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Capítulo 1 Hacia un hogar sin sombras
ОглавлениеDe la admiración al desprecio
“¿Por qué ya no me amaba Emilia?
¿Cómo había llegado a esa indiferencia?”
Alberto Moravia
El novelista italiano Alberto Moravia6 escribió acerca de las desventuras de la vida matrimonial en un célebre libro titulado El desprecio, que fue llevado al cine por Jean-Luc Godard. Narra las vicisitudes de la pareja de Riccardo, un guionista de cine, y su esposa, Emilia. Los dos primeros años del matrimonio fueron “perfectos”, según reconoció Riccardo, quien relata la historia en primera persona. Fueron años de dificultades económicas, ya que apenas se las arreglaban con el precario trabajo de Riccardo como crítico de cine. Las condiciones mejoraron cuando un productor cinematográfico le ofreció trabajo como guionista. Sin embargo, de alguna manera, la mejora financiera trajo el empeoramiento progresivo de las relaciones matrimoniales.
Riccardo observó, al principio sin darse cuenta claramente, que Emilia fue perdiendo el amor. “En aquellos momentos, únicamente advertía que el comportamiento de Emilia para conmigo era cada vez más tenso, por más que yo no le encontraba explicación alguna y me resultaba imposible de comprender. Era como cuando, en un cielo todavía despejado y sereno, uno nota, por un cambio en el aire, que se hace más espeso, que se acerca una tormenta”.7Varios indicios exhibían el deterioro progresivo del matrimonio: a Emilia ya no le disgustaban sus ausencias; incluso, parecía alegrarse cuando él se iba. Se fue a dormir a la sala porque no soportaba que el marido tuviera abierta la ventana. Y, especialmente, el cariño de otrora se convertía en indiferencia y rechazo. Con dolor, Riccardo tuvo que reconocer que el sentimiento de unidad y amor que antes los unía ahora no existía; y para peor, tenía la horrible sensación de que había desaparecido para siempre. Invadido por un agudo sentimiento de impotencia, intentó hablar varias veces con Emilia para aclarar la situación, sin que ella diera una respuesta satisfactoria. Esa etapa fue fatal para Riccardo. “Acepté, pues, vivir como un hombre que lleva dentro de sí el malestar de una enfermedad amenazadora, pero que no acaba de decidirse a ir al médico; es decir, intentando no reflexionar demasiado ni sobre el comportamiento de Emilia con respecto a mí, ni sobre mi trabajo”.8 Sin embargo, no podía dejar de sentirse intensamente desdichado. “De pronto, me pregunté: ‘¿Por qué me siento tan desgraciado?’ Y entonces recordé que la primera punzada de dolor vino cuando escuché, hacía poco, la voz de Emilia por teléfono, una voz tan fría, tan cuerda...”9
En esas circunstancias ocurre una escena clave, por la que Riccardo toma consciencia de la importancia del amor conyugal. Ocurrió cuando visitó la casa de un empresario que lo había contratado. Estaban comiendo, cuando Riccardo observó algo que le llamó profundamente la atención y le hizo reflexionar sobre la trascendencia de la mirada del amor. Así describe el protagonista el caso: “Luego, la criada cambió los platos y yo, por romper el silencio, le formulé una vaga pregunta a Pasetti (el empresario) sobre sus proyectos inmediatos. Él me contestó con su voz fría, precisa y mezquina, en la que la falta de imaginación y la modestia parecían inspirar no solo la elección de las palabras, sino también la de las más leves entonaciones. Yo callaba, porque los proyectos de Pasetti no me interesaban y porque, aunque me hubieran interesado, su voz monótona y descolorida habría conseguido que los aborreciera. Como sea que mis ojos fastidiados erraban de un objeto a otro sin hallar nada que retuviera mi atención, se detuvieron en el rostro de la mujer de Pasetti, quien, con la mano en el mentón, estaba escuchando también a su marido; la mirada fija en él, como de costumbre. Fue entonces, mirando aquel rostro, cuando me impresionó la expresión de sus ojos: amorosa, lánguida, con una mezcla de admiración sumisa, de gratitud sin reservas, de enamoramiento físico y timidez casi melancólica. La expresión me dejó intrigado, quizá porque el sentimiento que transmitía era para mí un completo misterio: Pasetti, tan descolorido, tan canijo, tan mediocre, tan visiblemente privado de las cualidades que pueden gustar a una mujer, parecía un objeto indigno de atención semejante. Luego, me dije que todo hombre acaba por encontrar a la mujer que lo quiere y lo aprecia, y que juzgar los sentimientos de los demás partiendo de los propios es un error. Sentí simpatía por ella, tan devota de su hombre, y complacencia por Pasetti, hacia el que, como ya he dicho, sentía una especie de amistad irónica. Y de pronto, cuando empezaba a distraerme y a dirigir los ojos hacia otra parte, un pensamiento, o mejor dicho, una súbita percepción venida de no sé dónde me conmovió: ‘En estos ojos se halla todo el amor de esta mujer por su marido... Y él está contento de sí mismo y de su trabajo porque ella lo quiere... Pero en los ojos de Emilia hace ya mucho tiempo que no luce un sentimiento semejante: Emilia no me quiere y ya no me querrá jamás’ ”.10
Riccardo comprendió que la confianza de un hombre en sí mismo, su éxito y su felicidad dependen de tener una mujer que lo admire y lo quiera. Cuando se carece de ese sentimiento, de ser objeto de una mirada de amor por parte de una mujer afectuosa, la vida del hombre se torna árida, vacía y desgraciada. Esa fue la experiencia de Riccardo, quien por su incapacidad para corresponder al amor de Emilia hizo que ella se fuera alejando, hasta la indiferencia; y aun peor, hasta llegar a despreciarlo. “¡Esta es la verdad! ¡Te desprecio y me das asco!”, finalmente le confiesa Emilia.