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La comunicación que bloquea la compasión

No juzguéis y no seréis juzgados, porque tal como

juzgáis a los demás, así seréis juzgados...

SANTA BIBLIA, MATEO 7:1

Ciertas formas de comunicación nos alienan de nuestro estado natural de compasión

A medida que estudiaba qué es lo que nos aliena de nuestro estado natural de compasión, fui identificando ciertas formas específicas de nuestro lenguaje y estilo de comunicación que a mi entender contribuyen a que nos comportemos de manera violenta con los demás y con nosotros mismos. Uso la expresión comunicación que aliena de la vida para referirme a dichas formas de comunicación.

LOS JUICIOS MORALISTAS

Un tipo de comunicación que aliena de la vida es el uso de juicios moralistas que implican error o maldad por parte de las personas que no actúan en armonía con nuestros valores. Dichos juicios pueden verse en comentarios como: “El problema contigo es que eres demasiado egoísta”, “Es una vaga”, “Tienen prejuicios”, “Eso es inapropiado”. Echar la culpa a alguien, insultarlo, rebajarlo, ponerle etiquetas, criticarlo, hacer comparaciones y emitir diagnósticos son distintas maneras de formular juicios.

En el mundo de los juicios, nuestra preocupación gira en torno a “quién es qué”

El poeta sufí Rumi escribió una vez: “Más allá de las ideas acerca de hacer lo correcto o lo incorrecto hay un campo. Allí nos encontraremos”. La comunicación que aliena de la vida, sin embargo, nos atrapa en un mundo de ideas preconcebidas sobre lo que está bien y lo que está mal, un mundo de juicios. Se trata de un lenguaje rico en palabras que establecen clasificaciones y dicotomías respecto a las personas y sus acciones. Cuando hablamos este idioma, juzgamos a los demás y su comportamiento fijándonos en quién es bueno, malo, normal, anormal, responsable, irresponsable, inteligente, ignorante, etc.

Mucho antes de convertirme en adulto, aprendí a comunicarme de una manera impersonal que no requería que revelara lo que estaba pasando dentro de mí. Cuando me encontraba con personas o comportamientos que o bien no me gustaban o bien no comprendía, solía reaccionar dando por sentado que los demás estaban equivocados. Si mis profesores me asignaban una tarea que no quería hacer, entonces eran “malos” o “injustos”. Cuando conducía, si alguien me adelantaba, mi reacción solía ser: “¡Idiota!”. Cuando hablamos este idioma, pensamos y nos comunicamos asumiendo que algo falla en los demás por comunicarse de cierta manera y, en ocasiones, asumiendo que algo falla en nosotros mismos por no entender o responder como nos gustaría. Nuestra atención está concentrada en clasificar, analizar y determinar niveles de error, en lugar de en lo que tanto nosotros como los demás necesitamos y no estamos obteniendo. Así, si mi pareja quiere más afecto del que le estoy dando, es “necesitada y dependiente”. Pero si yo quiero más afecto del que ella me da a mí, entonces es “distante e insensible”. Si mi colega presta más atención que yo a los detalles, es “puntilloso y obsesivo”. Por otro lado, si yo presto más atención a los detalles que él, entonces es “descuidado y caótico”.

Estoy convencido de que todos los análisis de este tipo que hacemos de otros seres humanos son expresiones trágicas de nuestros propios valores y necesidades. Son trágicas porque cuando expresamos nuestros valores y necesidades de esta forma aumenta la actitud defensiva y la resistencia precisamente en aquellas personas cuyo comportamiento nos preocupa. O si acceden a actuar en armonía con nuestros valores porque coinciden con nuestro análisis de su mal proceder, es probable que lo hagan por miedo, culpa o vergüenza.

Analizar a los demás es en realidad una expresión de nuestras propias necesidades y valores

Todos lo pagamos caro cuando las personas responden a nuestros valores y necesidades no por el deseo de dar desde el corazón, sino por miedo, culpa o vergüenza. Tarde o temprano, experimentaremos las consecuencias de esa falta de buena voluntad por parte de aquellos que se adecuan a nuestros valores por coacción, ya sea interna o externa. También ellos pagan un precio emocional, porque probablemente sienten resentimiento y su autoestima disminuye cuando responden desde el miedo, la culpa o la vergüenza.

Además, cada vez que los demás nos asocian en su mente con cualquiera de esos sentimientos, disminuyen las probabilidades de que respondan compasivamente a nuestras necesidades y valores en el futuro.

Es importante no confundir los juicios de valor con los juicios moralistas. Todos hacemos juicios de valor acerca de las cualidades que valoramos en la vida; por ejemplo, podemos valorar la honestidad, la libertad o la paz. Los juicios de valor reflejan nuestras creencias sobre cómo se puede servir a la vida. Hacemos juicios moralistas sobre personas y sus comportamientos cuando estos no respaldan nuestros juicios de valor; por ejemplo: “La violencia es mala. Las personas que matan a otras son malvadas”. Si nos hubiéramos criado hablando un lenguaje que facilitara la expresión de la compasión, habríamos aprendido a articular nuestras necesidades y valores directamente, en lugar de insinuar error cuando algo no coincide con ellos. Por ejemplo, en lugar de “la violencia es mala”, podríamos decir: “me da miedo que se recurra a la violencia para resolver los conflictos; yo valoro el uso de otros medios en la resolución de conflictos humanos”.

Clasificar y juzgar a las personas promueve la violencia

La relación entre el lenguaje y la violencia es el tema de investigación del profesor de psicología O. J. Harvey, de la Universidad de Colorado. El investigador tomó muestras aleatorias de pasajes literarios de muchos países del mundo y estudió la frecuencia de aparición de las palabras que clasifican y juzgan a las personas. Su estudio muestra una alta correlación entre el uso de dichas palabras y la frecuencia de incidentes violentos. No me sorprende oír que la violencia es considerablemente menor en aquellas culturas en las que las personas piensan en términos de necesidades que en las culturas en las que las personas se etiquetan unas a otras como “buenas” o “malas” y creen que “los malos” merecen ser castigados. En Estados Unidos, en el 75 por ciento de los programas de televisión emitidos en un horario en que los niños muy probablemente estarán frente al televisor, el héroe mata a otras personas o les da una paliza. Esta violencia constituye típicamente el “clímax” del programa. Los telespectadores, a quienes se ha enseñado que los malos merecen ser castigados, experimentan placer al observar esta violencia.

En la raíz de mucha (si no de toda) violencia —ya sea verbal, psicológica o física, entre miembros de la familia, entre tribus o naciones— hay una forma de pensar que atribuye la causa del conflicto a la actitud equivocada de nuestro adversario, con la correspondiente incapacidad de pensar en uno mismo y en los demás teniendo en cuenta nuestra vulnerabilidad, es decir, lo que podemos estar sintiendo, temiendo, anhelando, echando en falta, etc. Fuimos testigos de esta peligrosa forma de pensar durante la Guerra Fría. Nuestros líderes consideraban a la URSS un “imperio del mal” empeñado en destruir el estilo de vida estadounidense. Los líderes soviéticos se referían a los habitantes de Estados Unidos como “opresores imperialistas” que estaban intentando subyugarlos. Ninguna de las dos partes reconocía el miedo que se escondía detrás de esas etiquetas.

LAS COMPARACIONES

Otra forma de juicio es el uso de comparaciones. En su libro Cómo ser un perfecto desdichado, Dan Greenburg demuestra a través del humor el insidioso poder que puede ejercer sobre nosotros el pensar en términos de comparaciones. El autor sostiene que si sus lectores tienen un deseo sincero de hacer que su vida sea desdichada, pueden aprender a compararse con otras personas. El escritor propone varios ejercicios para aquellos que no están familiarizados con esta práctica. El primero incluye imágenes de cuerpo entero de un hombre y una mujer que encarnan la belleza física ideal según el canon mediático actual. Se pide a los lectores que tomen las medidas de su cuerpo, las comparen con las de los atractivos especímenes de las imágenes y observen las diferencias.

Las comparaciones son una forma de juicio

Este ejercicio produce aquello que promete: comenzamos a sentirnos desdichados en cuanto empezamos a hacer comparaciones. Cuando pensamos que no podemos estar más deprimidos, pasamos la página y descubrimos que ese primer ejercicio no era más que un simple calentamiento. Como la belleza física es relativamente superficial, Greenburg nos da a continuación la oportunidad de compararnos en algo que realmente importa: los logros. El autor recurre a la guía telefónica para proporcionar a los lectores cinco individuos al azar con los que compararse. El primer nombre que dice haber sacado de la guía telefónica es Wolfgang Amadeus Mozart. Greenburg enumera los idiomas que hablaba Mozart y las principales composiciones que había creado cuando aún era un adolescente. Entonces el ejercicio pide a los lectores que piensen en sus propios logros hasta el momento actual de su vida, los comparen con lo que Mozart había logrado a los 12 años, y observen las diferencias.

Incluso aquellos lectores que no se recuperan nunca de la desdicha autoinducida por este ejercicio pueden ver hasta qué punto esa forma de pensar bloquea la compasión, tanto hacia uno mismo como hacia los demás.

LA NEGACIÓN DE LA RESPONSABILIDAD

Otra clase de comunicación que aliena de la vida es la negación de la responsabilidad. La comunicación que aliena de la vida disminuye nuestra conciencia de que somos responsables de nuestros propios pensamientos, sentimientos y acciones. El uso de la muy común expresión “tener que”, como la de “hay cosas que tengo que hacer, me guste o no”, ilustra cómo la responsabilidad personal de nuestras acciones puede quedar enturbiada por este tipo de discurso. La expresión “hacer sentir”, como en “me haces sentir culpable”, es otro ejemplo de cómo el lenguaje facilita la negación de la responsabilidad personal por nuestros propios sentimientos y pensamientos.

Nuestro lenguaje empaña la conciencia de nuestra responsabilidad personal

Hannah Arendt, en su libro Eichmann en Jerusalén, que documenta el juicio al oficial nazi Adolf Eichmann por sus crímenes de guerra, cita las palabras de Eichmann cuando este explicaba que él y sus colegas oficiales tenían su propio término para referirse al lenguaje de negación de responsabilidad que usaban. Lo llamaban Amtssprache, que podría traducirse más o menos como “lenguaje de oficina” o “jerga burocrática”. Por ejemplo, si se les preguntaba por qué emprendieron una determinada acción, la respuesta era: “Tenía que hacerlo”. Cuando se les preguntaba por qué tenían que hacerlo, su respuesta era: “Eran órdenes de los superiores”, “era la política de la empresa”, “era la ley”.

Negamos la responsabilidad por nuestras acciones cuando atribuimos su causa a factores externos a nosotros mismos:

• Fuerzas vagas e impersonales: “Limpié mi habitación porque tenía que hacerlo”.

• Estado de salud, diagnóstico o historia personal o psicológica: “Bebo porque soy alcohólico”.

• Acciones de los demás: “Pegué a mi hijo porque salió corriendo a la calle”.

• Dictados de la autoridad: “Le mentí al cliente porque el jefe me lo dijo”.

• Presión de grupo: “Empecé a fumar porque todos mis amigos lo hacían”.

• Políticas, normas y reglamentos institucionales: “Tengo que expulsarte por esta infracción porque es la política de la escuela”.

• Roles asociados al género, posición social o edad: “Odio ir a trabajar, pero lo hago porque soy marido y padre”.

• Impulsos irrefrenables: “Me superó el deseo de comerme esa chocolatina”.

Podemos sustituir el lenguaje que implica ausencia de elección por el que reconoce la posibilidad de elegir

En una ocasión, durante un diálogo entre padres y profesores sobre los peligros del lenguaje que implica la ausencia de elección, una mujer objetó enfadada: “¡Pero hay cosas que uno tiene que hacer, le guste o no! Y yo no veo nada malo en decir a mis hijos que hay cosas que ellos tienen que hacer también.” Cuando le pedí un ejemplo de algo que ella “tuviera que hacer”, respondió: “¡Muy fácil! Cuando me vaya de aquí esta noche, tengo que ir a casa y cocinar. ¡Detesto cocinar! Lo odio con todas mis fuerzas, pero lo he hecho cada día durante veinte años, incluso cuando he estado muy enferma, porque es una de esas cosas que, sencillamente, hay que hacer”. Yo le dije que me entristecía oír que había dedicado tanto tiempo de su vida a hacer algo que odiaba, porque se sentía obligada a hacerlo, y que tenía la esperanza de que pudiera encontrar mayores posibilidades de felicidad aprendiendo el lenguaje de la CNV.

Somos peligrosos cuando no somos conscientes de nuestra responsabilidad por cómo nos comportamos, pensamos y sentimos

Me complace decir que aprendió rápido. De hecho, al acabar el taller se fue a casa y anunció a su familia que ya no quería volver a cocinar nunca más. La oportunidad de saber cómo lo había tomado su familia se me presentó tres semanas más tarde, cuando sus dos hijos llegaron al taller. Sentía gran curiosidad por saber cómo habían reaccionado al anuncio de su madre. El hijo mayor suspiró diciendo: “Marshall, yo dije para mis adentros: ‘¡gracias a Dios!’”. Al ver mi expresión de desconcierto, explicó: “Bueno, pensé que así tal vez dejaría de quejarse a cada comida”.

Otra vez, cuando estaba atendiendo una consulta para una escuela del distrito, una profesora señaló: “Odio poner notas. No creo que ayuden y generan un montón de ansiedad en los estudiantes. Pero tengo que ponerlas: es la política del distrito”. Acabábamos de estar practicando cómo introducir en la clase un lenguaje que aumentara la conciencia de la responsabilidad por las propias acciones. Le pedí a la profesora que tradujera su afirmación “Tengo que poner notas porque es la política del distrito” por “Elijo poner notas porque quiero...”. Entonces respondió sin vacilar: “Elijo poner notas porque quiero conservar mi puesto de trabajo”, y se apresuró a añadir: “Pero no me gusta decirlo de esa manera. Me hace sentir tan responsable por lo que estoy haciendo...”. “Por eso quiero que lo digas de esa manera”, respondí yo.

Comparto los sentimientos del novelista y periodista francés George Bernanos cuando dice:

Hace mucho que pienso que si algún día la especie humana desaparece de la faz de la Tierra debido a la creciente eficiencia de las técnicas de destrucción, no será la crueldad la responsable de nuestra extinción y, por supuesto, menos aún la indignación que despierta la crueldad, y las represalias y la venganza que trae consigo... Será la docilidad, la falta de responsabilidad del hombre moderno, su aceptación servil de los códigos vigentes. Los horrores de que hemos sido testigos y los aún mayores horrores que presenciaremos no son señales de que los rebeldes, los insubordinados, los indomables estén aumentando en el mundo, sino más bien de que hay un incremento constante del número de hombres obedientes y dóciles.

GEORGE BERNANOS

OTRAS FORMAS DE COMUNICACIÓN QUE ALIENAN DE LA VIDA

Comunicar nuestros deseos como exigencias es otra forma de expresarse que bloquea la compasión. Una exigencia explícita o implícita amenaza a quien la escucha con la culpa y el castigo si no la acata. Es una forma de comunicación muy habitual en nuestra cultura, especialmente por parte de aquellos que ostentan puestos de autoridad.

No tenemos el poder de hacer que los demás hagan una determinada cosa

Mis hijos me han dado lecciones de incalculable valor acerca de las exigencias. De alguna manera, se me había metido en la cabeza que, como padre, mi trabajo era exigirles. Aprendí, no obstante, que yo podía hacer todas las exigencias del mundo sin por ello conseguir que mis hijos hicieran nada. Se trata de una lección de humildad sobre el poder para aquellos que creemos que, porque somos padres, profesores, o gerentes, nuestro trabajo es cambiar a las demás personas y hacer que se comporten bien. Ahí estaban mis niños haciéndome saber que yo nunca podría lograr que ellos hicieran nada. Lo máximo que podía conseguir, mediante el castigo, era que desearan haberlo hecho. Al final me enseñaron que siempre que yo era tan tonto como para hacer que desearan haberme obedecido castigándoles, ¡ellos tenían su propio modo de hacerme desear a mí no haberles castigado!

Las ideas basadas en el concepto de “merecer” bloquean la comunicación compasiva

Examinaremos este tema de nuevo cuando aprendamos a diferenciar las peticiones de las exigencias, una parte importante de la CNV.

La comunicación que aliena de la vida tiene profundas raíces filosóficas y políticas

La idea de que ciertas acciones merecen recompensa mientras que otras merecen castigo está también asociada con la comunicación que aliena de la vida. Esta forma de pensar está expresada por la palabra merecer, como en el caso de “Él merece que le castiguen por lo que hizo”. Esta manera de pensar presupone maldad en las personas que se comportan de ciertas maneras, y requiere el castigo para lograr que se arrepientan y cambien su comportamiento. Yo creo que a todos nos interesa que las personas cambien porque ven que el cambio les beneficia, no con el fin de evitar el castigo.

La mayoría de nosotros nos hemos criado hablando un lenguaje que fomenta las etiquetas, las comparaciones, las exigencias y los juicios, en lugar de la conciencia de lo que sentimos y necesitamos. Creo que la comunicación que aliena de la vida está enraizada en una visión de la naturaleza humana que ha ejercido su influencia durante varios siglos. Esa visión hace hincapié en la maldad y deficiencias innatas del ser humano, y en la necesidad de la educación para controlar nuestra indeseable naturaleza inherente. Dicha educación con frecuencia nos lleva a preguntarnos si habrá algo malo en cualquier sentimiento o necesidad que podamos estar experimentando. Aprendemos muy pronto a desconectarnos de lo que pasa en nuestro interior.

La comunicación que aliena de la vida surge de las sociedades jerárquicas o dominadoras y las sustenta. En dichas sociedades, la mayor parte de la población es controlada por un pequeño número de individuos que actúan en su propio beneficio. A los reyes, zares, nobles, etc. les interesaba que las masas fueran educadas de forma que adquirieran mentalidad de esclavos. El lenguaje de la equivocación y el error, los debería, los tengo que, se adecua perfectamente a ese propósito: en la medida en que las personas son educadas para pensar en términos de juicios moralistas que implican equivocación o maldad, están siendo educadas para buscar fuera de sí mismas —en las autoridades externas— la definición de lo que constituye lo correcto, lo incorrecto, lo bueno y lo malo. Cuando estamos en contacto con nuestros sentimientos y necesidades, los seres humanos ya no somos buenos esclavos ni subordinados.

RESUMEN

El dar y recibir compasivamente está en nuestra naturaleza. Sin embargo, hemos aprendido muchas formas de comunicación que alienan de la vida y nos conducen a hablar y comportarnos de maneras que dañan a los demás o a nosotros mismos. Una forma de comunicación que aliena de la vida es el uso de los juicios moralistas que presuponen error o maldad por parte de aquellos que no actúan en consonancia con nuestros valores. Otra es el uso de comparaciones, que pueden bloquear la compasión tanto hacia los demás como hacia nosotros mismos. La comunicación que aliena de la vida también empaña la conciencia de que cada uno de nosotros es responsable de sus propios pensamientos, sentimientos y acciones. Comunicar nuestros deseos en forma de exigencias es otra característica del lenguaje que bloquea la compasión.

Comunicación no violenta: un lenguaje de vida

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