Читать книгу Johannes Kepler - Max Caspar - Страница 11
ОглавлениеInfancia y años de juventud
(1571-1594)
NACIMIENTO Y ASCENDENCIA
Así fue la época en que nació el primer hijo de Heinrich Kepler y de su esposa Katharina Guldenmann; ocurrió el jueves 27 de diciembre de 1571 a las dos horas, treinta minutos de la tarde [1] en la pequeña ciudad imperial suaba de Weil, hoy llamada Weil der Stadt. Bautizaron al niño con el nombre de Johannes por haber coincidido su fecha de nacimiento con la celebración del día de san Juan apóstol.1
La familia Kepler2 de la que procedía el niño llevaba afincada en Weil der Stadt unos cincuenta años. En 1520 el bisabuelo de Johannes, llamado Sebald, emigró de su ciudad natal, Nuremberg, y se estableció allí. Era artesano y se dedicaba a la peletería. La familia que formó en el nuevo lugar de residencia fue muy numerosa, y sus hijos consiguieron reputación con rapidez gracias a su habilidad. Algunos fueron miembros del ayuntamiento, y el segundo de ellos, que también se llamó Sebald, llegó a ser burgomaestre y administrador de prebendas en la ciudad. Su matrimonio con Katharina Müller, de la población cercana de Marbach, también fue bendecido con una gran prole. El padre de nuestro Johannes fue su cuarto hijo, Heinrich, quien contaba veinticinco años, al igual que su esposa, cuando vino al mundo su primer descendiente. La madre de Johannes era hija de Melchior Guldenmann, posadero y corregidor en la vecina Eltingen. Podemos seguir remontando aún más los orígenes familiares. El padre de aquel Sebald Kepler que se trasladó a Weil der Stadt era Sebald Kepner, maestro encuadernador en Nuremberg. Así, y no como Kepler, lo cita de puño y letra Johannes Kepler en un documento tardío suyo en el que se basan los datos genealógicos mencionados hasta ahora. Se trata de una modificación lingüística arbitraria del viejo apellido Kepler, quizá por asimilación del nombre Kepner, muy frecuente en los registros de la ciudad de Nuremberg en el siglo XV.
Hasta aquí, los antepasados nos salen al paso como artesanos, pero obtenemos otra imagen si retrocedemos aún más en la historia familiar. Sebald Kepner o Kepler, el maestro encuadernador de Nuremberg, pertenecía a una casa de linaje noble, pero abandonó la aristocracia cuando la necesidad lo llevó a ingresar en el gremio de artesanos en Nuremberg. Puede que la alteración del nombre Kepler a Kepner guarde alguna relación con este cambio de condición social. Según una historia bastante fidedigna, este Sebald fue hijo de Kaspar von Kepler, quien hacia finales del siglo XV ejerció como caballerizo de postas en la corte de Worms. A su vez, este Kaspar von Kepler fue hijo del guerrero Friedrich Kepler, a quien el emperador Segismundo armó caballero sobre el puente del Tíber en Roma el 31 de mayo de 1433, día de Pentecostés [2]. Johannes Kepler no fue el único en atestiguar más tarde este nombramiento de manera explícita cuando, sin ánimo de alarde, habló de él a un aristócrata [3] veneciano. La noticia está documentada con mucha más amplitud en la ejecutoria del año 1433 que aún hoy existe en el registro vienés de la nobleza, y según la cual se distinguió a los hermanos Konrad y Friedrich Kepler del modo mencionado por sus méritos militares en el ejército del emperador. En dicha carta de nobleza, el blasón de la familia Kepler experimentó un embellecimiento parejo [4]. El escudo está cortado en un cuartel superior oro y otro inferior azur. En el superior aparece la media figura de un ángel vestido de gules, con alas doradas y apoyando las manos sobre la línea de división. Sobre el yelmo forrado de gules y oro hay un sombrero picudo de oro ribeteado de azur y coronado por una protuberancia de oro, azur y gules, de la que surge un airón de color sable salpicado de un oropel dorado. Este blasón le fue otorgado al abuelo Sebald y a sus hermanos a instancias del emperador en el año 1563, y Johannes Kepler solía lacrar con él. Se desconoce el lugar donde residía y tenía su hacienda aquel Friedrich, antepasado caballeresco. Según una anotación de nuestro Kepler, el emperador Segismundo lo armó caballero «junto a otros caballeros suabos» [5], por lo que podríamos deducir que su patria era Suabia. Sin embargo, no hay que atribuir demasiado valor probatorio a este dato. En la explicación de la ejecutoria se comenta que el emperador quiso recompensar especialmente a aquellos hombres «cuyos antepasados se habían mostrado en todo momento al servicio del Sacro Imperio», de donde se deduce que los ancestros respondieron como valientes vasallos, tal como atestiguan además documentos antiguos que dan fe de hazañas diversas realizadas por portadores del nombre «Keppler» o «Kappler», sin que conste si aquellos hombres pertenecían o no a nuestra saga Kepler. Lo mismo puede decirse de un Friedrich Keppler, noble del siglo XIII registrado en Salzburgo, de quien un documento del registro vienés de la nobleza relata que actuó con bravura y lealtad tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz. No obstante, resulta interesante que ese noble luciera un ángel en su escudo de armas. El hecho de que por las venas de Kepler corría sangre castrense se confirma asimismo porque tanto el bisabuelo Sebald como, más tarde, el abuelo Sebald cobraron laureles militares bajo estandarte de Carlos V y sus seguidores, y obtuvieron privilegios por ello. Desconocemos qué fue lo que incitó al bisabuelo Sebald a cambiar Nuremberg por la pequeña localidad de Weil y abandonar así una ciudad en la que la actividad artística y profesional había alcanzado una tradición espléndida y que ofrecía múltiples posibilidades a la gente capaz. ¿Acaso visitó Weil en uno de sus viajes y quedó prendado de ella, o tal vez algún pariente lo animó a afincarse allí? Sea como fuere, es evidente que portadores del nombre Kepler residían en Weil ya desde finales del siglo XV, tal como manifiestan las matrículas de la Universidad de Tubinga. No se puede constatar nada más al respecto, y lo mismo sucede con otros muchos detalles interesantes de la historia familiar de los Kepler relacionados con Weil der Stadt porque la documentación archivística ya no existe. Quedó reducida a cenizas al final de la guerra de los Treinta Años cuando, aún en octubre de 1648, justo en los días en que se firmó la paz de Westfalia, los franceses sitiaron e incendiaron la ciudad. Gran parte de los edificios quedaron arrasados, y los registros parroquiales y la mayoría de los archivos fueron pasto de las llamas.3
WEIL DER STADT
Weil der Stadt fue y sigue siendo tan pequeña y recogida como orgullosos y ufanos se han mostrado siempre sus habitantes por la libertad que le procuraba el privilegio de ser ciudad imperial. Fundada por la dinastía de los Hohenstaufen, la pequeña localidad adquirió esta libertad imperial hacia finales del siglo XIII, después del interregno, bajo la soberanía de Rodolfo I. La imagen que ofrece en la actualidad aún permite hacerse una idea del aspecto que tenía en tiempos de Kepler. Las callejuelas, el mercado espacioso rodeado de casas con gabletes elevados, las torres y puertas de las murallas de la ciudad, conservadas en gran parte, se presentan a la vista igual que antaño, como un conjunto acogedor. La localidad, erigida en una pendiente suave que desciende por el ancho valle del riachuelo Würm, está inmersa en un paisaje ondulado en los márgenes de la Selva Negra, rodeada de jardines y prados, cultivos y bosques. La guinda del cuadro y su adorno más bello lo constituye la esbelta iglesia gótica de tres torres que, visible desde lejos, destaca entre la maraña de tejados como una catedral espléndida. Cual gallina clueca con sus polluelos, reúne las casas a su alrededor y las acoge bajo su protección; una presencia persuasiva para la mentalidad devota de los ciudadanos de antaño, conscientes de lo que debían ubicar en el punto central de su existencia. Con una diligencia suaba, sus habitantes procuraron mantener la ciudad con buen orden y salvaguardar sus fueros con un espíritu democrático. La mayoría de los campesinos y de los artesanos, entre los que destacaban curtidores y tejedores, debían restringir sus preocupaciones y sus esperanzas a lo imprescindible para vivir. Dejaban que el Sol, la Luna y las estrellas siguieran su curso, y la ciencia elevada quedaba lejos de su horizonte intelectual, si bien del municipio salieron algunas mentes brillantes. Teniendo en cuenta que en aquella época la comunidad consistía tan solo en unos doscientos vecinos con sus familias respectivas, se comprende que la ciudad imperial libre de Weil no tuviera ningún peso en los asuntos de Estado del Sacro Imperio Romano. Si una vez al siglo llegaba el emperador de visita, se convertía en todo un acontecimiento que se registraba con celo en los anales locales. Lo que alteraba los ánimos eran las desavenencias en cuanto a aranceles y leyes de caza con el vecino duque de Württemberg, cuyas tierras circundaban el municipio. También los acontecimientos bélicos apartaban sin duda a los ciudadanos de su quietud. Su disposición para alzarse en armas por defender la libertad la demuestra su participación, junto a la liga de ciudades, en la trágica batalla de 1388 contra el duque de Württemberg, que se libró en las inmediaciones de la cercana Döffingen y dejó sesenta ciudadanos tendidos en el campo de batalla.
La Reforma provocó tensiones y conflictos muy duraderos en Weil der Stadt. La doctrina evangélica encontró adeptos entre los lugareños bien poco después de la aparición de Lutero, pero no logró granjearse a la mayoría. La iglesia parroquial siempre estuvo en manos de los católicos, y en la época en que nació Kepler aún no existía ningún predicador evangélico en la ciudad. Años más tarde, los seguidores de la nueva doctrina, apoyados por el duque de Württemberg, se esforzaron en vano por conseguir que el concejo de la ciudad abrazara la creencia evangélica, que cediera una iglesia o capilla concreta y que autorizara el nombramiento de un pastor propio. El concejo estimó que haría una concesión especial a los ciudadanos evangélicos si les daba libertad para recibir aparte las prédicas y los sacramentos o si permitía que un pastor de su culto fuera a darles la comunión en caso de peligro de muerte. El bando evangélico consiguió todo un logro cuando pocos años después se autorizó el bautismo por el rito protestante en la localidad. La familia Kepler pertenecía al grupo de los partidarios más distinguidos y activos de la doctrina luterana, en especial el abuelo de Johannes, Sebald. El hecho de que ostentara el cargo de burgomaestre siendo mentor de sus correligionarios y a pesar de la supremacía católica, atestigua su valía y el gran respeto que supo granjearse entre sus conciudadanos. Casi al mismo tiempo, algunos miembros de la familia Fickler se sumaron a los impulsores de la causa católica; sobre todo Johannes Baptist Fickler, protonotario de príncipes-obispos4 de Salzburgo, quien durante la Contrarreforma actuó como influyente adversario del protestantismo. Sin embargo, a pesar de las diferencias doctrinales, las familias Kepler y Fickler mantenían un vínculo de maridaje y eso favoreció que, años más tarde, el hijo de Kepler, Ludwig, consiguiera la concesión de la beca que un miembro de la familia Fickler había creado en Tubinga [6]. Todas estas circunstancias explican que se desconozca el lugar donde se celebró el bautizo de Kepler, si se efectuó en la iglesia parroquial de un sacerdote católico o, lo que parece más probable, si lo realizó un pastor evangélico en alguna localidad vecina, posiblemente Magstadt.
Tal como se conserva desde antaño, la vivienda del abuelo Sebald quedaba algo apartada de una esquina de la plaza del mercado, en una calleja corta que conduce a la iglesia, de manera que desde la casa se divisaban la fuente del mercado con la estatua del emperador Carlos V y la imponente torre oriental del templo. El edificio fue víctima del incendio que asoló la ciudad en 1648, pero hay motivos para pensar que fue reconstruido con su aspecto original. Con certeza podemos considerarla la residencia donde nació nuestro Johannes, dado que su padre, Heinrich, siguió viviendo allí después de su boda, celebrada el 15 de mayo de 1571. Aunque desde fuera parece pequeña, la vivienda posee en su interior el espacio suficiente para albergar a una gran familia. Al parecer, el burgomaestre Sebald no incrementó su patrimonio hasta pasados unos años, sobre todo a través de la herencia.
SITUACIÓN FAMILIAR
A la edad aproximada de veinticinco años Johannes Kepler tomó apuntes de las características de sus padres y abuelos, además de algunos lances y contratiempos de la vida, de modo que hoy podemos hacernos una idea sobre sus caracteres y sobre la actividad en la casa donde pasó los primeros años de vida. Lo hizo como anexo a la carta natal de esos antepasados porque en aquel entonces se dedicaba mucho a la astrología y creía que la posición que ocupan los planetas en el momento del nacimiento influye en la actitud general de cada persona. Del abuelo Sebald comenta que se había vuelto arrogante y presuntuoso en sus modos, que era irascible, violento, testarudo, sensible y de rostro sonrosado y bastante carnoso; la barba le confería un aspecto grave; sabía dar órdenes acertadas y sabias e imponer que se cumplieran a pesar de su escasa elocuencia. La abuela era, según la descripción de Kepler, muy inquieta, lista, embustera, diligente en asuntos religiosos, delgada, de naturaleza encendida, impulsiva, eterna maquinadora, envidiosa, hostil, rencorosa. De papá Heinrich dice tan solo que Saturno en trígono con Marte dentro de la séptima casa hizo de él un soldado corrupto, rudo y camorrista. Tampoco su madre sale [7] muy bien parada; era pequeña, escuálida, morena, charlatana, pendenciera y de malos modales. Lo que Kepler pone ante nuestros ojos no es en absoluto una galería genealógica gloriosa, y su descripción de atributos extraña mucho más si se considera que el respeto hacia las personas con las que mantenía algún vínculo era un rasgo propio de su naturaleza. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que elaboró este registro tan solo para sí mismo con el propósito de demostrar la concordancia entre la personalidad y las configuraciones celestes. Por otro lado, es fácil que Kepler buscara las causas de los atributos negativos justamente en el cielo para justificarlos, y por eso dejara de lado los aspectos positivos.
Aun así, queda claro que la convivencia en la casa de los Kepler, donde también residían algunos hermanos menores de papá Heinrich, no era precisamente cordial y armónica, y no es necesario que Kepler incluyera más comentarios para comprender que el matrimonio de sus padres era desafortunado. El padre trataba a su madre con severidad y rudeza, y ella oponía un comportamiento insensible con una terquedad insolente. Acibaraban sus vidas entre pendencias y disputas, y ni siquiera el pequeño Johannes, el primogénito, contribuyó a unirlos. Resultó ser un niño de constitución débil porque fue sietemesino [8]. Sus padres no lo trataron con cariño. Con seguridad sus atributos le vienen más del lado materno, como no pocas veces sucede con los hombres de talento. De modo que también él era de constitución pequeña y delicada para ser hombre, de ojos oscuros y cabello moreno. Jamás compartió las inclinaciones marciales del padre. En lo que respecta a su madre, parece haber sido una mujer curiosa. Su condición no queda del todo caracterizada con los escasos adjetivos arriba mencionados. Tendremos ocasión de conocerla mejor en el difícil proceso por brujería en que se vio envuelta en la vejez. Durante el mismo también salió a relucir que la educó una tía suya que más tarde murió en la hoguera acusada de encarnar al diablo. Mamá Kepler era ostensiblemente enérgica e inquieta, interesada por todo, cavilosa, pero también una chismosa y una bocazas. Recolectaba hierbas y preparaba ungüentos alentada por su fe en los poderes y en las relaciones mágicas, como si viera a través de los objetos de la naturaleza. Después de su primer hijo, la vida aún le concedió seis criaturas más, de las que solo tres alcanzaron la madurez, cada cual muy diferente de las demás. Mientras el genio de nuestro Johannes dio fama imperecedera al nombre de la familia, su hermano Heinrich, dos años menor que él, era un perfecto tunante [9]. Padecía epilepsia y era la desgracia de su madre; recibió muchas tundas, le mordieron animales, venía a casa con chichones y heridas, y estuvo a punto de morir ahogado, congelado o por enfermedad. Con catorce años ingresó como aprendiz de un tundidor, luego de un panadero, volvió a ser apaleado y marchó a Austria cuando su padre amenazó con venderlo. En Hungría sirvió a los soldados que luchaban contra los turcos, malvivió en Viena cantando y cociendo pan, fue lacayo de un noble, despedido, robado, herido y mendigó camino de su tierra. Al poco tiempo volvió a irse, esta vez a Estrasburgo, Maguncia y Bélgica, fue tamborilero de regimiento, y cerca de Colonia lo saqueó la cuadrilla de salteadores «Hahnenfeder».5 Más tarde ejerció como alabardero en Praga, regresó a casa pobre y maltrecho y se colgó del cuello de su madre hasta que falleció a los cuarenta y dos años. El equivalente benévolo de Heinrich lo constituyó la afable hija Margarete [10], quien, de toda la familia, fue la más cercana al primogénito. Tuvo un matrimonio bien avenido con un sacerdote. El más joven de los hijos, Christoph, era honrado, correcto y celoso de su reputación; fue un artesano respetable, un estañero. La tendencia castrense de la familia Kepler fluía por él tan diluida ya, que le parecía suficiente motivo de orgullo ejercer a la vez como maestro instructor en la milicia ducal de Württemberg. Volveremos a oír de él más adelante.
Con el tiempo, papá Heinrich no soportó estar en casa [11]. La densidad del aire que reinaba allí y el bullir de la sangre que corría por sus venas tiraron de él. Desconocemos si en su juventud aprendió algún tipo de oficio. En ningún lugar se comenta nada al respecto. Es probable que contribuyera a administrar los bienes de su padre, pero aspiraba a ejercer otra actividad. Cuando en 1574 sonó el tambor del alistamiento se puso en marcha camino de los Países Bajos, donde el régimen de terror del duque de Alba había llevado a la revuelta y al levantamiento. Este era el ambiente que le gustaba. Pretendía calzarse las espuelas en aquel fragor de las armas. A su esposa e hijos los abandonó en casa. Katharina, su mujer, que se llevaba mal con la suegra y se sentía sometida por ella, partió tras su marido el año siguiente. El pequeño Johannes quedó entonces confiado a la tutela de los abuelos, quienes no le mostraban demasiado cariño y lo trataban con dureza. Durante la ausencia de los padres enfermó de viruela con tanta gravedad que estuvo al borde de la muerte. Cuando regresaron en 1576, el padre renunció a su derecho de ciudadanía en Weil der Stadt y se trasladó con su familia a la vecina ciudad de Leonberg, perteneciente al ducado de Württemberg. Allí mismo compró una casa e intentó emprender una nueva vida, pero al año siguiente volvemos a verlo en servicios militares belgas. No parece que la suerte le fuera favorable en aquella ocasión, porque corrió el peligro de morir en la horca. A su regreso perdió su patrimonio por actuar como aval, y entonces vendió la casa, abandonó Leonberg y en 1580 arrendó para sus hijos la posada de la pequeña aldea badense de Ellmendingen, cercana a Pforzheim, entonces muy frecuentada. En cambio, como es natural, tampoco allí permaneció mucho tiempo. Ya en 1583 lo volvemos a ver en Leonberg, donde adquirió bienes inmuebles. Cinco años después abandonó a los suyos para siempre. Se cree que participó como capitán en una batalla naval napolitana y que debió de morir durante su regreso a casa en la región de Augsburgo. Su familia jamás volvió a verlo.
Los niños creen que el devenir del mundo tiene que ser tal como se les muestra cuando empiezan a pensar, y aceptan las tempestades como les salen al paso. Sin embargo, al joven Johannes, taciturno y sensible, debió de costarle mucho superar todas las impresiones lacerantes que tuvo. A su mente infantil le resultó difícil comprender el orden del mundo que conoció, y las imágenes negativas que se adhirieron a su alma no fueron fáciles de borrar. El sentimiento religioso se manifestó en él desde muy temprano, y en su desamparo buscó la ayuda de Dios, del todopoderoso, del que todo lo ordena y resuelve, del que lo abraza todo con su poder y a quien él se sentía subordinado.
LA ESCUELA
Pero hubo algo más que lo apartó de su pesar interior, que despertó su amor propio y procuró alimento a su espíritu: la escuela. Tuvo la suerte de que justo Württemberg contara con un sistema de enseñanza bien desarrollado. No solo existían por todas partes escuelas alemanas donde aprender bien o mal a leer, escribir y contar; además, tras la implantación de la Reforma, los duques de Württemberg decretaron que en todas las ciudades pequeñas debían erigirse también colegios latinos que asumieran la labor de las antiguas escuelas monásticas y cuya función consistiera en formar nuevas generaciones preparadas para el oficio espiritual y el servicio a la gestión territorial. En Leonberg existía una de estas escuelas dividida en tres niveles. Dado el peso que tenía entonces la lengua latina como idioma común entre los estudiosos y como vía hacia una formación superior, la enseñanza del latín se impartía con el mayor celo y se exigía que los escolares aprendieran a leerlo, escribirlo y hablarlo con soltura. Empezaban con él ya desde el primer año de asistencia a las clases. Una vez que sabían leerlo y escribirlo, el segundo año se dedicaba a inculcar la gramática, y durante el tercer año se leían textos clásicos antiguos, sobre todo comedias de Terencio, con la intención de favorecer considerablemente la expresión oral. De hecho, el reglamento escolar exigía con toda severidad que los chicos hablaran entre ellos en latín. Apenas se valoraba el fomento de la lengua alemana porque se creía que a través de la escritura latina también se «aprehendería» la del alemán. La consecuencia de esto fue, sin duda, que después quienes sabían poner por escrito las frases más bellas en la lengua que los obligaba a pensar con claridad y lógica, el latín, solían expresarse, en cambio, con afectación, de un modo retorcido, deshilvanado y casi ininteligible en sus textos alemanes.
En una de estas escuelas Kepler adquirió la base de la maestría estilística con que más tarde expresaría sus ideas en lengua latina. Al parecer, sus padres lo enviaron en un primer momento a la escuela alemana. No podemos presuponer en ellos ninguna capacidad para comprender la finalidad de las escuelas latinas. Pero, como los profesores del colegio alemán trasladaban gustosos a sus alumnos más aventajados al colegio latino para allanarles el camino hacia un futuro mejor, también Kepler, que reveló desde temprano una mente despierta, ingresó pronto en el centro que lo conduciría a metas más elevadas. Entró en el primer curso con siete años, pero tardó cinco en completar los tres grados de su colegio [12]. Esto no se debió a un rendimiento deficiente por su parte, sino a que tuvo que interrumpir la asistencia a clase durante meses e incluso años debido al cambio de domicilio de sus padres a Ellmendingen, al corto entendimiento de ambos y a la precariedad de su situación. Requirieron al muchacho para trabajos duros de labranza, y durante esas pausas tuvo que arreglárselas solo lo mejor que pudo.
Kepler guardó especial memoria de dos acontecimientos de la infancia que lo encaminaron hacia su dedicación posterior. En el año 1577 su madre lo llevó a una colina y le enseñó el cometa que surcaba el firmamento por aquel entonces [13]. En 1580 su padre lo sacó al cielo raso de la noche para contemplar un eclipse de Luna [14]. Ambos fenómenos celestes dejaron una huella indeleble en su impresionable intelecto, hasta el punto de que mucho más tarde aún recordaba pequeños detalles.
EL SEMINARIO
¿Qué futuro le esperaba a aquel muchacho? Su constitución débil no servía para la ruda labor agrícola y su talento destacado apuntaba hacia cotas más altas. La recomendación de los profesores, la religiosidad del chico y por supuesto también consideraciones de carácter económico, pudieron alentar a los padres a consagrarlo al oficio eclesiástico, una elección que Johannes acogió, sin duda, con gran alborozo. La senda hacia ese objetivo estaba trazada y era llana. Quien acababa la escuela latina y demostraba su valía en una prueba selectiva, el examen territorial, ingresaba en uno de los seminarios donde se preparaba a los pupilos para continuar los estudios en la universidad territorial de Tubinga, donde por segunda vez eran admitidos en un colegio para cursar sus estudios de teología. Esa fue la vía que siguieron miles de jóvenes prometedores en Württemberg hasta nuestros días, y no pocos adquirieron con posterioridad fama mundial. También Johannes Kepler emprendió este camino.
La previsión inteligente de los duques y de sus asesores fundó gran número de seminarios semejantes en el reducido territorio suabo. Se instalaron en monasterios que en su momento habían desarrollado una vida floreciente, como la conocida abadía de Hirsau, y que quedaron clausurados con la implantación de la Reforma. Estaban divididos en centros elementales y superiores. Los primeros, las «escuelas gramático-monásticas», continuaban y completaban la instrucción iniciada en la escuela latina, mientras que los superiores preparaban directamente a los alumnos para los estudios universitarios. El reglamento escolar y extraescolar era estricto. La jornada comenzaba con salmodias, en verano a las cuatro de la mañana y en invierno a las cinco. Cada hora tenía asignada una ocupación. No había libertad para salir. Una indumentaria uniformada consistente en un abrigo sin mangas y hasta las rodillas diferenciaba a los alumnos monásticos y favorecía el espíritu de compañerismo. Los directores de aquellos seminarios recibieron el apelativo de abades, rememorando aún el pasado católico. Las clases las impartían preceptores, sobre todo teólogos jóvenes que acababan de terminar sus estudios en Tubinga. También aquí el latín ocupaba el lugar dominante y constituía el idioma habitual del alumnado. Pero a esta materia se sumaba ahora la enseñanza en griego. Los adolescentes debían configurar su ideario a partir de la lectura de los clásicos de la Antigüedad, fundamentalmente Cicerón, Virgilio, Jenofonte y Demóstenes. Además, de acuerdo con el sistema de enseñanza del trivio y el cuadrivio, se les impartía primero retórica, dialéctica y música y, después, ya en el seminario superior, se aprendían nociones de astronomía esférica y aritmética. La lectura de la Biblia, practicada con fervor, debía colmar la cabeza y el corazón con el bien de la fe cristiana. Tanto la manutención como la enseñanza eran gratuitas.
El 16 de octubre de 1584, el candidato Kepler, de trece años de edad, puso el pie en el peldaño más bajo de la escalera que debía ascender: después de superar el examen territorial ingresó en la escuela monástica Adelberg erigida sobre una abadía premostratense próxima al monte Hohenstaufen. Continuó el ascenso y dos años después, el 26 de noviembre de 1586, entró en el seminario superior [15] instalado en el antiguo monasterio cisterciense Maulbronn, conocido por su valor artístico y su significado histórico.
El muchacho que se mudó a la comunidad de aquella escuela monástica era un tanto singular, no tanto por su rendimiento, ya que se ganaba todo el aplauso de sus profesores y ejecutaba lo que le pedían con un esmero impecable. Lo que lo diferenciaba del resto de sus compañeros era un carácter vuelto hacia sí mismo que lo arrastraba a una introspección casi tortuosa, el tipo y el contenido de su actividad intelectual, que se deleitaba realizando extraños ejercicios, el temor religioso con que satisfacía las demandas de su conciencia, su participación precoz en los conflictos confesionales de la época que lo inquietaban o la gran sensibilidad con que reaccionaba ante los problemas de la vida en comunidad. A una naturaleza semejante le tuvo que costar imponerse y mantenerse firme frente a la robusta condición de quienes con frecuencia desean llevar la voz cantante (sin estar designados para ello) en comunidades de este tipo, y frente a quienes se complacen en someter y atormentar a otros, máxime cuando educadores jóvenes e inexpertos no saben aplacar las groserías de la multitud adolescente.
Con posterioridad, Kepler tomó notas sobre las consecuencias de su introspección y sobre detalles sueltos de su mocedad y juventud [16] brindándonos con ello una ojeada a su intimidad y a su situación dentro del internado. Mencionando nombres y datos sobre las causas, comenta peleas y desavenencias, amistades y lazos de unión con sus compañeros. No pocas veces se le opusieron algunos o la mayoría, y la rivalidad en la pugna por los primeros puestos tuvo mucho que ver con ello. En otras ocasiones se vio obligado a defenderse del descrédito de su padre o a desprenderse de una amistad molesta. La falta de autocontrol en el discurso, la arrogancia y la crítica mordaz provocaron la enemistad del resto. Despertaba indignación y enojo entre sus colegas cuando ejercía como delator bajo la presión moral impuesta desde arriba. Sin embargo, procuraba deshacer el entuerto y aliviar su conciencia intercediendo por el malhechor. Daba mucha importancia a conseguir el reconocimiento de sus profesores y no soportaba que no estuvieran satisfechos con él. No le dolía menos notar que entre sus compañeros circulaban comentarios envidiosos sobre su persona. Le resultaba sencillo practicar la virtud de ser agradecido y exteriorizarla. Siempre dirigía su esfuerzo hacia la moderación, «porque sopesaba con atención los motivos de las cosas» [17]. Aprovechaba bien el tiempo. Siempre estaba ocupado, pero no persistía en una cosa porque a menudo lo asaltaban ideas y objetivos nuevos. Apuntaba sus ocurrencias en un pedazo de papel que luego guardaba a buen recaudo. Nunca se deshacía de los libros que lograba adquirir pensando que en cualquier momento podrían serle útiles. Se consideraba creado para ocupar el tiempo con cuestiones difíciles ante las que los demás se arredraban. A una edad temprana [18] se entretuvo con los distintos metros poéticos. Pronto acometió intentos poéticos propios. Quiso escribir comedias. Más tarde se entretuvo escribiendo poemas líricos a imitación de los modelos de la poética antigua. Sentía una predilección especial por los acertijos. Le gustaba jugar con anagramas y con alegorías audaces. Se complacía en emitir afirmaciones paradójicas en sus escritos, como por ejemplo que el cultivo de la ciencia evidenciaba la decadencia de Alemania, o que se debe aprender antes el francés que el griego (también consideraba paradójico este aserto). Al copiar en limpio sus composiciones siempre se distanciaba del borrador. Ejercitaba su capacidad retentiva memorizando los salmos más extensos, y también intentó aprenderse todos los ejemplos de la gramática de Crusius.
En Kepler el sentimiento religioso fue muy marcado desde los primeros años de la adolescencia. Así, según cuenta, en cierta ocasión se quedó dormido sin rezar la oración de la noche y la recuperó a la mañana siguiente [19]. Le dolía que le fuera negado el don de la profecía por causa de su conducta mundana. Si cometía un error, él mismo se imponía expiar la falta con una penitencia que consistía en recitar determinadas prédicas. En cuanto supo leer las historias bíblicas, a la edad de diez años, tomó como modelo a Jacob y Rebeca por si algún día se casaba, y decidió acatar los preceptos de las leyes mosaicas [20]. En lugar de despabilar su llama trémula, los predicadores de la Palabra y su ruda polémica confesional echaron leña en su espíritu maleable, tan sensible a las enseñanzas religiosas, y lo inundaron de una humareda sofocante. Con tan solo doce años, según relata, lo invadió una inquietud enorme y atroz ante la desunión existente entre las Iglesias porque escuchó a un joven diácono de Leonberg arremeter contra los calvinistas en un largo sermón. Después de aquello solía ocurrir que no lo convencía ningún predicador que polemizara con sus adversarios sobre el sentido de las Escrituras. Él mismo releía en los textos los pasajes discutidos y tenía la impresión de que la interpretación del adversario que él había conocido a través de la exposición del predicador, tenía sus puntos de valor. En Adelberg, los preceptores jóvenes que ejercían además el ministerio del púlpito estaban muy entretenidos con la refutación de la enseñanza reformada de la eucaristía. Sus exhortaciones para reparar en las tergiversaciones calvinistas y rehuirlas, conseguían no pocas veces que después, a solas, Kepler extrajera ideas propias sobre el motivo preciso de la disputa y sobre cómo sería la participación del cuerpo de Cristo. Luego llegaba a la conclusión de que el modo correcto era precisamente aquel que poco antes había oído condenar desde el púlpito. Además de las doctrinas de la eucaristía y de la ubicuidad, el muchacho se devanaba los sesos meditando sobre la idea de la predestinación, la cual le ocasionaba serias dudas. Ya durante el primer año de estancia en Adelberg encargó que le trajeran desde Tubinga un tratado sobre el tema por lo que, en una de las disputas en el colegio, un compañero le preguntó en la jerga escolar: «Bacante, ¿también tienes dubitaciones sobre la praedestinatio?» [21]. No podía aceptar que Dios sencillamente condenara a los gentiles que no creen en Cristo. Incluso desde entonces, su naturaleza pacífica siempre fue más integradora que separadora en las cuestiones religiosas. Igual que llamaba a la concordia entre luteranos y calvinistas, también hacía justicia con los adeptos al papa [22], y en sus conversaciones recomendaba mantener esta actitud. En todo ello vemos que ya en estos años tempranos estableció las bases de una postura que le reportaría consecuencias muy negativas a lo largo de su vida.
EL SEMINARIO EN TUBINGA
En setiembre de 1588 Kepler se presentó al examen de bachiller en Tubinga [23]. Después de aquel primer paso hacia la tierra prometida tuvo que regresar a Maulbronn para completar allí sus estudios como «veterano» durante un año más. Al fin, el 17 de setiembre de 1589 se abrieron para él las puertas de la universidad en la ciudad del Neckar [24]. Sus ansias de saber habían alcanzado la meta tan anhelada durante los largos años de formación. ¡Con qué fuerza tuvo que latir su corazón cuando divisó el castillo Hohentübingen sobresaliendo entre los bosques soberbios de Schönbuch, cuando abarcó con la mirada el paisaje encantador del valle del Neckar y cuando entró en las callejas de la ciudad que ascendían desde el río hasta el castillo!
Nadie estaba mejor atendido allí que un teólogo. Al llegar sabía hacia dónde dirigir sus pasos. Una habitación de estudio, una mesa preparada, una cama, todo estaba listo para él. Solo debía traer consigo ganas y amor hacia su profesión, una buena cartera para los libros y la certeza de que de allí manaba la fuente de la sabiduría. El seminario, llamado Stift e instalado desde 1547 en el antiguo monasterio agustino, acogía a los candidatos que concurrían sedientos de saber desde todos los lugares de Suabia. Sobre la base del orden eclesiástico del duque Christoph surgió allí un centro de enseñanza donde se reflejaron las discrepancias filosóficas y teológicas de los siglos posteriores con sus logros y sus fracasos, los altibajos en el desarrollo de la vida intelectual y las diferentes tendencias de cada época, y no pocos hombres que un día adquirieron en él su bagaje científico se erigieron más tarde en destacados paladines en el mundo intelectual. A lo largo de todos los cambios históricos, los fundamentos de ese taller de sabiduría han demostrado su eficacia y han logrado un tipo de formación que, aun portando rasgos característicos de Suabia, debe considerarse representativa de una humanidad universal, abierta y noble. Allí se hacía patente la afición a la especulación y la disputa dialéctica, la propensión a meditar y filosofar, la búsqueda de horizontes nunca alcanzados o el zambullirse en profundidades que jamás podrán ser penetradas; pero también destacaba un sentido riguroso de la realidad, cierta tendencia a la crítica y a la réplica, un espíritu abierto a ideas nuevas y, por último, aunque no en menor medida, el gusto por el humor y la sátira. Solo las mentes mediocres, a las que el afán por aprender llevaba a una sabiondez pedante, ubicaban con toda precisión, cual boticarios, las muchas pequeñas dosis de sus conocimientos en los distintos compartimentos del cerebro. Si alguna vez la reivindicación de estar siempre en lo cierto ha arraigado con fuerza en mentes faltas de la autocrítica pertinente, quizá se ha debido a un orgullo excesivo por la conciencia de pertenecer a una comunidad ilustre o, tal vez, a la bella costumbre de debatir en la que uno se siente obligado a defender su postura con todos los argumentos posibles.
Igual que en los seminarios elementales, aquí la vida se regía por unas normas estrictas. Aunque las obligaciones de los alumnos eran menos severas de acuerdo con su edad más avanzada, tampoco se puede hablar de libertad académica. El rigor disciplinario hacía que los aspirantes a teólogos desistieran de la conducta licenciosa a la que se abandonaban en aquella época amplios círculos de la comunidad estudiantil. El proceso de instrucción estaba regulado de modo que los recién llegados debían asistir durante dos años a las clases de la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. En aquellas clases se impartía ética, dialéctica, retórica, griego, hebreo, astronomía y física. Se hacía un seguimiento continuo del rendimiento de los alumnos y se emitían calificaciones trimestrales. El estudio en la facultad de artes concluía con el examen magistral. A esto se sumaban tres años más para aprender las disciplinas teológicas. Al completar su formación, los becarios estaban obligados a quedarse de por vida al servicio del duque y, para aceptar un puesto fuera de la región, necesitaban el consentimiento explícito del elector que hubiera asumido los costes de sus estudios.
El duque Ulrich, fundador del Stift, ordenó que los becarios fueran «niños menesterosos, criaturas devotas, de naturaleza aplicada, cristianas, temerosas de Dios». Como el padre de Kepler no satisfacía del todo la exigencia concerniente a la religiosidad, él cumplía con mucha más vehemencia todas las condiciones impuestas. Sus padres no tenían riquezas, pero, como la enseñanza y la manutención eran gratuitas y cada becario percibía al año seis florines para sus gastos, los estudios del hijo no les resultaron caros. Además, el abuelo Guldenmann puso por escrito el rendimiento de una pradera a disposición del hijo de su hija «para una formación mejor y más sólida» [25]. Las condiciones del joven estudiante mejoraron aún más cuando ya el segundo año de estancia en la escuela superior obtuvo una beca por valor de 20 florines anuales para la que el ayuntamiento de su ciudad natal había propuesto candidatos apropiados [26].
Kepler se sintió en su ambiente en el nuevo entorno en que se vio inmerso. Aprovechó con todas sus fuerzas la oportunidad de formarse en todos los campos, y pronto cobró fama de joven aplicado, serio y devoto entre profesores y compañeros. Más tarde pudo decir de sí mismo que su vida había estado libre de faltas notables exceptuando aquellas provocadas por la iracundia o por bromas traviesas e irreflexivas. Aquí tampoco faltaron los conflictos con sus iguales, pero no es que se mantuviera al margen. Participaba en las representaciones teatrales públicas que celebraban los estudiantes cada año durante las carnestolendas, en las que se escenificaban temas bíblicos o clásicos. Tal como él mismo relata, en febrero de 1591 actuó en el papel de Mariamna6 en una de estas representaciones cuando escenificaron una tragedia sobre Juan Bautista [27]. Como los estudiantes tenían que encarnar también los personajes femeninos, le asignaron a él ese papel por su figura delicada y enjuta. La representación, que a pesar de la mala época del año se celebró en la plaza del mercado, no le sentó nada bien. Como consecuencia del trajín de aquellos días cayó víctima de una enfermedad febril [28]. Este tipo de ataques no era raro en su frágil constitución. Dolores de cabeza, fiebres intermitentes y violentas erupciones cutáneas lo incapacitaban constantemente para el estudio, igual que en sus años de juventud, durante los cuales también tuvo que soportar muy a menudo esos males [29]. El 10 de agosto de 1591 aprobó el examen magistral [30] en segundo lugar entre catorce candidatos. El primer puesto lo ocupó el hijo de un profesor, Hippolyt Brenz, un nieto del reformador Brenz. El joven maestro atrajo de manera especial la mirada de sus profesores. Cuando poco después del examen solicitó la renovación de la beca que le habían concedido el año anterior, el claustro apoyó su solicitud con las eminentes palabras: «Teniendo en cuenta que el arriba mencionado, Kepler, posee una inteligencia tan excelente y soberbia que cabe esperar de él grandes cosas, querríamos por nuestra parte apoyarlo en su solicitud, dados además sus conocimientos notables y su talento» [31]. Las expectativas de sus profesores no se frustraron.
ESTUDIOS Y PROFESORES UNIVERSITARIOS
Por desgracia, existen lagunas en lo que el propio Kepler comenta sobre sus estudios universitarios, sus profesores, cuyos nombres conocemos al completo, sobre los incentivos que recibió de ellos, sobre las fuentes que alimentaron su aprendizaje y sobre las materias que abordó. Sería interesante conocer algo más que lo que él menciona para indagar en su personalidad tan destacada y en la grandiosa obra de su vida, y para dilucidar la evolución de la historia del saber. Así, de sus estudios de filosofía solo dice que ha leído algunos libros de Aristóteles, la Analytica posteriora y la Física, mientras que dejó de lado la Ética y los Tópicos [32]. Sin embargo, vemos que todo su pensamiento estuvo imbuido desde un principio por las especulaciones platónicas y neoplatónicas. De ellas y del pensamiento asociado tradicionalmente al nombre de Pitágoras, recibió los mayores estímulos para su producción. Desconocemos las fuentes concretas en las que se inspiró. Sin duda aquellas especulaciones seguían tan ancladas aún en el mundo intelectual de su época que es fácil explicar su familiaridad con ellas. Parece que los incentivos y la instrucción sobre estas cuestiones tan atractivas para él las recibió del profesor de filosofía, Vitus Müller, si bien no dice nada explícito al respecto. Además, está comprobado que conoció y leyó varios escritos de Nicolás de Cusa, cuya mística geométrica confluía tanto con su propio pensamiento que ya en su primera obra, unos años más tarde, parte de consideraciones tomadas de dicho autor [33]. Es evidente que Kepler lo valoraba mucho, porque no tenía ningún reparo en atribuirle el apelativo de divus, divino [34].
Sin embargo, el interés del joven estudiante no se limitó a las elucubraciones filosóficas. Su intelecto se dejó llevar por las cuestiones más diversas que encontró. Así, por ejemplo, comenta la impresión que le causaron las Exercitationes exotericae de Julio César Escalígero, un volumen que entonces pasaba de mano en mano entre la juventud estudiantil y se leía con entusiasmo. Según cuenta, aquella obra le inspiró todos los razonamientos posibles sobre todas las preguntas imaginables acerca del cielo, las almas, los espíritus, los elementos, la naturaleza del fuego, el origen de los manantiales, la pleamar y bajamar, la forma del globo terráqueo y los mares circundantes, etc. [35] Quien conoce las obras de Kepler encuentra por doquier pensamientos que se remontan a estas ocupaciones juveniles tempranas. En la misma línea se encuentran sus estudios de la Meteorologica de Aristóteles, sobre cuyo cuarto libro mantuvo disputas dialécticas [36]. Una materia muy apartada de lo anterior y a la que luego dedicó mucho tiempo y esfuerzo fue la cronología. Accedió a ella a través del análisis del calendario romano, de las semanas del año según el profeta Daniel y de la historia del imperio asirio. El profesor de griego sentía un afecto especial hacia el ferviente estudiante. Era Martin Crusius, el popular helenista [37], tan buen conocedor del griego que era capaz de trascribir los sermones de la iglesia del Stift a esa lengua. Más tarde todavía intercambió correspondencia con Kepler e intentó que colaborara con él en su análisis de Homero [38] pidiéndole que explicara las alusiones astronómicas y astrológicas de dicho autor. Su petición resultó infructuosa. En una observación curiosa, Kepler compara su propia labor intelectual con la de Crusius. Ambos tenían en común la minuciosidad. Pero, si bien Crusius lo superaba en constancia, no ocurría así en cuanto a capacidad de discernimiento. Crusius trabajaba recopilando, él diseccionando; aquel era una azada, él una cuña [39]. Sus intentos poéticos confirman aún más la agilidad intelectual del aplicado estudiante, y no fue poca la satisfacción que le produjo poder entregar a sus amigos copias impresas de algunos versos improvisados bastante buenos.
Pero todas estas ocupaciones y esfuerzos no anuncian aún la llamada que iba a sentir el aspirante a teólogo Johannes Kepler, la cual le brindó los mejores resultados en el campo de la astronomía. Él mismo desconoció esta llamada durante toda su etapa universitaria. Pero la vocación y el talento fueron perfilando la trayectoria que iba a seguir y, aun desconociendo la tarea que tenía asignada, Kepler asentó en la universidad las primeras bases para esa gran maestría que tan lejos lo condujo, por encima incluso de su propio tiempo. Un profesor veterano supo despertar sus facultades latentes, orientar sus primeros pasos y sembrar en la tierra preparada las simientes que, llegado el momento, brotarían y se desarrollarían con todo esplendor. Fue el maestro Michael Mästlin, profesor de matemáticas y astronomía [40]. Unos veinte años mayor que su gran alumno y nacido en Göppingen, había sido diácono en la ciudad suaba de Backnang y profesor de matemáticas en Heidelberg durante un par de años antes de obtener la cátedra en la universidad de su tierra natal en 1583. Su antecesor había sido el conocido astrónomo Philipp Appian, el cual fue destituido de su cargo por negarse a firmar la Fórmula de Concordia y aún residía en Tubinga cuando Kepler comenzó allí sus estudios. Mästlin era uno de los astrónomos más capaces de aquel tiempo y gozaba de gran reputación en el ámbito científico. Según la costumbre de entonces, los Elementos de Euclides servían de base a sus clases de geometría, a lo que seguramente se unía alguna mirada a Arquímedes y Apolonio. Además, introducía a sus oyentes en los principios de la trigonometría. Para el curso de astronomía publicó él mismo un manual, Epitome Astronomiae, que apareció por vez primera en 1582 y experimentó varias reediciones en las décadas siguientes. Mästlin reparó pronto en que algo especial se ocultaba detrás de su alumno, el cual mostraba gran predilección por las matemáticas y acreditaba sus facultades inventando a menudo proposiciones y enunciados que solo más tarde descubría formulados por autores anteriores [41]. A través de Mästlin, Kepler conoció también a Copérnico, el hombre del que luego sería profeta. Sin duda, en sus disertaciones públicas y en todas las ediciones del Epitome, el profesor de astronomía se ciñó por completo al sistema defendido en el Almagesto tolemaico porque la teoría copernicana estaba de todo punto vedada entre sus compañeros teólogos por su supuesta oposición a las Santas Escrituras. No quiso poner en juego su puesto seguro de docente, y era imposible sacar los pies del plato sin poner en riesgo la paz y el orden de un centro unido por numerosos vínculos familiares y matrimoniales en el que la facultad de teología llevaba la batuta. De ahí que solo con cauta discreción y en círculos de confianza expusiera las conclusiones de Copérnico sobre la estructura del mundo [42]. Y claro, en la mente joven y ardiente del alumno prendió la mecha. Como esas cautelas e inhibiciones eran ajenas a la naturaleza despreocupada de su edad, Kepler se adentró en discusiones públicas y temerarias en favor de la nueva teoría astronómica. Unos años después, Kepler narra el estímulo tan importante que supuso para su obra y las consecuencias del mismo: «Ya en la época en que, con atención, seguí las clases del muy ilustre maestro Michael Mästlin en Tubinga, caí en lo desacertada que es, desde muchos puntos de vista, la concepción hasta ahora válida de la estructura del mundo. A partir de ahí quedé tan cautivado por Copérnico, a quien mi maestro aludía a menudo en sus enseñanzas, que no solo defendí repetidas veces sus opiniones en las discusiones con otros aspirantes, sino que además elaboré una concienzuda disputa dialéctica sobre la tesis de que el primer movimiento (el giro del cielo de las estrellas fijas) resulta de la rotación de la Tierra. Ya entonces me propuse atribuir también a la Tierra los movimientos del Sol basándome en argumentos físicos o, si se prefiere, metafísicos, tal como hizo Copérnico a partir de argumentos matemáticos. Con ese objetivo fui recopilando poco a poco, en parte de las exposiciones de Mästlin, en parte de mí mismo, todas las ventajas matemáticas que ofrece Copérnico frente a Tolomeo» [43]. El joven impetuoso no podía vislumbrar por qué senda lo conduciría aquel primer intento a ciegas y qué terribles dificultades tendría que vencer hasta alcanzar su objetivo. En cualquier caso, Kepler no tuvo ocasión entonces de leer la obra original de Copérnico. En sus primeros estudios ni siquiera le era conocida la obra Narratio prima [44], el primer informe de Joachim Rheticus, donde este había participado al mundo la nueva teoría del canónigo de Frauenburg, un par de años antes de la aparición de las Revolutiones.7 8
Cuando Kepler salió de la universidad, inició un intenso intercambio epistolar con Mästlin que perduró a lo largo de muchos años. Ya veremos cómo el mayor fue un fiel colaborador y consejero del joven y cómo facilitó y favoreció su acceso al mundo científico. Pero este se moderó con el tiempo, y Kepler tuvo que emplear todo el arte de la persuasión para lograr que respondiera a sus cartas. Kepler guardó respeto y lealtad al antiguo maestro durante toda la vida, incluso cuando lo hubo sobrepasado con creces y alcanzó gran renombre. El agradecimiento, afecto y admiración hacia el maestro que Kepler siempre manifestó abiertamente contrasta con el carácter huraño en que se fue encerrando cada vez más el avejentado Mästlin hasta que, sobreviviendo a su afamado alumno, falleció a la edad de un patriarca.
La redacción de una disputa dialéctica sobre los fenómenos celestes y su aspecto desde la Luna corrobora también que Kepler, siendo aún estudiante, se dedicó gustoso y en profundidad a temas astronómicos [46]. El escrito contiene el embrión del libro que nosotros llegaríamos a conocer como la última obra que publicó.9 Christoph Besold, amigo suyo dos años menor y que se convirtió en prestigioso profesor de derecho en la Universidad de Tubinga, extrajo de aquel texto una serie de tesis que deseaba defender en una disputa presidida por Vitus Müller [47].
Aparte de la astronomía, Kepler también se dedicó al campo de la astrología. Esto no solo encajaba con la tendencia de la época, sino que además se correspondía por completo con su manera de pensar. Sus compañeros lo consideraban un maestro levantando horóscopos. La interpretación más profunda y pura que atribuyó (y luego desarrolló) a esta materia (la conoceremos con más detalle algo más adelante) había sido enunciada ya por Melanchthon en términos generales en el prólogo a las ediciones tardías de Theoricae planetarum de Georg Peuerbach. Es indudable que Kepler conocía aquella obra tan difundida.
En cambio, Kepler no acudió a Tubinga para ser filósofo, ni matemático, ni astrónomo. Todos los contenidos de la facultad de artes debían servir tan solo como preparación para los estudios de teología, que lo conducirían al ansiado ministerio eclesiástico. ¿Qué comenta él al respecto? ¿Cómo se orientó el hombre de Iglesia en ciernes, cuya sensibilidad y escrúpulo religiosos ya conocemos, cuando accedió al ambiente de los hombres poderosos que interpretaban las Escrituras siguiendo normas inquebrantables, o cuando se sentó a los pies de teólogos polémicos que rechazaban cada disposición calvinista con la misma ira que todo lo proveniente de la Iglesia romana? Kepler no menciona nada en absoluto sobre Jakob Heerbrand, sucesor en la cancillería de Jakob Andreä, el viejo y enérgico luchador que había llegado a conocer en persona a Lutero y Melanchthon y que actuó como pilar fundamental para sostener el edificio de los primeros reformadores. Tampoco sabemos nada de Georg Sigwart, quien arremetió contra los calvinistas con afilada pluma. En cambio, mantuvo una relación estrecha con Stephan Gerlach, el hombre que en cierta ocasión quiso ganarse a los dirigentes de la Iglesia griega en Constantinopla para favorecer su unión con la luterana. En sus clases, Kepler echó en falta trasparencia [48]. A su lado tampoco halló respuesta a los viejos pensamientos teológicos que lo angustiaban relacionados con las enseñanzas de la predestinación, la eucaristía y la ubicuidad del cuerpo de Cristo. El peso de sus objeciones a las doctrinas recién mencionadas fue en aumento y, según cuenta, lo angustió hasta el punto de tener que dejar a un lado todo el conjunto de sus dudas y borrarlo por completo de su corazón cuando asistía a la santa misa. Los comentarios bíblicos del profesor Aegidius Hunnius, de Wittenberg, que Kepler valoraba por su claridad [49], lo ayudaron a superar muchas dificultades, sobre todo cuando se desmoronó ante el texto de Lutero De servo arbitrio, «sobre la voluntad servil». El reformador desarrollaba y enseñaba en él su conocido determinismo en aguda oposición a Erasmo de Rotterdam, y afirmaba que el hombre es malo por naturaleza, que Dios es quien provoca todo en nosotros, lo bueno y lo malo, y que las personas están a merced del Dios creador por mera necesidad pasiva. Por otro lado, la influencia de la lectura de los textos de Hunnius, así nos lo participa Kepler, lo «devolvió a un estado de buena salud» [50]. Pero Hunnius, que pertenecía al sector más duro del luteranismo, tampoco logró disipar sus dudas fundamentales. La disputa teológica de la que fue testigo llegó a provocarle tal repulsa que, según cuenta, poco a poco fue creciendo en su interior un odio hacia la totalidad del conflicto. Él mismo explicó algo después la postura de fe que adoptó hacia el final de su época de estudiante diciendo: «Con el tiempo fui entendiendo que los jesuitas y los calvinistas estaban de acuerdo en cuanto a los dogmas sobre la figura de Cristo y que ambas tendencias se referían del mismo modo a los Padres de la Iglesia, a sus sucesores y a sus exégetas escolásticos, y al menos a mí me parecía que esa coincidencia se correspondía con los albores del cristianismo, mientras que aquellas desavenencias nuestras eran algo nuevo que surgió por causa de la doctrina de la eucaristía, y no desde un principio, en oposición a los romanistas. Por tanto, me pesaba en la conciencia unirme a la opinión generalizada contra los calvinistas y hacer lo propio en cuanto a la enseñanza de la eucaristía. Porque, me dije, si no se les hace justicia en lo referente al dogma básico de la figura de Cristo, seguro que tampoco se les hará justicia en lo que atañe al dogma básico de la sagrada eucaristía» [51].
El profesor más joven de teología, Matthias Hafenreffer, salió al paso del joven luchador en esa disciplina, como fiel consejero y amigo cordial. Solo era diez años mayor que Kepler. Al contrario que sus colegas, era de naturaleza apacible y conciliadora, y con ella conquistó a muchos de sus oyentes. El joven Kepler ocupaba un lugar muy especial dentro de su corazón por su carácter sincero y su talento destacado, y al mismo tiempo Kepler respondía al cariño de su maestro con un aprecio verdadero. La estima mutua perduró mucho más allá de la etapa universitaria, hasta la muerte de Hafenreffer. Sin embargo, la confianza entre ambos no fue tanta como para que Kepler pudiera confesar a aquel amigo mayor que él su angustia secreta y sus dudas de fe. A pesar de su actitud irénica, Hafenreffer asumía la convicción predominante en la facultad, así que Kepler podía imaginarse de antemano la respuesta que recibiría. De este modo, como veremos, Hafenreffer defendió más tarde la postura de la facultad durante el conflicto que mantuvo Kepler con las autoridades eclesiásticas y, como interlocutor de su antiguo alumno, se vio obligado a comunicarle, con doble sentimiento de dolor, el veredicto que habían pronunciado las autoridades eclesiásticas de Württemberg. También fue Hafenreffer quien disuadió a Kepler de la idea de defender en público la compatibilidad de la concepción copernicana con las Santas Escrituras [52], aunque él mismo, según Kepler sospechaba, apoyaba en secreto aquella teoría [53].
LA LLAMADA DESDE GRAZ
Los estudios teológicos de Kepler debían concluir durante el año 1594, pero antes de que así fuera, en los primeros meses de aquel mismo año, se produjo un cambio decisivo en su vida. La muerte retiró de su puesto al profesor de matemáticas, Georg Stadius, de la escuela evangélica de Graz. De modo que las autoridades estirias solicitaron [54] al claustro de la Universidad de Tubinga un sucesor. Podría extrañar que las autoridades de Graz recurrieran precisamente a la lejana Tubinga. El motivo radicaba en el peso que tenía la universidad de aquella ciudad como uno de los principales centros de la vida y la doctrina reformadora. Eran ya muchos los sacerdotes y profesores que se habían trasladado de Tubinga a tierras austriacas para predicar y difundir allí la nueva doctrina. De hecho, el propio Wilhelm Zimmermann, que a la sazón ejercía como superintendente en Graz y era uno de los inspectores de la escuela, procedía del Stift de Tubinga. La elección del claustro recayó sobre el aspirante Kepler. Este quedó muy sorprendido cuando lo llamaron [55]. ¿Debía aceptar? Diversos tipos de consideraciones lo animaron a meditarlo; no podía asentir tan pronto. Ya se había imaginado a sí mismo vestido de religioso sobre el púlpito y, tras los méritos académicos que había alcanzado hasta entonces, podía contar con una carrera sacerdotal brillante. Según él, los estudios de teología le habían resultado tan gratos y valiosos hasta entonces por la gracia de Dios, que jamás había concebido abandonarlos por mucho que pudiera ocurrirle, siempre que Dios siguiera concediéndole una mente sana y su libertad [56]. En cambio, ahora, tan cerca del final, ¿debía interrumpir sus estudios y aceptar un puesto de profesor en una escuela, algo que en su época se consideraba inferior a un ministerio eclesiástico (según comenta él mismo)? En el llamamiento se entrevé sin duda un reconocimiento a su rendimiento en matemáticas hasta aquel entonces. Pero él no se sentía lo bastante instruido para asumir tal puesto, si bien reconocía que tenía talento para esa disciplina. Había comprendido sin dificultad las materias sobre geometría y astronomía que estipulaba el reglamento escolar. Pero se trataba tan solo de estudios obligatorios, nada de lo que habría aprendido con una formación específica en astronomía. Por otra parte, aquello lo enfrentó a su disciplina moral, difícil de eludir para él. Con frecuencia había visto que los compañeros de estudios reclamados desde el extranjero, es decir desde más allá de los límites de Württemberg, empleaban todo tipo de evasivas para no tener que marcharse por apego a la patria. No obstante, hacía tiempo que, «duro como yo era» [57], había resuelto acudir con la mejor disposición a donde fuera menester en caso de que lo llamaran. Para decidirse pidió consejo a sus allegados, a los abuelos y a su madre. Estos, cómo no, habrían preferido ver pronto al nieto sobre el púlpito brillando con el fulgor que lo bañaría allí arriba. Sin embargo, prefirieron dejar la decisión en manos de la facultad de teología, la cual había mostrado hasta entonces muy buena voluntad hacia su retoño. ¿No tendría oportunidad en Graz de adquirir práctica en los oficios religiosos a través del pastor Zimmermann mientras desempeñara su labor docente? Y, ¿no podría continuar formándose con unos estudios teológicos privados que le permitieran incorporarse al clero al cabo de algún tiempo? Esta alternativa parecía la más recomendable porque, por su edad y por su aspecto, aún no encajaba del todo en el púlpito. De modo que aceptó, reservándose explícitamente el derecho a volver e ingresar en el oficio eclesiástico. ¡Qué determinante iba a resultar aquel sí, no solo para el futuro de su vida privada, sino para el de toda la historia de la astronomía! Más tarde, cuando el descubrimiento de sus leyes planetarias le reveló su capacidad, Kepler reconoció retrospectivamente la voz de Dios en aquella llamada. Era Dios el que guiaba en secreto a los hombres hacia las distintas artes y ciencias a través de disposiciones externas, y con ello les comunicaba la verdad de que, como parte de su obra creadora, estos asuntos también dependen de la providencia divina.
Se ha escrito hasta la saciedad que fueron los propios profesores de Kepler en Tubinga los que lo empujaron a Graz porque con tanta discrepancia teológica se había ganado sus recelos. Esta afirmación es falsa. Quienes lo sostienen se basan en que el mismo Kepler dijo en cierta ocasión que había sido alejado (extrusus) de Tubinga [58]. Pero con eso solo quería decir que fue necesaria cierta presión por parte de sus profesores para animarlo a aceptar un puesto que él no consideraba del todo conveniente. Sobre los motivos que guiaron a los teólogos de Tubinga no se menciona nada. A quienes fuerzan esa expresión (extrusus), se les podría responder que, en dos ocasiones muy alejadas en el tiempo, Kepler sostiene que fue una casualidad afortunada (commode accidit) [59] que lo llamaran a Graz. Como es natural, tampoco en esta declaración se comenta nada sobre las razones que movieron a los teólogos. Kepler solo señala que el cambio de situación le pareció una bondad, una suerte para su desarrollo intelectual ulterior. En cambio, esa interpretación queda desmentida en favor de Kepler a través de su aclaración expresa de que, dada su corta edad, se había guardado para sí sus ideas teológicas divergentes y no las había compartido con los siervos de la Iglesia. Es posible que los profesores de Tubinga sacudieran la cabeza al oír al diligente joven defender con tanto entusiasmo a Copérnico. Sí, seguramente también les llegaron rumores de sus dudas. Pero habría que considerar muy malos pedagogos a los profesores de Tubinga si se les atribuyera tan corto entendimiento ante los arrebatos de un temperamento joven, como para dejar marchar tan pronto a un aspirante tan destacado por su carácter y su rendimiento, por el simple hecho de que en el ardor de la juventud expresara opiniones que ellos consideraban peligrosas. No hay que dejarse llevar por el entusiasmo ante posturas imposibles de verificar de forma objetiva. No, Kepler fue enviado a Graz porque en vista de sus conocimientos matemáticos y astronómicos era con diferencia el candidato más idóneo, cuando no el único a tener en cuenta para aquel puesto, y la Universidad de Tubinga confiaba en ganarse laureles gracias a su persona. Kepler abandonó Tubinga en completa paz. La relación de confianza entre él y sus profesores se mantuvo intacta durante los años siguientes, y el conflicto no surgió hasta que varios años más tarde llamó la atención con sus ideas teológicas. Sin duda es cierto que, con su franqueza y honradez, Kepler no habría tardado en verse envuelto en grandes dificultades si hubiera llegado a concluir su carrera teológica y hubiera ingresado en el oficio eclesiástico.
Después de que el duque concediera su aprobación para la marcha de Kepler [60], recibiéndolo incluso en persona, el nuevo profesor de matemáticas se despidió de su querida escuela superior el 13 de marzo de 1594 y emprendió el largo camino hasta Graz. Como su pecunia en metálico era escasa, recibió prestados cincuenta florines del superintendente del Stift, el profesor Gerlach [61]. ¿Acaso imaginaba que jamás llegaría a ejercer en su patria y que solo volvería a verla cuando fuera de visita?
1 Huelga entrar en la controversia de si Kepler nació en Weil der Stadt o, como también se ha afirmado, en la cercana localidad de Magstadt o en la vecina Leonberg. El propio Kepler afirma con tanta claridad y seguridad que su lugar de nacimiento fue Weil der Stadt, y los argumentos que fundamentan las otras localidades son tan fáciles de desmentir, que no caben dudas al respecto.
2 Es absurdo plantearse si la forma correcta de escribir el apellido es «Kepler» o «Keppler». Ambos modos son igualmente válidos. En aquella época no se reparaba en tal distinción a la hora de escribir los nombres y nuestro astrónomo mismo no es coherente al respecto. Bien trascribe su apellido como «Kepler», bien como «Keppler» o incluso como «Khepler» y «Kheppler». En la variante latinizada que solía emplear, siempre escribía «Keplerus». Es absolutamente falsa la afirmación que se ha hecho de que utilizara la forma «Kepler» para sus escritos en latín y en cambio siempre optara por «Keppler» para los textos en alemán. Existen muchos documentos alemanes firmados con «Kepler». Otros trascribían su nombre incluso como «Köpler».
3 La información sobre los antepasados de Kepler que no está testimoniada por él mismo, se basa en un documento manuscrito que legó su nieto Johann Jakob Bartsch, titulado «Genealogia Keppleriana», y que agotó en su momento Michael Gottlieb Hansch para su biografía. Aunque Bartsch vino al mundo cuando su abuelo ya había cerrado los ojos para siempre, podemos dar crédito a los datos allí referidos, si bien hay dudas que no se pueden esclarecer por completo. Seguro que el contenido del escrito se basa indirectamente en Kepler, quien demostró ser un fiel custodio de la historia familiar. Indagaciones posteriores no han podido añadir nada nuevo. La credibilidad de la información, que contiene más detalles sobre los méritos castrenses de los antepasados, no disminuye porque Kepler en el lugar arriba mencionado cometiera el error de llamar Heinrich en lugar de Friedrich al antepasado que fue armado caballero.
4 Príncipe-obispo: a partir de la Edad Media, algunos obispos de los territorios situados al oeste de la Selva de Bohemia y del Elba fueron, además, príncipes electores del imperio. (N. de la T.)
5 Literalmente pluma de gallo. (N. de la T.)
6 Mariamna, en hebreo Miriam, fue la segunda esposa de Herodes el Grande. (N. de la T.)
7 El ejemplar de las Revolutiones que más tarde perteneció a Kepler y en el que, en 1598, anotó unos versos suyos sobre el nuevo descubrimiento, pertenece hoy a la biblioteca de la Universidad de Leipzig [45].
8 Max Caspar se refiere a la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium como Revolutiones, aunque es más frecuente que aparezca mencionada en la literatura como De Revolutionibus o, simplemente, Revolutionibus. (N. de la T.)
9 Se alude aquí al relato Somnium donde Kepler concibe un viaje a la Luna. (N. de la T.)