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Cómo la conocieron

Érase una vez tres niños cuyos nombres eran Carey, Charles y Paul. Carey tenía más o menos tu edad, Charles era un poco más pequeño y Paul solo tenía seis años.

Los enviaron a pasar aquel verano con una tía en Bedfordshire. Era una anciana que habitaba una vieja casa cuadrada, rodeada por un jardín en el que no crecían flores: había césped, arbustos y cedros, pero ninguna flor, y aquello le daba una apariencia seria y triste.

Los niños se sentían cohibidos en aquella casa, con su gran vestíbulo y sus anchos pasillos; tenían miedo de Elizabeth —la huraña y vieja doncella— y también de su tía, cuyos ojos eran de color azul claro envueltos en un halo rosado y no era muy dada a sonreír. Pero les encantaba el jardín, el riachuelo que lo atravesaba y la campiña cercana, con sus setos enmarañados y su aromática pradera.

Pasaban todo el día al aire libre.

Jugaban en el interior de los graneros, junto al río, por los senderos y en las colinas. Como estaban de visita y, en el fondo, eran buenos niños, acudían con puntualidad a la hora de las comidas. Los días transcurrían, uno tras otro, todos iguales..., hasta que la señorita Price se lastimó el tobillo. Y en ese preciso momento empieza esta historia.

Seguro que todos conocéis a alguien parecido a la señorita Price. Iba ataviada con abrigos y faldas de color gris y envolvía su cuello largo y delgado con un pañuelo de seda con estampado de cachemira que había comprado en The Liberty, los grandes almacenes de Londres. Su nariz era marcadamente puntiaguda y las manos, rosadas y muy limpias. Montaba en una bicicleta muy alta con una cesta en la parte delantera, en la que se desplazaba para ocuparse de los enfermos y dar lecciones de piano. Vivía en una casita pulcra situada en una vereda al final del jardín, y los niños la conocían de vista y siempre le daban los buenos días. En todo el pueblo no había nadie tan elegante como la señorita Price.

Un día, los niños decidieron ir a recoger setas antes de desayunar. Se levantaron casi antes de que la noche se hubiera escurrido de la casa dormida y, en calcetines, atravesaron de puntillas el vestíbulo. Cuando llegaron al exterior, el jardín, empapado de rocío, estaba muy tranquilo; al caminar, sus pies dejaban huellas negras sobre el césped nacarado. Hablaban en susurros porque parecía que el mundo, a excepción de los pájaros, todavía estaba durmiendo.

De repente, Paul se detuvo, mirando fijamente la pendiente que descendía por el césped hacia la oscuridad de los cedros.

—¿Qué es eso?

Todos se detuvieron y clavaron su mirada donde Paul indicaba.

—Se mueve —dijo Paul—. ¡Venga, vamos a ver!

Carey, con sus largas piernas, tomó la delantera.

—Es una persona —gritó, y luego empezó a avanzar más despacio, esperando a que el resto la alcanzara—. Es... —Su voz enmudeció por la sorpresa—. ¡Es la señorita Price!

Y así era: allí estaba la señorita Price, sentada debajo de un cedro, sobre el césped mojado. Su falda y su abrigo grises estaban rasgados y arrugados, y el cabello le caía en mechones.

—¡Oh, pobre señorita Price! —gritó Carey—. ¿Qué le ha sucedido? ¿Se ha lastimado?

La señorita Price los observó con ojos asustados y después desvió la mirada.

—Es mi tobillo —murmuró.

Carey hincó sus rodillas en el húmedo césped. Ciertamente, el tobillo de la señorita Price tenía una forma muy extraña.

—¡Oh, pobre señorita Price! —gritó de nuevo Carey, y las lágrimas asomaron a sus ojos—. Debe dolerle mucho.

—Así es —dijo la señorita Price.

—Corre hasta casa, Charles —ordenó Carey—, y pídeles que avisen al médico.

En aquel momento, una expresión extraña se adueñó del rostro de la señorita Price y sus ojos se abrieron de par en par, como si tuviera miedo.

—No, no —balbució, agarrando el brazo de Carey—. No, eso no. Solo ayudadme a llegar a casa.

Los niños se la quedaron mirando, pero no estaban sorprendidos. Ni siquiera se preguntaban qué podría estar haciendo la señorita Price tan temprano en el jardín de su tía.

—Ayudadme a llegar a casa —repetía la señorita Price—. Puedo poner un brazo alrededor de tu hombro... —dijo mirando a Carey—, y el otro, alrededor del suyo. De esta manera, quizá pueda ir dando saltos.

Paul observó con semblante serio cómo Carey y Charles se inclinaban hacia la señorita Price. Entonces, suspiró.

—Y yo cargaré con esto —dijo amablemente, recogiendo una escoba de jardín.

—No la necesitamos para nada —le respondió Carey con brusquedad—. Ponla contra el árbol.

—Pero si es de la señorita Price...

—¿Qué quieres decir con que es de la señorita Price? Es la escoba del jardín.

Paul se mostró indignado.

—No es nuestra. Es suya. Es de donde se cayó. ¡Es la escoba sobre la que monta!

Carey y Charles se incorporaron, con la cara enrojecida por el esfuerzo, y clavaron sus ojos en Paul.

—¿La escoba sobre la que monta?

—Sí, ¿verdad, señorita Price?

La señorita Price palideció como jamás lo había hecho. Posó sus ojos en uno de los niños, y luego en el otro. Abrió la boca y después la volvió a cerrar, incapaz de articular palabra.

—Y lo hace bastante bien, ¿verdad, señorita Price? —continuó Paul en tono alentador—. Al principio no era así.

En ese momento, la señorita Price rompió a llorar. Sacó un pañuelo y se cubrió el rostro.

—¡Oh, cielos! ¡Oh, cielos! Supongo que ahora todo el mundo lo sabe.

Carey puso sus brazos alrededor del cuello de la señorita Price. Era lo que se solía hacer cuando alguien lloraba.

—No se preocupe, señorita Price. Nadie lo sabe, absolutamente nadie. Paul ni siquiera nos lo había contado. Todo está bien. Personalmente, encuentro maravilloso eso de montar en una escoba.

—Es muy difícil —dijo la señorita Price, y a continuación se sonó la nariz.

Los niños la ayudaron a ponerse en pie. Carey se sentía perpleja y muy emocionada, aunque prefería no hacer más preguntas. Lenta y dificultosamente, atravesaron el jardín y recorrieron el sendero que conducía a la casa de la señorita Price. Los primeros rayos de sol brillaban con luz trémula entre los setos y hacían que el polvo de la carretera fuera de un pálido color dorado. Carey y Charles avanzaron con mucho cuidado, con la señorita Price suspendida entre ellos como si fuera un gran pájaro gris con un ala rota.

Paul iba detrás..., con la escoba.

La bruja novata

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