesariamente, de una definición de liderazgo.
El argumento relativo a la racionalidad refiere a la concomitante presencia de la intuición (o emotividad en algunos casos), que convergen para la toma de una decisión, de la misma forma que el “talento” permite decidir, asumiendo riesgos.
La asimilación de estos elementales conceptos por la empresa (y el empresario) ante las oportunidades referidas (globalización, mercados mundiales, concentración, alianzas, relocalizaciones productivas, búsqueda incesante de ventajas comparativas, etc.) modifica sustantivamente el proceso de planeamiento e instala la necesidad del pensamiento estratégico como el formato necesario para abordar la complejidad, incertidumbre e impredecibilidad del futuro, que si bien no la resuelve, instala mejores razonamientos de abordaje.
No obstante ello, el futuro puede ser “inventado” a través de la investigación, la creatividad y la innovación, siendo la empresa la gran movilizadora de los cambios a través de sus productos y servicios, la creación de nuevas necesidades, estimulada por la evolución del consumismo y un entorno, a decir de Zygmunt Bauman, “líquido”. De esta forma, el futuro es una construcción que forma parte de la realidad, en otro tiempo.
El concepto de sociedad líquida refiere a la volatilidad del ritmo de vida contemporáneo, la fluidez acelerada que produce la obsolescencia programada de productos y servicios. Si ello es volátil, la planificación no puede ser rígida, sino adaptativa y creativa.
Se ha llegado a una crisis terminal del patrón civilizatorio antropométrico, monocultural y patriarcal de crecimiento sin fin y de guerra sistemática contra las condiciones que hacen posible la vida en el planeta tierra. La civilización de dominio científico-tecnológico sobre el conjunto de la naturaleza, que identifica el bienestar humano con la acumulación de objetos materiales y el crecimiento económico sin límite –que tiene al capitalismo ortodoxo como su máxima expresión histórica–, está llegando al límite. La dinámica de mercantilización extrema está socavando las condiciones de vida saludable y digna.
Pero lo cierto para la actividad privada no necesariamente lo es para la actividad pública y las diferencias no son menores, pues el tema está en dilucidar cuáles son los roles del Estado y de la empresa en la sociedad contemporánea.
La sociedad en su concepto más amplio, en términos del agrupamiento humano, es anterior a todo, sea el Estado o la empresa.
No obstante las diferentes lógicas existentes desde el Estado y desde el sector privado, la realidad contemporánea está indicando que, en términos de articulación, corresponde interactuar y “mezclar” las lógicas en una suerte de estar imbricadas ambas miradas. La complementación entre uno y otro sector hace a la convergencia cuando el Estado define una política pública y el sector privado resulta ser el operador, el responsable de la “gestión”. La planificación debe contemplar las ambigüedades, pues el objetivo se unifica en un producto o servicio destinado a una persona o comunidad.
Uno de los factores determinantes de esta “empresa” articulada entre actor público y privado es comprender y debatir qué contratos sociales hemos firmado como sociedad y qué pretendemos de ella.
Planificar con (y no para) los stakeholders es un desafío estratégico de altura para replantear el proceso de planificación en términos de todos los grupos de interés.
De todas maneras, la discusión no está centrada en si se debe o no planificar, sino en cómo hacerlo; cómo diseñar metodologías exitosas que permitan incorporar (permeabilizar) todo aquello que no entró en el marco de la previsión; las denominadas variables no controlables, información no prevista y/o decisiones de otros actores que pueden influenciar en el devenir planeado.
Una cuestión liminar sobre la planificación refiere a los formatos de reflexión y/o pensamiento en términos de generar las ideas a implementar en un futuro.
De allí que explorar “cómo” piensan los participantes es una condición necesaria para instalar procesos de planificación.
El pensamiento estratégico se enfrenta al pensamiento tradicional que apreciaba el futuro como una continuación del pasado, apoyándose en la linealidad de los acontecimientos.
De allí que la planificación por mucho tiempo estuvo vinculada a la proyección del futuro, en función de lo ocurrido anteriormente, siendo el análisis de tendencias el instrumento utilizado a tal efecto. Lo que ocurrirá es más de lo mismo. Es una posición relativamente cómoda, y más que el proceso de planificación es una posición referida a cómo nos colocamos frente al cambio: ignorancia, ocultamiento, resistencia, adaptación o éxito: lo producimos.
Las características del pensamiento tradicional lo vinculan como cerrado, conservador, estructurado, rígido, resistente al cambio, etc., ello también reflejado en las estructuras organizativas piramidales con fuerte división del trabajo y niveles jerárquicos definidos, provocando compartimientos estancos y defensa de intereses fragmentados (“las quintas”) conforme a la naturaleza de cada función (“los” de producción, “los” de finanzas, “los” de ventas, etc.).
Prevalece el pasado como espacio temporal destacado y una suerte de inercia o continuación hacia el futuro.
Cuando abordamos el tema del pensamiento, muchos términos relacionados se acercan para identificar este proceso o actividad tan propio de la especia humana, y es posiblemente este el primer punto para poner en marcha el tema. Pues si el proceso de pensamiento hace a la condición humana, lo hace por tener esta el atributo de un sistema neurológico y el lenguaje, en el sentido de medio de comunicación para transmitir el pensamiento y sus sinónimos en términos laxos de la palabra: ideas, razonamientos, reflexiones, etc.
Desde la antropología, la especie “es palabra” y de hecho somos lo que hablamos; una teoría de las conversaciones también explica el funcionamiento organizacional: qué, quiénes y cómo se habla en una organización significa mucho más que su cultura.
La actividad de pensar es ininterrumpida, continua, en términos normales estamos pensando siempre, con independencia de la calidad con la cual lo hagamos, como así también con independencia de los resultados obtenidos con la actividad; sin embargo, es frecuente expresarnos, como si fuese una actividad premeditada: “voy o vamos a pensar”, “déjamelo pensar”, ¿y si lo pensamos?, etc.
Cuando se habla de la historia del pensamiento o de las ideas, refiere a una elite cuyo trabajo ha sido pensar, reflexionar, generar ideas y estructurarlas para poderlas transmitir en un esquema o modelo racional o lógico, formulando teorías, con distinta suerte de acuerdo al grado de aplicabilidad, o bien de la oportunidad u ocasión para poder penetrar en algún espacio que permita su difusión y prosperen como producto del pensamiento.
Sin embargo, casi inexorablemente, cuando hablamos de pensar recurrimos a los griegos como fuente sustantiva, y no es para menos, pues casi todo se produjo hace unos 2500 años; los filósofos: profesión pensar.
Sócrates: 470-399 a. de C.
Platón: 429-347 a. de C.
Aristóteles: 384-322 a. de C.
Sócrates desarrolla el método socrático, dedicado a buscar la sabiduría a toda costa. Las ideas de Sócrates solo se conservan en los diálogos de Platón, por lo que a veces resulta complicado distinguir entre la persona y el personaje, así como entre sus propios pensamientos y los del propio Platón. Su espacio de trabajo fue el ágora, donde establecía los debates que acuñarían su fama. Enunciaba que una vida sin reflexión no merecía ser vivida. Abogaba por la evaluación personal constante y el esfuerzo por mejorarse a sí mismo como la más alta de las vocaciones. En la sustancia del método socrático está la curiosidad, el inconformismo; hacer una serie de preguntas hasta dar con las respuestas finales:
“Una vida sin examen no merece ser vivida; para llevar una vida de calidad, lo primero es preguntar”.
En Platón, reconocemos la idealización. En la existencia de formas puras abstractas de las que los objetos materiales eran copias imperfectas. Estas formas son inmutables, pero vivimos en un mundo de apariencias cambiantes, y solo podemos acceder a ellas mediante la mente. Por lo tanto, hay que llegar hasta la esencia, lo esencial, el esencialismo.
En Aristóteles, la lógica, la metafísica y la ética lo proyectarían temporal y universalmente. Aristóteles desarrolló la importancia y los usos del pensamiento crítico, sentando las bases de siglos de investigación filosófica. Al no realizar, en general, experimentos empíricos, su foco fue la lógica, útil para resolver errores de pensamiento y razonamiento.
Este primer grupo, cuyos antecedentes centrales fueron los presocráticos, conforma el pensamiento occidental, los paradigmas que estructuraron la filosofía.
En una razonable aproximación a estos espacios del conocimiento, podemos capitalizar saberes sustantivos vinculados a la actividad de pensar.
El pensamiento, como atributo (quizá no excluyente) de la mente humana, puede ser aprendido, transmitido, practicado y, por lo tanto, refiere al desarrollo de una capacidad: la capacidad de pensar y, al identificarla como una actividad, puede ser diseñada de forma tal que resulte provechosa, o bien determinar un conjunto de condiciones tendientes a mejorar el producto del pensar, es decir: el pensamiento como actividad, y las ideas como producto de ese pensamiento.
Entre otras, son condiciones que mejoran la calidad del pensamiento: libertad, comunicación, lenguaje, sistematicidad, organicidad, ambientación, organización, selecciones temáticas, análisis, metodologías, motivación y particularmente un clima o espacio que provoque e impulse el emprendimiento del pensamiento.
Durante la enorme cantidad de años que nos preceden, en la historia de la historia, el trabajo como actividad sustantiva y diferenciada tiene múltiples variaciones, una diversidad muy grande de aplicación de energía humana. Desde el artesanado hasta la producción industrial se van utilizando diferentes órganos humanos, en forma prevalente de manera aislada o combinada, relacionando músculo, fuerza y ciertas habilidades con mayor o menor requerimiento de aplicación de “pensamiento”.
Esta idea prevaleció durante mucho tiempo y tiene aún relativa vigencia, produciendo un paradigma instalado fuertemente en la sociedad contemporánea que en general se ha identificado como: gente para pensar y gente para hacer.
Esto ha producido una brecha prácticamente insalvable, discriminando el pensar del hacer. El resultado: “elite para pensar”, “masividad para hacer”.
En marcha inexorable en la primera década del siglo XXI, se ha instalado el “conocimiento” y el “capital intelectual” como un atributo diferenciador en el funcionamiento de las organizaciones, como así también el denominado capital social cuyos componentes –confianza, asociatividad, civismo y ética– constituyen fortalezas competitivas de las organizaciones. El capital social se produce hacia adentro y toma el nombre de capital social interno donde son relevantes las interacciones que producen las personas y las relaciones que establecen de forma tal que cuando son proactivas aumenta la capacidad de llevar a cabo un proyecto común.
Se vuelve a considerar que la gente, los recursos humanos, las personas, son un factor clave para el éxito y reconocimiento de las organizaciones por la sociedad.
Todo lo que por ellas se hace, cuando se hace bien, produce resultados positivos; del mismo modo, todo aquello que hacen las personas en su posición laboral poniendo al servicio de la organización sus capacidades (aptitudes) y sus comportamientos (actitudes) producen beneficios para el conjunto.
El todo es más que la suma de las partes (sinergia), y la visión de cada conjunto de pertenencia individual multiplica y potencia las capacidades.
Como especie, somos en el otro; somos porque existe el otro; la mirada sobre el otro, pues, forma parte de la esencia en la construcción social.
Se construye hacia el final un tablero enunciativo que tiene coherencia en cada columna y el “pensamiento” opera haciendo prevalecer una u otra columna y no exclusivamente una de ellas.
Prevalecer significa la inclinación u orientación del pensamiento. Puede observarse que el pensamiento estratégico tiene un conjunto de atributos que destaca una forma de enfrentar las situaciones. Es prácticamente imposible trabajar sobre planificación estratégica y gestión del cambio con un pensamiento tradicional, pues estaríamos en presencia de una fuerte contradicción.
Las columnas representan un camino, un puente que se transita con formación y práctica; se aprende a pensar estratégicamente, no es un “don” de la naturaleza.
Por lo tanto, crear espacios de reflexión en este sentido y diseñar dispositivos (talleres, por ejemplo) de práctica de pensamiento estratégico donde los mismos participantes son los protagonistas de dilucidar y ejercitar el pensamiento estratégico produciendo saberes propios, para luego poderlos aplicar específicamente a organizaciones puntuales, resulta meritorio como construcción colectiva.
“La rutina impide el planeamiento” es una frase hecha a favor del pensamiento tradicional.
Lo que hoy es presente, en algún momento del pasado fue futuro.
Se trata, entonces, de si el presente en algún momento fue previsto o al menos imaginado.
La ausencia de planeamiento no es neutra, cuando no se planea se improvisa, y esto que es bueno para un conjunto de jazz, no lo es para la orquesta sinfónica, que debe ser rigurosa en la ejecución de la partitura, pues se trata de un conjunto (a veces grande) de individualidades y especialidades que convergen hacia la obra.
Las organizaciones son fenómenos complejos que también ejecutan una partitura, si bien en este caso la partitura se denomina Valores Comunes, Visión Compartida, Misión Comprometida y Objetivos Estratégicos, como masa crítica que marca el rumbo para definir luego la operación y ejecución (implementación) de las actividades conducentes al logro de lo “estratégico”.
Si “la rutina impide el planeamiento”, en términos de construir un futuro posible, no habrá ideas, ni imaginación, no habrá hipótesis ni supuestos, no se le habrá permitido al cerebro funcionar con toda su potencialidad.
La tarea del pensamiento debe ser continua; es muy seductor “pensar”, tener “ideas”, y así se ha construido el mundo.
A las organizaciones les cuesta pensar por tener muy arraigada su historia y frecuentemente el comportamiento inercial les condiciona su accionar.
La historia debe ser respetada, es un rasgo de identidad, pero no debe transformarse en un condicionante del futuro, pues de esta forma la organización posiblemente deja de ser sustentable en el tiempo y se transforma en inviable, pierde su “razón de ser”, o bien está destinada a vegetar.
La práctica de pensar estratégicamente crea y desarrolla capital intelectual que, en la sociedad del conocimiento, es un componente sustantivo. A medida que se incrementan las capacidades de las personas, la organización genera fortalezas para enfrentar crisis, debilidades, y resolver de mejor forma las situaciones cotidianas. La organización es más “competitiva” entendida como desarrollo y una progresión geométrica de las “competencias” propias de las personas.
El pensamiento estratégico no debe ser una “reserva de elite”, una “torre de marfil”, o ubicarse solo en el “ápex”; debe extenderse a toda la organización, pues el proceso participativo fortalece la comunicación y cohesiona a los miembros.
Como fortaleza instalada, mejora las capacidades de negociación, genera una mayor pertenencia de la gente al sentirse “tenida en cuenta”, “vale lo que yo pienso”, y es un fuerte componente de la motivación.
El tema de la motivación es altamente complejo y excede el marco de esta obra; sin embargo, es bueno al menos indicar que la motivación es una construcción individual y social, relativamente cambiante y ocasionalmente modificada por influencias de distinto orden, internas y externas, que hacen a cada persona predisponiéndola de forma diferenciada para cada acción.
Es constante la preocupación de mantener un alto nivel de motivación en los espacios organizacionales, por parte de los departamentos de recursos humanos, habida cuenta de la relevancia en términos de rendimiento, productividad, clima laboral, etc., que esta especificidad actitudinal produce.
El pensamiento estratégico y el desarrollo del capital intelectual van de la mano, en el sentido de producir sinergia. Una organización de “estrategas”, con independencia del puesto que cada uno ocupa, es reconocida por su inteligencia, su capacidad y eficiencia en la toma de decisiones, la rapidez en la reacción ante circunstancias imprevistas, y produce el alineamiento de sus miembros, encolumnados en la potencialidad del pensamiento estratégico: visión de futuro, alerta, flexible, desestructurado, dispuesto a compartir y a la escucha, participativo, generador de liderazgos compartidos, etc.
El pensamiento estratégico es un punto de partida; cada “mente”, cada “cabeza” funciona de manera distinta aunque tenga los mismos componentes orgánicos, el cerebro es un órgano muy complejo. No obstante ello, al decir de Edgar Morin, las organizaciones necesitan “cabezas bien amuebladas, confortables” y del producto de esas cabezas, que es el pensar, serán sus resultados a través de las acciones.
La anatomía humana compuesta por un conjunto de órganos con funciones específicas y no intercambiables es el modelo natural exclusivo de la división del trabajo, no hay pluri ni multifuncionalidad en los órganos anatómicos de la especie humana (ni de ninguna otra especie).
El cerebro es la excepción, una composición orgánica homogénea, uniforme, pero cuyo funcionamiento produce resultados múltiples: las ideas, las interpretaciones, las formas de acumular y usar conocimientos, las formas de procesamiento de la información y los resultados de su uso hacen de cada cabeza un mundo diferenciado.
De mejorar las cabezas, trata pues, el pensamiento estratégico y todos los esfuerzos son válidos; cuanto más, mejor.
El pensamiento estratégico forma parte de la cotidianeidad, es continuo, no periódico, es una forma de pensar, y de esa forma de pensar depende, en buena medida, cómo la organización elige su camino y se pone a andar.
Cuando Alicia, en Alicia en el país de las maravillas, le pregunta al gato el camino a seguir y esta no sabe dónde quiere llegar, el gato le responde “entonces cualquier camino es bueno”.
Las metáforas elementales tienen la riqueza de decir mucho con poco y de ser aplicables elocuentemente a la mejora continua de las organizaciones, ante la fortaleza que significa “primero lo primero”.
La planificación estratégica es una herramienta muy fuerte como para dejarla en la improvisación; requiere de una construcción compartida, de ida y vuelta “corsi e ricorsi”, además continua, en el sentido de estar alerta a los cambios que puedan producir perturbaciones en la elaboración de un plan.
En talleres de trabajo para dilucidar los atributos de “pensar estratégicamente”, la fórmula de éxito es la producción de cada participante bajo el dispositivo de asociación libre, individual y secreta (escrita), pues si bien la oralidad es condición ineludible, la primera instancia es el producto individual sin influencia de los otros participantes.
“Uno con uno mismo”: el punto de partida para respetar a los demás es respetarse a sí mismo; no es egoísmo “primero lo que yo pienso en libertad” con independencia del tema de que se trate, una vez que tengo mi producto puedo compartirlo con otros, del mismo modo que recibo de los otros sus reflexiones.
La producción de conocimientos compartidos se ha transformado, en la sociedad que se identifica con el mismo nombre, en uno de los “negocios” de más alta rentabilidad.
El conocimiento individual es importante y encierra un atributo de egoísmo natural. El conocimiento compartido es generoso, multiplicador y solidario.
Un atributo central del conocimiento es su intangibilidad y pertenencia, ello permite el atesoramiento individual que lo transforma en egoísta, y sabemos que este es uno de los pecados capitales.
La producción intelectual individual debe ser respetada (para eso hacemos los esfuerzos, sacrificios y dedicación), pero no alcanza, no es suficiente, su exaltación y su multiplicación ocurren al compartirlo, pues en el intercambio, la transacción de saberes se da cuando escuchamos y somos escuchados.
Ofertamos al ser escuchados y demandamos al escuchar. Fórmula de éxito, participando activamente.
De uno mismo hacia un grupo, y del grupo hacia un plenario, y en el plenario los resultados compartidos, en igualdad de condiciones, el saber de cada uno a disposición de todos y el de todos para cada uno.
“Negocio” extraordinario y aprendizaje que va del egoísmo a la solidaridad.
Algunas de las reflexiones precedentes aluden al “pensar”; de allí se infiere que existen formas diferenciadas de pensar que, sintetizando, adjetivamos a algunas como pensar estratégicamente, por lo tanto, habrá otras. De este modo, enfrentamos lo estratégico con lo tradicional, y a este último con “más de lo mismo”.
De allí que reflexionar sobre las formas de pensar resulta liminar (prioritario) a cualquier emprendimiento organizacional y a medida que se incrementan y multiplican las personas “adheridas” a esta forma la organización se dispara, transforma su cultura e identidad, pues cada uno da lo mejor de sí: pensar, y recibe lo mejor de los otros: pensar. Esta reciprocidad –dar y recibir– es formadora de capital social interno, otorgando a la organización una competencia que le permite evolucionar positivamente.