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El daño social de los ilícitos de cuello blanco y los problemas de su persecución

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Pocos conceptos técnicos tienen un origen tan precisable como el de la noción de delincuencia de cuello blanco, introducida por Edwin Sutherland en su conferencia ante la Sociedad Estadounidense de Sociología en diciembre de 1939 y recogida en un artículo publicado unos meses después, en el que el autor afirmaba:

Este artículo se ocupa del delito en relación con los negocios. Los economistas saben mucho acerca de las formas de hacer negocios, pero no están acostumbrados a considerarlas desde el punto de vista del delito; muchos sociólogos tienen un buen conocimiento del delito pero no están acostumbrados a considerar sus expresiones en los negocios. Este artículo es un intento de integrar esos dos cuerpos de conocimiento. Dicho de forma más precisa, es una comparación del delito en la clase alta o de cuello blanco, compuesta de profesionales y hombres de negocios respetables o al menos respetados, y el delito en la clase baja, compuesta de personas de bajo estatus socioeconómico1.

Unos años después, en la primera edición de su clásico libro sobre la materia, Sutherland aportaba esta otra definición de delito de cuello blanco, cuyo carácter tentativo era puesto de manifiesto por el propio autor: “Puede definirse de modo aproximado como un delito cometido por una persona con respetabilidad y elevado estatus social en el transcurso de su ocupación”2.

Sutherland, como luego harían mucho otros autores, incluyó en la noción de “delincuencia de cuello blanco” comportamientos que no son ilícitos penales, sino administrativos, civiles o, incluso, meramente morales, pero no ilegales. Aunque Sutherland insistió en que su artículo tenía un objetivo exclusivamente académico3, su afirmación no resulta muy plausible4, estribando la razón de esta inclusión precisamente en subrayar el contenido polémico de las definiciones y categorías jurídicas en la materia y mostrar cómo el legislador, así como los fiscales y los jueces, favorecen a los infractores de clase alta con sus descripciones legales y doctrinas jurídicas5.

El formidable éxito de Sutherland a la hora de mostrar el problema de la delincuencia de cuello blanco, sin embargo, no se ha visto acompañado de un comparable éxito práctico en su persecución. Si bien cada vez hay más conciencia de los enormes daños sociales que generan los ilícitos cometidos por prominentes miembros de nuestra sociedad en el ejercicio de su actividad profesional6, y aunque en los últimos años se ha producido un innegable incremento de la persecución de tales conductas, entre los especialistas (y la sociedad) reina la impresión de que existen graves déficits de aplicación: la mayor parte de la delincuencia de cuello blanco no se detecta, solo se persigue una pequeña parte de la detectada, solo se consiguen condenas en una pequeña fracción de los casos perseguidos y, finalmente, las penas impuestas resultan en muchos casos desproporcionadamente suaves en comparación con la gravedad de los hechos y el daño causado.

En las dos últimas décadas, entre las medidas para paliar los déficits aludidos destaca la introducción de la responsabilidad penal de los entes colectivos en ordenamientos jurídicos donde esta institución no existía. En muchos casos, el escaso tiempo transcurrido desde su instauración impide efectuar una evaluación de su desempeño. Sin embargo, esta sí es posible en Estados Unidos (EE. UU.), donde la responsabilidad penal de los entes colectivos se ha desarrollado de forma más completa, y resulta revelador (y preocupante) que exista una amplia coincidencia en que, especialmente en los casos de delincuencia llevada a cabo en el entorno de las empresas más poderosas (y potencialmente lesivas), la persecución de los entes colectivos no ha supuesto una gran ganancia en términos de prevención, y de hecho ha tenido como efecto una menor persecución de los infractores individuales7.

La contribución que sigue examina, desde la perspectiva del análisis económico del Derecho, las posibilidades de prevención de la delincuencia de cuello blanco, tanto desde el punto de vista de las sanciones aplicables a los individuos como de las aplicables a los colectivos. Para ello, a continuación se efectúa una rápida introducción al método del análisis económico del derecho penal, para luego pasar a ver la adecuación empírica de dicho modelo, especialmente en lo que se refiere a la delincuencia de cuello blanco, y cómo se proyecta esta teoría sobre la responsabilidad penal de los entes colectivos. Finalmente, se exponen las posibles objeciones axiológicas que tienen que ver con la (supuesta) falta de necesidad o justicia de la aplicación de sanciones privativas de libertad en este ámbito.

El análisis económico del delito y de las penas

En su vertiente positiva, el análisis económico se desarrolla según el esquema del enfoque de la elección racional, presuponiendo que los delincuentes y el resto de los sujetos que participan o se ven afectados por la política criminal y el fenómeno delictivo responden de forma racional a los incentivos positivos y negativos8. Existe amplio acuerdo en que el primer uso sistemático de este tipo de análisis se debe a Beccaria y Bentham, quienes lo utilizaron (con éxito) para criticar los sistemas penales de su época. Ambos autores basaron su análisis positivo en una concepción antropológica del hombre como ser sensual y racional guiado por su propio interés9, y su análisis normativo en la teoría ética utilitarista. A pesar de tan distinguido inicio, sin embargo, el ascenso del positivismo criminológico y sus planteamientos más deterministas (sean de corte biológico, social o mixtos) sepultó este modo de análisis basado en la racionalidad, que ya no resurgiría hasta casi doscientos años después, en 1968, cuando Gary Becker publicó su seminal artículo Crime and Punishment: An Economic Approach10 y sentó las bases sobre las que se ha edificado el resto de la literatura.

Becker dividió su análisis en torno a dos extremos: el estudio de la decisión de delinquir (que tiene que ver con el análisis positivo) y el de la eficiencia en la asignación de los recursos en la prevención del delito (que tiene que ver con el análisis normativo en términos de eficiencia instrumental).

La decisión de delinquir

Cuando se trata de las relaciones de Gary Becker con otras disciplinas, la palabra “tacto” no es lo primero que viene a la mente. Así explicaba este autor a los criminólogos cómo iba a quedar el campo de los estudios del delito tras la aparición de los economistas:

Una teoría útil del comportamiento criminal puede prescindir de las más especiales teorías de la anomia, de inadecuaciones psicológicas o de la herencia de rasgos especiales y, simplemente, extender el análisis de la decisión usual entre los economistas11

el cual

asume que un sujeto comete un crimen si su utilidad esperada supera la que obtendría usando su tiempo y otros recursos en otras actividades. Algunas personas, entonces, se convierten en “criminales” no porque su motivación básica difiera de las de otras personas, sino porque lo hacen sus costes y beneficios12.

A partir de esta noción se puede construir una función que pone en relación el número de delitos que comete un sujeto con la probabilidad de que su conducta sea detectada y objeto de condena, el castigo que se le impondrá en caso de ser condenado y otras variables, como la renta que puede obtener mediante otras actividades (legales o ilegales) o su predisposición a cometer un acto ilegal13.

Como puede inferirse de lo anterior, las penas, que son incentivos negativos, no son el único medio para prevenir el delito. La teoría de la elección racional también predice que una mejora de los incentivos positivos, por ejemplo, mediante una mejora de las posibilidades laborales, tendrá así mismo efectos preventivos. Sin embargo, y dado el objeto de este trabajo, me ceñiré a esta única posibilidad preventiva14.

La asignación eficiente de los recursos sociales en la prevención del delito

El análisis positivo de las penas en términos de homo oeconomicus indica que, dada una probabilidad suficiente de ser castigados, los eventuales delincuentes resultarán disuadidos. La siguiente cuestión (aún dentro del modelo y sin contrastarlo todavía con la realidad) es la eficiencia. En este punto, la percepción más usual entre los penalistas es que el objetivo del análisis económico es acabar con el delito y que para ello sigue una lógica preventivogeneral negativa con tendencia a la intervención policial masiva, la exasperación punitiva y el recorte de derechos y garantías. No obstante, la preocupación del análisis económico no es acabar con el delito, sino otra muy distinta, que resumió Becker de forma brillante en su artículo fundacional:

¿Cuántos recursos y cuánto castigo debería usarse para aplicar diferentes tipos de legislación? Expresado de forma equivalente pero quizás más extraña: ¿cuántos delitos deberían permitirse y cuántos criminales deberían dejar de ser castigados?15.

En otras palabras, la cuestión para el AED no es establecer un sistema de “tolerancia cero” y prevenir todos los ilícitos, sino, antes bien, utilizar solo aquellas medidas preventivas cuyos costes no superen sus beneficios, incluso aun cuando ello suponga, contra el “mito de la no impunidad” conforme al que funcionan los sistemas de justicia penal, dejar de perseguir algunos (o muchos) delitos. La idea, por tanto, es minimizar los costes del delito, tanto los de los delitos en sí mismos como los costes de prevención, sean estos públicos o privados, y sea cual sea la estrategia de prevención16.

De nuevo, se ha de insistir en que para minimizar los costes mencionados se puede actuar utilizando medidas de muy distinto tipo, acudiendo a estrategias preventivas que afecten tanto a los incentivos negativos como a los positivos: el objetivo es lograr una distribución de recursos tal que el último euro gastado en una medida arroje el mismo saldo preventivo que el gastado en la más efectiva de las demás. Si este no es el caso, entonces procederá transferir recursos de una medida preventiva a otra17. Sin embargo, cumpliendo con el limitado objeto de esta contribución, voy a ocuparme solo del análisis de eficiencia de las distintas posibilidades punitivas, y lo haré distinguiendo dos cuestiones: la eficiencia comparativa de los distintos tipos de pena y la eficiencia comparativa de distintas configuraciones de la misma pena.

La cuestión del tipo de pena ideal siguiendo consideraciones de eficiencia presenta una respuesta unívoca: la pena ideal es la multa. A esta conclusión se llega considerando los costes que acompañan a las distintas sanciones. Mientras que mantener a una persona en la cárcel le cuesta dinero al Estado, al tiempo que se lo hace perder al preso y, en su caso, a su familia, obligarle a pagar una multa engrosa las arcas públicas18. Comparada con las interdicciones, la multa es también superior, puesto que, si bien una interdicción (una prohibición de conducir o una prohibición de ejercer una determinada profesión, por ejemplo) tiene un claro contenido aflictivo para el sujeto, no proporciona beneficios directos al Estado19 y, además, la verificación del cumplimiento tiene unos costes administrativos (de vigilancia del cumplimiento) que no tiene la verificación del pago de la multa (el Estado solo tiene que mirar su cuenta o incluso exigirle al sujeto que le haga llegar el recibo del pago). Finalmente, la multa también triunfa en comparación con los trabajos en beneficio de la comunidad. Estos, al igual que la multa, son en principio aflictivos para el sujeto que los cumple, al tiempo que útiles para el Estado. Pero en principio, se dice, porque el trabajo en beneficio de la comunidad puede provocar ineficiencias en el mercado de trabajo, y lo hará más precisamente cuanto más útil sea el trabajo que se encargue a los penados: si es realmente necesario, tal trabajo debería ser llevado a cabo por el sector público con sus propios recursos o por el sector privado, pero no por el sector público a coste cero.

Así pues, en términos de eficiencia, la multa es superior al resto de las penas usualmente establecidas por los códigos penales actuales. Esto, sin embargo, no significa que tal sanción no tenga importantes problemas. Así, y para empezar, existen delitos que, por su contenido expresivo, desafían la imposición de una pena pecuniaria (piénsese en delitos sexuales o delitos contra las personas de carácter grave: ni siquiera una multa confiscatoria se vería como una sanción adecuada). Adicionalmente, siempre habrá sujetos que no pueden pagar multas, y para ellos no quedaría otra opción que acudir a otras penas.

El problema, siendo de la mayor relevancia, es común a todo análisis político-criminal que pretenda utilizar la pena de multa como sanción y que pretenda hacerlo en sociedades donde algunos o muchos de sus miembros tienen dificultades económicas. Insistir en que el problema es general a toda punición basada en multas no pretende insinuar que estamos ante un mal de muchos, lo que, como es sabido, solo consuela a los tontos. Pienso más bien que lo que se muestra es una inusual persistencia del problema que nos obliga a reformular la pregunta: ¿estamos dispuestos a dejar de utilizar este tipo de sanciones por el hecho indiscutido de que en ocasiones producen quiebras del principio de igualdad?

En el debate sobre el igualitarismo en teoría ética se suele discutir sobre la denominada “levelling down objection”: si la igualdad es un valor absoluto, ¿significa esto que en una sociedad con un 99 % de población invidente habría que cegar al restante 1 %? Evidentemente, estamos ante ejemplos distintos, pero el núcleo de la discusión es común: ¿cabe imponer a un sujeto una sanción distinta y más dura que una multa que puede pagar con el argumento de que otros sujetos que han cometido el mismo delito no pueden pagar la multa e indefectiblemente tendrán que someterse a la otra sanción? Por mero instinto, muchas personas nos inclinamos por responder afirmativamente a la pregunta. A pesar de ello, este tributo que hacemos al principio de igualdad quizás se apoye en exceso en nuestra tendencia a comparar a personas con abundantes recursos y bien capaces de pagar la pena de multa con otras sin recursos que no pueden en modo alguno pagarla. Ocurre, sin embargo, que no todos los que pueden pagar la pena se distinguen de forma tan extrema de los que no pueden pagarla, y también a estas personas de pocos, pero no inexistentes recursos, las estaríamos enviando a la cárcel cuando pueden pagar la multa, con el argumento de que otros no pueden hacerlo. En cualquier caso, se responda como se responda esta última cuestión, cabe recordar la conclusión previamente alcanzada: ceteris paribus, el AED se inclina por la pena de multa, no por ninguna otra, mucho menos la de prisión.

Dado que, según se adelantó, no siempre será posible responder al delito con la pena más eficiente, la de multa, la siguiente cuestión es, dentro de cada tipo de pena, cómo ha de configurarse esta desde el punto de vista de la eficiencia. El AED comienza su análisis de la pena señalando que tanto los costes como los beneficios que resultan de la comisión del delito son magnitudes variables e inciertas (si bien los costes suelen ser más inciertos que los beneficios, por la sencilla razón de que la mayoría de los delitos tienen una probabilidad de condena inferior, de hecho, muy inferior al 50 %). Ello obliga a acudir a la noción de “valor esperado”.

Centrándonos en los costes, y dentro de estos solo en las sanciones legalmente previstas20, el valor esperado de una sanción se obtiene en principio multiplicando su magnitud por la probabilidad de su imposición. Así, desde la visión del homo oeconomicus, el valor esperado de la sanción de un delito que tenga prevista una pena de 10 años de cárcel y para el cual la probabilidad de condena se sitúe en un 10 % será de un año (10 x 0,1), valor esperado que coincidirá con el de una pena de 2 años cuya probabilidad de condena se sitúe en el 50 % (2 x 0,5). Dado que el valor esperado de ambos productos es el mismo, y siempre siguiendo dentro del modelo del homo oeconomicus, ambas combinaciones pena/probabilidad tendrán el mismo valor disuasorio. Sin embargo, sus costes son bien distintos.

Conseguir una probabilidad de condena más elevada supone invertir en los actores del sistema de justicia penal, es decir, en los cuerpos policiales, en el ministerio fiscal y en la judicatura21. Conseguir una pena más elevada, sin embargo, no tiene más costes que lograr reunir a un número suficiente de parlamentarios un día dado y que estos voten a favor del mencionado incremento22. Volviendo al ejemplo propuesto, la pena de diez años de prisión con una probabilidad de condena del 10 % es más eficiente que la pena de dos años con una probabilidad de imposición del 50 %, porque exige menos inversión en el sistema de justicia penal.

En cuanto a los costes de ejecución, si se considera el delito desde el punto de vista social, esto es, como fenómeno general, mientras el coste esperado de la sanción sea el mismo, los costes de ejecución no variarán en una u otra combinación. En la combinación “2 años de prisión/ 50 % condena” habrá más delincuentes cumpliendo sanciones más leves, mientras que en la combinación “10 años de prisión/ 10 % condena” tendremos a menos delincuentes cumpliendo sanciones más graves, pero el monto total de las sanciones impuestas será el mismo. Imaginemos que en un año se han cometido 100 delitos de robo con fuerza en las cosas, y que en el sistema A la probabilidad de condena es del 10 % y la pena es de 10 años, mientras que en el sistema B la probabilidad de condena es del 50 % y la pena es de 2 años de prisión. Como es fácilmente comprobable, en ambos sistemas el número total de años de prisión a los que cada año se condena a los delincuentes de uno y otro sistema es el mismo, 100, aunque la distribución sea distinta (el primer sistema condena a 10 personas a 10 años cada una y el segundo condena a 50 personas a 2 años cada una).

Si el análisis se detuviera en este punto, la respuesta a la pregunta sobre la estructura más eficiente de la sanción no podría ser sino una: la sanción ideal es aquella cuya gravedad tiende al infinito y cuya probabilidad de imposición tiende a cero. Una conclusión de lo más deprimente y que pondría en serios apuros la viabilidad del análisis económico como herramienta auxiliar de la política criminal, puesto que tales sanciones serían, con total seguridad, lesivas del principio de proporcionalidad y, por lo tanto, inaplicables en nuestros sistemas23.

Podríamos decir que una primera limitación a esta conclusión es “interna” al modelo. Se trata del problema denominado “disuasión marginal”. Para ejemplificarlo, piénsese en la situación que se produce al prever penas muy elevadas para delitos de gravedad media. Si un delito de gravedad media (pongamos: robo con violencia) se castiga con una pena muy elevada (pongamos: de 20 a 30 años de prisión), se podría incentivar a quien comete el robo con violencia a la comisión de otros delitos, teniendo en cuenta que, confrontado con la elevada pena del delito menos grave, puede considerar que tiene poco que perder con la comisión del más grave, y quizás algo que ganar (así, en el caso del robo con violencia, la comisión de un homicidio puede incrementar las posibilidades de fuga o servir para dificultar la ulterior identificación del delincuente). De este modo, cobra sentido mantener cierta proporcionalidad entre los delitos y las sanciones y castigar los delitos más graves con penas más graves. Con todo, las limitaciones más importantes a las conclusiones de eficiencia alcanzadas no tienen un origen interno al modelo, sino externo a él: la investigación empírica sobre cómo reaccionamos los seres humanos ante los incentivos negativos. Por tratarse de la objeción más relevante, merece la pena dedicarle un apartado propio.

Del modelo a la realidad: la investigación empírica sobre la disuasión

Los estudios sobre la disuasión y la relación entre probabilidad y severidad

La cuestión de si el derecho penal tiene o no efectos preventivos –objeto de especulación desde hace siglos– alcanzó un cenit de acaloramiento en los años setenta que, aprovechando las ostensibles mejoras en los métodos de investigación empírica, llevó en 1978 a la estadounidense National Academy of Sciences a encargar un informe a varios expertos. En su introducción al informe (cuyo título no deja espacio a la duda sobre su contenido: Disuasión e incapacitación: estimación de los efectos de las sanciones penales sobre las tasas de delito), los editores, ante la limitada validez de los estudios empíricos disponibles y el número de explicaciones alternativas que podían esclarecer los resultados, optaron por ejercer lo que ellos mismos denominaban “cautela científica” y alcanzaron la siguiente conclusión: “Todavía no podemos afirmar que las pruebas disponibles aseguren una conclusión positiva sobre [los efectos de] la disuasión”24.

En los años que nos separan de dicho documento, la disponibilidad de estudios más fiables conducidos siguiendo distintos métodos de investigación empírica ha llevado a una nueva situación25. Por un lado, existe un amplio consenso en que la existencia de un sistema de justicia penal tiene importantes efectos disuasorios, lo que los criminólogos en este ámbito han llamado “disuasión total” (o “absoluta”)26. Distinto es el caso de la llamada “disuasión marginal”, entendida aquí como el efecto disuasorio de las variaciones parciales o específicas de las políticas sancionadoras (incluyendo las modificaciones de las disposiciones legales)27. Aquí las conclusiones extraíbles de la investigación empírica apuntan a la existencia de importantes dificultades que, incluso cuando son superadas, abocan a efectos disuasorios moderados.

Siendo más específicos, en la actualidad existe acuerdo en que la disuasión guarda una correlación positiva con tres factores28: la gravedad de la sanción, su probabilidad y la rapidez de su imposición29. Así, las modificaciones político-criminales que lleven a penas más graves, más probables o de imposición más rápida tendrán efectos disuasorios30. Ahora bien: esto no significa que el modelo del AED basado en el homo oeconomicus sea una buena descripción de la realidad, y de hecho no lo es. Recuérdese que para este modelo las penas eran costes esperados, producto de la gravedad y la probabilidad de la pena, variables (esto es fundamental) que consideraba intercambiables, de modo que los cambios en la probabilidad podrían compensarse con cambios en sentido inverso en el rigor de la pena. Esta intercambiabilidad de dureza y probabilidad es esencial para alcanzar la conclusión de que, en términos de eficiencia, la pena ideal es una pena muy elevada con una probabilidad de imposición muy baja: de no resultar perfectamente intercambiables probabilidad y dureza, las rebajas en la probabilidad podrían afectar de forma importante a la disuasión, y de modo derivado también a la eficiencia de la pena.

Pues bien, en contra del modelo basado en el homo oeconomicus, las personas no reaccionamos de modo idéntico y ni siquiera similar a las variaciones en la probabilidad de ser sancionados y a los cambios en la magnitud de la pena imponible en caso de sanción. Por el contrario, existe consenso en que reaccionamos de modo mucho más pronunciado a los cambios en la probabilidad31, lo que tiene como consecuencia inmediata que cae la conclusión en términos de eficiencia alcanzada por el modelo de AED basado en el homo oeconomicus: no es cierto que en términos de eficiencia la pena ideal sea una pena muy elevada con una probabilidad muy baja, porque con ese nivel de probabilidad la disuasión se resiente de forma decisiva y en ningún caso se puede hablar de intercambiabilidad entre probabilidad y dureza de la sanción32.

Una nueva objeción: los requisitos de la disuasión según Paul Robinson

En una obra reciente, Paul H. Robinson ha planteado un novedoso e importante desafío a la teoría de la disuasión33. Hasta el momento, las críticas a esta teoría se basaban en sus modestos resultados en el frente empírico. Además de hacerse eco de estos, Robinson da un paso más y, en clara contraposición al carácter genérico y más bien amorfo de buena parte de las críticas a la teoría de la disuasión, desarrolla una descripción detallada de las circunstancias que pueden hacer que la disuasión fracase, mostrando que están lejos de ser pocas34. En concreto, el autor habla de la existencia de tres grupos de requisitos de la disuasión, cuya ausencia o existencia parcial se erige en un “obstáculo para la disuasión”.

1. Obstáculo del conocimiento del derecho. La teoría de la disuasión está basada en normas jurídicas, y presupone que las personas las conocen, exigiendo además, en las teorías más sofisticadas (como el AED), que tal conocimiento sea muy preciso. Las investigaciones empíricas, sin embargo, demuestran que el conocimiento del derecho de las personas legas es muy limitado y, desde luego, no llega en la gran mayoría de los casos al conocimiento de las concretas consecuencias jurídicas de la conducta ilegal35.

2. Obstáculo de la elección racional. Incluso asumiendo que las personas conozcan la regulación legal, hay diversas circunstancias que dificultan que puedan movilizar dicho conocimiento de forma racional en el momento de decidir sobre la comisión del delito. Circunstancias tales como el deficiente autocontrol en el sentido de la teoría general del delito de Gottfredson y Hirschi, el consumo de drogas (legales o ilegales) y la comisión del delito en grupo dificultan e incluso imposibilitan la elección racional en el momento decisivo: el inmediatamente previo a la comisión del delito36.

3. Obstáculo del coste neto percibido. En línea con los desarrollos de la teoría de la disuasión denominados “disuasión perceptiva” (perceptual deterrence), Robinson subraya que, para que funcione la disuasión, no importa la realidad objetiva del sistema de justicia penal, sino cómo la perciba el sujeto que está en disposición de actuar de forma delictiva. En este sentido, muestra cómo los elementos componentes del coste percibido (gravedad, certeza y rapidez) son difíciles de producir por el sistema de justicia penal, al menos para todos los delitos y en todos los momentos, y aún más difíciles de computar adecuadamente por los seres humanos37.

La estructurada y documentada exposición de Robinson funciona, sin duda alguna, como una buena lista de problemas de la disuasión. Sin embargo, y al margen de que algunos de estos problemas están presentados con algún exceso38, pese a todas estas dificultades el propio autor acepta que la existencia de un sistema de justicia penal que dispensa castigos puede tener efectos disuasorios39. Así pues, la lista de Robinson, antes que como un rechazo de la teoría de la disuasión, puede verse como una checklist o lista de comprobación de las “cosas que hay que hacer” si se quiere conseguir efectos disuasorios relevantes40. Y, en esta línea, hay que recordar que, como hace años advirtieron Braithwaite y Geis en un excelente artículo41, dadas las características de la delincuencia de cuello blanco, pueden tener éxito con ella medidas que están llamadas a fracasar en otros ámbitos. Así, por ejemplo, y dado que en este ámbito los delincuentes suelen tener trabajo lícito bien remunerado, las prohibiciones de realizar ciertas actividades (si se puede controlar el cumplimiento de tal prohibición) pueden tener efectos preventivos que no se pueden dar en otros ámbitos. Del mismo modo, la disuasión, que puede resultar difícil de conseguir en el caso de los delincuentes objeto de atención tradicional por el sistema de justicia penal, puede tener más éxito con los delincuentes de cuello blanco. En este sentido, Shover y Hochstetler se han referido a lo sorprendente que resulta que el refinamiento experimentado por el enfoque de la elección racional en criminología se haya detenido precisamente a las puertas del delito de cuello blanco42. La aludida falta de reflexión teórica resulta efectivamente curiosa, puesto que la teoría de la elección racional, incluyendo la teoría de la disuasión, parecen hechas a la medida de este tipo de delincuencia.

Según se acaba de decir, el esquema tripartito de “obstáculos” a la disuasión propuesto por Robinson podía funcionar como una hoja de ruta para las pretensiones disuasorias. Pues bien: de los tres obstáculos referidos (“obstáculo del conocimiento del derecho”, “obstáculo de la elección racional” y “obstáculo del coste neto percibido”), la delincuencia que se analiza se ve mucho menos afectada por los dos primeros que otros tipos de delincuencia. Restaría, entonces, el tercero, el “obstáculo del coste neto percibido”. En este sentido, los últimos años han presentado un incremento de las penas disponibles para la delincuencia de cuello blanco. Sin embargo, según se ha visto, esta variable no es tan importante como el incremento de la baja probabilidad de detección que aqueja endémicamente a la delincuencia de cuello blanco.

La responsabilidad penal de las personas jurídicas se puede entender precisamente como una medida para la corrección de este problema. En concreto, se concibe como un instrumento adecuado para reducir los graves déficits en la probabilidad de detección y condena, en tanto puede incentivar a los entes colectivos a que tomen medidas preventivas que disminuyan la probabilidad de comisión de delitos en su seno y a que colaboren con las autoridades en la averiguación de los que se cometan a pesar de tales medidas. Ocurre, sin embargo, que no todos los modelos de responsabilidad de los entes colectivos son igualmente adecuados para conseguir estos resultados. Veámoslo.

Los modelos de responsabilidad penal de las personas jurídicas en el derecho comparado y sus consecuencias político-criminales

Los modelos de responsabilidad penal de las personas jurídicas dominantes en el derecho comparado pueden reconducirse a dos grandes grupos:

Los denominados de heterorresponsabilidad, responsabilidad por hecho ajeno, de imputación directa o de responsabilidad vicarial.

Los modelos de autorresponsabilidad o responsabilidad por hecho propio43.

Los primeros parten de que las acciones de ciertos sujetos (normalmente, pero no necesariamente, los cargos directivos) se imputan directamente a la persona jurídica. No se trata solo de que se le impute la conducta, sino también el tipo subjetivo (dolo o imprudencia) con el que esta fue llevada a cabo por el sujeto individual. Si bien de modo reciente se han introducido algunos matices sobre los que se volverá, el modelo vicarial, interpretado de forma muy amplia, es el que ha venido rigiendo en los EE. UU., donde, como explica la exfiscal Mary Jo White, “si un solo empleado, da igual lo abajo que se encuentre en la jerarquía empresarial, comete un delito en el curso de su trabajo, incluso aunque la empresa se beneficie solo parcialmente, la empresa es penalmente responsable de ese delito. Es básicamente un sistema de responsabilidad absoluta”44. Es decir: para la persona jurídica, se trata de un sistema de responsabilidad objetiva que, además, no admite eximentes.

Los segundos modelos, los de autorresponsabilidad, se centran en la conducta de la propia persona jurídica. Igual que en los anteriores, se exige una conducta delictiva por parte de una persona física, así como que esta haya tenido lugar con ocasión de sus funciones en la persona jurídica y en beneficio de esta. Pero la conducta de la persona física no se le imputa directamente a la jurídica, sino que se exige que haya sido consecuencia de la defectuosa organización de la persona jurídica o se haya visto favorecida por ella.

En resumidas cuentas, mientras que en los modelos de responsabilidad por imputación directa o vicarial la conducta delictiva de ciertos sujetos es condición necesaria y suficiente de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, en los modelos de responsabilidad por defecto organizativo la conducta delictiva de esos sujetos es condición necesaria, pero todavía no suficiente de la responsabilidad. Para que se produzca esta segunda, es necesario que exista una infracción de un deber o un defecto organizativo de la persona jurídica que facilitó o propició el delito.

La mayor simplicidad del modelo de imputación directa o vicarial y su gran parecido con la imputación a la empresa de la conducta de los órganos y representantes en el derecho privado explica que este fuera el primero en el tiempo. En la actualidad, sin embargo, está siendo progresivamente desplazado por el modelo de responsabilidad por defecto de organización45.

Varios son los motivos que justificarían esta evolución. Así, se afirma que los modelos de responsabilidad directa pecan por defecto y por exceso. Por defecto, porque exigen la comprobación de que una persona física con poder de dirección ha cometido efectivamente el delito (en algunos casos se dice que exige su condena, lo que excluiría la responsabilidad penal de las personas jurídicas incluso cuando la falta de condena se produce por un motivo tan alejado de la persona jurídica como la muerte del sujeto en cuestión). Por exceso, porque una vez acreditada la responsabilidad de la persona física esta se imputa sin solución de continuidad a la persona jurídica, lo que en ocasiones puede significar una infracción del principio de responsabilidad subjetiva.

Estas críticas a los modelos de responsabilidad por imputación directa han de ser valoradas de modo diferente: mientras que la crítica relativa a la infrainclusión no es acertada, sí lo es la que se refiere a la sobreinclusión.

La primera crítica, entiendo, confunde el modo concreto conforme al que se ha venido exigiendo la responsabilidad según el modelo de imputación directa con sus implicaciones conceptuales. Es cierto que en la implementación práctica del modelo se ha exigido la acreditación de la existencia de un hecho delictivo individual por medio de una sentencia declarativa de tal responsabilidad. Pero este proceder es una decisión contingente en la implementación del modelo y que se puede desvincular conceptualmente de él. La exigencia de un hecho delictivo cometido por una persona física (requisito, recuérdese, que también demanda el modelo de responsabilidad por defecto de organización) puede satisfacerse exigiendo cedazos menos elevados que la existencia de una sentencia condenatoria. De hecho, y dado que ontológicamente las personas jurídicas no pueden decidir ni actuar por sí mismas (otra cosa es lo que el ordenamiento jurídico disponga normativamente sobre su responsabilidad a través de la imputación de conductas de otras personas), en los casos en los que se sabe a ciencia cierta que se ha cometido un delito en el seno de una persona jurídica, también se sabe a ciencia cierta que lo ha cometido una persona física.

Pero si no convence el primer argumento, referido a la infrainclusión del modelo, sí lo hace el segundo, relativo a su carácter sobreinclusivo. El problema es obvio y, entiendo, insuperable, puesto que se relaciona con la exigencia de imputación subjetiva en la responsabilidad penal de las personas jurídicas, un requisito que no es solo razonable sino que es exigido por nuestra jurisprudencia constitucional46.

Básicamente, el modelo de imputación directa o vicarial presume que, en todos los casos en los que una persona con poder de dirección comete un delito, se puede afirmar la responsabilidad subjetiva de la persona jurídica. Esto, sin embargo, no es cierto. Sin duda alguna, el hecho de que una persona física con poder de dirección en una persona jurídica cometa un delito es un indicio de que algo no va bien en dicha persona jurídica (mucho menor indicio supone que lo cometa cualquier empleado, como vimos admite el sistema vigente en los EE. UU. a día de hoy). No obstante, no se puede excluir que se trate de un hecho aislado e imprevisible en el seno de una persona jurídica bien organizada. La propia descripción del modelo de responsabilidad por defecto de organización nos muestra claramente la existencia de dos momentos diferenciados de responsabilidad subjetiva: un primer momento referido a la responsabilidad subjetiva del sujeto individual que lleva a cabo el delito que sirve como hecho de referencia y un segundo momento relativo a la existencia de una infracción del deber o de un defecto de organización de la empresa. Conceptualmente, el modelo de imputación directa o vicarial puede entenderse en el sentido de establecer una presunción iuris et de iure conforme a la cual la responsabilidad subjetiva de la persona física conlleva necesariamente la de la persona jurídica. Con todo, es posible pensar en situaciones que muestran que esta correlación no es necesaria.

Piénsese, por ejemplo, en una empresa que en 1989 eligió como uno de sus tres representantes al sujeto individual X. En los treinta años que van desde 1989 a 2019, X realiza sus labores sin queja o denuncia de irregularidad alguna. En 2019, X, que precisa contar con una cantidad importante de efectivo a corto plazo, decide cometer un delito con el que llenar las arcas de la empresa para así cobrar un importante bono a fin de año. La ilicitud de la operación es denunciada internamente mediante un procedimiento a tal efecto establecido por la propia empresa. Una vez investigados los hechos y verificada la existencia de un hecho delictivo, la propia empresa informa de la situación a la fiscalía por medio de otro de sus representantes.

¿Puede decirse que la empresa ha infringido algún deber de cuidado? No lo parece. Si pensamos en los criterios tradicionales de responsabilidad por hechos de terceros, las clásicas culpa in eligendo y culpa in vigilando, no se puede sostener seriamente que la empresa se equivocó en el momento de la elección (¿hace treinta años y eligiendo a una persona que cumplió a la perfección durante ese periodo?), y tampoco que no se vigiló adecuadamente (en el ejemplo el delito es detectado por la propia empresa, lo que demuestra que los mecanismos de vigilancia no solo existen, sino que se implementan adecuadamente). Por supuesto, se puede insistir en que las personas con puestos de dirección “son” la empresa (argumento que no vale para otros empleados). Pero ese “son”, que tiene sentido en el ámbito del derecho privado, no puede pasar por encima del principio de responsabilidad subjetiva en el ámbito sancionador. Para afirmar la existencia de responsabilidad subjetiva, es preciso que podamos reprochar que se hizo mal algo que razonablemente (no a cualquier coste) podría haberse hecho bien47. Y ello no es posible en supuestos como aquel que se acaba de describir.

Este es el punto decisivo de la cuestión. El modelo de responsabilidad por imputación directa o vicarial no puede asegurar la existencia de responsabilidad subjetiva por parte de la empresa. Apunta un extremo razonable, cual es el carácter indiciario de la responsabilidad de la empresa que tiene el que uno de sus cargos directivos haya cometido un delito. Pero no prevé ningún correctivo, convirtiendo lo que es un indicio razonable en una presunción iuris et de iure de culpabilidad que, como todas las presunciones de tal tipo, no admite prueba en contrario (en realidad son definiciones). En este caso, y al versar sobre la responsabilidad subjetiva, tal presunción es incompatible con el principio de culpabilidad y, por tanto, con el mandato constitucional de que las sanciones (todas: penales y administrativas, a personas físicas o jurídicas) están sometidas a dicho principio.

Más allá de las cuestiones jurídico-constitucionales, resulta además que, en términos regulatorios, el sistema de autorresponsabilidad ofrece mejores incentivos:

Las empresas pueden evitar los delitos mediante la toma de medidas ex ante que reduzcan el beneficio esperado del delito para los empleados (en sentido amplio: incluyendo a sus directores), dado que estos en general se benefician de estos delitos de manera indirecta, especialmente mediante la promoción interna y la retribución, variables ambas que pueden ser manipuladas por la empresa. Además de estas medidas preventivas, que tienen que ver con rasgos (políticas de promoción y salarios) que de modo prácticamente necesario tienen que adoptarse por todas las empresas y que por tanto podemos denominar “estructurales”, las empresas pueden adoptar medidas de prevención que supongan un incremento de la probabilidad de que la comisión de actos ilícitos sea objeto de detección y sanción por el Estado. Estas medidas pueden ser tanto ex ante (establecimiento de procedimientos que faciliten la prueba de quién-hizo-qué) como ex post (investigaciones internas y cooperación con las autoridades). De hecho, las empresas no solo pueden tomar las medidas preventivas que se acaban de exponer, sino que también son los sujetos que más eficientemente pueden tomar dichas medidas preventivas (en ocasiones, los únicos que pueden hacerlo con costes razonables48).

El problema de afirmar la responsabilidad penal de las personas jurídicas siempre que se produzca un delito en el entorno de la empresa (esto es, con responsabilidad objetiva), como hace el modelo de heterorresponsabilidad, es que con este régimen la persona jurídica tiene efectivamente incentivos para que no se cometan delitos en su seno (puesto que sabe que habrá de responder por ellos), pero al mismo tiempo tiene incentivos para que, si se cometen, no sean descubiertos y, por lo tanto, no ser sancionada (lo cual en un régimen de responsabilidad objetiva ocurrirá siempre que se demuestre la comisión del delito). En realidad, desde un punto de vista autointeresado, a la empresa no le interesa tanto que no se cometan delitos en su seno como que estos no se descubran, pues si se descubren siempre responde, con independencia de la diligencia que haya empleado ex ante. Esto implica que, si bien puede tener interés en que no se cometan delitos, no tomará medidas que faciliten su detección49, e incluso puede considerar la posibilidad de ocultar los que se han cometido. Como puede verse, el modelo de autorresponsabilidad no solo es el único que respeta el principio de responsabilidad subjetiva (lo cual ya debería zanjar la discusión), sino que es así mismo el que mejores efectos políticocriminales conlleva.

Lo anterior recoge la teoría sobre la imputación de responsabilidad a entes colectivos. ¿Qué hay de la práctica? Se advertía en el apartado introductorio que el carácter reciente o la falta de información hacen que sea muy difícil evaluar esta institución en una mayoría de los ordenamientos penales que la admiten. Lo anterior convierte al sistema estadounidense en el mejor candidato a la hora de evaluar los logros y las dificultades de este modelo de responsabilidad (aun cuando la información dista de ser completa, especialmente sobre las empresas pequeñas y medianas: lo que sigue se refiere a las de mayor tamaño). Siguiendo a una de las mayores especialistas en la materia, en la actualidad los rasgos principales de la responsabilidad penal de las personas jurídicas en los EE. UU. son los siguientes50:

Permite la imposición de elevadas sanciones.

Es, de iure, objetiva respecto de las infracciones cometidas por sus empleados en el ejercicio de sus funciones.

Incluye, de facto, importantes elementos de responsabilidad subjetiva: si cumplen con ciertos deberes de diligencia y colaboran con las autoridades, las empresas pueden evitar la persecución penal o la condena o, en el caso de resultar condenadas, pueden ver importantemente disminuida su responsabilidad.

De iure, la responsabilidad del ente se acumula y no desplaza a la responsabilidad de las personas físicas que hayan cometido el delito.

De facto, en numerosos casos se actúa solo contra las personas jurídicas.

Esto último es decisivo: resulta muy usual que las (grandes) empresas y la fiscalía lleguen a acuerdos de aplazamiento de la persecución una vez esta se ha iniciado (Deferred Prosecution Agreements), o a acuerdos de no persecución (Non Prosecution Agreements). Y estos, si bien están normalmente condicionados al pago de multas y al acometimiento de medidas de reforma estructural por parte de las empresas, de forma mayoritaria no incluyen exigencias de cooperación para facilitar la persecución de las personas físicas que cometieron los hechos, que de esta manera ven su responsabilidad encubierta por la del ente colectivo.

Conclusión: la oportunidad y la justicia de encarcelar a los delincuentes de cuello blanco (al menos a algunos)

La situación fáctica que se acaba de exponer muestra cómo, para aminorar los problemas de persecución del delito en el ámbito empresarial, no basta con tener responsabilidad penal de las personas jurídicas: es preciso seguir insistiendo en la sanción de las personas físicas que tomaron las concretas decisiones delictivas en su seno o en su entorno. Ahora bien: ¿qué tipo de penas? La discusión anterior nos encamina a una conclusión: penas privativas de libertad. Estas no solo son tendencialmente más graves que las penas de multa y las interdicciones51, sino que tienen otra gran virtud disuasoria: su cumplimiento es estrictamente personal y no puede ser repercutido a otras personas, físicas o jurídicas, como tantas veces ocurre con las interdicciones (el empresario inhabilitado sigue ejerciendo como tal por persona interpuesta) o las multas (que son pagadas por las empresas). Ciertamente, en una minoría de ordenamientos se prohíbe expresamente que las penas pecuniarias impuestas a las personas físicas sean pagadas por las personas jurídicas para las que trabajan52. Sin embargo, las posibilidades de elusión (pagos a terceros cercanos, o pagos diferidos o en especie, por ejemplo) siguen siendo muchas.

Por tanto, la oportunidad está servida. ¿Y la justicia? Se ha visto en el primer apartado cómo el delito de cuello blanco puede tener consecuencias muy lesivas, por poco visibles que en ocasiones estas puedan resultar53. De modo más importante en términos de legitimidad, este tipo de delito es además cometido por un tipo de infractor que, en términos de culpabilidad, se aleja del que es usualmente objeto de la atención del sistema de justicia penal. Geis lo expresa con maestría:

Gran parte del delito de calle debe verse como relacionado en considerable medida con las desventajas experimentadas por personas a quienes les ha tocado una papeleta perdedora en la lotería de la vida. No debe permitirse que estas personas exploten y dañen a otros, pero resulta fácil, al menos para mí, compadecerlas por sus dificultades económicas. Por otra parte, el delito de cuello blanco es cometido con mucha más frecuencia por aquellos que viven muy bien, pero no obstante se ven inclinados a acaparar una cuota aún mayor de riqueza54.

Dadas estas condiciones, y considerando que los sistemas de justicia penales actuales sancionan con penas de prisión conductas objetivamente menos lesivas y subjetivamente menos reprochables, no cabe duda de que la objeción relativa a la injusticia de la pena resulta con seguridad comparativamente insostenible en nuestros sistemas de justicia penal. Yendo más allá, creo que también lo es en términos absolutos, puesto que no se trata de instrumentalizar a nadie porque con ello puedan conseguirse efectos preventivos: se trata de imponer sanciones duras, pero proporcionadas, a quienes, estando en las mejores condiciones para omitir conductas socialmente muy lesivas, se deciden por su comisión.

Notas

1Sutherland, Edwin H. White Collar Criminality.American Sociological Review, 1940, vol. 5, n.º 1, p. 1 (cursivas mías).

2Sutherland, Edwin H.White-collar Crime. Nueva York: Dryden, 1949, p. 9.

3Sutherland afirmaba expresamente que “esta comparación se hace con el propósito de desarrollar las teorías sobre la conducta delictiva, no con el propósito de denunciar o reformar nada que no sea la criminología” (véase Sutherland, Edwin H. White Collar Criminality..., p. 1).

4Así, Geis, Gilbert. El delito de cuello blanco como concepto analítico e ideológico. En: Guzmán Dálbora, José, et al., eds.Derecho penal y criminología como fundamento de la política criminal. Estudios en homenaje al profesor Alfonso Serrano Gómez.Madrid: Dykinson, 2006, pp. 309 y SS. “Nadie resultó engañado por el discurso. Constituía una virulenta acusación respecto a la conducta ilegal de las personas que violaban las leyes diseñadas para regular el modo en que hacían su trabajo” (Ibid., p. 312).

5Nelken, David.White-Collar and Corporate Crime.En: Maguire, Mike et al., eds.Oxford Handbook of Criminology,5.ª ed., Oxford: Oxford University Press, 2012, pp. 623 y SS.

6Un ejemplo reciente de mi país, España: en 2015, la Comisión Nacional para los Mercados y la Competencia se refería a cómo el sobreprecio en la contratación pública (que cifraba en el 25 %) suponía unos vertiginosos 48 000 millones de euros al año, cifra que supone un 4,5 % del PIB español. Véase esta y otras también espectaculares cifras de estudios “macro” en Ramió, Carles.La renovación de la función pública.Madrid: Catarata, 2016, pp. 39-42. Como puntualiza el propio Ramió, no cabe pensar que todo el sobreprecio se deba a corrupción en el sentido clásico de ejercicio de poderes públicos para el beneficio particular: también hay problemas de diseño y negligencia. De modo general, véanse las mareantes cifras aportadas por Nelken, op. cit., pp. 625-626. Como recuerda el autor, la lesividad de estas conductas no es solo de carácter financiero, sino que en ocasiones también afecta de manera directa la vida y la salud de las personas. En el mismo sentido, véase Terradillos Basoco, Juan.Concepto y método del derecho penal económico.En: Serrano-Piedecasas, José Ramón y Demetrio Crespo, Eduardo, dirs.Cuestiones actuales de Derecho Penal Económico,Madrid: Colex, 2008, pp. 12-13.

7Véanse Diamantis, Mihailis y Laufer, William. Prosecution and Punishment of Corporate Criminality.Annual Review of Law and Social Science,2019, vol. 15, pp. 1-2. Disponible en https://papers.ssrn.com/sol3/papers.cfm?abstract_id=3297762; Uhlmann, David. The Pendulum Swings: Reconsidering Corporate Criminal Prosecution.University of California Davis Law Review,2016, vol. 49, n.º 4, pp. 1235 y SS.

8Véase, por ejemplo, Ehrlich, Isaac. Crime, Punishment, and the Market for Offenses. Journal of Economic Perspectives, 1996, vol. 10, n.º 1, p. 46, quien incluye en la interacción a los delincuentes, las instancias de aplicación de la ley, los vendedores o consumidores de bienes y servicios de procedencia ilícita y las potenciales víctimas. La lista se puede ampliar a todos los participantes en el proceso de imputación de responsabilidad criminal, como los abogados, por ejemplo.

9Sobre la prevalencia de este modelo de ser humano en la obra de los autores ilustrados, véase Torío López, Ángel. El sustrato antropológico de las teorías penales. Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, 1986, Extra 11, pp. 671-673.

10Becker, Gary. Crime and Punishment: An Economic Approach. En: Stigler, George, ed. Chicago Studies in Political Economy. Chicago: The University of Chicago Press, 1988, pp. 537-592 (publicado originalmente en 1968, fecha por la que se cita).

11Ibid., p. 538.

12Ibid., p. 545 (cursivas mías).

13Esta última variable (la predisposición a cometer un acto ilegal), estará fuertemente mediada por sus planteamientos éticos, como subrayan Karstedt, Susan y Greve, Werner. Die Vernunft des Verbrechens. Rational, irrational oder banal? Der ‘Rational-Choice’-Ansatz in der Kriminologie. En: Bussmann, Kai D. y Kreissl, Reinhard, eds. Kritische Kriminologie in der Diskussion. Theorien, Analysen, Positionen. Opladen: Westdeutscher Verlag, 1996, pp. 190-191, y Montero Soler, Alberto y Torres López, Juan. Economía del delito y de las penas. Un análisis crítico. Granada: Comares, 1998, p. 21. Así mismo, es oportuno recordar que, de hecho, los planteamientos éticos varían tanto con los distintos tipos de delito como con las circunstancias de su comisión, como puede verse considerando los distintos escrúpulos morales con los que se contempla la decisión de hurtar en el pequeño comercio del barrio y la de cometer ese mismo delito en unos grandes almacenes (Clarke, Ronald y Cornish, Derek. Rational Choice. En: Paternoster, Raymond y Bachman, Ronet, eds. Explaining Criminals and Crime. Essays in Contemporary Criminological Theory. Oxford: Oxford University Press, 2001, p. 27).

14En este sentido, Ehrlich (op. cit., p. 65) califica de “error habitual” entender que la teoría “solo se refiere a los incentivos negativos, cuando los positivos pueden albergar una mejor promesa para ‘solucionar’ el problema del delito”.

15>Becker, op. cit., p. 538.

16Cooter, Robert y Ulen, Thomas. Law and Economics. 5.ª ed. Boston: Pearson Education, 2007, p. 510.

17Donohue, John y Siegelman, Peter. Allocating Resources Among Prisons and Social Programs in the Battle Against Crime. Journal of Legal Studies, 1998, vol. XXVIII, p. 2. Los autores analizaron, de un lado, los costes anuales de la política de encarcelamiento, así como sus efectos inocuizador, rehabilitador y preventivo general; de otro, los costes y beneficios de distintos programas sociales, la mayoría de los cuales no estaban expresamente dirigidos a prevenir delitos (curiosamente, ninguno de los que pasó el análisis coste-beneficio en este aspecto tenía como finalidad tal prevención). A continuación, los autores compararon los costes y beneficios de dos opciones político-criminales: la posibilidad de continuar la política de encarcelamiento masivo y la de invertir el dinero que costaría tal política en los programas de intervención social primaria que se han mostrado más efectivos (Ibid., pp. 31-43). Los autores muestran que sería posible obtener mejores resultados preventivos con esta segunda opción, que además ve reforzado su atractivo cuando se piensa en lo que denominan “beneficios ancilares” de los programas de intervención social primaria; esto es, las mejoras en la situación de aquellos que participan en dichos programas, distintas de su no participación en actividades delictivas, como puedan ser mejoras laborales, en la autoestima, en su vida en comunidad, en sus relaciones familiares, etc.

18Salvo que los costes administrativos del cobro superen el importe de la multa. Pero incluso en ese caso el Estado se ahorra los costes de la ejecución penal (la multa, tras su pago, no genera costes ulteriores).

19Sí los indirectos: si el sujeto es un conductor peligroso o un profesional negligente, el no ejercicio de la conducción o la profesión tendrá como beneficio la disminución del riesgo en tales actividades.

20Se prescinde por ahora de otros posibles costes para el delincuente, como puedan ser, en el terreno de las sanciones, los efectos reputacionales, que en ocasiones pueden tener mayor entidad que los legales y cuya inclusión tiene consecuencias en el análisis.

21De hecho, en todos ellos: sin el incremento en policía no se puede aumentar la probabilidad de condena (por falta de sospechosos a los que juzgar), pero un incremento del número de policías y arrestos sin ministerio fiscal para acusar o jueces para juzgar y eventualmente condenar es igualmente estéril.

22Por esta razón, se ha podido afirmar que “el aumento de las penas apenas requiere mayores recursos sociales” (Pastor Prieto, Santos. Sistema jurídico y economía. Madrid: Tecnos, 1989, p. 170).

23No se daría, sin embargo, la “intervención generalizada del sistema de justicia penal” ni la “tolerancia cero” que habitualmente se asocian con el AED: si la probabilidad de imposición de la sanción es reducida, también lo será la intervención policial y la de los órganos judiciales; en cuanto a la “tolerancia cero”, sistemas como los expuestos de hecho toleran delitos que podrían evitar.

24Blumstein, Alfred, Cohen, Jacqueline y Nagin, Daniel.Deterrence and Incapacitation: Estimating the Effects of Criminal Sanctions on Crime Rates.Washington, D. C.: National Academy of Sciences, 1978, p. 7. En las pocas ocasiones en las que se alude a este estudio, la cita suele cortarse en el mismo punto en el que se ha cortado aquí. Lo cierto, empero, es que la frase continuaba: “Nuestra reticencia a extraer conclusiones más fuertes no supone un apoyo para la posición que afirma que el derecho penal no disuade, dado que las pruebas existentes con seguridad apoyan la posición que afirma que tiene efectos disuasorios antes que la que afirma que no los tiene” (Idem). Lo anterior es solo un ejemplo más del grado de distorsión que en este tema introducen los distintos posicionamientos axiológicos.

25Mientras que, en la década de los setenta la investigación se limitó casi exclusivamente a investigar los efectos de las penas privativas de libertad y la pena de muerte sobre las tasas de delincuencia, lo cual se hacía de la mano de análisis de regresión. Desde entonces, además de ampliarse los métodos mediante los cuales se analiza el efecto disuasorio de la prisión y la pena de muerte, la investigación se ha ampliado a los efectos de la actividad policial y al estudio de cómo las diferencias en la percepción de los sujetos sobre el riesgo de sanción se traducen en distintas magnitudes de efectos disuasorios. Para un magnífico resumen de todas estas líneas de investigación, véase Apel, Robert y Nagin, Daniel. General Deterrence: A Review of Recent Evidence. En: Wilson, James y Petersilia, Joan, eds.Crime and Public Policy. Nueva York: Oxford University Press, 2011, pp. 411-436.

26Véanse Doob, Anthony y Webster, Cheryl. Sentence Severity and Crime: Accepting the Null Hypothesis. En: Tonry, Michael, ed.Crime and Justice, vol. 30.Chicago y Londres: The University of Chicago Press, 2003 (especialmente, p. 144) y Von Hirsch, Andrewet al. Criminal Deterrence and Sentence Severity. An Analysis of Recent Research.Oxford: Hart, 1999 (por ejemplo, p. 47).

27Por ejemplo: si subimos una pena de cinco años de prisión a seis años de prisión, ¿qué efecto tiene este cambio sobre la disuasión? El efecto que tenga (presumiblemente un muy leve aumento de la disuasión) es la “disuasión marginal” en el sentido criminológico del término.

28Por todos, Paternoster, Raymond. How Much Do We Really Know About Criminal Deterrence?The Journal of Criminal Law and Criminology,2010, vol. 100, n.º 3, pp. 783-784.

29La gravedad abstracta de la sanción depende de forma exclusiva de la pena que disponga el legislador. Esto ya no es cierto predicado de la pena concreta, que depende también de la actitud de la judicatura (para un interesante análisis de la facultad de suspensión de la pena en estos términos, véase Cardenal Montraveta, Sergi. Función de la pena y suspensión de su ejecución. ¿Ya no “se atenderá fundamentalmente a la peligrosidad criminal del sujeto”?InDret. Revista para el Análisis del Derecho,2015, n.º 4. Disponible en http://www.indret.com/pdf/1173..pdf

Sin embargo, la probabilidad y la rapidez de la sanción nunca dependerán solo del sistema de justicia penal (policía, fiscalía y judicatura), sino también de otros factores, señaladamente de la colaboración ciudadana.

30La correlación positiva “celeridad-disuasión” solo se da cuando la celeridad se define como el tiempo entre la comisión del ilícito y su castigo. Por el contrario, la muy escasa investigación empírica disponible (Paternoster, op. cit., p. 816, llega a decir que “no sabemos virtualmente nada sobre los efectos de la celeridad”) sugiere que la relación entre la tardanza en el cumplimiento efectivo del castigoya impuesto y la disuasión es la contraria; esto es, y al menos para penas privativas de libertad, que se consigue más disuasión cuanto más se tarda en ejecutar la sanción ya impuesta. Al respecto, véase Paternoster, op. cit., p. 811, nota 246 y p. 815, nota 276).

31La conclusión a la que se llegó en los años setenta mediante estudios en los que se empleaban análisis de regresión ha sido corroborada por los estudios sobre la percepción de la disuasión (“disuasión perceptiva” –perceptual deterrence–). Véase Apel y Nagin, op. cit., pp. 412-413.

32Este resultado empírico no tiene por qué condenar a los modelos económicos del delito, que por el contrario pueden acomodarlo fácilmente. Eso es precisamente lo que ha hecho el más prestigioso analista económico del derecho penal, John Donohue, que insta a los analistas económicos del Derecho a moverse desde una perspectiva “Beckeriana” (la dureza de la sanción y su probabilidad de imposición son magnitudes intercambiables) a una “Beccariana” (la probabilidad importa más, de hecho mucho más). Al respecto, véase Donohue, John. Economic Models of Crime and Punishment.Social Research,2007, n.º 74, pp. 379-412.

33Véase Robinson, Paul H.Principios distributivos del derecho penal. A quién debe sancionarse y en qué medida.Trad. por Cancio, Manuel y Ortiz, Íñigo. Madrid: Marcial Pons, 2012.

34Lo que sigue es un muy apretado resumen del capítulo 3 (Does Criminal Law Deter? ¿Disuade el derecho penal?–) de Robinson, op. cit., pp. 21-71.

35Ibid., pp. 24-27. Entre otros, Robinson refiere estudios de presos en los cuales solo una minoría (22 %) afirma haber sabido con seguridad la pena del delito en el momento de cometerlo.

36Ibid., pp. 28-31.

37Ibid., pp. 32-48. Esto es debido, por ejemplo, al fenómeno psicológico del “descuento de futuro”, que nos hace tomar menos en serio los sucesos alejados en el tiempo, como es el caso de los últimos diez años de una pena de prisión de treinta, o el fenómeno del “descuido de la duración”, que hace que nuestros recuerdos de las experiencias adversas no se correspondan con su objetividad, debido sobre todo a nuestros problemas para recordar adecuadamente su duración.

38Así, por ejemplo, para analizar los efectos de la (falta de) rapidez en la imposición del castigo, Robinson se apoya en las pruebas obtenidas en experimentos con perros (Ibid., p. 45). Sin embargo, no cabe duda de que la capacidad de los seres humanos de asociar nuestras acciones pasadas con eventos posteriores es incomparable a la de los perros o cualesquiera otros animales: los criminales de guerra que esconden sus delitos décadas después de haberlos cometido son buena prueba de ello.

39Ibid., p. 50. Se suma con ello a la corriente mayoritaria.

40En este sentido es precisamente en el que avanzan las propuestas de autores como David Kennedy y Mark Kleiman, genéricamente conocidas como “disuasión concentrada”, esto es, no dirigida a la colectividad en general, sino a concretos grupos de personas e incluso a estos grupos solo en situaciones concretas. Véase Kennedy, David.Deterrence and Crime Prevention: Reconsidering the Prospect of Sanction.Londres: Routledge, 2008 y Kleiman, Mark.When Brute Force Fails. How to Have Less Crime and Less Punishment.New Jersey: Princeton University Press, 2009.

41Braithwaite, John y Geis, Gilbert. On Theory and Action for Corporate Crime Control. Crime & Delinquency,1982, vol. 28, n.º 2, pp. 292 y SS.

42Shover, Neal y Hochestetler, Andy.Choosing White Collar Crime.Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press, 2006 (véanse, por ejemplo, pp. 1-4).

43Sobre estos dos modelos, véase Nieto Martín, Adán.La responsabilidad penal de las personas jurídicas: un modelo legislativo.Madrid: Iustel, 2008, pp. 88-177.

44White, Mary Jo. Corporate Criminal Liability: What Has Gone Wrong?PLI Corp. Law & Practice, Course Handbook Series,2005, n.º B-1517, p. 817.

45Véase Gómez-Jara, Carlos. Presentación. En: Gómez-Jara, Carlos, ed.Modelos de autorresponsabilidad penal empresarial. Propuestas globales contemporáneas.Navarra: Thomson-Aranzadi, 2006, pp. 21-22.

46Sobre la exigencia del Tribunal Constitucional español de responsabilidad subjetiva en el derecho administrativo sancionador (a fortiori también en derecho penal), resultan fundamentales la STC 76/1990 del 26 de abril (ponente Leguina Villa), FJ 4.º, apdo. A, y la STC 246/1991 del 19 de diciembre (ponente Tomás y Valiente), FJ 2.º. De modo más reciente, véase STC 164/2005 del 20 de junio (ponente Gay Montalvo), FJ 6.º.

47Ello no supone diferencia alguna con la situación relativa a las personas físicas, donde también ponemos límites a los costes en los que se debe incurrir para cumplir con el deber de cuidado. Al conductor de automóviles que tiene la obligación de que su auto pase anualmente una revisión no le exigimos adicionalmente que haga revisiones mensuales, a pesar de que, si estas se hicieran, seguramente se detectarían más defectos que podrían resultar en accidentes.

48Esto no es sino un apretado resumen de la “segunda ola” de análisis económico de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Al respecto, véase Arlen, Jennifer. Corporate Criminal Liability: Theory and Evidence. En: Harel, ed.Research Handbook on the Economics of Criminal Law.Elgar, 2012, p. 145.

49Idem.

50Ibid., p. 146.

51“Tendencialmente”, toda vez que una muy elevada sanción pecuniaria o una interdicción muy amplia y duradera pueden verse como peores que una pena privativa de libertad de corta duración. Sin embargo, si se comparan términos similares (por ejemplo, penas pecuniarias graves con penas privativas de libertad graves), el mayor carácter aflictivo de la pena privativa de libertad no parece poder ponerse en duda.

52Es el caso de la Foreign Corrupt Practices Act estadounidense. Véase 15 USC 78 dd-2 (g) (3); 78 dd-3 (e) (3) y 78 ff (c) (3).

53Esto no ocurrirá siempre (también hay delito de cuello blanco “de poca monta”), y en caso de que no ocurra la menor gravedad del daño social, puede llevar a negar la legitimidad de la imposición de una pena tan severa como la privativa de libertad. No se afirma, por tanto, que todos los delincuentes de cuello blanco deban ser sancionados con pena de prisión.

54Geis, El delito de cuello blanco..., p. 322.


*Profesor de Derecho Penal y Criminología de la Universidad Complutense de Madrid. Correo electrónico: iourbina@ucm.es

Problemas actuales de derecho penal económico, responsabilidad penal de las personas jurídicas, compliance penal y derechos humanos y empresa

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