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Presentación

La violencia contra los periodistas: ubicua, invisible y sistémica

A través de uno de nuestros estudiantes en la universidad, poco antes de escribir estas páginas tuve la oportunidad de conocer con cierto detalle la realidad del periodismo en Baluchistán, una región del centro sudasiático dividida administrativamente entre tres países: Paquistán, Afganistán e Irán, aunque con la mayoría de su territorio en Paquistán, donde Baluchistán es la mayor de sus provincias. La región posee una población, que principalmente pertenece a la etnia baloch y a un movimiento insurgente nacional que reclama la independencia de Baluchistán desde la misma creación de Pakistán, en 1947. Se trata de un territorio inmenso que además del movimiento insurgente contra el régimen de Kabul ha experimentado una creciente talibanización entre los miembros de la etnia pastún, que constituyen una minoría, pero cuya islamización radical se suma a la violencia sectaria entre seguidores de distintas versiones del islam en la región. Una región además de enorme importancia geoestratégica para los intereses británicos en su momento, cuyo actual caos es en parte (si no totalmente) herencia de estos, y donde la violencia pasa especialmente factura, una vez más, a los periodistas. En el Baluchistán paquistaní de 2018, ser periodista era una profesión de altísimo riesgo, atrapados entre los frentes —gobierno de Kabul, insurgencia y facciones violentas—, convertidos en objetivo directo e indirecto del conflicto, o mejor debería decir de la multiplicidad de conflictos de la región. Las amenazas de insurgentes y gobierno exigiendo y prohibiendo respectivamente la publicación de noticias relacionadas con la causa separatista hacía que los periodistas no tuvieran forma de escapar de la ira de unos u otros. Los atentados con bombas consecutivas, pero separadas por un estratégico tiempo calculado para aumentar el número de víctimas con la segunda explosión, habían matado a nueve periodistas entre 2007 y 2016, una cifra que debía sumarse a los 24 periodistas asesinados entre 2008 y 2014 en la región como consecuencia de atentados dirigidos específicamente contra ellos. Baluchistán, un conflicto prácticamente inexistente en los medios de comunicación de los países llamados occidentales, ilustra cuán extendida, invisible y sistémica llega a ser la violencia ejercida contra los periodistas más allá de los casos más conocidos, como Colombia, China, Rusia o Turquía —por mencionar solo algunos de los ejemplos de países con violencia contra los periodistas que aparecen más a menudo en los medios de comunicación—.

La violencia contra los periodistas es, efectivamente, una violencia ubicua, invisible y sistémica. Es ubicua porque, si bien en distintos grados, que van desde la coacción verbal hasta la violencia física y el asesinato, la violencia contra los periodistas está prácticamente presente en todas las regiones del mundo. Incluso en la Unión Europea, donde el ejercicio de la libertad de expresión es uno de los más protegidos comparativamente con otras regiones del mundo, la violencia contra los periodistas existe en todas y cada una de sus formas, incluido el asesinato. Más allá del ataque que acabó con la vida de buena parte de la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo en París, en 2015, en la Unión Europea la violencia local contra los periodistas también existe. Por poner solo algunos ejemplos recientes en el momento de escribir este texto, la reportera Daphne Caruana Galizia, principal investigadora de la corrupción política en Malta, murió en la explosión de una bomba lapa colocada en su coche a finales de 2017. Pocos meses después, Jan Kuciak y Maritna Kusnírova, dos jóvenes periodistas que investigaban la red de evasión fiscal de los oligarcas eslovacos, eran asesinados en su propia casa. En octubre de 2018 la periodista búlgara Victoria Marinova fue brutalmente asesinada mientras se encontraba investigando un importante caso de corrupción en Bulgaria. En Italia, miles de periodistas viven y trabajan amenazados por la mafia, cientos de ellos deben llevar protección policial. En el estado español, las intimidaciones y agresiones a periodistas por parte de la extrema derecha vuelven a estar a la orden del día. Por ejemplo, la agresión en 2017 a la directora de El Jueves, Maite Quílez, después de que la revista publicara una portada contra los neonazis, o la agresión al fotoperiodista catalán Jordi Borrás en 2018 por sus investigaciones sobre la extrema derecha. La deriva autoritaria en Polonia y Hungría en 2018 son otros casos con ataques a la libertad de expresión que incluyen intimidaciones y amenazas en diverso grado, pero con igual eficacia en su objetivo final: conseguir el silencio mediático de las voces independientes y disidentes incluso en una región como la Unión Europea. Por supuesto, los peores índices de violencia contra los periodistas se encuentran en países no democráticos, pero es revelador que las democracias tampoco escapen de ella.

La violencia contra los periodistas es también mayoritariamente invisible. A pesar de que se hable de ella en situaciones de emergencia o casos muy extremos —como es el de los conflictos bélicos—, si no formamos parte de la profesión o tenemos cercanía a ella, la mayoría de nosotros vive ignorando la muy variada tipología y recurrencia de la violencia contra la libertad de expresión en general y contra los periodistas en particular en el día a día. Desconocemos, por ejemplo, que no son los corresponsales de guerra la franja de periodistas en la que hay más asesinatos, sino en el periodismo local. Desconocemos la enorme impunidad con que se realizan y quedan la mayoría de estos crímenes. Desconocemos, en definitiva, la profundidad y alcance de una violencia que pretende precisamente esto, que la ignoremos. El trabajo de organizaciones como las que se incluyen en este libro, entre otras, está principalmente dirigido a visibilizar (y combatir) esta violencia.

Pero, ante todo, la violencia contra los periodistas es una violencia sistémica, estructural, porque está totalmente entrelazada y conectada con el sistema político-económico-social, o mejor dicho, con los fallos de este sistema: la corrupción, la guerra, la delincuencia organizada, el autoritarismo, la represión y las debilidades en general del Estado de derecho y la democracia. El periodismo silenciado es precisamente el periodismo más combativo con estos fallos, y aunque la violencia parece repuntar en momentos de escaladas bélicas, la violencia contra los periodistas forma parte estructural de la sociedad contemporánea, como lo demuestran las cifras. Según Naciones Unidas, entre 1992 y 2017 un total de 1.259 profesionales de los medios de comunicación fueron asesinados en el mundo, y estas cifras no incluyen otros actos de violencia contra periodistas como torturas, detenciones arbitrarias, secuestros, intimidación o acoso.

Lo anterior puede parecer una contradicción con respecto a una realidad también extendida: que los medios de comunicación no constituyen un cuarto o quinto poder, vigilantes de los poderosos con el objetivo de proteger a la democracia, como la narrativa liberal defiende. Pero no caigamos en el error de confundir el poder mediático con el periodismo. Si bien buena parte del periodismo real —el que ejerce de vigilante, el que invierte en periodismo de investigación, el que intenta mantener la independencia— no existe en los grandes grupos de comunicación y si bien es cierto que numerosos periodistas, o profesionales que se definen a sí mismos como tales, se dedican en realidad a otras cosas —espectáculo, sensacionalismo, propaganda—, no es menos cierto que el periodismo de verdad, el emancipador y vigilante, sigue existiendo. Bien sea en reductos supervivientes en algunas grandes empresas o, sobre todo, en los medios alternativos, la capacidad para hacer periodismo de verdad sigue intacta y la prueba de ello es el interés de corruptos, delincuentes, mafias y gobiernos autoritarios, entre otros, por acallar estas voces.

En este contexto, se comprende cuán importante es el estudio de la violencia contra los periodistas como el que ofrece este volumen, fruto de una tesis doctoral excelentemente documentada y que pretende además la unión de dos grandes fuerzas: por un lado, la experiencia de los propios periodistas, a través del análisis de las organizaciones que defienden su trabajo o, más en particular, sus vidas e integridad física y psicológica; y, por el otro, el rigor y la metodología científica de una tesis doctoral. Su autora lo sabe bien porque en ella convergen ambas experiencias, la profesional y la académica, y también la personal, por haber nacido, vivido y trabajado en Colombia, país en el que desde 1992 hasta 2017 se han registrado 51 asesinatos de periodistas, según el Comité de Protección de los Periodistas, de los cuales 40 han quedado impunes.

El trabajo que el lector tiene entre sus manos pretende aprovechar el enorme acerbo de conocimiento acumulado por las organizaciones de defensa de los periodistas para, uniendo sus esfuerzos al trabajo académico y sistematizador de la autora, conocer mejor el problema y poder abordarlo con mayor eficacia. Utilizar y comparar diez organizaciones internacionales de defensa de la libertad de expresión para ello, y hacerlo para más de una década, 2000-2012, se muestra, además de novedoso, útil y muy fructífero. El trabajo es extremadamente exhaustivo en cuanto a definir el problema —qué es la violencia contra los periodistas, quiénes la perpetúan, con qué fines, en qué contextos, cuáles son los factores de riesgo—, el perfil de las organizaciones estudiadas —sus valores y principios, sus actuaciones, sus métodos— y su contribución a la visibilización, monitorización y medición de la violencia contra los periodistas y la lucha contra la impunidad de esta violencia.

El análisis de los factores de riesgo y de aquellos que ejercen la violencia (perpetradores) es especialmente ilustrador: destacan, por un lado, la cobertura de guerras y conflictos, de protestas y disturbios civiles, las condiciones laborales y los entramados de relaciones de poder como principales causas de la violencia y, por el otro, los gobernantes, cuerpos oficiales, crimen organizado y grupos religiosos extremistas como principales perpetradores. Con su disección de la violencia contra los periodistas, la autora acaba ofreciendo una minuciosa panorámica de la economía política de la misma, de sus razones y motivos, de su porqué, y de la ideología dominante que sustenta esta guerra planetaria contra el periodismo.

La economía política de la violencia contra los periodistas refleja con nitidez la crudeza de las relaciones de poder en la sociedad —algo que además es tan cierto hoy como en el pasado, pues la violencia contra los periodistas no es un hecho nuevo ni aislado sino tan viejo como la misma profesión—. En primer lugar, allí donde el sistema político está más corrompido es lógicamente donde mayor es la violencia contra los periodistas, en la bien conocida correlación que existe entre sistema político y sistema mediático, como detalladamente han descrito David Hallin y Paolo Mancini, entre otros autores. Sin embargo, e independientemente de esta correlación, existen otras correspondencias exacerbadas por el sistema capitalista en su formulación actual dominante, neoliberal y financiera. Dos de ellas son destacadamente importantes: por un lado, la creación de un periodismo anestesiado, allí donde la comercialización y la financiarización de los medios de comunicación es más fuerte, y, por el otro, la incitación de la hostilidad contra los periodistas desde la esfera política dominada por el populismo.

Por un lado, la financiarización del sistema mediático ha llevado a la creación de un periodismo adormecido, neutralizado, con respecto al poder, bien por su incapacidad de ir más allá de lo superficial, bien por su relación con las élites. Después de una fase de hipermercantilización acelerada de los medios de comunicación, a fines del siglo XX sus intereses cruzados con el sistema económico aumentaron mediante la financiarización de la economía, que añadió a la mercantilización profundos vínculos con el sistema financiero. La financiarización de los sistemas de medios, es decir, la incorporación de las prioridades del capitalismo financiero en el funcionamiento de los grupos de comunicación (a través de la deuda, propiedad y relaciones de poder, principalmente), trajo una mayor tendencia hacia el gigantismo (y, por lo tanto, más concentración), un incremento de la inestabilidad y competitividad del entorno de las empresas mediáticas, la desviación de la actividad tradicional y un mayor alejamiento de los criterios de responsabilidad social. En resumen, la financiarización de la economía impulsa una reducción mayor —si cabe— del rol de vigilante de los medios de comunicación al incrementarse el alineamiento del periodismo comercial con los intereses de las élites económico-financieras. El resultado es la enorme dificultad para ejercer periodismo de verdad desde los medios de comunicación comerciales, es decir, para ejercer un periodismo que funcione como un auténtico guardián de la democracia. El periodismo, en esta situación, puede formar parte de luchas elitistas de poder, pero no ejercer de vigilante del poder. Este periodismo anestesiado con respecto a los valores democráticos puede experimentar episodios de violencia, pero no vive en una violencia estructural, sistémica en su contra, pues él mismo forma parte del sistema que ejerce la violencia. El periodismo que corre riesgos de verdad es el que pone en aprietos al poder. Este periodismo, por lo general, no es el dominante, ni está abundantemente poblado, ni tiene los recursos necesarios, lo cual lo sitúa en una situación de riesgo estructural que se añade a la violencia ejercida en su contra. El lector verá esto claramente reflejado en algunos de los factores de riesgo identificados por la autora de esta obra.

Por otro lado, el capitalismo neoliberal y financiarizado promueve una desigualdad creciente en la sociedad que genera una radicalización política entre capas importantes de esta. Como explica, por ejemplo, el economista francés Marc Fleurbaey, de la Universidad de Princeton, esta radicalización se produce por la identificación de los males del capitalismo con las élites políticas y el deseo de expulsarlas y recuperar el control personal (sueldos dignos, trabajos no precarios y una identidad profesional reconocida) y la soberanía (que la democracia esté al servicio de la mayoría y no de las élites). Una situación que tradicionalmente ha sido aprovechada por el populismo político en la historia de la humanidad, que utiliza la desafección política y la desesperación de muchas personas como muleta para ascender. La oleada de políticos populistas no iniciada, pero sí consolidada, con la llegada en enero de 2017 de Donald Trump a la Casa Blanca en Estados Unidos, no es más que un reflejo de ello. No es este el espacio para describir en qué consiste este populismo que algunos definen como de derechas porque, utilizando ideas que conectan con los sentimientos de las personas precarizadas y abandonadas por el sistema político, consigue hacer promesas que nunca cumple, pero que le permiten llegar a cuotas de poder o, como en el caso de los Estados Unidos, a su cima, para instaurar regímenes más injustos que los desbancados. Dejando de lado la controversia de si existe la pretendida distinción entre populismos de izquierdas y de derechas (falsa en mi opinión, pues el maniqueísmo, el autoritarismo y las visiones excluyentes y reaccionarias en modo alguno pueden considerarse propias del ideario de izquierdas, por más que se camuflen bajo consignas propias del mismo), es evidente que en 2018 el populismo político creció en todo el mundo y compartió rasgos importantes en Estados Unidos, Francia, España, Reino Unido, Brasil y allí a donde se mirara. Entre ellos, el de la violencia verbal contra los periodistas a los que Trump define como “el enemigo del pueblo americano”. En Francia, el partido de Marine Le Pen considera directamente a los periodistas como adversarios políticos y no duda en boicotearlos, hasta el punto de que un grupo de periodistas franceses publicó un manifiesto denunciándolo. En España, en 2018 los medios de comunicación públicos catalanes habían sido convertidos por los populistas en objetivo de la ira de la ultraderecha, provocando que los periodistas de estos medios tuvieran que esconder el logo de la cadena para poder hacer su trabajo sin ser agredidos. En Colombia el aumento de las amenazas a los periodistas fue inmediato a partir de la victoria electoral del populista Iván Duque en junio de 2018. En Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro, conseguía a finales de 2018 resultados sin precedentes siguiendo el modelo de Trump, incluido el mantra de que la culpa de todo la tienen los medios de comunicación. De hecho, este ataque global al periodismo por parte del populismo fue nota destacada del Índice Mundial de la Libertad de Expresión de 2018, publicado por Reporteros Sin Fronteras, que denunciaba una creciente hostilidad contra los periodistas abiertamente alentada y promovida por líderes políticos. La novedad aquí es que esta hostilidad ya no está solo promovida por líderes de países autoritarios, como Turquía o Egipto, sino por los populismos (vinculados todos a la ultraderecha) emergentes en los países democráticos.

Así, mientras por un lado el poder económico neoliberal adormece al periodismo y lo precariza, robándole su espíritu y negándole los recursos necesarios, debilitándolo a nivel estructural o convirtiéndolo en un poder económico-político más integrado en la élite, por el otro, el populismo político expande a las democracias el odio contra los periodistas característico de los regímenes autoritarios. En 2013 Naciones Unidas creó el Día Internacional para Poner Fin a la Impunidad contra Periodistas para visibilizar y llamar la atención hacia este tipo de violencia. Sin embargo, esta violencia parece extenderse, en lugar de reducirse, en sintonía con la crisis democrática que asola a los sistemas políticos en buena parte del planeta. Lógicamente, el problema es de enorme complejidad, pero la raíz de este es simple, pues yace en la crisis de la política honrada, aquella que tiene por fin ordenar y gestionar los asuntos públicos, no aprovecharse de ellos. Cada vez que se coacciona, agrede o asesina a un periodista se está ejerciendo violencia contra una de las principales garantías que una sociedad puede tener para mejorar, hacerse más justa e igualitaria. Por ello el relato que el lector encontrará en este libro es doblemente instructivo, pues desvelar las claves de la violencia contra los periodistas es desvelar las claves de la violencia contra la democracia.

NÚRIA ALMIRON

Departamento de Comunicación

Universitat Pompeu Fabra

Violencia contra los periodistas

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