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ОглавлениеPrólogo a la segunda edición
Las primeras teologías en la historia de la iglesia fueron apologéticas. Se trataba de elaborar una defensa de la fe en confrontación con los desafíos de otras religiones y de filosofías que amenazaban lo central del Evangelio. Paul Tillich define a la “apologética” como “teología que responde a la situación”. Con la obra de Martín Ocaña, Los banqueros de Dios estamos, precisamente, en presencia de una teología apologética que responde a una situación concreta: el surgimiento, desarrollo y popularidad de la “teología de la prosperidad”.
Aunque como bien señala el autor, sus promotores no designen su discurso con esa terminología, él mismo es portador de una teología cuyo eje central está en la prosperidad, sobre todo material, de los cristianos y las cristianas. Por definición, “teología” es un logos (discurso, razonamiento, ciencia) concerniente al Theos = Dios. No hay una sola manera de hacer teología. Se trata de un campo de conocimientos tan diverso que se podría decir que su enumeración es casi infinita: teología bíblica, teología sistemática, teología pastoral, teología histórica, teología estética, teología política, teología contextual, teología de la liberación, teología de género, etc. Pero si hay algo que unifica a la teología cristiana —ya que hay teologías que no son cristianas— es el fundamento bíblico.
Como bien señala Ocaña, una “teología bíblica, por lo anteriormente dicho, es una construcción humana seria, responsable, y que presupone —como mínimo— el manejo de diversas herramientas que hagan de su discurso, y de la práctica que acompaña, una articulación coherente, fiel a “todo el consejo de Dios”. Esta última frase, “todo el consejo de Dios”, tiene una importancia mayúscula, porque siendo la Biblia una colección de libros, se ha dicho hasta el cansancio que con ella se puede fundamentar cualquier cosa. Todo depende de los textos que privilegiamos a la hora de elaborar una teología.
Las llamadas “sectas” —no olvidemos que el cristianismo comenzó como una “secta” del judaísmo— tienen un mínimo común denominador: basan sus doctrinas en “textos sueltos” de la Escritura. No apelan a la totalidad del consejo de Dios, interpretando lo que en general enseña la Biblia sobre un tema en particular. En el caso del discurso teológico que nos ocupa, sus promotores, como demuestra el autor, apelan a una “hermenéutica simbólica”. La cita de textos de la Biblia no convierte a una teología en teología bíblica stricto sensu, ya que esos textos sólo son un aditamento a los presupuestos adoptados previamente a modo de petitio principii.
Ocaña rastrea en los orígenes de este movimiento e insinúa que acaso nos encontramos con una especie de “Weber redivivo”. En efecto, el sociólogo Max Weber había planteado en su obra La ética protestante y el espíritu del capitalismo —texto que a menudo se lee superficialmente— un contraste entre países protestantes y países católicos. El ethos de sus respectivos pueblos era tan contrastante que para los primeros el trabajo, el ahorro y la prosperidad económica servían de acicate para su acción en el mundo; en otras palabras, se trataba de una santidad intramundana que confirmaba la elección divina. Por el contrario, para los segundos, la santidad y espiritualidad cristianas se hacían patentes en el servicio sacerdotal. Ahora, la teología de la prosperidad pareciera remozar ese esquema, pero de un modo más radical e incisivo: en la medida en que el cristiano y la cristiana prosperen, como “hijos e hijas del Rey”, autenticarán su filiación divina en el mundo. Lo que el autor afirma sin ambages es que efectivamente hay prosperidad económica en los ámbitos estudiados, pero en su mayoría los que prosperan no son los creyentes en general sino, sobre todo y, casi exclusivamente, los líderes de esos espacios religiosos.
De manera particular debe destacarse el esfuerzo del teólogo peruano por analizar la presencia e impacto de la teología de la prosperidad en su propio país. Citando a su compatriota Samuel Escobar, Martín Ocaña Flores dice que en los escenarios del neopentecostalismo, los discursos ya no son la “articulación teológica” propia de los evangélicos ni la predicación narrativa del pentecostalismo clásico, sino que se trata, pura y simplemente, de un discurso “que exalta la funcionalidad de la fe”. En otras palabras, apela a su aceptación para lograr resultados palpables en términos de prosperidad económica.
El autor define bien a la teología de la prosperidad como un nuevo fundamentalismo, ya que se construye a partir de los postulados clásicos del fundamentalismo estadounidense, con su énfasis en la infalibilidad de la Biblia y su “inerrancia”, aunque este último aspecto fue un agregado posterior del movimiento. Sobre la responsabilidad social, este nuevo fundamentalismo se torna simplista y evasivo, ya que todo se solucionará, mágicamente, si se siguen las recetas de su discurso. El texto de Ocaña señala con acierto que el plano en que se construye ese discurso es eminentemente individualista; se trata de que cada uno alcance su salvación económica sin importarle el prójimo en su necesidad, a quien solo cabe convertirlo a este nuevo evangelio de prosperidad.
También debe destacarse la identificación de este movimiento teológico como una nueva religiosidad evangélica o, mejor expresado, “de los evangélicos”, ya que con el evangelio de Jesús tiene poco o nada que ver. Este aspecto muestra la importancia de las expresiones religiosas del culto, el discurso, los ritos y los gestos que resignifican una fe determinada y se corporizan en aspectos de magia presentes en otras expresiones y que los propios fundamentalistas se han ocupado de criticar de modo acerbo y constante. Se cumple, entonces, lo que Jesús dijo de los hipócritas (etimológicamente: actores) que ven la paja en el ojo del prójimo sin advertir que tienen una viga en el propio (Mt 7.3). En otras palabras: estos neofundamentalistas —para usar la nomenclatura de Ocaña— se han ocupado de criticar las procesiones, las romerías y las invocaciones a la virgen María y a los santos, propios de la religiosidad popular católico-romana, pero ahora ellos practican lo mismo bajo otras invocaciones para obtener la ansiada prosperidad. El autor reflexiona sobre el tema de la “pentecostalización” de las iglesias evangélicas y, aunque no define lo que significa ese fenómeno, hace bien en dejarlo planteado como una tarea propia de especialistas que puedan distinguir claramente entre el pentecostalismo histórico o clásico y esta “neopentecostalización” a la cual pareciera han ingresado muchas iglesias que distan de tener un origen en el pentecostalismo original.
En algunos tramos de su exposición, Ocaña apela al humor, como cuando señala que algunos de los líderes de esta teología en Estados Unidos han construido verdaderos imperios económicos a partir de seducir a los incautos con su discurso de la prosperidad. De “evangelistas” han mutado en “evange-listos”. O cuando señala que los neopentecostales consideran como “ataduras espirituales” escuchar la música del dúo Pimpinela o de Camilo Sesto. No dice nada de Madonna o de Shakira, aunque suponemos que también podrían agregarse a la lista de las músicas “mundanas” a las cuales hay que renunciar.
Debemos apreciar el abordaje multidisciplinario que el autor realiza al fenómeno en estudio. No es sólo un análisis bíblico y teológico sino también psicológico y sociológico, apelando a una diversidad de fuentes de autores respetables en esas disciplinas. Esto es sumamente importante porque, en general, los evangélicos se han caracterizado por analizar el fenómeno religioso sólo desde la óptica bíblico-teológica, sin advertir que también debe ser estudiado desde la psicología, la sociología y la fenomenología de la religión.
En síntesis, Los banqueros de Dios, en la segunda edición revisada y ampliada, representa una teología apologética, contextual y valiente. Es, en términos de Paul Tillich, una “teología que responde la situación” no sólo existencial sino también religiosa en que nos encontramos a partir de la instalación de la prosperidad como nuevo eje hermenéutico. Es contextual porque se elabora como respuesta a esa situación concreta y, sobre todo, es valiente debido a que el autor ha superado cualquier tipo de temor para deconstruir el andamiaje conceptual de este falso evangelio cuya popularidad no lo autentica a la luz del testimonio bíblico. Es un “evangelio” que sustituye la gracia de Dios por las obras; es utilitario, consumista e individualista.
Con las más diversas herramientas hermenéuticas procedentes, no sólo de las ciencias teológicas sino también de las sociales, Ocaña Flores ha desenmascarado el falso evangelio de la prosperidad por ser una propuesta que no viene del Dios de la gracia, solidario con los pobres y desclasados, sino una deidad cuyos elegidos son los que apuestan a una lotería celestial para disfrutar en la tierra. Debemos agradecer a este joven teólogo peruano por ofrecernos una obra polémica pero sumamente necesaria en estos tiempos en los que parece que la globalización no sólo es un fenómeno económico y cultural sino también religioso.
Alberto F. Roldán
Argentino, doctor en Teología y máster en Ciencias Sociales y Humanidades
Director de Posgrado del Instituto Teológico (fiet)
Director de la revista Teología y Cultura (www.teologos.com.ar)
Buenos Aires, enero de 2013