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ESPIRAL

Marta Orriols

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Mi abuelo coleccionaba cosas: sellos, monedas, canicas, penurias, secretos.

Su despacho, así nombramos la estancia de nuestro piso en Barcelona donde discurrían sus últimos días, olía a una mezcla de humo de habano, aspereza, papeles viejos y regaliz. Esa mezcla casi física impregnaba el espacio y el tiempo allí encerrados; así olía cada décima de segundo de aquella cuenta atrás con la que parecía haber firmado un tratado de paz o una petición para alargar algo más la redención que fue su vida. El despacho estaba presidido por un escritorio fabricado con alguna madera que a mí siempre me pareció muy noble, aunque quizá no lo fuese tanto. Junto al escritorio, alejado solo medio metro de la silla donde se sentaba con una parsimonia acorde a su vejez, había un pedestal de otra madera más oscura y mate, una madera, esta sí, discreta y deslucida para no eclipsar la belleza de la caracola de mar que reposaba encima.

—¿Cuándo la podré tocar, abuelo, cuándo?

Con un gruñido me dio a entender que no lo molestase. Tenía el torso doblado casi por completo sobre el escritorio, observaba atento con un monóculo una moneda romana.

—Mira, ven. Es Julia Avita Mamea.

Y yo acerqué el ojo izquierdo a la lupa, guiñando el derecho con cierta dificultad. Había algo mágico en la imagen ampliada por la lente convergente, un eco antiguo y dramático que agrandaba el rostro de aquella mujer de bronce nacida en el año 180; una fecha que una niña no sabía situar aún en el mapa del tiempo, del mismo modo que tampoco podía comprender que el tiempo se agota, como las provisiones o la paciencia.

—Me gusta su peinado. Cuando mamá me deje, me cortaré el pelo a lo chico o me lo recogeré así, como esta Julia.

—Es un tocado hecho con trenzas.

—Da igual lo que sea. Lo que quiero es oír el mar de la caracola, abuelo. Dijiste que cuando cumpliera ocho años, y dentro de cuatro meses cumpliré nueve. Por favor…

Compuse un mohín lastimero y le acaricié la barba blanca y espesa de cuento nórdico y nieve lejana.

—Si me dejas oír el mar que hay dentro, te prometo que no le contaré a la abuela que el miércoles te vi fumar otro puro.

Suspiró y sonrió. Colocó con cuidado la moneda dentro de un estuche mientras negaba con la cabeza y se levantaba en un compás de cuatro tiempos acompañado de sonidos quejumbrosos.

—¿Sabes guardar secretos?

Asentí, abriendo mucho los ojos.

—Bueno, verás, esta no es una caracola cualquiera. Es una Voluta nobilis del Atlántico Sur.

Tuvo otro de sus ataques de tos y yo esperé, impaciente. Por fin se enderezó, carraspeó, cogió la caracola entre las manos y me indicó que me sentara en la silla. Me acordé del día en que nació mi hermano pequeño y me permitieron sostenerlo unos instantes sentada en el sillón del hospital. Se repitió aquella sensación de alerta máxima y amor infinito cuando mi abuelo me puso la caracola, de unos treinta centímetros, en las manos, que no la abarcaban entera.

El abuelo dijo que, hacía millones de años, unos caracoles primitivos habían experimentado una torsión del cuerpo con el consecuente giro de ciento ochenta grados de sus órganos internos. Luego supe que fue Descartes quien describió por primera vez matemáticamente la espiral que ayuda a entender la formación de las caracolas. Se desconocen las causas, pero la cuestión es que decidieron dar ese giro. En la mayoría de las especies, el giro sigue el sentido de las agujas del reloj. Basta con orientar hacia arriba las caracolas de mar con el ápex, el punto donde se inicia la espiral, para comprobar que la apertura casi siempre queda a la derecha.

Introduje los dedos en la ancha abertura y me sorprendió el tacto suave y frío.

—No hagas eso. Lo que hay ahí no se puede tocar.

Me acerqué la caracola a la oreja y cerré los ojos para concentrarme más. El aire vibrante del interior sonó como el vaivén de las olas.

—¡El mar!

—No es el mar lo que oyes. Es la voz de Cecilia.

—¿Quién es Cecilia? —pregunté contrariada, pues prefería la épica de todo un mar metido dentro.

—La conocí en Buenos Aires.

Me miró fijamente con un velo de nostalgia y percibí en sus ojos la necesidad de ser escuchado. Quería algo más que las fantasías candorosas de una nieta que aliviaba la recta final de su enfermedad.

—¿Sabrás guardar un secreto?

A los niños les pasa con la verdad lo que a los caballos con el peligro: la perciben de una forma adquirida en tiempos muy remotos. Me creí cada una de sus palabras. Cinco días más tarde falleció. Mi abuelo, con sus innumerables historias y destrezas, dejó los límites para otros; para mí, que crecí con su secreto a cuestas, con una Voluta nobilis sobre un pedestal y con el nombre de Buenos Aires retumbando como un sueño dentro de otro sueño.

Hay ciudades que duelen y otras que curan. Barcelona había estado doliéndome durante el último año. Mis peripecias para llegar a fin de mes como periodista freelance eran dignas de una coreografía circense; además, me negaba a pedirles dinero prestado a mis padres, con quienes estaba resentida por motivos que iban desde los sociopolíticos, que salpimentaban el panorama actual del país y que nos convertían de repente en algo parecido a rivales, a los emocionales, pues no entendían, y mucho menos aceptaban, que me hubiese enamorado de una mujer y que ella se ganase la vida como camarera de un bar escondido en una callejuela del Borne. En pleno siglo XXI, sentían un temor irracional hacia cualquier cosa que se saliera de los cánones y, por encima de todo, los dominaba el clasismo; creían que una camarera era una persona sin carácter, perezosa, y creían también que quien no llega a rico es porque es vago y, si además arrastra a su hija a la perversión, un embaucador, vamos. Pero no lo expresaban así, sino que utilizaban el adorno de la cultura, de la clase alta, de su paso por las mejores universidades, y conseguían que su discurso pareciese dócil entre las amistades y algunos familiares. El caso es que ella me dejó por un escritor conocido, que, según declaró en una entrevista que yo misma le hice meses más tarde, había encontrado en mi camarera la musa de su obra poética.

Era noche cerrada. Llovía y mi vida se derrumbaba. La Voluta nobilis permanecía ajena a mi pena en su viejo pedestal. Me levanté y la acaricié. Busqué el sonido de la voz de Cecilia como había hecho otras veces en que había sentido que el mundo me trataba mal. Me armé de valor y todo sucedió de forma ordenada, como si respondiese a un simulacro de evacuación o al canto de una sirena: abrí el armario, rescaté la maleta del fondo, metí dentro ropa, unos pocos enseres y la caracola. Compré un billete de ida a Buenos Aires con el poco dinero que me quedaba en la cuenta, cerré puertas y ventanas, salí a la calle y me dirigí a casa de mis padres.

Mi madre había salido con unas amigas. Abrió la puerta mi padre con su eterno jersey gris de cuello de pico, camisa y corbata. Fumaba en pipa, tabaco puro, fuerte y acre. Así era todo. Primero miró mi aspecto desaliñado y el pelo chorreando, después se fijó en la maleta.

—¿Te marchas de viaje?

—Sí, por trabajo. Creo que tengo un buen proyecto.

—Ya sabes lo que dicen de los proyectos, ¿no?

Hubo una pausa, nos miramos fijamente a los ojos. Del salón llegaba una sinfonía enérgica y trágica de Johannes Brahms. Negué con la cabeza.

—«Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus proyectos.»

—No creo en Dios, papá. Creo en mis proyectos.

Se aflojó un poco el nudo de la corbata y me invitó a entrar. Le dije que solo había ido a despedirme. Dejé la maleta en el suelo y lo abracé levemente. La lluvia de mi pelo le mojó la punta de la nariz.

—Llamaré o escribiré. Dale un beso a mamá de mi parte.

—¿Cuándo vuelves?

Sin dejar de observar la gota de lluvia que le había regalado, me encogí de hombros y me largué.

El avión despegó puntual. A medida que se elevaba iba dándome cuenta de las dimensiones colosales de lo que acababa de hacer. El corazón me latía muy fuerte; es así como late cuando se rompe con todo y ese todo es la nada. Vi mi rostro reflejado en la ventanilla mientras dejábamos atrás el mar de luces centelleantes en que se había convertido Barcelona y busqué cobijo en el recuerdo de mi abuelo. Siempre me había reconfortado, pero entonces era imprescindible. Ir a un lugar por primera vez tiene esa propiedad: nos predispone para la extrañeza. Él había conocido bien el sobresalto y la conmoción de una partida repentina, aunque en la suya hubo una consternación mucho más ostensible que en la mía: la guerra.

Se apagaron las luces de cabina e intenté relajarme. Desaparecieron el espacio y el tiempo, y me adormecí con su voz clara contándome cómo huyó durante el exilio republicano y que tras días y noches cruzando fronteras, escondido, muerto de hambre y de frío, con un fardo improvisado y todo el miedo del mundo, logró embarcar en un buque que lo llevaría a Buenos Aires. Abandonaba su hogar, la universidad, la inocencia, las amistades y una madre recién enviudada, desesperada, a la que prometió que volvería. Había huido de la virulenta ira enemiga pero no conseguía apaciguar la sensación de que estaba traicionando a los que, valerosamente, se quedaban. «Volveré muy pronto», se repetía para consolarse.

Y volvió; a finales de los sesenta, cuando algunos de los exiliados comenzaron a regresar tímidamente a la tierra de origen. Pisó Barcelona convertido en una persona nueva, que voseaba y albergaba en su vocabulario palabras como quilombo, que definían su alma y su destino. La versión oficial era la sonrisa con la que celebraba la vuelta; nadie sospechaba que traía el corazón roto. Esperó a que yo existiera esa tarde de otoño en su despacho. Necesitó la inocencia de mis ocho años y vislumbrar la cercanía de la muerte para revelar lo que podría haber sido su vida si no hubiese pesado más la promesa que le había hecho a su madre.

Unos meses después de regresar recibió un paquete con la Voluta nobilis dentro. Fue entonces cuando precipitó los acontecimientos que acabaron armando su vida. Solo para levantar un muro y tapiar de algún modo la juventud que dejaba atrás para siempre, decidió que, si aquella felicidad era imposible, no viviría instalado en ella. De nada sirve anclarse en el pasado, así que se apresuró a casarse con la abuela y pronto nacieron mi madre y mis tíos. Trabajaba como periodista y no tardó en ocupar un puesto de directivo. Compró un amplio piso en la zona alta de Barcelona y un buen coche, iban de vacaciones a la playa y en Navidad había regalos para todos. Eran frecuentes las comidas, las cenas, los habanos, la bebida, los amigos ruidosos. Llenó su mundo de excesos para encubrir el vacío y la añoranza. Durante ese tiempo ilusorio en el que yo todavía no era y durante mis primeros ocho años de vida, el abuelo fue un ser cercano a un santo o a un héroe, capaz de triunfar y de alcanzar todo lo que fuera tangible. Alguien que cumplía promesas. El voseo se fue borrando, y linda, laburo, mina, che y rebién quedaron como ecos dentro de un paréntesis en el tiempo. Buenos Aires se convirtió en una pompa de jabón que temía romper si recordaba.

—¿Sabrás guardar un secreto?

Asentí de nuevo y me arrellané en la silla.

—Bien, porque no se lo he contado nunca a nadie.

Dio unas palmaditas en mi mano pequeña de uñas mordidas. Estaba realmente inquieto. Tosió un poco, dispuesto a desvelar algo delicado e íntimo.

—Cecilia estudiaba biología marina. Era de las pocas chicas de su promoción. Nos conocimos un verano en la playa cuando yo llevaba unos años en Buenos Aires y enseguida nos hicimos inseparables. Me ayudó a encontrar un buen trabajo a través de sus amigos. Me ayudó a ser feliz de nuevo. Cecilia sabía agarrar cosas diminutas con los dedos de los pies, jugaba al billar y detestaba el tango. Lo sabía todo del fitoplancton y el zooplancton.

Sonrió nostálgico y yo suspiré aburrida. No sabía qué significaba biología ni tampoco promoción ni tango. Las historias de amor me parecían ridículas, así que mientras él hablaba yo rozaba la caracola con la mejilla. A los ocho años, de los secretos se espera que encierren, por lo menos, dragones voladores.

—Yo quería a Cecilia. No puedes imaginar cuánto la quise.

—¿Más que a la abuela?

—Más que a nadie.

Me descubrí moviendo los pies, nerviosa.

—Vivimos juntos todos aquellos años hasta que yo pude volver. Mi madre estaba muy mayor y los médicos no le daban mucho tiempo de vida. Había estado esperándome siempre. Se lo había prometido. Le pedí a Cecilia que viniera conmigo a Barcelona pero le habían dado una plaza en el Instituto de Biología Marina en Playa Grande, primero como alumna becada, y enseguida empezó a trabajar allí. Le había prometido a mi madre que volvería, ¿lo entiendes? ¡Tenía que volver!

Me zarandeó con tanta fuerza que me asusté. Se pasó la palma de las manos varias veces por los muslos, inquieto. Abrió un cajón del escritorio y sacó una carpeta vieja. Estaba repleta de cartas. No las abrió, solo acarició los sobres. Cuando el abuelo murió, escondí esa carpeta; siempre pensé que me la había mostrado con ese fin. Aquel día no comprendí los detalles de la historia, pero entendí que había amado a Cecilia más que a la abuela y que yo debía seguir escondiendo esa correspondencia.

Al poco tiempo de regresar el abuelo a Barcelona, dieron en Buenos Aires el golpe de Estado que inició la revolución argentina. En los meses siguientes se destruyeron bibliotecas universitarias y laboratorios, se despidió a cientos de profesores y se persiguió a científicos, entre ellos a Cecilia y a otros colegas del instituto, que abandonaron el país y emigraron a Chile, donde les dieron asilo y pudieron reanudar sus estudios e investigaciones. Cecilia le escribió al abuelo derrotada. La carta estaba dentro de un paquete con la Voluta nobilis debidamente protegida. A su manera, también contenía una promesa: «Las corrientes, las mareas y las tormentas cambian las playas para recrearlas con diferentes diseños. Se reducen, el mar les quita la arena, pero, con el tiempo, la arena es transportada de regreso y la playa vuelve a ser la misma. Tras grandes tormentas aparecen bellezas como esta. Guárdala. Te esperaré».

No hubo más cartas.

Creo que siempre he fracasado en el amor porque crecí con esta historia tatuada en la piel. Nunca ninguna le llegará a la suela de los zapatos. Aprendí a querer a la Argentina mucho antes de pisar sus calles. En mi cabeza de niña, Argentina era una historia de amor; en la de adulta, un auténtico santuario de la nostalgia. La nostalgia de aquello que tuvieron el abuelo y Cecilia me daba la seguridad de la que yo carecía, ya que es mucho más fácil amar lo que jamás se ha vivido. La nostalgia como refugio, como síntoma de mi profunda inseguridad respecto al futuro. Creo que subí a aquel avión para recuperar la capacidad de asombrarme, para encontrar a Cecilia y para encontrarme.

Tomamos decisiones extremadamente valientes que por otro lado nos convierten en huidizos. No calculamos si en el momento de tomarlas, la Tierra, el Sol y la Luna se alinean, o si ese día se registran movimientos tectónicos de la corteza terrestre, o si sopla el viento hacia o desde la costa; las tomamos solo sopesando lo bueno y lo malo, lo palpable y lo visible, y obviamos el azar y la contingencia; y solo estando en la lejanía opuesta, nuestra historia parece el reflejo invertido de la otra que no fue.

Contaba con una dirección y la Voluta nobilis. Había despegado en invierno e iba a aterrizar en pleno verano. Las cosas tenían que salir bien a la fuerza. Debemos torcernos, arriesgarnos, dar ese giro de ciento ochenta grados para entender que, al fin y al cabo, no hay más paraísos que los que se inventa la memoria.

Barcelona - Buenos Aires

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