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EL MATRIMONIO

El título presenta el libro como un Prodromus, un preludio de una serie de tratados cosmográficos. Kepler tenía toda suerte de planes adicionales, aunque solo planes, en la cabeza. Pero en primer lugar debía consumar otro proyecto importante para el corazón, su matrimonio. Se ha mencionado más arriba que ya en diciembre de 1595 le habían presentado [68] a una mujer muy apropiada para él. Kepler se enamoró enseguida. Se trataba de Barbara, la hija primogénita de Jobst Müller «zu Gössendorf», como él firmaba, propietario acaudalado de un molino instalado en la hacienda Mühleck sita en la comarca de Gössendorf, a dos horas de camino al sur de Graz. Tenía veintitrés años de edad, era hermosa y rolliza, como ilustra un retrato de medallón [69] que se ha conservado y en la actualidad pertenece al observatorio de Pulkovo, cercano a Leningrado.8 A pesar de su juventud ya había estado casada en dos ocasiones, y pocos meses antes había enviudado por segunda vez. Con dieciséis años había contraído matrimonio en Graz con el influyente ebanista áulico Wolf Lorenz, a quien brindó una hijita, Regina. Al morir este a los dos años escasos de matrimonio, Barbara no tardó en conceder de nuevo su mano a un hombre que, al igual que Lorenz, había pasado ya la juventud. Era Marx Müller, un respetable tesorero o escribano de Estiria. A pesar de la posición elevada que alcanzó ostentando cargos al servicio de esa región, la pareja no fue feliz. Él era enfermizo, trajo consigo chiquillos de un matrimonio anterior cuya mala educación resultaba notoria y, según ciertos informes, cometió algunas irregularidades en su ejercicio que se tornaron manifiestas a su muerte en 1595. El padre de Barbara, Jobst Müller, que al parecer había emigrado en otros tiempos del imperio a Estiria, era un hombre muy activo y orgulloso de sus posesiones, con gran destreza para incrementar su dinero y sus bienes con todo tipo de negocios y de transacciones. No era noble, si bien su primera esposa, la madre de Barbara, pertenecía a la familia Niedenaus.9 En cambio, dada la ambición que lo caracterizaba, pudo haber aspirado a la hidalguía. No fue él quien incorporó a su nombre el sintagma «von Mühleck» con el que los biógrafos nombran en repetidas ocasiones a Barbara, la esposa de Kepler. El primero en adquirirlo fue su hijo Michael tras la muerte del padre, Jobst Müller, en 1601. En el año 1623 Michael fue armado caballero en reconocimiento a sus servicios y los de sus antepasados al imperio y a la casa de Austria, de ahí que se le autorizara a firmar con «von» y «zu Mühleck» y a lacrar con cera encarnada. Pero, como Michael no dejó herederos legítimos varones, el título nobiliario volvió a extinguirse muy pronto. Estas relaciones, secundarias de por sí, deben aclararse porque, según la opinión más extendida, tuvieron cierto peso en la cuestión matrimonial de Kepler.


Retrato de juventud de Kepler.

Cuando Kepler se decidió a solicitar la mano de Barbara, mujer con riquezas, dos amigos de Kepler se presentaron al padre de la muchacha, Jobst Müller, en calidad de «caballeros delegados», como era costumbre, con el fin de tantear su opinión y la de la familia en relación con las pretensiones de desposorio, y para recomendar a su mandatario. Ocurrió en junio de 1596 y representaron a Kepler el médico Johannes Oberdorfer, inspector de la Stiftschule, y Heinrich Osius, antiguo profesor de dicho centro y a la sazón diácono de la iglesia del mismo [70]. Entonces, como suele continuarse el relato, el padre arrogante habría hecho depender su consentimiento de que se documentara la ascendencia noble del pretendiente. De manera que Kepler se habría desplazado a Württemberg para procurarse un documento acreditativo en la ciudad de Stuttgart, sede del gobierno ducal. Sin embargo, no hay duda de que esta información es falsa. Los motivos que llevaron a Kepler a viajar a Suabia en febrero de 1596 ya se han comentado algo más arriba. La causa inmediata fue acatar la voluntad de sus dos abuelos, ambos muy ancianos y enfermos, tal como atestigua el propio Kepler en la memoria oficial con que se disculpa por la prolongación de las vacaciones [71], y no hay ninguna razón para dudar de la credibilidad de ese informe. La importancia que adquirieron para él más tarde los otros asuntos que lo llevaron a la patria, como la impresión de su libro y la confección de su maqueta, queda patente en el hecho de que por ellos permaneció allí siete meses completos cuando solo le habían concedido dos. La adquisición del supuesto documento solicitado por Jobs Müller no guarda ninguna relación con ello. Además, no podría haber conseguido tal acreditación en Stuttgart, pues para ello habría tenido que dirigirse a Viena. ¿Y para qué iba a insistir tanto Jobst Müller en la ascendencia noble del tercer marido de su hija, cuando con anterioridad no solo había aprobado, sino que él mismo había favorecido su enlace con hombres de posición intermedia?10 No, la resistencia con que se opuso a los deseos de Kepler tenía su origen en la pobreza del pretendiente. No quería conceder la mano de su hija a un hombre que auguraba un porvenir de estrecheces en vista del puesto mal pagado y poco considerado que ocupaba como empleado de escuela, y de sus exiguos ingresos. Para el hombre acaudalado la decisión dependía de una cuestión de dinero y posesiones. Carecía del más mínimo entendimiento para el trabajo científico. Por lo demás, los pormenores de los trámites para el enlace no están del todo claros. Mientras Kepler permanecía en Suabia, sus casamenteros continuaron esforzándose para granjearse a la familia de la novia. Kepler supo que tuvieron éxito a través del catedrático Papius de Tubinga, el cual mantenía un intercambio epistolar intenso con sus viejos amigos de Graz. En esa ciudad se había dudado durante bastante tiempo de la boda del mathematici, pero ahora estaba todo bien dispuesto. La novia sería suya con toda seguridad. Solo quedaba que Kepler se apresurara a regresar a Graz. Papius aconsejó además al pretendiente, «pertrechaos en Ulm con un traje completo para vos y vuestra prometida de estopa de seda buena o, al menos, del mejor tafetán doble» [72]. Pero aún trascurrió casi un trimestre desde esas indicaciones hasta que Kepler estuvo de vuelta en Graz. A su regreso a casa se llevó un gran desengaño. Nadie lo felicitó a su llegada como él habría esperado. En lugar de eso le comunicaron de forma confidencial que había perdido a su prometida. Durante medio año había vivido con la feliz ilusión de esa boda. No está claro a qué se debió ese cambio repentino. Parece obvio que un pretendiente no debería ausentarse tanto tiempo como hizo Kepler. Descuidó forjar el hierro mientras estaba candente. Un paisano suyo de Suabia se empeñó especialmente en evitar su unión con Barbara; era el secretario territorial Stephan Speidel, muy bien considerado por el cargo que desempeñaba. Aspiraba a casar aquel buen partido con algún otro para incrementar así su propia influencia; además, deseaba ver a la mujer mejor provista [73], según escribe con franqueza el propio Kepler. Pasaron algunos meses durante los cuales el afligido maestro se fue haciendo lentamente a la idea de darle un rumbo nuevo a su vida, sin que por ello abandonara del todo la esperanza. Las gestiones continuaron. También el rector de la Stiftschule intercedió en favor de su profesor de matemáticas. Se ve que un enlace como aquel no era solo un asunto entre el novio y la novia, y tampoco se limitaba a los familiares, sino que más bien era una cuestión en la que la comunidad tomaba parte activa. Antes de desplazarse a Württemberg, Kepler ya se había comprometido con la mujer que había elegido. De modo que ahora también podía dirigirse a las autoridades eclesiásticas para que o bien lo liberaran de su promesa o bien mediaran ejerciendo su influencia sobre la novia y sus parientes. Ocurrió lo último. La autoridad de los eclesiásticos hizo mella en los implicados. Además, estos empezaban a temer el escarnio de la gente. En enero de 1597 se tomó al fin la fortaleza en un asalto colectivo [74] y el 9 de febrero se celebró la solemne promesa matrimonial, a la cual le sucedió la boda el 27 de abril del mismo año. Después de la ceremonia en la iglesia del colegio, la celebración tuvo lugar con gran pompa, siguiendo la costumbre de la época, en la vivienda donde entonces residía Barbara, la casa del señor Georg Hartmann von Stubenberg, sita en la calle Stempfergasse [75].11 Después de todo lo ocurrido es comprensible que la celebración no tuviera lugar en la casa paterna de la novia, en el bello Mühleck, como habría sido de esperar. Cabe imaginar los agrios ademanes del padre de la novia durante el convite. De los delegados que el señor Niedenaus invitó a la boda, Kepler recibió un vaso de plata valorado en veintisiete florines como símbolo de su «aprecio» [76]. Asimismo, su retribución anual se vio incrementada a petición propia [77] de ciento cincuenta a doscientos florines, ya que dejó libre su vivienda en la escuela para mudarse a la Stempfergasse.

Una semana antes de la boda el propio Kepler expuso a Mästlin en una carta en qué situación quedaría el nuevo desposado a raíz del enlace: «El estado actual de mis bienes es tal que si me llevara la muerte en el plazo de un año, nadie podría dejar tras de sí peores recursos que yo. Me veo en la necesidad de costear gastos ingentes porque aquí es costumbre organizar las bodas con todo boato. Pero es seguro que si Dios me regala con una vida algo más prolongada, quedaré ligado y encadenado a este lugar con independencia de lo que pueda sucederle a nuestra escuela. Porque mi prometida posee aquí bienes, amistades y un padre acaudalado. Según parece, dentro de unos años dejaré de necesitar un salario si así me place. Tampoco podré abandonar la región a no ser que surja alguna contrariedad bien pública o bien privada. Una pública sería, por ejemplo, que la región dejara de ser segura para un luterano o que los turcos la acosaran aún más de cerca, de quienes ya se dice que se encuentran en apresto con seiscientos mil hombres. Un infortunio personal se daría en el caso de que falleciera mi esposa. De modo que, como veis, también sobre mi suerte se cierne una sombra. Desde luego no oso pedir a Dios nada más que lo que quiera depararme en estos días» [78]. No va muy descaminado quien sospeche que a la hora de elegir esposa, Kepler no se dejó llevar en último término por la consideración de su patrimonio. El dinero siempre fue importante para él. Sabía que «quien vive en la miseria es un esclavo, y casi nadie lo es por voluntad propia». En cualquier caso, en sus comentarios anteriores se ve cómo jugó con la posibilidad de conseguir independencia externa gracias a los bienes de su esposa, una idea con la que muy fácilmente se olvida que tal libertad suele obtenerse a cambio de contraer otra dependencia aún más desagradable. Su sueño se quedó en mero sueño. La sombra de la que habla iba a oscurecer muy pronto su vida. En su registro anual anotó que la boda se celebró «calamitoso coelo» [79], bajo una configuración astral de malos augurios. Los astros anunciaban «un matrimonio más apacible que feliz, aunque dotado también de amor y delicadeza» [80].

Como en aquel tiempo, y también más tarde, Kepler siempre relacionaba la forma de ser y el destino con el cielo, pocos años después comentó en una carta el influjo que habían ejercido los astros sobre su esposa, sin llegar a nombrarla. «Considerad una persona en cuyo nacimiento los astros benévolos de Júpiter y Venus no ocupan una posición favorable. Comprobaréis que tal persona puede ser honrada y prudente, pero que tiene además un destino un poco sereno y bastante melancólico. Sé de una mujer así. La conocen en toda la ciudad por su virtud, su honestidad y su discreción. Pero es, además, ingenua y de cuerpo orondo. Sus padres la trataron con dureza desde pequeña; apenas se hubo desarrollado la casaron con un cuarentón contra su voluntad. Tan pronto como este murió, se casó con otro de la misma edad y de espíritu más vivaz; pero no era muy hombre y malgastó con enfermedades los cuatro años que vivió durante aquel matrimonio. Ella, que hasta entonces era rica, casó por tercera vez con un pobre de posición despreciable. Entonces le retuvieron su fortuna injustamente y ahora solo puede permitirse una sirvienta contrahecha. La confunden y la desconciertan en todas las tiendas. Además, pare con dificultad. Todo lo que resta de ella es por el estilo. Podéis reconocer aquí, en el espíritu, en el cuerpo y en el destino, el mismo carácter que en efecto es análogo a la posición de los astros. Sin embargo, es imposible que esa alma forjara toda su suerte, porque el destino es algo desconocido y procede del exterior» [81].

Cuando Kepler escribió estas letras su visión se había vuelto más crítica. Pero al principio se entusiasmó con el nuevo hogar y con las expectativas que ofrecía. Regina, su pequeña hijastra de siete años, también formaba parte de aquello que lo alegraba y de aquello que amaba. Había abandonado la idea de dejar Graz del mismo modo que había descartado la idea del sacerdocio. Sabía a dónde pertenecía, y su enlace con una familia distinguida y de abolengo le sirvió para consolidar aún más su posición social. Con aquella unión, la vida de Kepler también quedó vinculada a los duros acontecimientos que se produjeron en la región de Estiria, y fueron estos los que lo empujaron hacia una dirección decisiva para su producción y para el desarrollo de la astronomía, una disposición y un encauzamiento que Kepler atribuyó a la mano de Dios.

Un gran regocijo reinaba en la casa de la Stempfergasse cuando el 2 de febrero de 1598 la señora Barbara concedió a su marido un hijito al que bautizaron como Heinrich, un nombre muy usual en la familia Kepler. Las estrellas volvieron a consultarse [82], y estas auguraron lo mejor: nobleza de carácter, agilidad de cuerpo y de miembros, aptitudes para las matemáticas y para tareas mecánicas, imaginación, diligencia, etcétera. El chico sería «encantador». Una de las ideas favoritas de Kepler, el convencimiento de que al feto le influyeron los antojos y las impresiones de la madre, sale a colación cuando comenta a Mästlin que los genitales del chiquillo se habían deformado tanto que recordaban a una tortuga guisada dentro de su caparazón. ¡El guiso de tortuga era el plato preferido de su esposa!

Pero la alegría de la casa duró muy poco. El niño murió sesenta días después. «Ningún día puede aliviar la melancolía de mi esposa y solo una palabra reside en mi corazón: oh vanidad de vanidades, todo es vanidad» [83]. También Susanna, la hijita que vino al mundo en junio del año siguiente, llegó a cumplir tan solo treinta y cinco días de edad. Las tinieblas de la muerte se arremolinaron en el alma del padre afligido cuando llevó a la criatura hasta la tumba. «Si el padre no tardara en seguirla, el suceso no lo pillaría por sorpresa. Porque en Hungría han aparecido por doquier cruces de sangre sobre los cuerpos de la gente, y otros signos de sangre parecidos en las puertas de las casas, en los bancos y en las paredes (lo que la historia evidencia como señales de pestilencia generalizada). He advertido una pequeña cruz en mi pie izquierdo (creo que soy el primero en nuestra ciudad) cuyo color va pasando del rojo de la sangre al amarillo». La causa de la muerte fue la misma para ambos niños, «apostema capitis», probablemente meningitis [84].

COMIENZO DE LA CONTRARREFORMA

Estas preocupaciones familiares no fueron las únicas que pesaron sobre Kepler. En la misma carta en la que comunicaba a Mästlin la muerte de su hijito, daba también la primera noticia sobre el nuevo peligro que se avecinaba [85]. Por aquel entonces, la vida cotidiana, con sus alegrías y sus desventuras, de aquella ciudad a la que Kepler se había unido aún más a través del matrimonio, trascurría envuelta en una atmósfera de tensión que aumentaba año tras año. Tanto era así que no solo amenazaba en extremo la existencia de Kepler, sino también la vida de toda la comunidad que profesaba su mismo credo. El archiduque Fernando, que entonces contaba dieciocho años, había recibido el juramento de fidelidad de los distintos estados y había asumido el poder el 16 de diciembre de 1596, pocos meses antes de la boda de Kepler. Como ya se dijo en la introducción, después de esto comenzó el drama que, con el tiempo y la acuñación de un término espantoso, acabó conociéndose como Contrarreforma. Aunque Kepler no desempeñó un papel determinante en ella, sí se vio arrastrado hacia la catástrofe en que derivó aquel drama. Las detalladas noticias que relaciona en sus cartas de aquellos días, complementan de un modo singular las fuentes oficiales a partir de las cuales seguiremos la marcha de los acontecimientos.

De las dos tendencias que se oponían con rudeza y hostilidad en la capital estiria, el bando protestante se apoyaba en la mayoría de los ciudadanos y en los estados territoriales nobles, los cuales gozaban de ciertos derechos en asuntos militares y financieros. Los católicos obtuvieron su mayor respaldo en las figuras de los soberanos y de los jesuitas. El partido católico de restauración contaba con dirigentes diestros y experimentados en las personas de Martin Brenner y Georg Stobäus, obispos de Seckau y de Lavant respectivamente, y perseguía sus grandes aspiraciones con enorme optimismo. Por el contrario, los protestantes no mostraron la misma unidad a la hora de defender su causa, por mucho interés que pusiera cada uno de los ciudadanos perteneciente a aquella mayoría por salvaguardar con todo fervor su libertad para el ejercicio del culto. Exaltados de ambos frentes atizaron el fuego y desencadenaron incidentes escandalosos. Los protestantes elaboraron una relación de quejas que presentaron ante el emperador, el cual, sin embargo, remitió a los solicitantes al archiduque. Un episodio como aquel procuró al archiduque la ocasión perfecta para actuar en contra de sus oponentes.

En el año 1597 sus ataques se limitaron a ciertas disposiciones para casos particulares. Pero el recrudecimiento de la situación motivó que el año siguiente se produjera la primera gran sacudida. El elector viajó a Italia desde el 22 de abril hasta el 28 de junio de 1598. En el trascurso del viaje mantuvo un encuentro con el papa y visitó el milagroso santuario de Loreto. Cuentan que fue allí donde formuló el voto de devolver su patria al catolicismo. Diversos acontecimientos acaecidos durante aquel viaje, difundidos a través de rumores e interpretados de inmediato como presagios, instaron a los protestantes a esperar lo peor. «Todo tiembla», escribe Kepler, «ante el regreso del príncipe. Dicen que viene al frente de tropas italianas de refuerzo. Las autoridades municipales que profesan nuestra confesión han sido destituidas. La custodia de las puertas de la ciudad y de los arsenales se ha trasferido a los seguidores del papa. Por todos lados se oyen amenazas» [86]. Apenas había regresado el elector de su viaje cuando volvieron a producirse incidentes dolorosos. En los círculos protestantes se distribuyeron caricaturas del papa y el príncipe montó en cólera. Ordenó llamar a los dirigentes del ministerio eclesiástico y les dijo: «Despreciaríais la paz aunque yo os la ofreciera» [87]. Se efectuaron detenciones. Al mismo tiempo, los mendigos protestantes sufrieron represalias y fueron ignorados en el hospital común. Los luteranos afirmaban que les exigían elevados tributos por enterrar a sus muertos. Cuando los predicadores de la iglesia del colegio solicitaron donaciones desde el púlpito para destinarlas a un hospital y un cementerio propios, sobrevino una prohibición del elector. A esa refriega le siguió una embestida del arcipreste católico Lorenz Sonnabenter que desencadenó el golpe de gracia. Inhabilitó a los predicadores evangélicos para todo ejercicio religioso, para otorgar los sacramentos y la bendición nupcial, acogiéndose a un derecho reservado desde antiguo al arcipreste de aquel lugar si se daba el caso de que sus honorarios menguaran por causa de que otros siervos de la Iglesia ejercieran las funciones mencionadas. Con esto se puso en práctica la restitución del patrimonio y el derecho eclesiásticos, una cuestión que se venía considerando en Graz de manera teórica desde hacía ya una década. El ministerio eclesiástico se opuso con firmeza y el problema se agravó. Se apeló a la autoridad terrena. El elector explicó que no solo debía protección a los protestantes, sino también a sus propios correligionarios, y el 13 de setiembre dictó contra los delegados la orden [88] de, en el plazo de 14 días, suspender [89] a los predicadores y todas las funciones del seminario, la iglesia y la escuela evangélica tanto en Graz como en otras ciudades. En una memoria del 19 de setiembre, los delegados solicitaron la derogación del decreto. El archiduque emitió una respuesta negativa y dio orden de que la iglesia de la escuela permaneciera clausurada. El 23 de setiembre decretó que los predicadores y los docentes de la escuela abandonaran Graz en el plazo de ocho días [90] bajo amenaza de ejecución. La situación se tornó crítica. Se movilizaron tropas y parecía que se habría de llegar a una lucha abierta. Se convocó a los Estados con toda urgencia, pero solo pudo asistir una fracción de los mismos debido a inundaciones. Los delegados volvieron a solicitar la anulación del decreto de expulsión, el cual les «dolía hasta la médula». Pero en lugar de la distensión esperada, el 28 de setiembre se emitió una disposición más contundente aún. En virtud del poder del príncipe territorial, los pastores, los rectores y los empleados de la escuela recibieron la orden de «partir todos sin excepción y definitivamente, en el mismo día de hoy antes de la caída del sol, de la ciudad de Graz y de su entorno, la cual pertenece a los dominios de Su Alteza el príncipe y, a continuación, desalojar en el plazo establecido de ocho días el resto de sus territorios y, trascurridos esos ocho días, no volver a entrar en ellos so pena de pagarlo con sus cuerpos y con sus vidas» [91]. No restaba más que acatar la orden. De modo que los predicadores y los profesores, entre ellos Kepler, emprendieron la marcha aquel mismo día, siguiendo el consejo y el mandato de los delegados; unos en esta dirección, otros en aquella, camino de territorios húngaros o croatas, donde rigiera la soberanía del emperador. Como confiaban en un pronto regreso, dejaron atrás a sus esposas. Se les abonó su sueldo y, además, recibieron dinero para costearse el viaje [92]. Las esperanzas de regresar fueron vanas. Única y exclusivamente Kepler obtuvo permiso para volver a Graz, a donde llegó a finales de octubre [93].

No está claro el motivo por el que se hizo una excepción con Kepler. Este explica que regresó a Graz «por orden» de servidores del elector. Su amigo Zehentmair escribe en una carta donde alude a cierta declaración del barón Herberstein, gobernador territorial, que Kepler había sido excluido de manera expresa y desde un principio por el príncipe, y que no habría necesitado en absoluto abandonar [94] la ciudad. En la carta de recomendación que los delegados entregaron a su matemático territorial cuando dos años más tarde dejó definitivamente la ciudad, se dice, en cambio, algo distinto. Después de que también él fuera expulsado y cesado como profesor de la escuela, los delegados «a través de la intercesión más sumisa» habrían «solicitado humildemente y conseguido» del elector un «salvum redeundi conductum»12 para su persona «y que este lo autorizara a permanecer aquí como respetable matemático territorial» [95]. El esclarecimiento de los hechos verdaderos está abierto. En cualquier caso, como el decreto de expulsión era generalizado, Kepler tuvo la precaución de solicitar al príncipe que, no obstante, certificara que su labor neutral quedaba exenta, de manera que no corriera ningún riesgo si se quedaba más tiempo en la región. Su petición fue aceptada y dispuesta: «Su Alteza habrá autorizado con esto, por indulto especial, que el suplicante permanezca aquí durante más tiempo pese a la expulsión general etcétera. Pero él deberá hacer uso en todas partes de la discreción oportuna y comportarse, por tanto, sin causar ofensa, de manera que no dé lugar a que Su Alteza deniegue otra vez tal indulto» [96].

El siguiente interrogante va unido al anterior: ¿cómo es que se hizo una excepción con Kepler? A partir de la mencionada súplica presentada por los delegados cabría pensar que se distinguió entre el profesor de matemáticas y el matemático territorial, y que al último se lo autorizó a permanecer en Graz por desempeñar un cargo neutral. Pero podría no haber sido esa la única razón decisiva. Algunos biógrafos creen que los jesuitas movieron hilos en el asunto porque les habría gustado convertir a Kepler al catolicismo; otros, en cambio, lo niegan. En cualquier caso, se puede afirmar que, si Kepler hubiera sido de poca estima entre los jesuitas, también él habría tenido que acatar el decreto de expulsión. En cambio, diferentes hechos evidencian que Kepler despertaba verdaderas simpatías no solo entre los jesuitas, sino también dentro de la corte. Según le contaron, al príncipe elector lo deleitaban sus descubrimientos científicos. En alusión a su trato de favor dentro de la corte, Kepler menciona a un consejero de regimiento, un tal Manechio [97] (acaso el mismo que en distintos documentos aparece nombrado como Manicor), con quien solía tener trato. Pero queda aún otro contacto que resultó de gran trascendencia para Kepler, y debe considerarse. En el otoño de 1597, el canciller de Baviera Hans Georg Herwart von Hohenburg se dirigió a Kepler [98], por mediación de Grienberger, padre jesuita de Graz, para que le aclarara una pregunta científica [99] de la que se hablará más adelante. A partir de esta primera toma de contacto dio comienzo un intercambio epistolar que perduró durante muchos años y unió a ambos hombres muy estrechamente. El influyente canciller dio muestras de ser un ferviente protector del joven y prometedor astrónomo, y le profesó un gran afecto, al tiempo que valoró efusivamente su labor investigadora. Herwart von Hohenburg era católico acérrimo y amigo de los jesuitas. El intercambio epistolar entre él y Kepler dio comienzo justo en la época en que el duque Guillermo el Piadoso trasfirió el poder a su hijo Maximiliano, primo del archiduque Fernando. Mientras cursaban sus estudios en Ingolstadt, estos dos jóvenes habían estado bajo la tutela de Johann Baptist Fickler, el cual mantenía mucha amistad con los jesuitas y también procedía de Weil der Stadt, de una familia vinculada a la de Kepler por maridaje. Como este residía ahora en Munich, Kepler no descuidó presentarle sus respetos [100] a través de Herwart en la primera misiva que le envió, y en la que naturalmente también hizo lo propio con este último y con los jesuitas. Fickler tampoco dejó de agradecerle al punto los saludos enviados [101]. Herwart envió las cartas destinadas a Kepler a través del agente bávaro en la corte imperial de Praga, el cual las remitía a su vez al secretario de Fernando, el padre capuchino Peter Casal, y propuso a su interlocutor que siguiera la misma vía, pero a la inversa [102], para enviarle las suyas. Todas estas circunstancias favorecieron que Kepler destacara dentro del conjunto de sus compañeros de trabajo, y es comprensible que recibiera una consideración especial por parte del partido católico dirigente y que lo trataran de manera distinta al resto de profesores, los cuales carecían de aquellos contactos influyentes. Hay que subrayar también que un hermano del padre de Kepler se había vuelto católico y pertenecía a la orden de los jesuitas, aunque se sabe muy poco de él.

POSTURA DE KEPLER ANTE LOS CONFLICTOS RELIGIOSOS

Aparte de estas circunstancias externas favorables, a Kepler también le sirvió de recomendación su actitud personal. En lo más profundo de su ser era de naturaleza conciliadora. No es que evitara las discusiones y diera la razón a cualquiera con toda condescendencia. Al contrario. Le gustaban los debates y defendía sus ideas con entusiasmo. Solo que, a su entender, los medios utilizados debían ser acordes con el asunto a tratar. Lo sagrado de la religión debía abordarse, tratarse y defenderse por medios sagrados. En esta materia, el tema más serio de la conciencia, ni la presión externa, ni un acto de autoridad impuesto desde arriba debían condicionar una decisión. Del mismo modo, le parecía absolutamente indigno y ofensivo que cuando alguien defendía su convicción religiosa, se explayara difamando y ultrajando cualquier otra. Él pensaba, conversaba y actuaba según la máxima: sancta sancte.13 Por tanto, no eran las dificultades ni las desventajas externas lo que más lo atormentaba de los incidentes que presenciaba, sino más bien el profundo pesar en que se sumía su corazón a la vista de la opresión, la intolerancia, el odio, los insultos constantes. Él rogaba: «Señor, protege el espíritu inocente del joven príncipe de sus perniciosos consejeros» [103]. En una carta que envió a Tubinga veinte años más tarde, aún responsabiliza al comportamiento de los predicadores del seminario del violento ataque que acometió el bando católico contra sus correligionarios: «El comienzo de toda la desgracia en Estiria surgió sin duda cuando Fischer y Kelling pronunciaron exquisitos discursos tendenciosos y ofensivos desde el púlpito» [104]. Fue algo más que una mera falta de delicadeza que el fanático Balthasar Fischer, en su batalla contra el culto mariano, se mofara desde el púlpito de la bella representación de la Virgen del Manto Protector, desplegando su sotana y preguntando, según dice Kepler en el mismo lugar, si sería decente que las mujeres se deslizaran bajo sus faldas, y concluyendo a continuación que más impropio sería aún que se pintaran monjes bajo el manto de María [105]. En un escrito que Kepler dirigió diez años después de los acontecimientos al margrave Georg Friedrich von Baden, se aprecia una crítica semejante contra los predicadores de su propio bando: «Algunos de los profesores elegidos confunden el ejercicio de enseñar con el de gobernar, quieren llegar a arzobispos y poseen una furia inoportuna con la que lo derrumban todo; se obstinan en conseguir la protección y el poder de sus electores, y la mayor parte de las veces los conducen hacia peligrosos precipicios. Esto es lo que ha traído desde hace tiempo la ruina a Estiria. A menudo nos habrían podido enviar a Estiria gente en verdad más discreta y ejemplar, o en las universidades se habría podido enseñar a los estudiantes el modo y la vía para moverse en lugares tan peligrosos sin dañar la conciencia, y para mostrar la necesaria sabiduría de la serpiente, de modo que los dirigentes de una fe diferente no se alarmen» [106]. Está claro el reproche hacia sus antiguos profesores de Tubinga, desde donde aún retumbaban en sus oídos apelativos como «feroz hombre-lobo, anticristo, puta babilónica» con que solían referirse por allí al papa, del mismo modo que Mästlin ve ahora la obra del demonio en las actuaciones de Fernando. «Ya vemos», escribe Mästlin en respuesta a las noticias de Kepler, «con qué cólera furibunda aguijonea el diablo a los enemigos de la Iglesia de Dios, como si pretendiera devorarlos por completo» [107]. Cómo contrasta con esto el talante de su antiguo alumno, el cual comenta de sí mismo en anotaciones puramente privadas de aquellos días: «Yo soy justo y ecuánime con los seguidores del papa, y aconsejo la misma equidad a todos» [108]. No obstante, se equivocó si llegó a creer, como casi afirman las declaraciones citadas, que en Graz habrían dejado tranquilos a los seguidores de la Confesión de Augsburgo solo con que se hubieran contenido en sus provocaciones. Desde su posición de poder, Fernando habría encontrado igualmente algún camino para llevar a cabo su plan de reinstaurar la religión católica en Estiria. Tuvo que desencadenarse en tierras alemanas una guerra de treinta años, con todos sus horrores y devastaciones atroces, para que aflorara la evidencia de que no se puede ni debe someter la libertad de conciencia a base de coacciones e imposiciones externas. No hay duda de que tal evidencia aún no se ha impuesto del todo en nuestros días.14

La actitud conciliadora que Kepler manifestó en un ambiente revuelto como aquel no se debe tan solo a su carácter o a la nobleza de pensamiento con que contemplaba las convicciones de sus oponentes y otorgaba a los demás la misma libertad que él mismo reivindicaba para sí. Más bien guarda relación con su postura ante los dogmas por los que discutían los católicos, los luteranos y los calvinistas. No es que él considerara que el dogma carecía de importancia y que daba igual lo que creyera cada individuo siempre y cuando se viviera con corrección. Hay quien ha atribuido a Kepler esta disposición, pero sin ningún acierto. Esa opinión superficial, absolutamente ignorante de la relación que existe entre fe y vida, es producto de un tiempo posterior que se desligó por completo del cristianismo. Kepler estaba convencido de que solo hay una verdad, y consideraba un deber indagar en ella con todas las fuerzas del espíritu. Como ya hemos apuntado, durante sus dudas religiosas tempranas ya había llegado a una interpretación propia de las doctrinas de la ubicuidad y de la eucaristía que se desviaba de las enseñanzas de la confesión augsburguesa en la que había sido educado. En la interpretación de la primera se inclinaba hacia la concepción católica, en la de la última, hacia la calvinista. Hasta entonces se había guardado para sí sus ideas divergentes, pero ahora se sintió impelido a dejar las reservas a un lado. Parece lógico pensar que algunos de los predicadores y profesores víctimas del destierro no vieron con buenos ojos que su compañero y hermano confesional se separara de ellos y consiguiera en exclusiva permiso para regresar a Graz mientras ellos debían padecer en sus propias carnes el infortunio del exilio. ¿No debieron de pensar que había comprado aquel privilegio mediante concesiones al bando católico? Esta opinión aparece sugerida en una confesión posterior de Kepler según la cual, en aquel entonces, se sintió impelido a «descargar su conciencia», y empezó a exponer sus dudas con toda modestia ante los siervos eclesiásticos desterrados. Uno solo alivia su conciencia cuando pesa algo sobre ella. Lo que oprimía a Kepler era saber que no podía converger en todo con sus correligionarios, ni en la actitud ni en el dogma. Eso fue lo que les confesó. Sí, había hecho concesiones tanto a católicos como a calvinistas. Lo exigía su conciencia, no podía hacer otra cosa. Debía seguir su propio camino, el camino que le trazaba su conciencia, gustara o no a los demás. Si con ello conseguía algún favor de la tendencia dominante, bien. «No quería aventurar mi futuro por culpa de ese artículo (el de la ubicuidad) en el que no se hacía justicia a los papistas» [109]. Así se dirigió a uno de los bandos. En cambio, los católicos se equivocaban si creían que era de los suyos. No. Su desasosiego interior lo animó a expresarse con claridad ante Herwart von Hohenburg, adepto destacado del catolicismo: «Soy cristiano. He aceptado la confesión augsburguesa a partir de las enseñanzas de mis padres, a través de indagaciones constantes en sus fundamentos y de pruebas diarias, y me mantengo firme en ella. No he aprendido a ser hipócrita. Soy serio con la religión, no juego con ella. Por eso me tomo igualmente en serio su práctica y la recepción de los sacramentos» [110]. Así pues, el hombre que buscaba a Dios con devoto fervor no se situaba por encima de las distintas tendencias, sino en medio de ellas, y le dolió carecer del consuelo de pertenecer por completo y sin condiciones a una de las comunidades. Esta fue la congoja interior que lo acompañó a lo largo de toda su vida.

No nos ha quedado mucho de las confesiones que realizó para aliviar su alma; en la mayoría de los casos debieron de ser orales. No obstante, se ha conservado el fragmento de texto en verso en el que expuso su interpretación del sacramento de la comunión [111]. Más esclarecedoras resultan las cartas de Zehentmair, a quien Kepler nombra repetidas veces como amigo, y ante el cual se expresó con especial detalle. Por desgracia se desconoce el paradero del conjunto de cartas que Kepler le envió, pero, como Zehentmair retoma en sus respuestas las ideas de su interlocutor antes de emitir una opinión al respecto, también revelan algo de él. En ellas aparece cierta alusión a un poema incompleto de Kepler que contiene muchos comentarios interesantes «sobre la Iglesia papista, la cual embiste en toda Europa con dureza y hostilidad». Seguro que Kepler envió el fragmento que falta; todo se guardaba con cuidado de manera que no supusiera ningún riesgo para él [112]. En una ocasión se hace especial mención a una extensa misiva de Kepler que en realidad era una dissertatio philosophica [113]. Al parecer, en ella exponía sus ideas sobre la situación religiosa y las medidas político-eclesiásticas desde un punto de vista más elevado. Zehentmair alaba a su amigo por aunar una inteligencia rica y profunda con una religiosidad admirable, cosa muy poco frecuente, y por saber diferenciar con especial discernimiento lo verdadero de lo falso. A Zehentmair lo había impresionado y alentado sobremanera la advertencia de su amigo sobre la situación humillada de la Iglesia y sobre el descontento generalizado. ¿Quién habría opinado de otro modo sobre la providencia y la misericordia divinas? Sí, era cierto, y cada cristiano debía entenderlo y reconocerlo como obvio, que desde el principio de los tiempos el destino de la Iglesia había consistido en medrar a base de cruces y persecuciones, que el poder externo le resultaba más perjudicial que beneficioso. También entonces ocurría así. La organización y la comunidad de la Iglesia no eran lo esencial. Considerando el maravilloso gobierno de Dios, Zehentmair llega a la misma conclusión que su amigo: si Dios los privaba de los recursos externos de la salvación, la palabra y los sacramentos, a través de los cuales la comunidad indistinta de la Iglesia crece unida en un solo cuerpo, y si les arrebataba además la protección y la ayuda de los grandes señores, todo ello tendría como finalidad que creamos en Él sin más, que percibamos el poder y la fuerza de la palabra sin la intercesión de los hombres y que, como corresponde a los soldados de Cristo, aprendamos a luchar y a vencer en la máxima debilidad con la ayuda del Espíritu Santo.

Los argumentos con que Kepler intentaba alentar y animar a sus amigos, también le servían para consolarse a sí mismo, un consuelo que se volvió necesario para afrontar la situación en que se encontró al regresar a Graz. En realidad, lo inquietó mucho verse privado del culto de su creencia. «Los hombres a través de cuya mediación he tratado hasta ahora con Dios han sido expulsados de nuestra tierra; a otros, a través de quienes yo podría tratar con Dios, no se les permitiría la entrada» [114], se lamenta. Quedan aún algunos predicadores aquí y allá en los castillos. Pero si uno de ellos da un sacramento a un súbdito del elector que lo solicite, será desterrado. A ello se sumaron las preocupaciones externas. La escuela en la que ejerció había desaparecido. Es cierto que le mantuvieron su escaso salario, pero se habían desvanecido las expectativas del aumento de sueldo con que contaba. «Cómo voy a permitirme en mi amargura exigir algo más por mis vanas especulaciones cuando tantos hombres capaces viven en el exilio» [115]. ¿No piensan los delegados que habrían podido prescindir del profesor de matemáticas antes que de ningún otro? ¿Debo partir yo también de Graz?, se preguntaba [116]. Pero su esposa depende de sus bienes y de las esperanzas en el patrimonio paterno. Los conflictos económicos con la familia de su mujer son fuente continua de indignación y disgusto. Si se marchara también tendría que dejar atrás a su hijita adoptiva, por la que siente un gran apego. Además, a su suegro, tutor de la chiquilla, le gustaría apartarla de él. La niña posee una herencia paterna que ronda los diez mil florines, de los cuales Kepler recibe una cantidad anual de setenta florines para costear la manutención de la criatura, además del rendimiento de un viñedo y una casa. Todo eso se acabaría. También existiría el riesgo de que la niña fuera introducida en breve en la religión católica. Kepler llega a la determinación de quedarse y ser paciente en un principio. Lo mismo opinan sus profesores de Tubinga, a quienes aún se siente muy unido y pide consejo. Estos no pueden ofrecerle nada en Tubinga por mucho que valoren el talento excepcional del antiguo alumno, aunque eso, por supuesto, no se lo dicen.

OTROS TRABAJOS DE INVESTIGACIÓN

Los inspectores de la escuela, que sentían gran afecto por el profesor de matemáticas y se alegraron de que se hubiera quedado entre ellos, le comunicaron su deseo de que dedicara el tiempo que no ocupaba con la filosofía [117] al desarrollo de las ciencias matemáticas. Kepler no necesitaba incentivos. Como él dice, le tocó vivir una época que lo obligaba a limar la agudeza de su genio, a relajar el interés y a contener sus iniciativas por muy capacitado que estuviera para el trabajo intelectual. Pero su energía extraordinaria, su intenso afán investigador salvó todos los obstáculos. Kepler incorporó a sus temas de estudio gran cantidad de cuestiones científicas que, o bien llegaron desde fuera, o bien brotaron de su interior. Herwart von Hohenburg le cedía gustoso los volúmenes que necesitaba y no podía encontrar en Graz. La lectura hizo fluir en él un torrente de ideas propias. «Quien destaca por su agilidad mental no se complace dedicándose en demasía a la lectura de obras ajenas; no quiere perder tiempo» [118]. Pero él aún estaba aprendiendo. Un fino olfato lo llevó a hacer acopio de lo que después necesitaría para sus creaciones más elevadas y a seguir las huellas correctas que auguraban nuevos descubrimientos. No abandonaba las cuestiones que le parecían importantes y en cada ocasión las abordaba desde perspectivas distintas. Sus cartas, que permiten conocer algo más sobre sus trabajos, consisten en parte en extensas disertaciones eruditas. Las alusiones epistolares a los acontecimientos recién expuestos también aparecen rodeadas en todo momento de indagaciones científicas.

Como es natural, de momento seguía dedicándose a su libro y a todo lo que guardaba relación con él. El proyecto que tenía planeado como continuación de aquella obrita concebida y hasta titulada como «preludio», revela las ideas que rondaban su cabeza. Quería escribir cinco libros cosmográficos [119]. Uno sobre el universo, sobre los elementos estáticos del mundo, la ubicación y el estatismo del Sol, la disposición de las estrellas fijas y su estatismo, sobre el conjunto del universo, etcétera. Un segundo volumen trataría las estrellas errantes que, junto a una revisión de la idea principal del Mysterium, debía contener estudios sobre el movimiento de la Tierra, sobre las relaciones entre los movimientos según Pitágoras, sobre la música, etcétera. Un tercero dedicado a los objetos celestes por separado, en especial al globo terráqueo, a las causas que dan lugar a las montañas, los ríos, etcétera. El cuarto versaría sobre la relación entre el cielo y la Tierra en lo que atañe a sus influencias mutuas, sobre la luz, los aspectos y principios físicos de la meteorología y la astrología. El proyecto nunca se llevó a cabo con esta forma porque el desarrollo de la actividad científica de Kepler siguió otros derroteros. Sin embargo, sí encontramos estudios sobre los temas mencionados en varias de sus obras posteriores, si bien con otra disposición y siguiendo otro orden de ideas.

Ya se ha comentado que por aquel entonces estaba muy entretenido con la construcción de un [120] planetario que debía ilustrar su descubrimiento. Es una pena que fracasara la consecución de aquel proyecto.

Las cartas que recibió en relación con su Misterio del universo lo inquietaron y lo obligaron a posicionarse. A este respecto hay que mencionar un incidente desagradable. Entusiasmado con su descubrimiento, Kepler había informado de él y había pedido opinión por carta al matemático imperial de entonces, Reimarus Ursus, del cual había oído elogios. Con su entusiasmo juvenil, Kepler le dispensó en aquella misiva sus mayores alabanzas y lo situó por encima de todos los matemáticos de su tiempo [121]. Ursus no respondió, pero en 1597 publicó la carta de Kepler, sin que este lo supiera, en una obra de astronomía donde entablaba una controversia en los términos más acres contra Tycho Brahe, con quien mantenía una disputa relacionada con el hallazgo del denominado sistema ticónico del universo. Brahe lo había acusado de plagio. De este modo, Kepler se encontraba ahora entre Tycho Brahe, con quien había establecido relaciones de gran importancia para él, y su oponente Ursus, a quien Kepler había elevado hasta los cielos, aunque en modo alguno merecía tal encomio. Es cierto que Ursus pasó de porquerizo a matemático imperial, pero carecía de la lealtad de Eumeo15 y no podía ofrecer ninguna aportación científica relevante [122]. Brahe recriminó a Kepler, y este, que, como es natural, no quería perder el favor de aquella personalidad tan relevante, presentó sus disculpas. No obstante, se desembarazó de la peliaguda tarea con una delicadeza extrema, sin perder un ápice de dignidad. El ingenuo novato que había sido hasta entonces tuvo oportunidad de extraer su propia enseñanza de aquella experiencia. Ahora sabía que no todos los hombres de ciencia, por elevado que fuera su rango, tenían las mismas intenciones nobles que lo movían a él y que él había presupuesto en los otros. Pero el asunto no quedó zanjado con una carta, a pesar de haber esclarecido su circunstancia personal; esta cuestión reaparece en muchas cartas y, cuando Kepler colaboró más tarde con Tycho, tuvo que seguir refutando al oponente más odiado de Brahe a petición de este.

Más importantes que este conflicto fueron los comentarios de Tycho Brahe acerca de su Misterio del universo [123]. Aparte de la reserva con que había valorado las ideas fundamentales del mismo, planteó una serie de objeciones relacionadas con determinadas cantidades utilizadas en el modelo del universo de Kepler. De hecho, la estructura que servía de base a aquel modelo no era nada precisa. Para explicar por qué los sólidos regulares no encajaban perfectamente entre las esferas planetarias, Kepler se basó en la imprecisión de los datos que había extraído de Copérnico sobre las distancias de los planetas al Sol. Solo observaciones más precisas podrían esclarecer y resolver la cuestión, y él no disponía de instrumentos. Solo Tycho Brahe poseía las observaciones que él necesitaba. Kepler ansiaba con impaciencia echarles una ojeada. Ningún rey, dice, podría regalarle algo más valioso que instrumentos y el acceso a buenas observaciones [124]. ¿Cómo podría llegar a conocer los resultados observacionales de Tycho, ese hombre que se mostraba tan crítico con él y no sabía emprender nada decente con todo su tesoro de datos? «No quiero que me desalienten, sino que me instruyan. Mi opinión sobre Tycho es la siguiente: es inmensamente rico, pero no sabe sacar ningún provecho de su fortuna, como la mayoría de los ricos. Así que habrá que afanarse por arrebatarle sus riquezas, insistir en que se decida a hacer públicas sus observaciones sin reserva y sin que falte ni una» [125]. Pero Kepler tuvo que ser paciente y aplazar la resolución de las imprecisiones en su modelo del universo.

Además, Kepler estaba interesado en conocer los datos empíricos de Tycho Brahe por otra cuestión. Las teorías formuladas hasta entonces habían descrito el movimiento de la Luna tan solo de manera imprecisa y poco satisfactoria. Con el fin de profundizar algo más en ello, Kepler observó con atención los eclipses solares y lunares, y comparó sus observaciones con los cálculos realizados previamente basándose en la teoría copernicana. Logró un resultado positivo importante, ya que fue el primero en detectar la llamada «ecuación anual» del movimiento lunar [126], hasta entonces desconocida y consistente en que el periodo de revolución lunar es algo mayor en invierno que en verano. Su atribución del fenómeno a causas físicas, al comparar la «vis motoria»16 del Sol con la «vis motoria» de la Tierra, indica que pisó por primerísima vez un camino que no había transitado nadie con anterioridad. El fenómeno de la luz rojiza de la Luna durante los eclipses lunares lo llevó a razonamientos minuciosos, principalmente sobre óptica. También le dio mucho que pensar una observación de Tycho según la cual el diámetro aparente del disco lunar durante los eclipses de Sol [127] es una quinta parte más pequeño que el de la Luna llena a igual distancia de la Tierra. A partir de esta observación, que Brahe explicaba apelando tan solo a una «optica ratio»17 en general, Brahe llegó a la hipótesis errónea de que los eclipses totales de Sol eran sin duda alguna imposibles. El descubrimiento de la ley óptica que rige ese fenómeno estaba reservado a Kepler, quien unos años después explicó por primera vez el efecto de las imágenes vistas a través de pequeñas aberturas.

El principal desacuerdo entre Tycho Brahe y Kepler radicaba en sus posturas frente a Copérnico. El primero rechazaba la nueva concepción del mundo, sobre todo por motivos teológicos, y explicaba el movimiento de los planetas recurriendo a una hipótesis a medio camino entre la interpretación de Tolomeo y la de Copérnico. Situaba Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno alrededor del Sol, y este, junto con sus acompañantes, girando a su vez alrededor de una Tierra inmóvil que ocupaba el centro del universo. También asumió de Tolomeo la rotación de la esfera de las estrellas fijas. Kepler se opuso por completo a este sistema, que fue presentado al mismo tiempo con una forma similar por otros hombres [128], como Röslin y Ursus, y que encontró aceptación en amplios círculos. Kepler no quería saber nada de semejante chapuza. Veía en ella un apaño inadmisible. «Porque en lo que concierne al libro de la naturaleza, nosotros los astrónomos somos pastores del Dios supremo, conviene no pensar en la gloria de nuestro ingenio, sino, por encima de todo lo demás, en la gloria de Dios. Quien está convencido de ello no publica a la ligera algo diferente de lo que cree por sí mismo, y no se aventura a modificar las hipótesis a menos que con ello permitan explicar los fenómenos con mayor fiabilidad. Tampoco se obstina demasiado en superar a grandes sabios como Tolomeo, Copérnico u otros con la notoriedad de nuevos descubrimientos» [129]. Con su admiración entusiasta por Copérnico, Kepler empleó entonces humildes palabras para expresar su coincidencia con él: «Como estoy plenamente convencido de la teoría copernicana, un temor sagrado me impide proponer algo distinto, ya fuera por dar celebridad a mi espíritu, ya por agradar a la gente que en gran parte se enoja por la extrañeza que causa. Me basta con la gloria de custodiar con mi descubrimiento la puerta del templo en el que Copérnico sirve a Dios desde el altar mayor» [130].

Lo que ocasionó a Kepler mayores quebraderos de cabeza en la defensa de Copérnico fue el postulado de que la esfera de las estrellas fijas debía poseer un diámetro inconmensurable [131], puesto que el movimiento de la Tierra alrededor del Sol no induce ningún desplazamiento aparente y en sentido opuesto en la esfera de las estrellas fijas, ninguna paralaje. Kepler rechazaba la creencia en un universo infinito como la actual. Si tuviera que creer, dice él, que no existe ningún modo posible de determinar la distancia de las estrellas fijas en relación con la distancia del Sol, entonces este único argumento le causaría más dificultades para la defensa de Copérnico que la oposición unánime de mil generaciones. Para llegar al fondo de la cuestión empleó observaciones propias y se dotó de otras similares de Galileo, Tycho Brahe y Mästlin [132]. Quería saber si no se podían observar pequeños cambios [133] en la altura de la estrella Polar entre el acaecimiento del solsticio de invierno y el de ambos equinoccios. Sin duda empleó un aparato muy tosco, construido con unos cuantos travesaños. Cuando Herwart von Hohenburg le preguntó por él, Kepler le respondió bromeando que su observatorio había salido del mismo taller que las cabañas de nuestros antepasados [134]. Es de suponer que el resultado fue negativo o, cuando menos, muy impreciso. Quedaba un largo camino desde aquella observación rudimentaria hasta que Friedrich Wilhelm Bessel lograra establecer por primera vez una paralaje en 1838 utilizando un método genial.

Otras indagaciones que ocuparon al ferviente estudioso guardan relación con la rama de la cronología, a la cual se dedicaron muchos estudiosos de la época. Una de esas cuestiones concernía a la cronología del Antiguo Testamento. Tras un minucioso procedimiento exegético, Kepler colaboró con Mästlin para recopilar los datos cronológicos que aparecen en los libros históricos y para calcular a continuación el número de años que habían trascurrido desde el primer día de la creación con el fin de averiguar la posición del Sol, la Luna y los planetas en el principio de los tiempos [135]. ¡Aquella configuración debió ser especialmente admirable y simétrica! También Herwart von Hohenburg era amigo de indagaciones cronológicas. En los estudios que realizó sobre la materia, se afanó por esclarecer un pasaje de Lucano perteneciente a su obra sobre la guerra civil entre César y Pompeyo, donde el poeta latino describe en detalle una conjunción extraordinaria. Para determinar la fecha exacta en que pudo haberse producido una configuración astral como aquella, recurrió a una serie de estudiosos entre quienes se encontraba Kepler [136]. Este dedicó gran esfuerzo a dichos cálculos para complacer al eminente señor, y al final concluyó que el pasaje en cuestión solo podía responder a un juego poético basado en reglas astrológicas [137]. Otra consulta de Herwart tuvo que ver con una referencia de un autor clásico según la cual en el año 5 antes de Cristo el planeta Mercurio habría ocultado Venus [138]. Apenas salía Kepler de los complicados cálculos que requerían aquellas cuestiones cuando su protector le venía con nuevos encargos de ejecución no menos costosa. Herwart deseaba determinar con precisión la fecha de nacimiento del emperador Augusto [139] a partir de las fuentes históricas, y elaborar la carta natal correspondiente con el objeto de explicar ciertos textos conservados. También tuvo que satisfacer esta demanda. La mayoría de estos estudios dispensó a Kepler más trabajo que divertimento, y a veces hasta le hicieron perder la paciencia, si bien con ellos también sacó algún provecho para sí. Le sirvieron para familiarizarse con la literatura de los clásicos, para ejercitarse en ciertos cálculos astronómicos y para iniciarse en las confusas relaciones del calendario romano, todo lo cual le resultó muy útil para sus estudios posteriores.

El intercambio epistolar que mantuvo con el canciller de Baviera le procuró otra ventaja que no debe pasarse por alto. Dada su posición, Herwart se carteaba con muchos hombres de ciencia y tenía numerosos contactos incluso dentro de la corte imperial. Al mencionar por doquier el nombre del joven matemático territorial de Estiria con palabras de recomendación y de elogio, contribuyó a hacerlo conocido en círculos más amplios y a allanarle el camino para salir de la angostura de su entorno en Graz y acceder a un mundo más vasto. Por otra parte, sería erróneo pensar que el intercambio epistolar con Herwart se limitó tan solo a las indagaciones cronológicas mencionadas. A Herwart le complacía mucho estar al tanto del resto de tareas científicas de su protegido, y mostró un interés muy activo por ellas. Además, este hombre de mundo tampoco dejó de ofrecerle jamás su consejo ante las dificultades externas. Era un pensador cabal que también se mostró contrario a la astrología. Planteando un interrogante crítico conseguía que Kepler volviera a poner los pies en el suelo y lo obligaba a replantearse con objetividad sus ideas, porque las alas de su especulación lo arrastraban con demasiada facilidad a las alturas.

A pesar de todo lo que se ha comentado hasta ahora, aún no está completa la relación de las cuestiones que Kepler abordó en sus estudios. Así, en sus cartas se le oye discutir mucho sobre la declinación magnética [140] y sobre métodos de ensayo que utilizó para investigar los fenómenos del magnetismo. La oblicuidad de la eclíptica y su variación aparente con el paso del tiempo le inspiraron, a falta de datos precisos, reflexiones «filosóficas» [141]. La observación de los holandeses durante sus célebres viajes a tierras boreales (1594-1596) en los que vieron salir el Sol varias jornadas antes de lo que indicaban sus cálculos, le planteó un enigma [142] que quiso resolver. Y, por último, inició las anotaciones meteorológicas que fue tomando día tras día a lo largo de un par de décadas y que debían ayudarlo a esclarecer la influencia de los astros en el clima.

PRIMEROS ESTUDIOS SOBRE LA ARMONÍA DEL MUNDO

Todos los estudios mencionados hasta ahora se efectuaron a la vez, a pesar de apuntar a direcciones tan diferentes. De hecho, constituyeron bloques aislados para obras posteriores, sin que por el momento dieran lugar a ninguna creación. Sin embargo, en el verano de 1599, cuando dio sepultura a su hijita y las nubes del cielo de Graz se cernían cada vez más amenazantes, sus esfuerzos se concentraron en una sola idea que luego pudo emplear como base rigurosa para una de sus obras principales. Se trataba de la armonía y de la obra cuyas partes esenciales esbozó y que no aparecería madurada hasta pasadas dos décadas; era su Harmonice Mundi, su Armonía del mundo [143]. En aquellos meses se fraguaron partes fundamentales de este libro, cuando no su redacción, sí al menos su disposición y contenido. Aunque en otro capítulo se ofrecerá un análisis más detallado de la conocidísima obra, en este punto debemos comentar algo acerca de aquellas ideas básicas, las preferidas por su espíritu, las que lo acompañaron a lo largo de toda la vida, las que lo consolaron, le dieron alas y lo maravillaron y, además, se nutrieron de sus otras indagaciones astronómicas fructíferas.

En el célebre capítulo 10 del primer libro de Copérnico, donde este bosqueja a grandes rasgos su nueva concepción del mundo, Kepler había leído la siguiente frase: «En esta disposición encontramos una simetría admirable del universo y una armonía en la relación entre el movimiento y el tamaño de las órbitas, que no podemos encontrar en ninguna otra parte» [144]. ¿En qué consiste esa simetría, esa armonía del mundo visible? ¿Dónde encuentra sus bases más profundas? ¿Cómo logra reconocerla el ser humano? Dios no ha creado nada sin un plan y, en su sabiduría y bondad, confirió al mundo la máxima belleza. Este porta en su interior los rasgos del Creador todopoderoso y es copia suya. Pero Dios dotó al hombre de un alma racional, y con ello lo convirtió en su fiel reflejo. Kepler se sintió llamado y empujado por toda la disposición de su ánimo a apoyar aquella frase de Copérnico a través de la tríada que forman los conceptos de arquetipo, copia y reflejo, a desarrollar aquella sentencia en toda su amplitud y profundidad.

Cuando se habla de armonía se piensa ante todo en la música. La sensación de eufonía que producen ciertos tonos, bien cuando se suceden unos a otros de acuerdo a determinados intervalos o bien cuando suenan al unísono, constituye una de las experiencias más inmediatas del alma humana. Como la música se basa en esas sensaciones primordiales, consigue expresar, mejor que todas las palabras, las emociones más íntimas y profundas del corazón humano. Absorta y extraviada, el alma se hunde en la esencia de su origen, conmovida y vencida por el poder de los tonos. En dichoso arrebato se eleva, llevada por sus alas, hasta las alturas más absolutas donde intuye su eterna morada. A través de los sentidos la música desvela un mundo sobrenatural en el que todo es como debe ser, en el que la voluntad y la ley concuerdan, y en el que la verdad se descubre con toda su belleza ante el espíritu perceptor. Desconocemos la procedencia de ese poder mágico, solo nos limitamos a experimentarlo. La música le ha sido concedida al hombre como un regalo del cielo. Cuando se indaga en las condiciones físicas que producen cada tono y acorde, se llega a algo muy distinto que no tiene nada que ver con el colorido sensitivo de la emotividad. De hecho, los hombres debieron de considerar una revelación la primera vez que descubrieron que dos cuerdas de la misma tensión y consistencia producen sonidos armónicos si sus longitudes son proporcionales a ciertos números enteros pequeños. De manera que la octava de un tono de partida se produce cuando esa proporción es de 2; la quinta, con una proporción de 2/3; la cuarta, con 3/4; la tercera mayor, con 4/5; la tercera menor, con 5/6; la sexta menor, con 5/8; la sexta mayor, con 3/5. ¿Acaso no se trata de una relación prodigiosa? ¿Qué tiene que ver la percepción espontánea de un acorde agradable con las proporciones numéricas? Y, ¿por qué no emiten sonidos armónicos otras proporciones numéricas, como por ejemplo 5/7? Es evidente que entre el reino de los tonos y el de los números, que para un espíritu inocente se encuentran muy alejados entre sí, se oculta una relación basada en la esencia del alma.

Esta fue la materia en la que Kepler se zambulló. Los primeros en descubrirla fueron los griegos, quienes, siguiendo un rasgo característico de su labor intelectual, fundaron la ciencia de la armonía, la cual pasó a formar parte de las matemáticas y ocupó un lugar central en su sistema educativo. Aunque no sea con plena justicia, la tradición atribuye este mérito a la figura de Pitágoras. En el diálogo Timeo, Platón expuso su teoría de la armonía e intentó establecer una escala musical ideal mediante especulaciones fantásticas basadas en los cuatro primeros números. En ella solo aceptó como consonancias propias la octava, la quinta y la cuarta, y a partir de ellas trató de definir a priori las consonancias impropias de tonos enteros y de semitonos. Kepler recibió especial estímulo de Proclo, un autor neoplatónico al que ya en aquellos años estudiaba con entusiasmo. Sintió que le hablaba el alma cuando leyó en él: «Las matemáticas son las que mejor contribuyen a la observación de la naturaleza, en tanto que revelan la estructura bien ordenada de pensamientos a partir de la cual se creó el todo… y [las matemáticas] presentan los elementos primordiales simples en toda su estructura armónica y proporcionada con la que también fue creado el cielo en su totalidad tomando en sus partes individuales las mismas formas que aparecen en dicha estructura» [145]. La teoría antigua de la armonía fue trasmitida fundamentalmente por Boecio, el famoso hombre de Estado y filósofo en la corte del rey ostrogodo Teodorico. Durante la Edad Media su obra sobre la música tuvo una importancia para la enseñanza de la armonía casi comparable a la que adquirió el Almagesto de Tolomeo para la astronomía. Desde la época de Boecio, la armonía se enseñó en el cuadrivio junto a las materias de astronomía, geometría y aritmética.

Aunque al determinar las proporciones armónicas los pitagóricos se habían abandonado a una mística de los números confusa y apenas inteligible, Kepler se decidió desde el principio a seguir un camino diferente, uno propio. «No pretendo demostrar nada a partir de la mística de los números, ni siquiera lo considero posible» [146]. Su interpretación de la naturaleza de la existencia matemática y su idea de que los conceptos y las figuras geométricas se fundamentan en la esencia divina conformaron también aquí el punto de partida para sus profundas reflexiones, igual que cuando con anterioridad incluyó los sólidos regulares en su cosmovisión. El ser humano no percibe toda la diversidad de figuras geométricas posibles a partir de la experiencia, sino que, inspirado por los sentidos, la encuentra en su mente. «Cuando Dios nos creó a su imagen y semejanza quiso que pudiéramos reconocerlas para hacernos copartícipes de sus propios pensamientos. Porque, ¿qué otra cosa contiene el espíritu del hombre aparte de cifras y medidas? Eso es lo único que entendemos con acierto y, si la piedad nos permite decirlo, tal percepción nuestra es del mismo tipo que la divina, al menos hasta donde somos capaces de comprender algo de ella en esta vida pasajera» [147]. Se trata ya de la misma idea que Kepler acuña unos años más tarde de forma lapidaria: «La geometría es una y eterna, una reverberación del espíritu de Dios. Que la humanidad participe de ella es una de las razones por las que las personas son la viva imagen de Dios» [148].

Lo importante ahora para Kepler es comprobar qué proporciones numéricas concretas mantienen las armonías musicales mencionadas con respecto a las figuras geométricas para, como él dice, ahondar en «el origen de las armonías musicales» [149]. Considera evidente que esas «proporciones conformadoras del mundo» deben buscarse en las figuras regulares planas. La primera cualidad que distingue a esas figuras es su «cognoscibilidad» (scibilis), es decir, la posibilidad de construirlas con compás y regla. De modo que las figuras con tres, cuatro, cinco ángulos, etcétera, son «cognoscibles», y las que poseen siete, nueve u once, no lo son. A estos últimos polígonos no les corresponde existencia alguna por no ser cognoscibles. Se apartan por completo del plan divino para la creación del mundo. Kepler selecciona todos los casos en los que el lado de un polígono cognoscible intersecta una parte del círculo circunscrito, de modo que esa parte dé lugar con la parte sobrante del círculo a otra proporción que concuerde con una figura cognoscible. Así consigue establecer una genealogía de armonías básicas que se corresponden exactamente con las siete armonías musicales ya citadas. Con ello creyó haber trasformado lo que en música constituye el fundamento de la armonía en las insignes formas geométricas que tienen su origen en el ser divino.

Pero esas proporciones «conformadoras del mundo», continúa especulando Kepler con una fantasía audaz, no solo aparecen en la música. «La naturaleza ama esas proporciones en todo lo que pueda contenerlas. Las ama también el entendimiento del hombre, que es un reflejo del Creador» [150]. Así que las encontramos en los metros del poeta, en los ritmos de baile y en la cadencia de la música, tal vez incluso en los colores (a través de los ángulos de refracción de cada uno de los colores del arco iris), en los olores y en el paladar, en los miembros del cuerpo humano, en la arquitectura y, sobre todo, en los fenómenos celestes. ¿No es precisamente ahí donde se ofrecen a la vista el orden y la simetría más sublimes? Kepler cree poder encontrarlas en el cielo de dos maneras: en los aspectos y en las velocidades de los movimientos planetarios.

Los denominados aspectos formaban parte de los innumerables aderezos de los astrólogos. Estos estudiaban el ángulo que forman dos planetas entre sí dentro del zodiaco, «cómo se miran mutuamente», y asignaban un significado especial a los ángulos 0°, 60°, 90°, 120°, 180°. También tenían en cuenta el signo sobre el que se situaban los planetas, si era de agua o de fuego, etcétera, y si los planetas eran fuertes o débiles en las casas sobre las que se encontraban en cada momento. Además, también se distinguía entre aspectos buenos y malos. Kepler rechazó la mayor parte de esta teoría, pero conservó de ella la cuestión de los ángulos que forman dos planetas entre sí. Creía en su efecto sobre la naturaleza «sublunar», esto es, sobre el conjunto de seres que habitan bajo la Luna, «cuando los rayos luminosos de dos planetas forman aquí en la Tierra un ángulo favorable» [151]. Ahora bien, esos «ángulos favorables» son para él precisamente los que resultan al dividir el zodiaco según las proporciones armónicas ya citadas. No obstante, tal efecto no lo producen los planetas y sus rayos luminosos en sí, ni su posición con respecto a las casas, sino que, en virtud de su instinto geométrico innato, la naturaleza animada sublunar percibe esa conjunción armónica y así experimenta, sin saberlo, un estímulo por el cual los seres animados ejecutan aquello para lo que fueron creados y dispuestos, con la mayor diligencia y con afanosa actividad. Para explicar ese efecto en toda su amplitud, sobre todo en el clima, Kepler también atribuye un alma a la Tierra. «De modo que, digan lo que digan los maestros de la naturaleza, en la Tierra también reside un alma» [152]. ¿Qué efecto puede causar en ella una proporción geométrica o una armonía? Él responde esta cuestión con un ejemplo: «Acostumbran algunos médicos a sanar a sus pacientes a través de una música agradable. Y, ¿cómo puede una música surtir efecto en el cuerpo de una persona? Pues porque el alma humana / comprende la armonía, al igual que ciertos animales, / se alegra con ella / se reconforta / y se vuelve más vigorosa dentro de su cuerpo. De igual forma, el efecto celeste sobre la superficie de la Tierra se produce asimismo a través de una armonía y de una música apacible / de forma que la superficie de la Tierra no puede cobijar tan solo la humedad boba e irracional, / sino también un alma racional / completamente capaz de danzar cuando le silban los aspectos; / un alma que cuando se dan aspectos fuertes se apasiona con intensidad, / ejecuta sus tareas con mayor vehemencia expulsando emanaciones, y causa además todo tipo de tormentas; mientras que / cuando no existe ningún aspecto / permanece tranquila y no produce más emanaciones / que las necesarias para el caudal de los ríos» [153]. Para respaldar su teoría de los aspectos Kepler recurre con insistencia a la experiencia. «La creencia en el influjo de los aspectos procede en primera instancia de la experiencia, que es tan clara que solo puede negarla quien no la haya comprobado por sí mismo» [154]. Él se sabe invulnerable a la superstición. Es completamente consciente de la gran cantidad de interacciones que se dan entre materia, circunstancias y causas, y que no se pueden conocer de antemano. Por tanto, en sus augurios astrológicos generales no se guía más que por aquellos signos celestes que predicen la fisonomía, el temperamento y los accesos de enfermedad. Para nuestro reflexivo estudioso, la influencia del cielo solo es, pues, una de las causas que determinan la salud y el comportamiento siempre cambiantes, la diversidad de los rasgos personales, los altibajos en el ánimo y las actuaciones de los seres vivos, una causa que se basa en la esencia del alma, porque en ella se refleja la esencia del Creador, eterno impulsor de la geometría.

Pero las proporciones «conformadoras del mundo» no solo se manifiestan a través de los aspectos. Kepler también las halla en las velocidades de los movimientos planetarios. Se trata de una nueva versión del antiguo concepto de la armonía de las esferas que entusiasmó a nuestro Pitágoras redivivo en medio de la inspiración de sus ilimitadas lucubraciones. «Dotad de aire al cielo y, real y verdaderamente, sonará la música» [155], pregona Kepler triunfal. Pero, como el cielo carece de aire, lo que se produce en él es un «concentus intellectualis», una armonía racional «que los espíritus puros y, en cierto modo también el mismo Dios, perciben con no menos deleite y regocijo que el ser humano cuando siente en sus oídos los acordes de la música» [156].

Y, ¿en qué consiste su presunto hallazgo, el teorema encantador («iucundum theorema» [157]) que menciona en sus cartas con tanto entusiasmo? Como hemos visto, Kepler había reparado ya en su Mysterium Cosmographicum en que los periodos orbitales crecen a un ritmo mayor [158] que el tamaño de las órbitas. Al duplicar la distancia al Sol, el periodo de revolución aumenta más del doble. Para hacer justicia a ese fenómeno, Kepler asigna a los planetas unas velocidades cuyas proporciones numéricas vuelve a tomar de los intervalos musicales y, con ello, de sus proporciones geométricas primordiales. A base de probar consigue encajar todas aquellas armonías primordiales. Tampoco le faltan argumentos para explicar que en un caso concreto deba colocarse precisamente un intervalo, y no otro, entre dos planetas. Cuando en algún lugar los cálculos no cuadran del todo, debería resucitar el mismísimo Pitágoras para instruirlo. Pero este no acude, «a menos que su alma haya trasmigrado a mí» [159]. Y cuando Herwart pone reparos a sus ideas porque toda la teoría se fundamenta en conjeturas y suposiciones, Kepler responde: «No todas las conjeturas son falsas. Porque el ser humano es el reflejo de Dios, y es muy posible que, en determinadas cuestiones relacionadas con el ornamento del mundo, opine lo mismo que Dios. Porque el mundo participa de las cantidades y, precisamente, nada hay que el espíritu del hombre comprenda mejor que las cantidades, y es evidente que fue creado para reconocerlas» [160]. Claro está que las distancias de los planetas al Sol, que Kepler calculó siguiendo su nueva teoría, coincidieron tan poco con los datos de Copérnico como las que dedujo en el Mysterium Cosmographicum, y no logró su objetivo empeñándose en calcular, a priori y aplicando ese método, las excentricidades de las órbitas planetarias, es decir, la distancia del punto central de cada órbita al centro del universo. Él mismo intuyó que a base de probar no llegaría a ninguna parte. Necesitaba datos observacionales más precisos. De nuevo volvió la mirada hacia Tycho Brahe, el único que podía proporcionárselos. «Solo espero por Tycho. Él es quien debe participarme las características y la disposición de las órbitas, y las desigualdades de cada uno de los movimientos. Entonces, así lo espero, llegará el día en que yo erija una estructura espléndida, si es que Dios me guarda con vida hasta entonces» [161]. El 14 de diciembre de 1599 comunicó a Herwart von Hohenburg la ordenación que planeó para la obra dividida en cinco partes [162]. Quería tenerla lista cuanto antes, pero el destino le tenía preparado algo distinto.

SITUACIÓN ANGUSTIOSA DE KEPLER

Los acontecimientos que trataremos después de describir la labor investigadora de Kepler, como la primera visita que hizo a Tycho Brahe en Bohemia, su expulsión definitiva de Graz o el traslado a Praga, fueron tan importantes y decisivos para su vida y para el avance de la astronomía que parece pertinente exponerlos en detalle. A pesar de las numerosas situaciones dolorosas que depararon, estos sucesos lo condujeron a la cumbre de su producción y de su gloria, y prepararon el terreno sobre el que luego se desarrollaría una astronomía verdaderamente nueva. Sin los datos observacionales de Brahe, Kepler jamás habría encontrado sus leyes planetarias, y con ellos nadie excepto él habría logrado ese maravilloso descubrimiento en su época. Así, asistir al encuentro para siempre memorable de ambos personajes constituye una pieza teatral única para quienes tengan interés en las relaciones más profundas que existen entre la vida de los hombres y la historia. Eran el magnífico observador y el magnífico teórico, ambos igualmente entusiasmados con las maravillas del cielo, pero distintos por completo en cuanto a mentalidad, carácter y conducta vital. Dada su religiosidad, Kepler reconoció y saludó a la providencia en aquel encuentro. Por suerte, figuran tantos datos en los documentos conservados que permiten una exposición minuciosa.

Mientras Kepler se enfrascaba en las apacibles indagaciones de las que se ha hablado y prestaba oídos a las armonías celestes, su entorno se desmoronaba con terribles disonancias y se preparaba para la lucha. Las medidas de la Contrarreforma continuaron agravándose. Ya habían expulsado a los pastores, ahora quedaba acabar con los rebaños. Cada vez les apretaban más las clavijas. Tras la expulsión de Graz de los predicadores, los ciudadanos protestantes acudieron a los asentamientos nobles vecinos para asistir a los oficios divinos de su fe y recibir allí los sacramentos. Pero ahora se impusieron castigos a tales prácticas y la gente se vio obligada a bautizar a sus hijos y a unirse en matrimonio según el rito católico. Al propio Kepler se le impuso una sanción penal superior a diez táleros [163] por prescindir del clero de la ciudad cuando murió su hijita. Le perdonaron la mitad a petición propia, pero tuvo que abonar el resto antes de poder dar sepultura a la niña. Como es natural, no tardó mucho en decretarse la expulsión de todos los teólogos protestantes que aún permanecían en la región y se amenazó a quien los acogiera con penas físicas y materiales. Quedó prohibida la asistencia a escuelas que no fueran jesuíticas y se solicitó un sacerdote católico para ocupar la iglesia de la escuela evangélica. Quien cantara himnos en la ciudad, quien leyera devocionarios o la Biblia de Lutero, se exponía al destierro. Los libros heréticos debían ser erradicados y destruidos, los toneles y arcones que guardaban libros fueron abiertos y examinados en presencia del arcipreste. En los pasos fronterizos y en las puertas de la ciudad se cuidaba de que no entrara ningún libro proscrito. Todas estas medidas y otras similares provocaron la irritación más enérgica, pero las protestas fueron desestimadas apelando a la conversión forzosa que se había llevado a cabo con anterioridad en Sajonia, Württemberg y el Palatinado. Entonces se produjeron graves disturbios en la ciudad y en el campo, y las intimidaciones se propagaron como el viento. Los rumores que corrían de boca en boca hacían temer que muy pronto no quedaría ningún rincón en la ciudad para un luterano y que quien quisiera emigrar no tendría libertad para llevarse, cambiar o vender sus pertenencias. En breve se demostraría que aquellos rumores no eran infundados.

Johannes Kepler

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