Читать книгу Johannes Kepler - Max Caspar - Страница 12
ОглавлениеMatemático territorial y profesor en Graz
(1594-1600)
SITUACIÓN POLÍTICO-ECLESIÁSTICA EN GRAZ
Kepler llegó a Graz el 11 de abril de 1594. Por el camino perdió diez días al pasar a tierras austriacas, o más bien ya en Baviera, donde regía el nuevo calendario, mientras que Württemberg mantenía el antiguo inalterado [1].1 Fue su primera gran salida al mundo. Acercarse a la bella ciudad a orillas del río Mur y contemplar la prominente loma del castillo tal vez le recordara la deliciosa ciudad regada por el Neckar donde había realizado sus estudios, la cual, al igual que esta, se despliega alrededor de una colina coronada por el castillo de un príncipe. En la suavidad del paisaje también pudo encontrar algún parecido con aquel valle del Neckar que acababa de dejar atrás. El carácter más sureño de la fisonomía de la ciudad y de las costumbres de sus habitantes le resultaba amable cuando rememoraba la rudeza de las gentes y las casas de altos gabletes de su tierra natal.
En cambio, en el nuevo lugar de residencia el clima intelectual era muy distinto a aquel en el que estaba acostumbrado a desenvolverse hasta entonces. En Württemberg, tanto el duque como el pueblo estaban entregados por completo y sin reserva a las enseñanzas de Lutero, de tal modo que aquella región, con su centro espiritual en Tubinga, representaba un baluarte de la fe protestante dentro del imperio, y allí las tensiones confesionales se descargaban mediante exposiciones académicas. En Graz parecía diferente. Los nobles de los innumerables castillos y fortalezas de la región de Estiria y los habitantes de las ciudades también se habían acogido en su mayoría y desde hacía tiempo a la nueva doctrina. Pero al frente de la región había soberanos que no solo abrazaban la fe católica en privado, sino que además consideraban una obligación moral erradicar la nueva creencia y devolver a los habitantes del territorio a la fe de la vieja Iglesia. Estos no habían olvidado los principios jurídicos instaurados por la paz religiosa de Augsburgo en 1555, según los cuales correspondía a los príncipes la elección del credo católico o augsburguense dentro de sus territorios. Esto condujo inevitablemente a que en Graz las tensiones religiosas no solo se manifestaran a través de diatribas escritas y de disputas dialécticas, sino que se percibieran además en la vida privada de cada individuo y amenazaran la seguridad religiosa. Dada la vehemencia con que se libran las pugnas religiosas, porque en verdad tocan lo más sublime, y en vista de los medios, a menudo peligrosos, que se empleaban en las luchas de aquella época, cabe imaginar que se abriera un periodo crucial ante Kepler, dada su ética profundamente religiosa.
Cuando en 1564 falleció el emperador Fernando I, los territorios austriacos se repartieron entre sus hijos, y el archiduque Carlos asumió el gobierno de las zonas interiores, es decir Estiria, Carintia y Carniola. En la llamada Pacificación de Bruck de 1578, el archiduque prometió libertad religiosa a los estados luteranos y a sus súbditos en sus castillos y en las ciudades de Graz, Judenburg, Laibach y Klagenfurt. Pero en los años posteriores comenzaron las tentativas para anular las concesiones hechas a los protestantes, y desde entonces no pasó un solo año sin que esos intentos provocaran diferencias vejatorias y dolorosas. Tras la muerte de Carlos en 1590, su viuda, la archiduquesa María, de la casa Wittelsbach, puso aún más empeño en devolver sus territorios a la fe católica. Justo durante el primer año que Kepler pasó en Graz se tramitó el traspaso de poder al hijo menor de Carlos, Fernando, que entonces aún se encontraba realizando sus estudios en Ingolstadt donde lo instruían los jesuitas y el duque Maximiliano de Baviera. Como veremos, en los años ulteriores él consumaría los esfuerzos de sus antecesores. Para consolidar sus planes de contrarreforma, el archiduque Carlos había hecho venir a la ciudad a los jesuitas y en 1573 les había construido un edificio enorme como colegio. Aquellos no solo se esmeraron en el cuidado de las almas, también abrieron de inmediato una escuela latina a través de la cual ejercieron su influencia sobre los jóvenes usando su conocida destreza pedagógica. Además, en 1576 erigieron un seminario en parte para nobles y en parte para jóvenes humildes que quisieran dedicarse a los oficios divinos y, finalmente y con la aprobación papal, fundaron en 1586 una universidad consistente en una facultad de teología y otra de filosofía. Es evidente que con esas instituciones adquirieron una posición sólida en la vida intelectual de la ciudad y de la región.
LA STIFTSCHULE Y LAS OBLIGACIONES DE KEPLER
En oposición a esas escuelas jesuíticas se encontraba la «Stiftschule» protestante a la que había sido llamado Kepler [2]. Fue inaugurada el 1 de julio de 1574 y de ahí en adelante se convirtió en el foco principal del bando evangélico de la localidad gracias al esfuerzo de los numerosos pastores y profesores que trabajaban en ella. En un principio la fundaron los nobles para sus hijos, pero más adelante también la utilizaron los hijos de los ciudadanos. Aún hoy se puede ver en la angostura del casco antiguo de la ciudad el espléndido edificio constreñido entre las casas que encierra en su interior un patio cuadrangular circundado por arquerías y galerías y que albergaba no solo la escuela y el internado, sino también viviendas para algunos profesores. Kepler encontró allí su primer alojamiento, en las dependencias que quedaron vacantes tras la muerte de su predecesor.
Las autoridades evangélicas dirigían la escuela con prudencia y esmero. Para confeccionar el plan de estudios se contó con David Chyträus, un tolerante hombre de iglesia y de escuela, muy conocido y estimado. Provenía, igual que Kepler, de Suabia y por aquel entonces ejercía en Rostock como profesor de teología. En Wittenberg había sido alumno aventajado de Melanchthon y había convivido con él en la misma casa y más tarde le consultó muy a menudo para establecer las bases de la Iglesia evangélica y para desempeñar tareas de política eclesiástica. La organización externa de la escuela evangélica era equivalente a la de otras escuelas semejantes de la época. De entre los delegados se elegía una junta de supervisores que estaba a su vez subordinada a un grupo reducido de inspectores, siendo estos últimos teólogos especialmente cualificados y miembros de la comunidad. El funcionamiento de la escuela en sí estaba a cargo del rector, el cual debía ejercer también la docencia y visitar con cierta regularidad las clases de los otros profesores para estar al tanto de su rendimiento. El claustro escolar solía constar de cuatro pastores y de entre doce y catorce profesores. En el momento en que Kepler se incorporó al colegio, la junta de supervisores estaba formada por los señores Balthasar Wagen von Wagensperg, Matthes Ammann von Ammannsegg, Gregor von Galler y Wilhelm von Galler. Eran inspectores el primer pastor Wilhelm Zimmermann, el abogado mercantil Adam Venediger, el escribiente mercantil Hans Adam Gabelkofer y el secretario regional Stephan Speidel. Ejercía como rector Johann Papius al cual, por desgracia para Kepler, requirieron desde Tubinga como profesor de medicina unos meses más tarde.
La escuela en sí estaba dividida en dos secciones. Una era la escuela infantil, consistente en tres «decurias», donde se seguía un plan de estudios que Melanchthon ya había aplicado en otro lugar. La otra era una escuela superior formada por cuatro cursos. El curso más elevado se llamaba publica classis, y los profesores que lo impartían se denominaban catedráticos. Este curso estaba dividido a su vez en tres áreas. En la primera se encontraban los futuros teólogos. En la segunda se estudiaban asignaturas de derecho y de historia. Y en el área de filosofía se enseñaba lógica, metafísica, retórica, lecturas clásicas y matemáticas, que incluían la astronomía.
De modo que este fue el ambiente en el que ingresó el joven maestro de Graz para encargarse de la última asignatura mencionada. Sus modestos ingresos anuales ascendían a 150 florines [3], mientras que su predecesor recibía doscientos. Los delegados consintieron en pagarle sesenta florines por los gastos de viaje. Kepler llegó como novato y lo primero que tuvo que hacer fue demostrar su valía y ganarse una reputación dentro de aquel entorno [4]. Tras su llegada los inspectores comunicaron a los delegados: «Hemos conversado con él lo suficiente y consideramos que podemos confiar por completo en su capacidad para suceder con dignidad al maestro Stadius. No obstante, querríamos probarlo durante uno o dos meses antes de concederle emolumento fijo» [5].
Con su vitalidad joven y fresca no tardó en sentirse a gusto en la nueva situación, aunque en un principio no la encontrara acogedora. Sus pensamientos se detenían a menudo allá en la patria, donde lo incentivaban el contacto con compañeros que compartían sus aspiraciones y los profesores de una universidad prestigiosa y archiconocida. En Graz estableció contactos más estrechos. Como el trabajo incluía además la tarea de ejercer como matemático territorial y calendarista, accedió a círculos más amplios que su reducido entorno, sobre todo al de la nobleza, donde existía gran interés por las profecías astrológicas. Sin duda, allí no pudo encontrar entendimiento hacia sus indagaciones científicas porque, como sostiene un amigo suyo, Koloman Zehentmair, secretario de un tal barón Herberstein, los nobles eran de una ignorancia crasa en todo y exponían su parecer con brutalidad; odiaban las ciencias, y de nadie se ocupaban menos que de los sabios y corifeos de la ciencia [6]. La naturaleza dócil de Kepler, su trato amable y su riqueza de pensamiento le granjearon simpatías y atenciones, de modo que muchos celebraban su compañía. Según cuenta él mismo, su descuido a la hora de hablar, que a veces aireaba las debilidades de los demás, le hizo pasar apuros; como aquella vez que expulsaron del centro donde cursaba sus estudios en Tubinga al descastado hijo del pastor Zimmermann y Kepler le dijo a este en la cara que la culpa era de la madre por haber malcriado al niño [7]. Al principio se sintió casi en el exilio, así que al cabo de un año ya empezó a pensar en regresar a Tubinga.
La asignatura que Kepler impartía en la escuela no despertaba entusiasmo entre los hijos de los nobles y de los ciudadanos. Durante el primer año tuvo unos pocos oyentes, y en el segundo, ni uno. Los inspectores eran lo bastante anchos de miras como para no atribuir el problema al profesor, «porque el mathematicum studium no es una materia para cualquiera». Como alternativa, y con el consentimiento del rector, le asignaron la enseñanza de aritmética, Virgilio y retórica en seis horas de los cursos superiores, tareas «que también desempeña con obediencia, hasta que aparezca mayor oportunidad para aprovechar sus conocimientos de mathematicis publice» [8]. Parece que más tarde volvieron a asignarle la enseñanza de otras materias. En cualquier caso, en la carta de recomendación que le dieron al final de su periodo de docencia en Graz consta que «junto a la enseñanza de las matemáticas que le estaba asignada de ordinario, también impartió historia y ética con una diligencia constante y una destreza magnífica» [9]. Kepler se había llevado muy bien con Papius, el primer rector, tanto que desde entonces mantuvieron un amistoso intercambio epistolar que se prolongó durante muchos años [10]. En cambio, con Johannes Regius, sucesor de aquel, enseguida surgieron diferencias desde que el rector reprochó al profesor de matemáticas que no lo respetara lo suficiente como superior y que desestimara sus disposiciones [11]. Kepler comenta que por esos motivos el rector fue increíblemente reacio a su persona [12]. Con todo, la valoración que los inspectores expusieron a los delegados al final del segundo año sobre la labor docente de Kepler es muy favorable. Ha «destacado de tal modo, primero como orador (perorando), luego como docente (docendo) y finalmente también como disputador (disputando), que no podemos juzgar otra cosa, sino que es, a su corta edad, un maestro y profesor instruido y, en cuanto a modos (in moribus), discreto y correcto aquí en esta Ilustre Escuela Territorial» [13].
Rara vez ocurre que un estudioso rico en ideas, o un genio creativo resulte ser al mismo tiempo un buen profesor. Kepler no fue una excepción. Si congregaba a pocos oyentes se debía en parte a él mismo. Esperaba demasiado de sus alumnos y creía poder atribuirles la misma apertura intelectual y capacidad receptiva, el mismo entusiasmo por su asignatura y la misma devoción por la búsqueda de la verdad que lo movían a él. En una caracterización profunda que Kepler redactó de sí mismo hacia 1597, menciona atributos que también arrojan luz sobre su labor docente. Habla ahí de su poderosa «cupiditas speculandi» [14],2 de su apetito filosófico que se abalanza sobre todo y siempre saca algo nuevo, que se agolpa y le arrebata la calma necesaria para meditar una idea hasta el final. Siempre se le ocurría algo que decir antes de poder valorar hasta qué punto era bueno. De modo que hablaba a toda prisa. Mientras hablaba o escribía se le ocurrían otras palabras, otros temas, otras formas de expresión y argumentaciones, el dilema de si alterar el objeto de su declamación o incluso pasar por alto lo que estuviera diciendo. Tenía una imaginación y una memoria asombrosas cuando se trataba de concatenaciones de ideas en las que una llevaba a otra y, sin embargo, no le resultaba nada fácil recordar algo que hubiera escuchado o leído. Ahí estaba el origen de los abundantes paréntesis de su discurso. Como todos los temas relacionados entre sí irrumpían enérgicos en su mente y, por tanto, se le ocurría todo de golpe, se empeñaba en decirlo todo a la vez. De ahí que su discurso fuera extenuante o, en cualquier caso, confuso y poco comprensible. Además, su labor profesional no detuvo sus apasionadas ansias de conocimiento. De hecho, llegó a desatender tanto su honorable profesión por desviarse hacia donde lo guiaba el espíritu, que se habría ganado recriminaciones de no ser por su capacidad para improvisar cualquier tema recurriendo a conocimientos previos. Así, cuando pensaba en su trabajo era solo con estas limitaciones. Porque nunca eludía nada sobre lo que pudiera arrojar sus ansias de saber, su celo, su deseo de abarcar precisamente lo difícil. Al explicar las miles de cosas que se le ocurrían de una sola vez (limitar el tiempo habría sido imposible en esos casos), prefería descuidar la puntualidad en sus clases a acotar su discurso. Un profesor de este tipo solo encaja con alumnos notables, y estos suelen escasear. Sin duda, el mayor provecho de su labor docente lo extrajo el mismo Kepler, ya que de ella recibió toda suerte de estímulos relacionados con su asignatura, y la enseñanza lo obligó a expresar sus ideas con palabras.
LOS PRIMEROS ALMANAQUES DEL MATEMÁTICO TERRITORIAL
Pocos meses después de su llegada, el joven matemático territorial publicó su primer almanaque, el del año 1595 [15]. Este fue seguido de otros cinco en años posteriores de su estancia en Graz. Por desgracia solo se han conservado un par de ejemplares correspondientes a los años 1598 y 1599 [16]. Todos los demás se han perdido. En aquella época de creencia en el influjo de los astros, los almanaques desempeñaban una función distinta a la de hoy. Tanto en los estratos más elevados como en los más deprimidos de la sociedad imperaba la creencia de que el movimiento de los astros permitía predecir acontecimientos futuros. En consecuencia, de los calendaristas, que por cierto había muchos, se esperaban pronósticos meteorológicos y relacionados con las cosechas, información sobre batallas y peligros de epidemias, o sobre sucesos políticos y religiosos. La gente deseaba saber qué días serían propicios para sembrar y recolectar, para practicarse una sangría, cuándo tendrían que enfrentarse al granizo o a la tormenta, al frío o al calor, a la enfermedad o al hambre. No es este el momento de indagar en la actitud de Kepler ante la astrología, volveremos a ello más adelante. Por ahora nos limitaremos a decir que rechazaba por completo los principios y predicciones al uso, considerándolos supersticiones monstruosas, un «sortílego juego de monos», pero, por otra parte, se mantenía firme en el convencimiento de que los astros influyen en el devenir terreno y en el destino de la humanidad, una idea que no se puede desligar de su concepción de la naturaleza. La interpretación que dio a su trabajo como calendarista queda clara en sus propias palabras: «Quien tiene por oficio escribir pronósticos debe tener en cuenta sobre todo dos puntos de vista habituales que se oponen entre sí, y debe cuidarse de dos tendencias del ánimo que se corresponden con una actitud mezquina y despreciable, a saber, la búsqueda de fama y el miedo. Una actitud interesada se revela cuando la curiosidad de las masas es grande y, por complacer a esa multitud y por meras ansias de celebridad, se cuentan cosas que no se encuentran en la naturaleza, o se vaticinan verdaderos prodigios de la naturaleza sin entrar en sus causas más profundas. Por otra parte, están quienes sostienen que no conviene a los hombres serios ni a los filósofos arriesgar la fama de su talento y su prestigio con una materia que se ensucia cada año con tantas adivinaciones ridículas y hueras, ni tampoco los favorece encender la curiosidad de la gente ni las supersticiones de las mentes necias proporcionándoles, por así decirlo, una yesca. Debo reconocer que esta recriminación goza de cierta legitimidad y que es suficiente para apartar a un hombre honrado de semejantes escritos en caso de carecer de razones más serias. En cambio, si para su cometido dispone de motivos que personas de entendimiento aplaudirían, quedaría como un auténtico cobarde si se dejara intimidar y renunciara a su labor por causa de esos obstáculos ajenos y externos, haciendo caso a habladurías y asustándose de oprobios injustificados. Porque aun cuando buena parte de los principios de este arte árabe viene a traducirse en nada, no es ninguna nada todo lo que forma parte de los secretos de la naturaleza y, por tanto, no debe desecharse junto a naderías. Debemos, más bien, apartar las piedras preciosas del estiércol, debemos honrar la gloria de Dios tomando como finalidad la contemplación de la naturaleza; a través del ejemplo propio, el hombre debe instigar a otros y aspirar a eliminar las tinieblas del desconocimiento e iluminar con la claridad del día todo aquello que en alguna ocasión pueda resultar especialmente útil al género humano» [17]. Ya desde sus comienzos como calendarista, Kepler desaconseja encarecidamente dejarse llevar por los vaticinios astrológicos, en especial para las resoluciones y las decisiones políticas. A tal efecto, al final de su almanaque astrológico del año 1598 dice a los hombres en guerra: «El cielo no puede perjudicar en gran medida al más fuerte de dos contrincantes, ni favorecer en mucho al más débil. Aquel que se refuerza con buenos consejos, con el pueblo, con armas, con gallardía, ese es el que también pone el cielo de su parte y, si este le es hostil, lo vence como a cualquier otra adversidad» [18]. Kepler expresa con las palabras que siguen la intención moral que perseguía: «Utilizamos los deseos confusos y dañinos de las masas para instilarles las advertencias adecuadas (a modo de panacea) encubiertas en forma de pronósticos, advertencias que contribuyen a eliminar ese mal y que apenas podríamos presentar de otro modo» [19]. Por tanto, en la elaboración de almanaques astrológicos vemos a Kepler nadando constantemente entre dos aguas. Realiza predicciones porque no le disgusta jugar con los principios de la astrología, pero añade al punto que no hay que confiar en los vaticinios. Predica y se mofa. Escribe almanaques por obligación. Pero tampoco los escribe con desgana porque con ellos tiene ocasión de trasmitir su opinión a la gente que no lee sus escritos latinos y que no entiende nada sobre ciencia. Los escribe porque disfruta escribiendo, aunque a veces se rebele contra esta pesada servidumbre. Los escribe, y no es el menor de los motivos, para ganarse la vida. Sin lugar a dudas, nunca se sintió bien del todo escribiendo almanaques; le preocupa su crédito científico entre los entendidos. Al presentarle a Mästlin el almanaque del año 1598, escribe al respecto: «Mucho de lo que contiene debe disculparse deliberadamente o perjudicaría mi reputación entre ustedes. La cuestión es la siguiente: no escribo para la gran mayoría ni tampoco para gente instruida, sino para nobles y prelados que pretenden conocer cosas que no comprenden. No se distribuirán más de cuatrocientos o seiscientos ejemplares y ninguno pasará las fronteras de estos territorios. En todas las predicciones procuro dispensar a mi círculo de lectores, arriba mencionado, un disfrute gozoso de la inmensidad de la naturaleza mediante frases que se me ocurren de pronto y me parecen ciertas con la esperanza de que quizá se sientan animados por ellas a subirme el sueldo» [20].
De hecho, por la presentación de su primer almanaque, Kepler recibió un sobresueldo de veinte florines por parte de las autoridades [21]. Había acertado bastante bien en los pronósticos. Tal como se desprende de sus cartas, había anunciado un frío terrible e incursiones turcas. Ambas cosas sucedieron [22]. Al parecer murieron numerosos vaqueros por causa del frío en las montañas; muchos perdieron las narices tras sonarse al llegar a casa; y parece que los turcos saquearon toda la región al sur de Viena. Este éxito centró las miradas en el joven matemático territorial y pronto le proporcionó tanto prestigio en la región que muchos señores lo requirieron para consultas astrológicas y cartas natales. Kepler complacía las numerosas peticiones que recibía porque con ellas tenía oportunidad de incrementar sus modestos ingresos.
MYSTERIUM COSMOGRAPHICUM
Pero todos aquellos éxitos fáciles no podían satisfacer un espíritu como el de Kepler. Su cupiditas speculandi apuntaba más arriba [23], sobrevoló la vastedad del mundo y se adentró en las profundidades hasta alcanzar los límites impuestos a los mortales. Como él dice, ya en Tubinga había abarcado la filosofía como un todo con un apetito voraz, tan pronto tuvo edad para saborear su dulzor. Ahora sus pensamientos se arremolinaban sobre todo alrededor de los grandes interrogantes eternos que las maravillas del firmamento y su belleza misteriosa habían planteado al ser humano desde tiempos inmemoriales. El motivo no radicó tan solo en la asignatura que debía impartir. Su intelecto en proceso de maduración y de búsqueda, se encomendó a la materia que le era apropiada, aquella que le permitiría desplegar sus mejores facultades y la que estaba destinado a desarrollar de un modo tan grandioso que, después de él, la astronomía adquirió una forma completamente distinta a la que tenía antes de su intervención.
La concepción copernicana del mundo, en la que ya lo habían introducido durante la etapa de estudiante, se presentó ante su vista con una insistencia creciente. Cuanto más la contemplaba, cuanto más profundizaba en sus detalles, más clara, más perfecta, más convincente le parecía, más se avivaba el entusiasmo que había prendido en él hacía tiempo. Comprendió que la de Copérnico distaba mucho de ser la última palabra, que ahí yacía «un tesoro aún sin agotar de verdaderos conocimientos divinos sobre la ordenación magnífica de todo el orbe y todos los cuerpos» [24]. El Sol se ubicó en el centro del mundo. Era el corazón del mundo, el rey alrededor del cual desfilaba, a un ritmo eternamente constante, el séquito de las seis estrellas errantes, Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno. La nueva enseñanza ofrecía una ventaja muy especial frente a las teorías previas porque por primera vez permitía calcular las distancias relativas de los planetas al Sol a partir de las observaciones. ¿Acaso no habían intuido ya los griegos por métodos especulativos, porque carecían de este conocimiento, una armonía en esas distancias, una armonía que ahora podría demostrarse con hechos? ¿No debían existir relaciones estructurales e interdependencias entre todos los valores numéricos que proporcionaba la teoría de Copérnico? ¿Podía deberse el bello orden a la casualidad? ¿Es que la corte del Sol no requería un ceremonial acompasado?
Había llegado el momento de que los pensamientos que pululaban por la cabeza de Kepler adquirieran una forma determinada y se concentraran en un objetivo relacionado, consciente o inconscientemente, con todo lo que había oído o leído acerca de Pitágoras y Platón, san Agustín, Nicolás de Cusa [25] y muchas otras figuras del pasado, pero también con todo lo que la doctrina cristiana le había inculcado acerca de Dios, el mundo y el lugar del ser humano respecto de ambos. Ya desde la primera mitad del año 1595 lo vemos dedicándose con gran celo a los nuevos interrogantes que se vio obligado a plantear a la naturaleza.
¿Qué es el mundo?, se pregunta. ¿Por qué hay precisamente seis planetas? [26] ¿Por qué sus distancias al Sol son las que son, y no otras? ¿Por qué se desplazan con mayor lentitud cuanto más lejos se encuentran del Sol? Con estas atrevidas preguntas sobre las causas del número, el tamaño y el movimiento de las órbitas celestes, el joven buscador de la verdad se aproximó a la concepción copernicana del universo. Si Copérnico había determinado en cierto modo los límites del universo, Kepler buscaba ahora los fundamentos físicos y metafísicos que permitieran revelar esos confines como parte del proyecto del Creador, el cual en su sabiduría y bondad solo podía engendrar el más bello de los mundos. Según su argumento principal, nada en el mundo fue creado al azar por Dios, y su intención consiste en descubrir nada menos que ese proyecto de creación, en reflexionar sobre los pensamientos de Dios convencido de que «cual arquitecto humano, Dios acometió la fundación del mundo siguiendo un orden y unas reglas, y lo midió todo de tal modo que cabría pensar que la arquitectura no copia la naturaleza más de lo que el mismo Dios copió las construcciones de los seres humanos que aún estaban por llegar» [27]. Estas cuestiones conforman la raíz de la obra astronómica que Kepler desarrolló a lo largo de su vida, al tiempo que evidencian su mentalidad en relación con cada una de ellas por separado.
Buscó la respuesta a sus preguntas sobre geometría en la estructura del espacio. Como las figuras geométricas se basan en la divinidad, es en ellas, pues, donde hay que buscar los números y los tamaños que aparecen en el mundo visible. Todo está ordenado de acuerdo a medidas y cantidades. El mundo se creó a partir de las reglas que rigen las cantidades geométricas. Por eso Dios también concedió a los hombres una inteligencia capaz de reconocer esas pautas. Porque «así como el ojo fue creado para los colores o el oído para los tonos, la inteligencia humana no fue creada para entender cualquier asunto corriente, sino las cantidades. El intelecto comprende mejor una cosa cuanto más se parece a su origen, a las cantidades puras. En cambio, cuanto más se aleje algo de ellas, mayor oscuridad y confusión aparecen. Porque, de acuerdo a su naturaleza, nuestro espíritu crea conceptos basados en las categorías cuantitativas para estudiar los asuntos divinos. Si se priva al intelecto de esos conceptos, entonces solo consigue definir a través de meras negaciones» [28].
Pero, ¿qué figuras geométricas podrían procurarle las relaciones numéricas que buscaba? El pensador incansable lo intentó en vano con todos los cálculos posibles. Perdió el verano entero con ese arduo trabajo. Al fin, vio la luz durante una clase. «Creo que fue un designio divino que recibiera por casualidad lo que antes no había podido alcanzar con ninguno de mis esfuerzos; lo creo sobre todo porque siempre había rogado a Dios que me concediera éxito en mi cometido si es que Copérnico había dicho la verdad» [29]. El 19 de julio de 1595 (Kepler preservó para siempre su gran día recordando la fecha exacta) se le ocurrió la siguiente idea: «Si para el tamaño y las proporciones de las seis órbitas celestes asumidas por Copérnico fuera posible encontrar cinco figuras de entre la infinidad existente de ellas que destacaran por contar con unas propiedades especiales, entonces todo marcharía según lo deseado» [30]. Y, ¿no nos enseña la geometría de Euclides que hay exactamente cinco y solo cinco sólidos regulares, a saber, el tetraedro, el cubo o hexaedro, el octaedro, el dodecaedro y el icosaedro? ¿Acaso no se pueden intercalar esos sólidos regulares entre las esferas planetarias de tal modo que siempre que la esfera de un planeta esté circunscrita por uno de los sólidos regulares, este se halle inscrito a su vez dentro de la esfera del siguiente planeta? Al punto anotó la frase: «La Tierra es la medida para el resto de las órbitas; a ella la circunscribe un dodecaedro; la esfera que lo comprenda será la de Marte. La órbita de Marte está circunscrita por un tetraedro; la esfera que lo comprenda será la de Júpiter. La órbita de Júpiter está circunscrita por un cubo; la esfera que lo comprenda será la de Saturno. Ahora ubica un icosaedro dentro de la órbita de la Tierra; la esfera inscrita a él será la de Venus. Sitúa un octaedro dentro de la órbita de Venus; la esfera inscrita a él será la de Mercurio. He aquí la causa del número de los planetas» [31].
Para el investigador entusiasta fue como si un oráculo le hubiera dictado desde el mismísimo cielo [32], según reconocería más tarde. Tras esta visión comparó las relaciones numéricas que procuraban los sólidos regulares con las que Copérnico había dado para la distancia de los planetas con respecto al Sol, y encontró cierta coincidencia, aunque no absoluta. Su emoción fue extrema. Creyó haber levantado el velo que ocultaba la majestuosidad de Dios y haber vislumbrado parte de su magnificencia infinita. La experiencia le desencadenó un torrente de lágrimas. Se maravilló de ser justo él, un pecador, quien recibió tal revelación, máxime cuando en realidad no había pretendido actuar como astrónomo en este asunto, sino que había emprendido todo aquello como entretenimiento intelectual. «Jamás podré traducir a palabras el deleite que sentí a raíz de mi descubrimiento. Ya no me pesaba el tiempo perdido, ya no sentía ningún hastío hacia el trabajo, no vacilaba ante los cálculos por difíciles que fueran. Pasé días y noches resolviendo números hasta ver si la sentencia expresada en palabras coincidía con las órbitas de Copérnico o si los vientos se llevarían consigo mi regocijo. Por si se daba el caso de que, como yo creía, hubiera concebido el asunto con acierto, hice el voto a Dios, al todopoderoso de bondad infinita, de publicar este ejemplo admirable de su sabiduría en la primera ocasión que surgiera para comunicárselo a los hombres. Aunque estas investigaciones mías no han terminado en modo alguno y aunque de mis ideas fundamentales se desprenden algunas consecuencias cuyo descubrimiento podría reservarme, es deber de quienes disfruten del ingenio para ello, que realicen junto a mí, y cuanto antes, el mayor número de descubrimientos posible para glorificar el nombre de Dios y entonar al unísono alabanzas y loores al Creador, sabio de sabios» [33].
El desarrollo de su invención, su argumentación sistemática y los cálculos que tuvo que ejecutar para demostrarla con mayor precisión, conllevaron un esfuerzo agotador durante las semanas y los meses siguientes. En los estudios que había realizado hasta entonces había prestado mayor atención a las líneas generales que a las ideas de base. En cambio, ahora que había que efectuar un trabajo científico detallado, se vio obligado, como él mismo admite, a aprender mucho más para rellenar las lagunas de su formación astronómica y matemática previa. Así que, como suele ocurrir, a las horas de ardiente entusiasmo les siguieron semanas de sacrificado trabajo y dudas incisivas. Van cartas camino de Tubinga dirigidas a Mästlin, su antiguo profesor, solicitando consejo y ayuda [34]. Este se interesó vivamente por el descubrimiento de su prometedor discípulo y le concedió todo su beneplácito, si bien, como es natural, opuso a su entusiasmo juvenil la prudencia de la madurez.
Así trascurrieron los meses invernales de 1595 a 1596. A comienzos de febrero de 1596 Kepler tomó vacaciones y viajó a su patria suaba [35]. Sus dos abuelos estaban muy mayores y enfermos y deseaban volver a ver al nieto que tanto los enorgullecía. El abuelo por parte paterna falleció justo en aquellos días, y al otro también se le avecinaba el fin. La estancia en la patria brindó al joven científico la anhelada oportunidad de conversar en persona con Mästlin acerca de la conclusión e impresión del libro en el que pretendía comunicar su descubrimiento. Quería agilizar al máximo las cosas, aunque veía claramente que se trataba «de palomas aún no crecidas y de medios vuelos» [36]. La obra que quería publicar lo ayudaría a mejorar y consolidar su puesto en Graz al cual, como ya se ha comentado, había querido renunciar un año antes debido a discrepancias profesionales. Pero entretanto su corazón se había iluminado en Graz. Según refiere él mismo con cierto misterio, ya durante el diciembre anterior (también memorizó esta fecha) «Vulcano había deparado el primer encuentro con la Venus a la que debía unirse» [37].
Durante su visita a la patria aún se dedicó a otro cometido. Se le había ocurrido construir una maqueta artística que ilustrara su visión de la estructura del mundo. «Un deseo pueril o fatal de agradar a los príncipes» lo llevó [38] a Stuttgart, a la corte del duque de Württemberg. Kepler, que en otro tiempo había sido su becario, quería convencerlo del proyecto y ofrecerle la miniatura para enriquecer su sala de arte. El duque se mostró interesado tras solicitar a Mästlin una opinión que resultó ser muy favorable. Los trámites y los intentos se prolongaron durante varios años. Primero se pensó en dar a la maqueta la forma de un bonito copón. Con el tiempo lo reemplazó un planetario ingenioso para el que Kepler dibujó propuestas detalladas. Pero, al final, el proyecto no se llevó a cabo debido a la ineptitud enojosa de los artesanos a los que se les había encomendado y a las dificultades inherentes al plan.
La mayor parte del tiempo que pasó en Württemberg Kepler se detuvo en la ciudad de Stuttgart donde, a petición suya, consiguió un lugar en la llamada Trippeltisch del palacio ducal, mesa a la que se sentaban los funcionarios ducales medios y bajos. En Tubinga fue un invitado respetado; el eco de su descubrimiento se había propagado y le había dado reputación. El conocido helenista Crusius, que acostumbraba a anotar en un diario todos los sucesos nimios que acontecían cada día en su existencia en Tubinga (incluso el orden en que se sentaban los huéspedes que invitaba), prescindió de su estilo objetivo al apuntar la participación de Kepler en una comida con la expresión: Pulcher iuvenis [39].3
Kepler regresó a Graz en agosto. Le habían concedido dos meses de vacaciones, pero estuvo ausente cerca de siete. Aun así, sus superiores mostraron tal magnanimidad, por consideración al duque, que pasaron por alto su extralimitación [40]. Además, Kepler ya tenía redactada una dedicatoria dirigida a los mandatarios de Estiria para la obra inminente y de gran trascendencia, según el ilustre colegio de profesores de Tubinga.
Una vez que el claustro universitario dio su consentimiento, comenzó la impresión en Tubinga a cargo de Gruppenbach. Como es natural, el claustro se aseguró previamente de que el libro contaba con la aprobación de su miembro experto en la materia, Mästlin. Lo que Kepler había elaborado, explicó este, era extremadamente ingenioso, muy digno de publicarse y completamente nuevo. A nadie se le había ocurrido jamás deducir el número, la disposición, el tamaño y el movimiento de las órbitas de los planetas a priori, o lo que es lo mismo, inferirlos directamente de la secreta voluntad del Dios creador. Ya no sería preciso deducir las dimensiones de las órbitas a posteriori, es decir, a partir de las observaciones. Como esas medidas se conocerían a priori, cabría la posibilidad de calcular el movimiento de los planetas con mucha más precisión que hasta entonces. Lo que Mästlin tenía que objetar era la exposición poco clara y a veces confusa. Kepler había escrito su libro como si todos los que fueran a leerlo conocieran las explicaciones técnicas de Copérnico y como si estuvieran totalmente familiarizados con las matemáticas, pensando que todos eran como él [41]. Esta crítica animó a Kepler a hacer mejoras aquí y allá. Retocó y completó el texto en distintas partes. Pero, con toda seguridad, Mästlin se encargó del trabajo principal, supervisar la impresión, porque él estaba más cerca. Dedicó mucho tiempo y esfuerzo a esa tarea. Buena parte del material que entregó el neófito para su primera obra no estaba listo para el tiraje. Día tras día, escribe Mästlin, iba a la imprenta [42], a menudo incluso dos o tres veces en la misma jornada, para dar instrucciones al impresor personalmente. No descuidó recriminar al antiguo alumno su contribución para la conclusión del libro. Kepler acusa recibo con calurosas palabras de agradecimiento. No obstante, exagera cuando escribe al viejo profesor: «Tengo pocos motivos para denominarla mi obra. En la aparición de este trabajo yo he representado a Sémele, vos a Júpiter. O, si preferís comparar la obra con Minerva en lugar de con Baco, entonces cual Júpiter la he portado dentro de mi cabeza. Pero si vos no hubierais ejercido de comadrona como Vulcano con el hacha, yo jamás la habría alumbrado» [43].4 Y cuando Mästlin le comunica, además, que por cuidar de la impresión había tenido que posponer una valoración del calendario gregoriano que le habían encomendado, y que aquello le valió una amonestación del claustro [44], Kepler lo consuela diciéndole que su colaboración en esa obra le procurará fama imperecedera.
En la primavera de 1597 Kepler recibió los primeros ejemplares de su libro terminado. Se tituló: Prodromus Dissertationum Cosmographicarum continens Mysterium Cosmographicum de admirabili Proportione Orbium Coelestium deque Causis Coelorum numeri, magnitudinis, motuumque periodicorum genuinis et propriis, demonstratum per quinque regularia corpora Geometrica.5 Que abreviado se traduce en Mysterium Cosmographicum o Misterio del universo. La pequeña obra, hoy rarísima y de gran valor, costaba entonces diez kréutzer [45]. El autor estaba obligado a comprar doscientos ejemplares al editor, para lo cual tuvo de pagar trescientos florines. Como muestra de su gratitud cedió cincuenta ejemplares a Mästlin, que este distribuiría por Tubinga; y, además, regaló al maestro un cuenco dorado de plata que había adquirido elaborando cartas natales. De acuerdo con la costumbre de la época, Kepler esperaba el «reconocimiento» oportuno por parte de los mandatarios regionales de Estiria, a quienes iba dedicada la obra; sin embargo, tuvo que aguardar hasta el año 1600 para recibirlo y al final le entregaron 250 florines que precisamente dedicó a costear su partida involuntaria de Graz.
La manera de pensar propia de Kepler y modelada después por distintas influencias, queda patente en la sistemática exposición que hace de su hallazgo. Trata los sólidos regulares según sus categorías y clases; estos son para él no solo figuras con un número determinado de caras, de aristas y de vértices, sino claros portadores de las proporciones que han existido en el ser divino desde los orígenes. Kepler pone de manifiesto el gran parecido que hay entre las distancias de los planetas al Sol que él da a priori, y las que se derivan de la observación. Indaga en los motivos que impiden que la coincidencia sea absoluta. Sabe salvar todos los escollos. Siempre reaparece la pregunta «¿por qué?». ¿Por qué la Tierra se halla entre Venus y Marte? ¿Por qué en su ordenación el cubo ocupa el primer lugar empezando de fuera hacia adentro, entre Saturno y Júpiter, por qué el tetraedro se encuentra en la segunda posición, etcétera? ¿Por qué hay que atribuir el cubo a Saturno? ¿Por qué la Tierra posee una Luna? ¿Por qué las excentricidades de las órbitas tienen justo esos valores? Lo que le permite responder esas y otras cuestiones semejantes es la concepción estética del mundo, que encuentra el principio de lo bello sobre todo en la simetría; la concepción teológica, que parte de que «el ser humano es el objeto del mundo y de toda la creación» [46]; la concepción mística, que lo convence de que «la mayoría de las causas de las cosas que existen en el mundo pueden inferirse a partir del amor de Dios hacia los hombres» [47]; la concepción metafísica, según la cual «las matemáticas constituyen el origen de la naturaleza porque desde el principio de los tiempos Dios porta en sí mismo, en la abstracción más simple y divina, las matemáticas, que sirven de modelo a las cantidades materiales previstas» [48]; pero también la concepción física, que parte del principio de que «toda especulación filosófica debe tomar como punto de partida la experiencia de los sentidos» [49]. Principios teológicos y físicos, inducción y deducción, la veneración incondicional de los hechos y una fuerte tendencia al conocimiento apriorístico, especulaciones teológicas y matemáticas, concepciones platónicas y aristotélicas, todo ello se entrecruza y enmaraña en su mente. Su actitud religiosa fundamental queda patente en los himnos de alabanza y gloria a Dios con que cierra el sucinto volumen [50].
Hay una idea en el libro que tiene especial importancia para el desarrollo posterior de la astronomía. Así, cuando Kepler se pregunta por las causas del movimiento planetario, emprende una senda completamente nueva. Ya aquí busca una relación entre el tiempo que tardan los planetas en recorrer sus órbitas y sus distancias al Sol. Bien es verdad que tuvo que esperar aún un cuarto de siglo para dar con la ley correcta, pero el hecho de que se planteara esta cuestión desde la juventud evidencia su genialidad. No es menos relevante la hipótesis que lo llevó a esa búsqueda, la idea innovadora de que existe un foco de fuerza en el Sol que impulsa el movimiento de los planetas y que se vuelve tanto más débil cuanto más lejos se encuentren estos de la fuente de emisión. En el libro habla en concreto de un «anima motrix», un alma motriz [51]; y en una carta de la misma época ya utiliza la palabra «vigor» [52], fuerza. Esta idea contiene en sí misma la primera simiente de la mecánica celeste. Más adelante veremos cómo germinó esta semilla en el espíritu de Kepler.
En un principio el investigador insaciable tuvo la intención de demostrar en un capítulo introductorio la compatibilidad de la concepción copernicana con la Biblia. Pero por requerimiento del claustro de Tubinga se vio obligado a omitir ese apartado. Las letras cordiales que le envió Matthias Hafenreffer, el rector, haciendo referencia a esa cuestión ilustran el ambiente intelectual de aquellos días: «Fraternalmente os exhorto a que no defendáis ni sostengáis públicamente tal compatibilidad; porque muchos justos se escandalizarían, no sin razón, y todo vuestro trabajo podría quedar prohibido o bien dañado con la grave inculpación de suscitar escisiones. Porque no dudo que en caso de que semejante parecer fuera defendido y sostenido, hallaría opositores y entre ellos también habría algunos bien pertrechados. Por tanto, si escucháis mi fraterno consejo, tal como confío, en la exposición de vuestras conjeturas debéis actuar como un mero matemático que no tiene que preocuparse de si esas teorías concuerdan o no con las cosas creadas. Porque opino que un matemático alcanza su objetivo cuando establece hipótesis que se corresponden al máximo con las apariencias; pienso que hasta vos mismo os retractaríais si alguien pudiera formular otras mejores. En modo alguno sucede que la realidad concuerde de inmediato con las hipótesis emitidas por cada maestro. No deseo hurgar en las causas irrefutadas que podría extraer de las Santas Escrituras, porque, en mi opinión, no se trata de entablar aquí disputaciones eruditas, sino de emitir consejos fraternos. Si los seguís, como firmemente confío, y si os contentáis con el papel de mero matemático, no dudo en absoluto que vuestras ideas procurarán gran deleite a muchos, como en efecto hacen conmigo. Pero si, por el contrario, quisierais sacar a la luz y sostener públicamente la compatibilidad de tal doctrina con la Biblia, cosa que Dios, el todopoderoso de bondad infinita, prefiere evitar, entonces témome en verdad que esta cuestión conlleve disensiones y medidas extremas. En tal caso solo podría desearme a mí mismo no haber conocido jamás vuestras ideas, excelentes y notables desde un punto de vista matemático. Además, dentro de la Iglesia de Cristo ya existe más pendencia de la que los débiles alcanzan a soportar» [53]. Kepler consintió, para gran satisfacción de Hafenreffer, pero no renunció a su enfoque. Su respuesta está contenida en una carta dirigida a Mästlin en la que manifiesta: «Toda la astronomía no tiene tanto valor como para incomodar a uno solo de los pequeños que siguen a Cristo. Pero como la mayoría de los estudiosos tampoco es capaz de ascender hasta la elevada concepción de Copérnico, entonces imitaremos a los pitagóricos también en sus costumbres. Cuando alguien nos pregunte en privado por nuestro parecer, expondremos con claridad nuestras ideas. En público, en cambio, guardaremos silencio» [54]. Sin embargo, varios años después, cuando su prestigio científico estuvo más consolidado, Kepler no fue capaz de seguir conteniéndose. En la introducción de su Astronomia Nova estableció postulados exegéticos que más tarde fueron adoptados universalmente por los teólogos [55].
De modo que la obra con la que Kepler accedió al ámbito científico estaba terminada. (Sin duda se trató de un lamentable error que su nombre «Keplerus» apareciera equivocado como «Repleus» en el catálogo de la feria de Frankfurt, donde se anunció el libro en la primavera de 1597 [56].) Kepler envió el volumen a diferentes estudiosos y les pidió opinión. Las valoraciones que se conservan en cartas dirigidas a Kepler o en otros documentos relacionados con ellas, en parte lo aprueban, en parte lo desestiman y en parte consisten en reservas críticas. Esas declaraciones evidencian las hondas discrepancias que existían entre las distintas tendencias científicas y filosóficas en aquel tiempo de gran inestabilidad espiritual y política. Ya se ha comentado que Mästlin, uno de los críticos más capaces de su tiempo, se mostró totalmente conforme. Por el contrario, Johannes Prätorius, catedrático de Altdorf, expresó su absoluto disentimiento [57]. No podría partir de esos sofismas para emprender nada. En su opinión tales argumentos corresponden más bien a la física, no a la astronomía, la cual, por ser una ciencia experimental, no podría encontrar ningún provecho en semejantes especulaciones. Las distancias de los planetas debían inferirse a partir de la observación; nada significaba que mantuvieran además cierta concordancia con las proporciones de los sólidos regulares. Georg Limnäus, catedrático de Jena, dio una opinión completamente opuesta [58]. Se muestra maravillado de que al fin alguien haya recuperado el digno método platónico tradicional de filosofar. Toda la comunidad de científicos debería congratularse por esta obra. A Kepler le habría gustado conocer también la opinión de Galileo, que era siete años mayor que él y entonces se encontraba en Padua. Galileo había destacado ya con obras sobre física, pero aún no tenía ningún peso como astrónomo. Le envió su libro. A vuelta de correo, Galileo entregó al mensajero algunas líneas de cortesía como respuesta [59]; en tan corto espacio de tiempo no había podido leer nada más que el prólogo del libro, pero estaba impaciente por adentrarse en la lectura que prometía tanta beldad. Kepler no quedó satisfecho con esa respuesta, de modo que en un escrito cordial y sincero invita a Galileo a conversar abiertamente acerca de la concepción copernicana («confide, Galilaee, et progredere»)6 y reitera impaciente su exhortación a que emita un juicio sobre el volumen. «Podéis creerme, prefiero la crítica, aun cuando fuera mordaz, de un solo hombre de entendimiento a la aprobación irreflexiva de la gran masa» [60]. Galileo guardó silencio. Un amigo informó a Kepler un par de años después (queda en tela de juicio si era cierto o no) que Galileo se había atribuido a sí mismo algunas ideas del libro [61].
Mucho más importante, en cambio, para la vida y la obra de Kepler, y de una trascendencia mucho más decisiva para el desarrollo ulterior de la astronomía, fue la relación que entabló con Tycho Brahe a raíz de la presentación de su libro. Tycho, que entonces contaba cincuenta años, era considerado con toda justicia el astrónomo más destacado de la época. Él sabía que las divergencias que continuaban existiendo entre teoría y realidad desde Tolomeo hasta incluso después de Copérnico, no podrían eliminarse si no se fijaban los datos empíricos con la máxima fidelidad y de una vez por todas. Durante décadas de trabajo laborioso había perfeccionado el arte de la observación astronómica de un modo inconcebible hasta entonces. Sobre una base amplia apoyada en la colaboración de numerosos asistentes y en sus excelentes instrumentos, Brahe había reunido un valiosísimo tesoro de observaciones. El observatorio astronómico de Uraniborg, construido por el genial observador y organizador en la isla danesa de Hven,7 representaba el centro intelectual de la investigación astronómica por tratarse del observatorio más importante y significativo a comienzos de la edad moderna. Tras veinte años de actividad, Tycho se había visto obligado a abandonar aquel lugar de trabajo debido a ciertos conflictos, y había encontrado refugio en Alemania, cuando indirectamente llegó a sus manos el libro de Kepler acompañado de una carta introductoria [62] del propio autor. Su amplia experiencia captó enseguida que tras el joven investigador se escondía cierto talento y, como acostumbraba a apoyarse en colaboradores jóvenes, pensó de inmediato en ganarlo para sí. Le envió una carta extensa con una valoración cuidadosamente equilibrada entre el reconocimiento y la crítica, sobre el Misterio del universo [63]. El libro le había gustado como pocos. Consideraba muy aguda y brillante la hipótesis de relacionar las distancias y las órbitas de los planetas con las propiedades simétricas de los sólidos regulares. Buena parte de aquello parecía encajar bastante bien, pero no era fácil afirmar que se pudiera estar de acuerdo con todo. Determinados detalles le planteaban dudas, si bien la diligencia, el exquisito discernimiento y la sagacidad merecían sus elogios. Algo más crítica y trasparente es la opinión que Brahe comunicó en aquellas mismas fechas a Mästlin por medio de otra carta: «Si el perfeccionamiento de la astronomía se lograra antes a priori con ayuda de las correspondencias de esos sólidos regulares, que, recurriendo a hechos observacionales conocidos a posteriori, entonces sin duda alguna habrá que esperar mucho tiempo, cuando no toda la eternidad y en vano, hasta que alguien sea capaz de conseguirlo» [64]. El reservado comedimiento del maestro no convenció del todo a Kepler, pero sirvió para tender un puente entre ambos. Como Tycho Brahe invitó al prometedor neófito a visitarlo, este se encontró con una perspectiva para el futuro inmediato que, como él mismo confiaba con buena base, le podría reportar ventajas en varios sentidos.
De modo que Kepler se había hecho de golpe con un nombre en todos los círculos que amaban la ciencia de las estrellas. El primer paso alentador estaba dado. Como ocurre con muchos hombres de genio, también a él se le ocurrió la gran concepción que decidiría su vida a una edad temprana. No es exagerado que con una mirada retrospectiva Kepler afirmara a los cincuenta años: «El sentido de toda mi vida, de mis estudios y de mi obra tienen su origen en este librito» [65]. «Porque casi todos los libros de astronomía que he publicado desde entonces guardaron relación con cualquiera de los capítulos principales de este pequeño libro, y constituyen ampliaciones de sus fundamentos o refinamientos de los mismos. Y no ha ocurrido así porque me haya dejado llevar por el amor a mis descubrimientos (dista mucho de mí semejante disparate), sino porque las propias cosas y las observaciones fiabilísimas de Tycho Brahe me han enseñado que para perfeccionar la astronomía, para garantizar los cálculos, para edificar la parte metafísica de la astronomía y de la física celeste, no hay más camino que el que yo esbocé en ese librito, bien de manera explícita o, cuando menos, mediante una exposición apocada de mis ideas, puesto que aún carecía de un conocimiento más profundo» [66]. Asimismo, se entiende que en ocasiones se elogie a sí mismo en un arrebato de orgullo absolutamente contrario a su costumbre: «El éxito que ha tenido mi libro en los años subsiguientes atestigua a voces que jamás ha habido nadie con una primera obra tan admirable, tan prometedora y tan valiosa para la materia que trata» [67].