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El contexto urbano nacional

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Yolanda Puyana Villamizar1

El cuidado hace referencia a la gestión y a la generación de recursos para el mantenimiento cotidiano de la vida y la salud; a la provisión diaria de bienestar físico y emocional, que satisfacen las necesidades de las personas a lo largo de todo el ciclo vital. El cuidado se refiere a los bienes, servicios y actividades que permiten a las personas alimentarse, educarse, estar sanas y vivir en un hábitat propicio.

(ARRIAGADA, 2011, P. 2)

El cuidado se articula inexorablemente con el contexto y, aunque buena parte del mismo ocurre en los hogares, un espacio microsocial, está atado a fenómenos macrosociales, al devenir histórico de la sociedad, a los cambios culturales y a la vinculación del país a fenómenos globales. Asimismo, se relaciona con la posibilidad de acceder a servicios sociales básicos, a las dinámicas demográficas, a la estructura del mercado ocupacional y las características del Estado. Compartimos con Arriagada (2011) su visión acerca de que el contexto incide en la calidad del cuidado y su enunciado sobre la importancia del hábitat o el espacio donde se desenvuelve la vida de quienes cuidan y son cuidados.

Si bien no es posible desarrollar a profundidad los aspectos señalados, partimos del supuesto acerca de la relación entre las nociones, estrategias y organización del cuidado con los contextos citadinos, cuyos avances y problemáticas comunes merecen ser referidas para iniciar este libro. Dados los complejos cambios políticos, económicos, culturales y sociales del país en el siglo XX, que continúan en el siglo XXI,2 para este aparte solo he seleccionado lo más relevante para entender el contexto del cuidado entre 2015 y 2018.

En Colombia, en 2016, el 77 % de la población habitaba el sector urbano y apenas el 23 % el sector rural. Esta concentración poblacional en las ciudades facilita el acceso a los servicios públicos del Estado, ya que en el sector urbano persiste un cubrimiento de acueducto, alcantarillado y energía eléctrica que supera el 90 %, con la excepción del 77.4 % del gas natural (DANE, 2017a).3

Adicionalmente se facilita un mercado de bienes y servicios, muchos de ellos para complementar las necesidades del cuidado. El acceso a la educación en las cabeceras municipales ha mejorado: en 2016 para la población entre 15 a 24 años ascendieron los años de escolaridad a 10.5 y la tasa de asistencia en las cabeceras municipales de la cohorte de 5 a 16 años4 llega a un 93.5 %. Sin embargo, en el caso de los jóvenes de secundaria, de 17 a 24 años, su cobertura bajó a 42.5 %. Se destaca la concentración de NNA en instituciones educativas oficiales en el nivel preescolar, ya que corresponden a un 79.9 % (DANE, 2017a).

Si bien se presenta una baja en la tasa de analfabetismo,5 la calidad de la educación en el país para NNA presenta múltiples problemas: las dificultades se observan solo evaluando la diferencia entre lo enunciado en el Plan Nacional de Educación (PAE) 2016-2026, que pretende un sistema: “articulado, participativo descentralizado y con mecanismos eficaces de participación”, respecto a las respuestas de FECODE —sindicato único de maestros— quienes, desde 2015, cada año se movilizan contra los incumplimientos del gobierno ante las dificultades que afectan la calidad del sistema, por ejemplo, la falta de recursos —que incluye la financiación de una jornada única que retenga a los escolares en horarios más compatibles con quienes les cuidan—, el estímulo al docente, vicios en los programas de alimentación, entre otros. Por ello, al comparar la calidad de las pruebas en educación secundaria con los estándares internacionales Colombia sale mal librada (Cajiao, 2013; Guarín, Medina y Poso, 2018).

De la misma forma han aumentado las coberturas de salud y seguridad social: el porcentaje de afiliación al Sistema General de Seguridad Social en Salud (SGSSS) para las cabeceras ocupó un 94.6 %, de las cuales el 59.2 % estaban en el régimen contributivo y el 40.5 % en subsidiado. Pero, igual que con el sector educativo, los problemas de calidad son bien álgidos, entre ellos, la sujeción a un sistema financiero especulativo, la corrupción y la politización de los servicios, la unificación del régimen contributivo y el subsidiado, la inequidad de la calidad de la atención, entre otros (Franco, 2013).

Con la urbanización las clases medias y las élites se insertaron a un mundo cultural moderno en el que predomina la mirada eurocéntrica, que copia el estilo de vida de Estados Unidos, mientras que persisten el racismo, la homofobia y las actitudes clasistas contra las mayorías pobres mestizas, afrodescendientes o indígenas. Otros, que constituimos las minorías, intentamos lograr el respeto por la diversidad mientras vivenciamos una mirada posmoderna ante ese mundo cultural desconocido abierto a partir de la Constitución de 1991, cuando fueron reconocidos en su ciudadanía.

Las ciudades mantienen una inequitativa distribución de los ingresos, la cual se mide a partir del coeficiente de Gini de 0.52,6 así como los niveles de pobreza de la población.7 A raíz de la concentración de la propiedad urbana y la falta del control del Estado, la consolidación de las ciudades ha sido caótica, sin una planificación que obedezca a las necesidades del cuidado, e insensible ante las necesidades de NNA y de quienes cuidan.8 Apenas si logran insertar a su población en medio de procesos migratorios abruptos,9 bien sea debido a las expectativas de mejorar la vida en la ciudad, al desplazamiento10 y como víctimas de los grupos ilegales provenientes del sector rural u otros municipios11 y, más recientemente, de extranjeros, por la crisis en Venezuela.

La dinámica de conformación de los barrios sigue obedeciendo al incremento de las tasas de ganancia que la actividad inmobiliaria genera. De manera que, ante la pobreza de la población nativa y de quienes migran, muchos hogares se insertan en barrios con conformación irregular, cuyas tierras han sido producto de urbanizadores piratas, invasiones o casas de interés social en los que la renta de la tierra facilita el acceso de la población a menores costos (Dalmazo, 2017). Todo esto ha estado acompañado de un déficit de vivienda,12 que constituye uno de los problemas centrales de la vida urbana.

Una de las características de este proceso urbano en Colombia ha sido la constante violencia,13 que combina los efectos del “conflicto armado”, los grupos organizados por el mercadeo de la droga y la delincuencia común. Si bien en 2017 la tasa de homicidios en el país se reportó como la más baja desde 1975, debido, entre otras, al pacto entre las FARC y el gobierno del expresidente Santos, las ciudades objeto de este estudio siguen estando afectadas por los homicidios, robos y extorciones con consecuencias para el cuidado, como se tratará en los capítulos posteriores.

Un fenómeno acrecentado en las dos últimas décadas del siglo XXI ha sido la globalización. Según Benería (2000 p. 74), “implica la expansión permanente de mercados, intensificadas por los cambios tecnológicos en el ámbito de las comunicaciones y el transporte, que trascienden las fronteras nacionales y reducen las dimensiones espaciales”. Para Guarnizo (2006a; 2006b) el proceso incide en las relaciones de poder de la organización de la sociedad colombiana y su historia se explica al comprender la configuración y reconfiguración transnacional en un mundo globalizado. Pero no solo las estructuras del Estado y la economía se organizan en esta dinámica trasnacional, el proceso va a incidir en las migraciones internacionales y, en consecuencia, en la conformación de familias transnacionales (Puyana et al., 2013), en el uso de las TIC,14 en las ofertas laborales, la recreación, los movimientos sociales, el narcotráfico, los procesos de socialización de la niñez y, en general, en una revolución de la vida cotidiana de dimensiones aún inexplicables.

La siguiente pirámide, de población urbana en Colombia de 2015, nos facilita ver las tendencias de las dinámicas demográficas del país:


FIGURA 1. Pirámide de población urbana en Colombia, 2015.

Fuente: elaborado con base en Profamilia y Ministerio de Salud y Protección Social (2017).

La gráfica muestra una progresiva reducción relativa de la población menor de edad, 0 a 15 años, lo que trae como consecuencia el aumento de quienes están en capacidad de trabajar, 19-55 años, y un crecimiento de la población mayor de 65 años. Para las zonas urbanas las y los menores de 5 años representaron el 8.4 %, entre 5 y 9 años, el 8.4 % y entre 15 y 19 años, el 8.8 % (Profamilia, 2015). En ese sentido, los datos reportan que la relación de dependencia demográfica nacional está descendiendo: en 2015 alcanzó un 52 % frente al 56 % del 2010.15

Como observamos en la pirámide, la tasa de fecundidad urbana16 sigue descendiendo entre 1964-1970, de 7.0 hijos por mujer a 1.8 (Profamilia, 2015). Debemos anotar que en las áreas urbanas la fecundidad aumenta en los sectores de menor quintil de ingreso y cuando el nivel educativo de las mujeres es más bajo (Profamilia, 2015). No obstante, la única tasa de fecundidad que apenas decrece un mínimo es la de adolescentes: en las zonas urbanas este porcentaje llegó al 15.1 % para las mujeres entre 15 y 19 años. Como consecuencia de este comportamiento de la población, el promedio de personas por hogar ha disminuido: para el 2015 fue de 3.5 respecto al 4.1 del 2005 (Profamilia 2015). Además, reconocemos un aumento de la esperanza de vida al nacer, que, según el Banco Mundial, en 2016, llegó al total nacional de 71 años para los hombres y 78 años para las mujeres.

Una constante histórica de los grupos familiares ha sido su diversidad (Pachón 2007), mostrada por la antropología desde Virginia Gutiérrez de Pineda (1990), quien a mitad del siglo XX fue describiendo la enorme variedad de organización de las familias en las regiones colombianas. Esta tendencia sigue presentándose en los sectores urbanos, como lo indican las últimas encuestas de Profamilia. Como tendencia general, entre 1993 y 2015 se mantienen los hogares nucleares con diferentes características: más uniones monoparentales y más parejas sin hijos o hijas. Ocurre a la vez una continuidad del hogar extenso y el incremento de hogares compuestos, sin núcleo parental y unipersonales.

TABLA 1. Conformación de los hogares entre 1993 y 201517

TIPOS DE HOGARES1993200520102015
Nuclear54.953.355.455.5
Nuclear y pareja con hijos38.435.535.533.2
Nuclear pareja sin hijos5.96.67.89.8
Monoparental10.611.212.312.6
Extensa30.433.630.930.0
Monoparental, hijos y parientes14.010.211.29.8
Parejas, hijos y parientes15.316.216.312.8
Compuesta10.25.44.23.2
Unipersonal6.97.79.511.2

Fuente: Puyana y Lamus (2003, p. 36); Profamilia (2005; 2010); Profamilia y Ministerio de Salud y Protección Social (2017).

Aunque en 2018 la población en edad de trabajar (PET) llegó aproximadamente al 80 % de la población colombiana —en el segundo trimestre del año—, la distribución del trabajo por sexos constituye una situación desfavorable para las mujeres: “Los hombres representaron 58.2 % de los ocupados y las mujeres 41.8 % y la población desocupada estuvo compuesta por un 44.1 % de hombres y un 55.9 % de mujeres.” (DANE, 2018, p. 3). Las tasas de participación inclinaron su balanza hacia los hombres: “En el trimestre móvil marzo-mayo 2018, de 74.2 % para los hombres y 54.0 % para las mujeres” (DANE, 2018, p. 4).

Esta perspectiva de desequilibro en las oportunidades laborales de hombres o mujeres contiene múltiples facetas: por un lado, la proporción de hombres empleados es de 72.6 % en las zonas urbanas, mientras que la de las mujeres es de 56.6 % (Profamilia, 2015). Son ellas quienes se concentran en el sector informal, suelen contar con ingresos más bajos que los hombres y trabajar en ocupaciones de baja productividad asociadas a menores remuneraciones. A la vez, están sobrerrepresentadas en los hogares en situación de pobreza, así como en los hogares monoparentales.18

En ese sentido, los datos de la ENUT (2016) nos indican las dificultades de las mujeres colombianas trabajadoras y las amas de casa para cumplir con el cuidado directo e indirecto de las nuevas generaciones. Los datos nos muestran que mientras ellas desarrollan en promedio siete horas y catorce minutos19 para estas labores, siguen representado el doble del tiempo del estimado para los hombres, que es de tres horas y veinticinco minutos (ONU Mujeres, 2018). Los estudios de la misma encuesta señalan que las actividades del hogar enfocadas al suministro de alimentos, cuidado físico de personas, cuidado pasivo —estar pendiente— y de limpieza y mantenimiento se concentran en las mujeres respecto a los hombres y que las brechas más amplias por sexo son: el suministro de alimentos 74.4 %, y la limpieza del hogar el 69.9 % (DANE, 2016).

El panorama presentado nos lleva a concluir que persisten contradicciones para garantizar un buen cuidado de NNA. Por un lado, los datos demográficos presentados nos muestran un panorama alentador para el cuidado de las nuevas generaciones, ya que sigue presentándose una tendencia hacia la disminución de la mortalidad infantil.20 Este decrecimiento obedece a un cambio en la mentalidad sobre la infancia, en los patrones de crianza y en las formas de atención, especialmente al nacer, y un aumento de la edad del primer embarazo, así como el desarrollo de políticas públicas orientadas a la protección de la infancia o de las gestantes.

Al mismo tiempo, las tendencias ocupacionales de las mujeres, quienes han sido tradicionalmente las cuidadoras, nos indican que persiste en el país crisis o déficit del cuidado en el sentido de que sobresalen las dificultades para alcanzar niveles satisfactorios de bienestar de quienes cuidan —tiempos, recursos, transporte, apoyo estatal—, dado el panorama ya enunciado en las ciudades colombianas, como veremos en los próximos capítulos. Como dice Irma Arriagada (2012) para Santiago de Chile, se trata de la crisis por la falta de quienes cuidan.

Otra dificultad en el cuidado podría ser ocasionada por la delegación de NNA a otros parientes, dado que las redes parentales no siempre apoyan con suficiencia a quienes trabajan fuera del hogar o, en especial, a hijos e hijas de emigrantes, como ha ocurrido constantemente según las condiciones de oferta de mejores oportunidades laborales en el exterior (Micolta et al., 2013). De todos modos, una meta para las ciudades colombianas es compartir el sueño de un contexto que convierta a las “ciudades en cuidadoras” y facilite la vida de NNA y de quienes les apoyan, como afirma Rico (2017):

Una ciudad inclusiva y cuidadora supera las visiones dicotómicas basadas en los ámbitos productivo y reproductivo y se constituye en un espacio de ejercicio de los derechos de ciudadanía, donde se articulan tanto la producción y el consumo como la reproducción de la vida cotidiana, para la cual el cual el trabajo vinculado a la satisfacción de las necesidades de cuidado es esencial. (p. 12)

La organización social del cuidado de niños, niñas y adolescentes en Colombia

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