Читать книгу De caperucita a loba en solo seis tíos - Marta González De Vega - Страница 11
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Las reglas
ОглавлениеQUIEN RÍE EL ÚLTIMO…
HA PERDIDO UN TIEMPO PRECIOSO
En el momento en que por fin te conviertes al humor como religión, la vida te revela esta su primera ley. ¿En qué punto estás tú? ¿Lo suficientemente harta de enfocar las cosas siempre de la misma forma como para probar una nueva perspectiva? Si no has llegado al tope del drama va a ser difícil. Igual te faltan tres o cuatro tíos. Ve a buscarlos…, que aquí te espero.
¿Ya? Qué velocidad. Ni siquiera yo daba con tantos capullos tan deprisa. Bueno, pues te cuento. Convertirte al humor es hacer de él la tabla sobre la que surfeas tu vida. No puedo decirte que no vayas a seguir pegándotela, pero en vez de sufrir te reirás, y eso lo cambia todo. El proceso que vamos a emprender es el de dominar esa arte. Cuando hayas conseguido dominarlo, habrás pasado de caperucita a loba.
El arte se va dominando poco a poco, paso a paso, tío a tío. Cuando yo empecé a comprobar que el método funcionaba, no me lo podía creer. Me parecía imposible que ante situaciones que antes me hubieran hecho polvo ahora me estuviera partiendo de la risa.
¡Y es que las tías somos muy graciosas para estas cosas! Tú eres capaz de gastarte cien euros en una crema anticelulítica; ahora, como haga efecto ¡lo flipas! Se lo dirás a todo el mundo:
—¡Mira, miraaaa, tengo menos celulitis. Es increíble… Miraaaaa!
Vamos a ver, ¿te estabas gastando cien eurazos convencida de que no iba a servir para nada? Eso es como comprarte un Ferrari y luego alucinar porque se mueve:
—¡Hey, arranca! ¡Qué fuerte! ¡Arranca!
¡Pues claro que arranca! Igual que tú vas a arrancar de tu vida todas aquellas creencias que te hacen sufrir.
A estas alturas te estarás preguntando si pretendo lavarte el cerebro. ¡Pues sí! Pero en el sentido literal. No se trata de meterte ideas en la cabeza, se trata de limpiártelo de las que tienes ahora.
No te vas a arrepentir de convertirte al humor como religión, porque cumple con todas las promesas que hacen las religiones convencionales, pero además, no para cuando te mueras, sino para ya mismo. No te librará del infierno en la otra vida. ¡Te libera del infierno en el que tú misma te metes en esta! Es compatible con cualquier otra creencia que puedas tener, y te va a dar paz, esperanza y felicidad, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.
Al convertirte al humor, dejarás de ser la reina del drama para convertirte en la protagonista de tu propia comedia.
Y ahora te estarás preguntando: ¿Estás comparando la vida con las películas?
Claro que no. Solo para las caperucitas la vida es como en las películas. Y de esa ingenuidad provienen todos sus problemas. Creen que las decisiones que adopten tendrán consecuencias inmediatas. Que si dejan a un chico para que reaccione, este volverá a buscarlas en la escena siguiente. No se dan cuenta de que en la película, a pie de pantalla, aparece el subtítulo de «seis meses después».
¡En la vida real los subtítulos hay que vivirlos! En la vida real la escena en la que esperas su retorno inflándote a helado dura todos esos meses. Prueba a pasártelos así en la vida real, ya verás cuando vuelva a por ti lo hermosa que te has puesto…
Cameron Díaz sigue divina cuando regresa el chico porque ha rodado todo el proceso en diez minutos. Lo único que ha hecho es cambiar diez veces de postura en el sofá para reflejar la evolución de su drama mientras le llenaban el decorado de cajas de pizza y tarrinas de helado vacías. ¡Cameron ni siquiera se ha comido el helado de verdad! Ni el helado, ni las pizzas, ni siquiera la ensaladita que le hizo su madre antes de salir de casa:
—Pa que comas algo en el plató cuando cortéis, hija, que estás famélica.
Por eso, cuando el chico toca el timbre «seis meses después», ella, si me apuras, está más flaca que antes. Por no hablar de ese look desaliñado, pero sexi… ¡que tú también tendrías si justo antes de abrir la puerta hubiera venido la de maquillaje a comprobar que la mancha de chocolate de la camiseta es exactamente del marrón de tus ojos, y que el flequillo te cae exactamente dos centímetros por encima del ojo izquierdo formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con la pinza que te sujeta el pelo!
Por supuesto, nada de esto tiene que ver con la vida real. Así que deja de zampar helado y de cambiar de postura en el sofá de forma frenética como una poseída mientras controlas la puerta con el rabillo del ojo a ver si vuelve.
Porque efectivamente…
LA VIDA NO ES COMO EN LAS PELÍCULAS…
¡ES COMO EN LAS SERIES!
¡Esa sí es una comparación válida! En la vida, como en las series, el chico no reaparece hasta muchos capítulos más tarde o incluso temporadas después. Es más, a lo mejor te sorprende esto que te digo, ¡pero puede que ni vuelva! La mayoría de las veces resultará que ese que tú creías el amor de tu vida solo estaba contratado por un episodio.
Una serie sí es un referente interesante de lo que puede ser una vida. Y lo que yo te propongo es que conviertas la serie de tu vida en una sitcom. ¿Sabes esas comedias de situación con risas enlatadas, que cuanto más absurdo es lo que ocurre, más risas se oyen? Pues convertirte al humor consiste en traer esas risas a tu cabeza en la vida real. Que a partir de ahora cada vez que te pase una cosa muy ridícula, en vez de decir: «¡Soy patética!» Digas: «¡CAPITULAZO!».
¡Claro! Es empezar a pensar como los cantautores, que como usan sus experiencias para componer canciones, cada vez que les pasa una desgracia les viene genial. ¡Cada vez que a Alex Ubago le deja la novia… se frota las manos!
Puede que te parezca muy difícil adquirir esta actitud, pero enseguida te voy a explicar el método. De momento ve abriendo tu mente a lo maravilloso que sería conseguirlo.
Lógicamente requiere entrenamiento (que es lo que vamos a hacer a lo largo del libro), hasta que la técnica esté completamente dominada. Y al principio cuesta. De entrada solo eres una caperucita decidida a afrontar las cosas de otra manera. Recuerdo mi primera anécdota después de decidir convertirme al humor. Fue realmente patética, lo cual era genial desde esta nueva perspectiva, porque se trataba de un Capitulazo digno de ganar el Premio Grammy a la Mejor Comedia.
Os lo contaría, pero es un episodio demasiado sexual y me da vergüenza que lo lean mis padres.
Uff, es que he estado con cada uno… Y con cada dos… Bueno, con dos a la vez solo en una ocasión, por probar, que le dije a mi novio:
—Cariño, me gustaría hacer un trío.
Y, para mi sorpresa, él me respondió:
—Me parece bien.
Flipé:
—¿En serio? ¡Gracias, cielo; qué comprensivo! Vuelvo en cuanto acabe.
Nota para mi madre: Tranquila, mamá, que esto era un chiste. Nunca he hecho un trío… sin contar con mi novio.
Me gusta reírme de mi madre, pero ella siempre ríe la última. ¿Sabes lo que estará pensando en este momento?: «¿Novio, tú? Eso sí que es un chiste». Sí, la misma madre que te dice que no te echas novio porque eres demasiado buena para ellos luego te dice esto. Son seres contradictorios. Lo mismo te dice:
—Cariño, pareces una cría de veinte años, no se puede estar más guapa ni más joven.
Que cuando, al minuto siguiente, le dices tú:
—Me voy a dormir que se me caen los párpados.
Contestarte:
—Eh, mira, no te lo quería decir, pero ya que lo dices… Sí, se te están cayendo un poquito, pero para eso hay una operación muy sencilla que te cortan un poquito de piel y…
En fin… Ahora, en lo de mis novios tiene razón. Casi nunca he tenido uno y desde luego nunca he hecho un trío. ¡Me cuesta pillar a un tío como para conseguir a dos!
¡Pero no estábamos hablando de mi madre, que me liáis! Hablábamos de mi primera experiencia patética después de decidir convertirme al humor y entrenarme para loba. Mamá, lo siento, pero lo voy a contar. Si no quieres leer cosas sexuales, pasa la página.
El que voy a relataros fue mi primer capítulo como protagonista de mi propia sitcom. Podemos titularlo: «El día que me di cuenta de que hay que hacerlo siempre con la luz encendida».
Había quedado con… Vamos a llamarle Carlos. Por no llamarle como se merece. Aquella iba a ser la noche… Llevábamos viéndonos varios días, pero yo había decidido que si mi vida iba a ser como una comedia tenía que ser de las buenas, de las americanas. Así que nada de sexo hasta la tercera cita.
Esto, para una española media es muy duro, ¿eh? Yo me hubiera liado con él en la primera cita…, pero en la primera cita que saliera de su boca:
—Parece que hace buena noche.
¡A la cama!
Igual como cita no te parece muy lúcida, pero tú la entrecomillas y le pones al lado que es de Paulo Coelho y lo petas en el Facebook.
El caso es que me aguanté como una campeona hasta el tercer encuentro. Cuando llegó el día ya no podía más, pero, claro, en estos casos, el tío no puede notar que tienes más ganas que él porque entonces pierdes todo el halo de control y misterio que has ganado con la contención.
No puedes comportarte como en los bufés libres, en plan desesperada que no ha comido en un mes. Tienes que guardar las formas y empezar a servirte poquito a poco. Que si un besito en los labios, que si otro en el cuello… Además, notas que esto le pone mucho, porque no para de bufar como un toro, así que sigues: un besito en el pecho, otro en la barriga… y él, bufa que te bufa. Para cuando vas a atacar el plato principal está tan en tensión que ya ni siquiera resopla. No emite sonido. Así que le preguntas coqueta:
—¿Qué pasa? ¿Te has dormido?
Silencio absoluto. Ahí empiezas a mosquearte. Así que toses discretamente para hacer notar tu presencia, pero nada. Cero reacción. De modo que, por fin, te decides a encender la lamparita y hacer frente a la dolorosa verdad de que el tío se ha quedado frito, mientras piensas: «¿Pero cómo es posible? Si a este tío se le caía la baba conmigo…». Y, efectivamente, ¡ahí está, con la baba colgando, dormido como un mandril!
Y allí te quedas tú. Inmóvil. Escuchando los ronquidos que en otro tiempo creíste bufidos de pasión, y decidiendo qué sentir al respecto.
Me costó, ¿eh? A una parte de mí le apetecía arrancar el rábano de sus raíces y clamar al cielo con él en la mano como había hecho siempre. A otra parte solo le apetecía que me tragara la tierra roja de Tara. Y a la otra… a esa loba incipiente que empezaba a despertar en algún rincón de mí misma… la verdad es que quería parecerle gracioso.
Pero, claro, como me acababa de convertir al humor, y era la primera vez que me enfrentaba a mi nueva forma de pensar, no sabía si este caso era demasiado extremo para reírme y lo suyo era ofenderme.
Como eran las seis de la mañana no podía llamar a ninguna amiga para que me ayudara, así que, qué narices, decidí que me hacía mucha gracia. Dejé explotar las risas enlatadas en mi cabeza y, apretando los labios para que no se me salieran por la boca, le di un besito al chico en la frente y me fui a mi casa tan contenta.
Y la prueba definitiva de que la capacidad para convertir el drama en comedia es un auténtico superpoder, es que no solo cambias el presente, sino ¡el futuro!
Yo no solo me reí en el momento. Me volví a reír al día siguiente cuando él me preguntó qué había ocurrido exactamente. Le envíe por whatsApp el relato de lo acontecido. Al ver que yo me lo tomaba a broma, el pobre también se desternilló y tuvo la oportunidad de explicarse. Llevaba tres noches sin dormir terminando un trabajo y no podía con su alma, pero tenía tantas ganas de quedar conmigo que no había podido resistirse. ¿Que sí le creí? Pues sí, primero porque yo soy la leche –pregúntaselo a mi madre–, y, por tanto, esa era la única explicación posible. Y segundo porque el muchacho se esmeró en compensarme con creces durante los siguientes meses. Bueno, con creces, no. Con polvos. Que casi mejor.
Así que con mi nueva actitud conseguí cambiar un orgasmo por una carcajada, que en términos de placer y beneficios para la salud por ahí se andan. Y luego, encima, como premio, tuve muchos más…
Eso sí, como noté que le daba un poco de vergüenza que alguien pudiera enterarse de la anécdota, le tranquilicé diciéndole que no se preocupara, que todas mis amigas, mis vecinos, compañeros de trabajo, amigos de Facebook y seguidores de Twitter coincidieron en que era muy gracioso y que no tenía de qué avergonzarse. ¡¡Que no, hombre…!! Que no se lo conté a nadie… ¿Cómo iba a hacerlo? Quería reservarlo para el libro.
Por cierto, Carlitos, si estás ojeando esto para comprobar que hablaba en serio cuando te decía que lo iba a poner, ya está. Ya no tienes que seguir leyendo. Te puedes ir a dormir. Que es lo tuyo.
Ya he dicho que el nombre es ficticio. Obviamente nunca me he acostado con ningún Carlos. De ser así, no lo hubiera usado. Aunque estoy pensando que debí escoger un nombre menos común porque si alguna vez me enrollo con un Carlos, la gente puede creer que estoy hablando de él…
Bah…, que se fastidie. Seguro que alguna faena me hace el tal Carlos que le hace merecedor de haber salido en este libro. Si se cree que por no habérmela hecho todavía se va a librar, va listo.
Además, hemos quedado en que tampoco es nada vergonzoso lo que le pasó a este chico. Es natural y divertido. Como casi todas las cosas que dejamos que nos avergüencen, o incluso nos mortifiquen, de forma absurda.
Por tanto, mi profunda reflexión a propósito de esta anécdota, y que te lanzo a modo de consejo, es que no te avergüences de nada y te rías de ti misma en cualquier circunstancia. Tanto él como yo pudimos carcajearnos juntos de esta situación porque para ambos fue divertida. Si yo me hubiera ofendido o él se hubiese avergonzado a lo mejor hubiéramos provocado un problema donde realmente no lo había.
Y mi segunda reflexión profunda –y escúchala bien porque quizás sea la más importante– es: hazlo siempre con la luz encendida. Así podrás ver el momento exacto en que se duerme.
Ah, Carlos, por si no has cerrado aún el libro, como seguramente eres de los pocos tíos que va a leer esto –junto con los demás tíos que temen tener su momento de «gloria»–, otra cosita antes de que te duermas: les dices a tus amigos y les pides a ellos que se lo transmitan a los suyos que tampoco hay que pegarse diez horas, ¿eh? A veces es mejor que se duerman como tú, a esos que se han creído la leyenda de que cuanto más tarden, mejor. Aguantar, sí, pero con un límite. Esto te lo pido en nombre de todas las mujeres con agujetas en las ingles. Está bien esperarnos y eso, pero a las tres horas de coito ya te dan ganas de decir como en los restaurantes:
—Tranquilo, no esperes que llegue lo mío. Mejor vete comiendo…
Y a lo mejor así… sí que llega «lo mío».
¿Ha sido un chiste muy bestia? Acabamos de empezar y aún no sé si le he pillado el tono a esto. Qué pena que en los libros no se puedan poner emoticonos para suavizar las cosas. Tú pones cualquier bestiada, pero le plantas al lado el emoticono de whatsApp del guiño con la lengua fuera, y arreglado. En concreto este de la lengua fuera lo uso mucho. Más que todos los de fauna y flora juntos. Ese y el del beso, claro. El creador del emoticono del beso se debe haber comprado un castillo con los derechos de autor, ¿no? El de la gamba a la gabardina vive todavía con sus padres… debajo de un puente.
En fin, que se me va… El caso es que aproveches cualquier situación para verla con desapego y permitirte escuchar las risas enlatadas en tu cabeza antes de decidir si algo te molesta, duele u ofende.
El mensaje es bonito, aunque haya habido sexo de por medio, ¿no? De todas formas, tranquila, mamá, no volverá a ocurrir. De hecho, creo que prácticamente no vuelvo a hablar de sexo en todo el libro. Ya nos hemos quitado el polvo de encima y podemos centrarnos en las cosas serias: ¡reírnos de todo!
Pero no te equivoques. No hay que confundir convertirse al humor con volverse superficial, ¿eh? Eso es un talento de tío.
A mí me hace mucha gracia cuando viene el tío y te dice:
—Es que piensas demasiado.
Me dan unas ganas de soltarle:
—¡Claro, desgraciado, porque tengo que pensar por los dos!
Y en el fondo, chica, vamos a reconocerlo… ¡A veces nos gustaría poder ser como ellos! ¡Nosotras también queremos ser prácticas y desenfadadas! ¡Y que todo nos dé igual! Y el hecho de que ellos tengan esa capacidad ¡nos toca mucho las narices!
¿Lo digo…? ¿Seré capaz…? Allá voy. A veces les llamamos simples ¡¡porque nos dan mucha envidia!! Ay, qué a gusto me he quedado. De hecho, nos dan tanta envidia que en ocasiones intentamos hasta imitarlos. ¡No cuela! Acéptalo. ¡Eres mujer, te jodes! ¡No puedes evitar pensar!
A ver… que no quiero ofender a los tíos. Vosotros también pensáis. Y, de hecho, cuando lo hacéis, os ralláis más que nosotras. Como no tenéis costumbre… (costumbre de rallaros, digo). Porque nosotras a la primera ya estamos volviéndonos locas: ¿Por qué ha dicho eso? ¿Qué me ha querido decir? Vosotros, no. A vosotros parece que nada os afecta… Pero el día que os enamoráis, os ralláis por todas juntas. Así que esto que voy a decir, vale para todos:
El truco no es dejar de pensar, porque luego las cosas se enquistan y es peor. Tú te crees que te has convertido en loba, y en realidad eres una loba de los chinos que se cree que ha llegado sin haber salido. Lo que hay que hacer precisamente es ¡pensar del todo! ¡Hasta el final! Hasta donde el drama se convierte en comedia y todo se vuelve un chiste.
A mí, ahora, cuando un tío me dice:
—Es que piensas demasiado.
Le contesto:
—No, señor, el problema es que no pienso lo suficiente.
Lo dejo loco.
¡Porque es cierto! El problema no es que pensemos mucho. Es que no pensamos lo bastante. Nos quedamos a mitad de camino perdidos en el drama.
Pero si tú piensas hasta el fondo de cualquier asunto, siempre hay un momento en que el drama se convierte en risa. ¿No te ha pasado cuando estás al borde de la angustia, de la desesperación, del agotamiento… que te entra como una risa floja? ¡Que te dan auténticos ataques de risa! Pues ahí es adonde hay que llegar. Ese clic que tu mente hace de forma inconsciente para que puedas sobrevivir, tienes que aprender a activarlo a voluntad.
Convertirte al humor es tomar la decisión consciente de arrinconar a tu mente hasta que brote el surtidor de la risa en cada ocasión que se te presente.
Ser tú la que juega con tu mente cada vez que entre en bucle, obligándola a llegar al punto en el que le dé la risa. ¿Cómo? ¡Riéndote TÚ de ella!
Te propongo un ejercicio. Vamos a llamarlo el juego de las «íes». Es como hacer de «Supernanny» de tu propia mente. Deja a tu mente gritar y patalear lo que le dé la gana. No hagas caso, no intervengas. Por más pollo que monte ella, tú a lo tuyo hasta que se canse. Se va a irritar un montón, ya verás. Pero que no te avasalle. ¡De eso se trata! ¡Ya está bien de que ella sea la única que da por saco!
Piensa en esa situación dramática que tanto te preocupa. Yo qué sé…; imagínate que tu mente agarra el nabo y empieza:
—¡¡Estoy segura de que mi novio ya no me quiere!!
Y tú, sin inmutarte, pregúntale tranquilamente:
—¿Y?
Se va a quedar flipando, claro. Lo más probable es que corte la escena y te diga:
—¿Cómo que «y», petarda? ¡Pues que si no me quiere me va a dejar!
Ahí insistes:
—Vale, ¿y?
Y ella dirá:
—¡Joder, pues que me voy a quedar hecha polvo!
Y tú:
—Ya, ¿y?
Y ella:
—Pues… pues… ¡pues eso! ¿Qué más quieres? ¡¿Tú estás gilipollas?!
¿Ves? Ya has empezado a vacilar a tu mente. ¡La estás retando. Y la estás cabreando! ¡Felicidades!
Puede que ahora mismo estés de acuerdo con ella porque te parece evidente que quedarse hecha polvo es una putada. Pero si sigues manteniéndote imperturbable en tus «¿íes?», tu mente se acabará rindiendo porque la realidad es que no es capaz de explicarte por qué es tan horrible. Y por primera vez te abrirás a la pequeñísima posibilidad de que su drama no tenga sentido y perderá el poder de darte por saco. La única razón de que te dominara es que siempre te rendías antes que ella. Si aguantas los «íes» hasta donde ella no pueda seguir argumentando, te digo yo que a los pocos segundos vas a empezar a oír pequeñas risitas enlatadas en tu cabeza. ¡Como en las sitcoms!
Pruébalo con tus amigas cuando el drama lo tengan ellas. Cuando intenten argumentarte lo terrible de su tragedia, reproduce la conversación de arriba con ellas. Si aguantas lo suficiente sin inmutarte, a tu quinto «¿y?» estarán soltando una carcajada, reconociendo el patetismo de su melodrama. O eso, o arrancándote la cabeza. En cualquier caso, bien para ti, porque es mejor que te arranque la cabeza a que te la siga comiendo de esa manera.
Al convertirte al humor comprendes que nuestra necesidad de profundizar en las cosas hasta la náusea no es una debilidad, ¡es otro superpoder! ¡Lo que ocurre es que hay que saber usarlo! Si Superman pensara que los rayos láser de su mirada son una debilidad caminaría tan cabizbajo que se dispararía a los pies, como Froilán.
¿Qué nos dicen ellos siempre?
—Es que te lo tomas todo demasiado en serio.
¡Y tienen razón! Descartes dijo: «Pienso, luego existo». Las Caperucitas dicen: «Pienso, luego sufro». Las lobas dicen: «Pienso más, luego río».
Con el «pienso, luego sufro» nos quedamos a mitad de camino regodeándonos en el drama, dando vueltas en bucle una y otra vez. Aprender a usar nuestro superpoder es profundizar del todo y convertir el «pienso, luego sufro» en un «pienso, luego río».
Visto desde esta perspectiva, no tienen que darnos envidia los que parecen ser capaces de no pensar, no son lobas ni lobos de verdad, ¡solo son lobas de los chinos! Vale que no sufren, pero también se pierden muchas cosas maravillosas por lo que ellos llaman no «complicarse la vida». Cuando vives en el «pienso, luego sufro» claro que llega un momento en el que dices: mira, me quito. Me quito del amor, porque esto no compensa. De hecho, ese deseo te atacará muchas veces en tu proceso de caperucita a loba, y también hablaremos de ello, pero cuando lo completes descubrirás que al convertirte al humor y llegar al verdadero fondo de todo, ¡ya no tienes que renunciar al amor para no sufrir!
Así que apunta esta como otra posible ley del humor:
«El que crea que hay cosas demasiado profundas como para poder reírse de ellas es que no ha profundizado lo suficiente».
Como ves, me saco leyes de la manga como me da la gana. Pero, vamos, no creo que me denuncien, esto es un libro de humor. No es como si me inventara la ley de la gravedad. De hecho, a estas leyes podríamos llamarlas leyes antigravedad, para contrarrestar la gravedad que le impones tú a todo lo que te pasa.
Pero es que es muy importante tener esto claro, porque si nos asusta profundizar, nos autoengañaremos de mil maneras para no enfrentarnos a la realidad. Y vamos a verlas todas a lo largo del proceso.
Os dije que esto iba de darnos caña también entre nosotras. Así que el primer paso para dejar de ser caperucitas es abandonar el autoengaño. Y lo siento, pero en eso somos expertas.
Los hombres nos dicen que las mujeres nos pasamos la vida pidiéndole peras al olmo. Y hay que reconocer que es verdad. Pero les voy a explicar por qué. Es porque estamos convencidas de que no es que el olmo no tenga peras, ¡es que el muy cerdo no te las quiere dar!
Si eres tío, ahora mismo lo estarás flipando. Sí, nuestra cabeza va mucho más allá de lo que podáis suponer.
A veces nos autoengañamos tanto que nos cuesta distinguir la fantasía de la realidad. No hay más que ver cómo nos ponemos cuando un sex symbol sale del armario. ¿Os acordáis cuando salió Ricky Martin? Ahí tocamos techo.
—¡Jodeeer! ¿Qué? ¿Que Ricky Martin es gay? ¡¡No!! ¡Mierda!
Vamos a ver… Reflexiona un momento. ¿De verdad pensabas que te lo acabarías tirando?
Los hombres, nos guste o no, distinguen mucho mejor las ilusiones de la realidad. Un tío se entera de que a su sex simbol favorita no le gustan los hombres sino las mujeres, y sigue disfrutando de su fantasía sin problema. Es más, ¡la enriquece!
Así que, por favor, chicas, primera lección: Observar la realidad. Que luego vienen los llantos cuando te caes del guindo:
—«Ay, me caí del guindo».
¡Pues no te subas! ¡Que te subes sola!
Si llevo un rato diciéndotelo: ¡Bájate del guindo, que te vas a caer!
Yo entiendo que como caperucita es muy duro observar la realidad porque para ti es un drama, pero ahora que vas a descubrir que es una comedia ya no tienes que subirte a ningún guindo. Así que repite conmigo…
* * *
¡NO VUELVO A SUBIRME A UN GUINDO!
Te lo repito para que te cale: La mayoría de las veces nos subimos al guindo solas. ¡Nos encaramamos! ¡Trepamos guindo arriba, como posesas, víctimas de nuestras hormonas dislocadas!
Hubo un tiempo en que yo hubiera podido cruzar la Península Ibérica saltando de guindo en guindo. Hasta que un día me di un hostión, y por eso estoy aquí, para evitar que os lo deis vosotras.
Sí, ya lo sé. Tú no eres de esas… Tú no eres de las que se sube al guindo porque sí…, porque se invente las cosas. ¡Es que hay tíos que venden películas que luego no son!
Es posible que esto sea así con un perfil de tío, del cual hablaremos luego, pero reconóceme, caperucita querida, que tu tendencia natural es aplicar la máxima «el que calla otorga» e interpretar sus silencios como pistoletazos de salida para trepar por el guindo. ¡¿Y sabes cuál es el colmo de los colmos?!
¡Que una vez llegamos a lo alto del guindo aprovechamos el viaje para pedirle las peras al olmo!
Se acabó ese mundo ilusorio en el que has estado hasta ahora. No necesitas vivir de fantasías para ser feliz a ratos, entre hostión y hostión.
REPITO: ¡Deja de subirte a los guindos y de hablar con los olmos! ¡Ni para pedirles peras ni para nada!
Y lo peor del caso es que tus amigas en vez de poner cordura y decirte lo que te he dicho yo:
—No te subas al guindo que te vas a caer…
¡Te animan!
—¡¡Venga, sí, trepa, que tú puedes!!
Ya está bien. Tenemos que espabilar.
El problema es que en vez de zarandearnos las unas a las otras para despertarnos… ¡nos cantamos nanas!
Véase un ejemplo: «Tía, yo creo que el tío te ha dejado porque le gustas tanto… que le da miedo».
Pero vamos a ver… ¡¿Tú alguna vez le has visto dejarse un chuletón a la mitad porque le estaba gustando tanto que le daba miedo?!
El autoengaño es algo que llevamos dentro. Como el colesterol. Solo que se combate justo al revés: ¡echándole huevos!