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Después, en el camino de regreso a casa, Carey y Charles abordaron a Paul.

—Paul, ¿por qué no nos contaste que habías visto a la señorita Price sobre una escoba?

—No sé...

—Pero, Paul, tendrías que habérnoslo contado. A nosotros también nos habría gustado verla. Ha sido muy feo por tu parte.

Paul no respondió.

—¿Cuándo la viste?

—Por la noche.

Paul se mostró inflexible y sintió que le venían ganas de ponerse a llorar. La señorita Price siempre pasaba tan rápido... Ya se habría marchado antes de que pudiera avisarlos y seguro que ellos le habrían dicho enseguida: «No seas tonto, Paul». Además, era su secreto, su entretenimiento nocturno. Como su cama estaba junto a la ventana, en las noches de luna llena la luz se reflejaba en su almohada y lo despertaba. Era muy emocionante quedarse allí, quieto, con los ojos fijos en el pálido cielo tras la negrura irregular de las ramas de los cedros. Algunas noches no se despertaba. Otras noches se despertaba, pero ella no aparecía. Sin embargo, la había visto con bastante frecuencia, y en cada ocasión, volaba un poco mejor. Al principio, balanceándose a ambos lados de la escoba, se tambaleaba tanto que Paul se preguntó si no sería más adecuado que montara a horcajadas. Asía la escoba con una mano y trataba de agarrarse el sombrero con la otra, y sus pies, en aquellos largos zapatos suyos, resaltaban de forma peculiar en el cielo iluminado por la luna. Una vez se cayó, y la escoba descendió muy lentamente, como si fuera un paraguas al revés, con la señorita Price aferrada al mango. Paul la había observado con nerviosismo hasta que alcanzó tierra firme. En aquella ocasión aterrizó sin percance alguno.

En parte, no había contado nada porque deseaba sentirse orgulloso de la señorita Price. No quería que los otros la vieran hasta que no fuera muy buena, hasta que, quizá, fuera capaz de realizar acrobacias sobre la escoba y diera una imagen de confianza en lugar de una de terror. Una vez en la que alzó las dos manos al mismo tiempo, Paul casi la aplaudió. Sabía que aquello era difícil, incluso sobre una bicicleta.

—¿Sabes, Paul? —refunfuñó Carey—. Has sido muy egoísta; la señorita Price se ha lastimado el tobillo y ahora no volverá a volar en años. ¡Charles y yo jamás tendremos oportunidad de verla!

Más tarde, mientras estaban almorzando con gesto adusto en el oscuro comedor de techos altos, se alarmaron al oír que tía Beatrice decía inesperadamente:

—¡Pobre señorita Price!

Todos alzaron los ojos, como si hubiese leído sus pensamientos secretos, pero se tranquilizaron cuando vieron que proseguía con calma:

—Al parecer, se ha caído de la bicicleta y se ha torcido el tobillo. Qué doloroso, pobrecita. Le enviaré algunos melocotones.

Paul estaba sentado con la cuchara a medio camino de su boca y clavó sus ojos en Charles y Carey sucesivamente.

Carey carraspeó para aclararse la garganta.

—Tía Beatrice —dijo—, ¿podríamos ir nosotros a llevar los melocotones a la señorita Price?

—Es muy considerado por tu parte, Carey. Si sabéis dónde vive, no veo por qué no.

Paul iba a decir algo, pero un puntapié de Charles lo hizo callar; ofendido, engulló la última cucharada de sus gachas de arroz.

—Sí, tía Beatrice, claro que sabemos dónde vive.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando los niños llamaron a la lustrosa puerta principal de la casa de la señorita Price. El sendero en el que esperaban estaba bordeado de vistosas flores y la brisa hacía ondear las cortinas de cotonía que colgaban de las ventanas medio abiertas del gabinete. Agnes, una muchacha de la aldea que ayudaba a la señorita Price en las tareas domésticas unas cuantas horas al día, abrió la puerta.

Una vez en el pequeño gabinete, durante un instante, los niños sintieron miedo. Allí estaba la señorita Price, tumbada en el sofá, con su pie vendado y elevado sobre almohadones. Todavía tenía el semblante pálido, pero ahora su cabello estaba bien peinado y en su blusa blanca no había ni una mancha.

—¡Qué melocotones más deliciosos! Gracias, queridos, y agradecédselo también a vuestra tía. Ha sido muy amable de su parte. Sentaos, sentaos.

Los niños tomaron asiento con cautela en aquellas delgadas sillas de finos barrotes.

—Agnes está preparando el té. Quedaos y hacedme compañía. Carey, ¿puedes abrir esa mesa de juego?

Los niños se afanaron a preparar la estancia para el té: colocaron una mesita cerca de la señorita Price para la bandeja del té y extendieron un mantel blanco sobre la mesa de juego para los bollos, el pan y la mantequilla, el dulce de membrillo y el pastel de jengibre.

Se tomaron el té y, cuando terminaron, ayudaron a Agnes a retirarlo. Entonces, la señorita Price enseñó a Charles y a Carey a jugar a las tablas reales y prestó a Paul un libro enorme lleno de dibujos cuyo título era El paraíso perdido. A Paul le gustó muchísimo, sobre todo por el olor que desprendía y por los bordes dorados de sus páginas.

Cuando acabaron la partida de tablas reales y parecía que había llegado la hora de regresar a casa, Carey se armó de valor.

—Señorita Price —vaciló—, espero que no se moleste por la pregunta, pero... ¿es usted una bruja?

Se produjo un silencio durante unos instantes en los que Carey pudo oír los latidos de su corazón. Paul alzó los ojos de su libro.

Con mucho cuidado, la señorita Price cerró el tablero y lo colocó en la mesita que estaba al lado del sofá. Cogió su labor de punto y la extendió.

—Bueno... —dijo lentamente—, lo soy y no lo soy.

Paul se sentó sobre los talones.

—Quiere decir que lo es en cierto modo —sugirió.

La señorita Price le lanzó una mirada.

—Quiero decir, Paul —respondió en voz baja—, que estoy aprendiendo a serlo.

Y tejió varios puntos con los labios apretados.

—¡Oh, señorita Price! —gritó Carey con entusiasmo—. ¡Qué increíblemente lista es usted!

Fue lo mejor que pudo haber dicho. La señorita Price se sonrojó, pero, al mismo tiempo, pareció complacida.

—¿Cuándo lo decidió, señorita Price?

—Bueno, desde que soy pequeña, siempre he tenido cierto don con la brujería, pero de algún modo, con las lecciones de piano y los cuidados a mi madre, no disponía de tiempo para tomármelo en serio.

Paul observó fijamente a la señorita Price, como si absorbiera cada detalle de su apariencia.

—Yo no creo que sea una bruja malvada —dijo al fin.

La señorita Price bajó la mirada con tristeza.

—Lo sé, Paul —admitió en voz baja—. Tienes razón. Empecé demasiado tarde. Y ese es el problema.

—¿La parte más difícil es ser malvada? —preguntó Carey.

—Lo es para mí —respondió con cierta angustia la señorita Price—. Pero hay personas a las que les sale de forma natural.

—Como a Paul —dijo Charles.

Paul se acercó y se sentó en una silla. Todavía observaba a la señorita Price, como si anhelara preguntarle algo. Pasado un minuto, encontró el valor suficiente.

—¿Podría hacer ahora un poquito de magia para nosotros?

—Oh, Paul —exclamó Carey—. No molestes a la señorita Price... No puede hacer magia con un tobillo torcido.

—Sí, sí que puede —protestó Paul de forma airada—. Puede hacerlo tumbada. ¿A que sí, señorita Price?

—Bueno —dijo la señorita Price—, estoy un poco cansada, Paul. Pero haré algo sencillo y rápido, y luego os iréis a casa. ¡Ahí lo tenéis!

Rápidamente, Carey y Charles siguieron la mirada de la señorita Price. La silla de Paul estaba vacía. Paul se había esfumado..., y en el lugar en que había estado sentado se encontraba una pequeña rana amarilla.

Antes de que Carey y Charles tuvieran tiempo de soltar una exclamación, Paul estaba de vuelta, con la misma mirada expectante clavada en la señorita Price.

—¡Oh! —dijo Carey con un grito ahogado—. ¡Eso ha sido maravilloso, maravilloso! ¿Cómo lo ha hecho?

Le faltaba el aliento y casi se sentía aterrorizada. ¡Magia..., un hechizo...! ¡Y lo había visto con sus propios ojos!

—Yo no he visto nada —se quejó Paul.

Carey lo miró con impaciencia.

—Oh, no seas tonto, Paul. Te acabas de convertir en una rana. ¡Tienes que haberlo notado!

Los labios de Paul empezaron a temblar.

—Yo no he notado nada —dijo con una vocecita chillona.

Pero nadie lo escuchó. Carey miraba con ojos brillantes a la señorita Price.

—Señorita Price —señaló con cierto reproche—, en lugar de cantar, podría haber hecho esto durante el concierto del coro parroquial.

La señorita Price apartó su labor de punto. Una expresión extraña invadió su rostro y observó con severidad a Carey, como si la viera por primera vez. Nerviosa, Carey volvió a tomar asiento.

—Aunque canta muy bien —añadió enseguida.

Pero la señorita Price parecía no escuchar. Había un brillo salvaje en sus ojos, y sus labios se movían con rapidez, como si estuviera recitando.

—Tiene que haber un modo —decía lentamente—. Tiene... que... haber... un... modo.

—¿Un modo de qué? —preguntó Charles después de unos momentos de incómodo silencio.

La señorita Price sonrió, mostrando unos dientes grandes y amarillos.

—Un modo de mantener vuestras bocas cerradas —espetó.

Carey se sentía emocionada. Aquello estaba muy lejos de ser elegante.

—¡Oh, señorita Price! —exclamó con tristeza.

—De mantener vuestras bocas cerradas —repitió la señorita Price lentamente, con la sonrisa más desagradable que jamás hubiesen visto en ella.

Paul se movió un poco, retorciéndose en su silla.

—Ahora se está volviendo malvada —susurró a Carey con un tono satisfecho.

Carey se apartó de él e hizo como si no lo hubiera oído. Parecía preocupada.

—¿A qué se refiere, señorita Price? ¿Quiere decir que no debemos contarle a nadie que...? —vaciló.

—¿... que usted es una bruja? —Paul terminó la frase.

Pero la señorita Price todavía tenía la mirada perdida, como si no oyera ni viera nada.

—Tengo que pensar en algo enseguida... —dijo, hablando consigo misma—, enseguida...

Entonces, Carey hizo algo que a Charles le pareció muy valiente. Se levantó de la silla y se sentó en el sofá, al lado de la señorita Price.

—Escuche, señorita Price —dijo—. Tratamos de ayudarla cuando se lastimó el tobillo. No necesita utilizar ningún encantamiento repugnante con nosotros. Si lo que desea es que no lo contemos, puede conseguirlo de buenas maneras.

La señorita Price la miró.

—¿Y cómo podría conseguirlo de buenas maneras? —preguntó, con un tono bastante más razonable.

—Bueno —respondió Carey—, podría darnos un objeto, algo hechizado, y si le contáramos a alguien lo que sabemos sobre usted, tendríamos que renunciar a ello. Sería como un juego. En el momento en que lo contáramos, el objeto dejaría de ser mágico.

—¿Qué clase de objeto? —preguntó la señorita Price, valorando las posibilidades de la idea.

Charles se inclinó hacia delante.

—Sí —añadió—, un anillo o algo similar que, al girarlo, hiciera aparecer un esclavo. Y si lo contáramos, el esclavo desaparecería para siempre. ¿Podría hacer eso?

La señorita Price se mostró pensativa.

—Un esclavo no podrá ser —contestó después de un momento.

—Bueno, algo parecido.

La señorita Price permaneció sentada, sin moverse. Estaba considerándolo seriamente.

—Ya sé —dijo un instante después. De repente, volvía a estar alegre y amable—. Llevo un tiempo deseando probar algo. Pero os lo advierto: no estoy segura de que funcione. ¿Alguno de vosotros tiene un anillo?

Vaya, ninguno de ellos llevaba uno encima. Paul rebuscó en sus bolsillos, por si acaso, pero no encontró nada a parte del boliche de latón que había desenroscado de su cama aquella misma mañana.

—Bueno, cualquier cosa a lo que se le pueda dar vueltas. Una pulsera servirá.

Desafortunadamente, Carey tampoco llevaba ninguna pulsera encima.

—Tengo una en casa —dijo—, pero solo me la pongo los domingos.

—A esto se le puede dar vueltas —exclamó Paul de pronto, enseñando el boliche de su cama—. Es para lo único que sirve, para enroscarlo y enroscarlo y enroscarlo. Le he dado vueltas hasta que lo he sacado —añadió sin necesidad.

La señorita Price tomó el boliche y lo sostuvo pensativa entre sus dedos huesudos y bien definidos.

—Déjame ver... —dijo muy pausada. Entonces, súbitamente, como si algo la hubiera dejado atónita, alzó los ojos—. Paul, creo que es el mejor objeto que me habrías podido proporcionar. —Paul se retorció, complacido, aunque también con vergüenza—. Podría realizar un hechizo maravilloso con esto..., pero debo pensarlo con mucha cautela. Venga, niños, ahora estaos tranquilos y dejadme pensar para que pueda hacerlo bien. —Sus dedos rodearon con delicadeza el brillante latón—. De hecho, podría salir muy bien. ¡Ahora, silencio, por favor!

Los niños se quedaron quietos como estatuas. Incluso a Paul se le olvidó juguetear y moverse sin parar. Un abejorro entró por la ventana y su fuerte zumbido recorrió la habitación. Excepto por esto último, el silencio era total.

Después de lo que pareció una eternidad, la señorita Price abrió los ojos. Y, a continuación, se incorporó, pestañeando y sonriendo.

—Aquí lo tienes, Paul —dijo alegremente, y le devolvió el boliche.

Paul lo tomó entre sus manos con respeto.

—¿Ya está? —preguntó con voz atemorizada.

Para él, presentaba exactamente el mismo aspecto.

—Sí, ya está —le contestó la señorita Price—, y de hecho, es un hechizo de primera con el que os divertiréis mucho. Simplemente, no os metáis en líos.

Carey y Charles miraban a Paul con envidia.

—¿Qué tenemos que hacer con él? —preguntó Charles.

—Llevadlo a casa y volved a colocarlo en la cama. Pero no lo enrosquéis del todo; dejadlo a medio camino.

—¿Y después?

—¿Y después? —La señorita Price sonrió—. Dadle un cuarto de vuelta, le decís adónde deseáis ir y... ¡la cama os llevará adónde digáis!

Los niños miraron con incredulidad la bola brillante que Paul sostenía entre sus dedos más bien mugrientos.

—¿De verdad? — preguntó Carey con voz entrecortada.

La señorita Price continuaba sonriendo. Parecía muy satisfecha de sí misma.

—Bueno, probadlo.

—¡Oh, señorita Price! —exclamó Carey casi sin aliento, todavía con la mirada fija en el boliche—. ¡Muchas gracias!

—No me lo agradezcáis —dijo la señorita Price, regresando a su labor de punto—. Recordad las condiciones: una palabra sobre mí y el hechizo se romperá.

—¡Oh, señorita Price! —exclamó de nuevo Carey. Estaba encantada.

—Bien, ahora debéis iros. Se está haciendo tarde. Como os he dicho, no os metáis en líos y no deis vueltas por ahí toda la noche. Las cosas hay que hacerlas con moderación, incluso la magia.

La bruja novata

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