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Viejas y nuevas formas de pensar la política

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El siglo XX fue un gran siglo para la política.

El escritor francés André Malraux decía que en nuestro siglo la política fue lo que reemplazó al destino.

(BADIOU, Conferencia, 24 de abril de 2000)

El objetivo principal de esta parte es mostrar brevemente cuál ha sido el lugar de la identidad política en las distintas formas de ver, pensar y hacer política. Siguiendo a Badiou (2000: 4), son tres los que caracterizaron el pensamiento y la acción de la política en el siglo XX. Expondré el lugar que ha tenido la identidad en la forma de concebir la política en este siglo con base en éstos: la representación de clase, la referencia al estado, y la articulación de lo Uno y lo Múltiple. Los dos primeros puntos aluden a los objetivos de la acción política y el tercero se relaciona con la forma de organizar la acción política. Este enfoque será denominado paradigma clásico de la política.

Para este paradigma, dominante en la mayor parte del siglo XX, la política fue comprendida a partir de la idea de clases, fueron éstas los sujetos principales en el espacio político. En ese sentido, la acción política y los discursos asociados eran concebidos como un acto de representación de intereses de determinada clase en un contexto de lucha política. Las distintas formas de partidos políticos y la emergencia de distintos movimientos se concibieron como la expresión organizada o espontánea de este sujeto político clasista. Este enfoque fue particularmente influyente en la política chilena.

La segunda idea notable es que durante la mayor parte del siglo XX, la política fue concebida como acción organizada dirigida al Estado para controlarlo, destruirlo, modernizarlo o para motivarlo a respuestas respecto a ciertas problemáticas específicas (Lechner, 1981: 17).12 La política era pensada como un tránsito entre movimiento-partido-Estado, donde el movimiento estaba signado por lo social, lo inorgánico y lo desestructurado. Los movimientos no interpelaban al Estado sino cuando sus objetivos eran adoptados o canalizados por medio de partidos políticos. Los partidos políticos eran, entonces, concebidos como la mediación imprescindible entre lo social y lo estatal.13

La tercera idea relevante es que la acción política canalizada vía los partidos fue resultado de la lógica de la articulación entre la unidad y la multiplicidad. Esto quiere decir que había un acuerdo implícito de que la representación de los intereses de una clase requería una estructura organizacional tal que permitiese actuar a las organizaciones como si fueran una sola voz, con un proyecto y un discurso determinados. El ejemplo clásico de esta lógica es la concepción de partido leninista y la idea del centralismo democrático. La idea de la articulación entre lo Uno y lo Múltiple no quiere decir que dentro de una estructura partidaria no existiese el disenso, sino que intenta destacar que, aun cuando existían importantes desacuerdos, el objetivo de la organización era siempre establecer una línea programática, de discurso y acción, con la cual se generaba un acción unitaria en el espacio político. Los disensos permanecían en el interior de la estructura partidaria una vez que se establecía un curso de acción medianamente consensuado.

La concepción clásica de la política tendrá una serie de consecuencias para la relación entre ésta y la identidad: en primer lugar, la identidad política se convierte en una categoría residual. Ésta puede ser derivada de la pertenencia en relación con la identidad de clase de los sujetos, por lo que no constituye un mecanismo importante para el análisis de los actores o para su acción. En muchos casos, la coincidencia entre ambos puntos alimentó esta relación simbiótica entre identidad política e identidad de clase y en los casos en que esta coincidencia no se produjo, se realizaron complejos modelos de explicación para establecer las razones de tales anomalías.

Otra consecuencia es que la acción política se transformó en un enfrentamiento entre sujetos preconstituidos, con intereses anteriormente establecidos. En ese sentido, las acciones políticas no constituían más que la puesta en movimiento de contradicciones de la sociedad ya existentes. La identidad de los sujetos es un fenómeno estable en el tiempo, mientras las diversas circunstancias de la política no sean capaces de alterar el núcleo fundamental de su constitución.

En tercer lugar, esta forma de concebir la política y la acción política llevó en varios casos a la exaltación de un atributo o pertenencia social como organizador privilegiado de la identidad, lo que estableció un elemento central en el que se incluían las otras pertenencias sociales constitutivas de la identidad de un individuo. Esto no quiere decir que estos atributos carecían de total relevancia o habían sido colonizados completamente por una pertenencia totalizante. Según lo analizado arriba, los distintos atributos y pertenencias sociales de los individuos no tienen la misma importancia en términos de su construcción identitaria, sino que existe cierta jerarquización en función de elementos propios de la biografía individual y en función del contexto histórico-cultural. Como esta forma de concebir la política se basa en la idea de representación de clase, uno de los atributos que mayor peso tendrá en la organización de la identidad individual y la identidad política de los individuos será precisamente esta pertenencia. Esto no quiere decir, por supuesto, que exista una relación de determinación estricta sino que, más bien, se alude a la forma en que en algunos contextos socioculturales estas pertenencias se vuelven significativas para la organización de la identidad.

Esta jerarquización de pertenencias en la organización de la identidad social y por consiguiente, en la identidad del yo (Goffmann, 1963), limitó la emergencia de organizaciones políticas basadas principalmente en otras pertenencias sociales, tales como la etnicidad y el género. Aunque estos referentes no estaban ausentes en las identidades propias de esta concepción de política, eran englobadas en otro atributo de mayor peso. Por ejemplo, cuando analizamos la temática de género dentro de los partidos de izquierda, vemos que no estaba ausente, al contrario, había una constante interpelación a la mujer. Sin embargo, el discurso estaba articulado en función de la “mujer obrera”-“mujer trabajadora” y establecía claramente una jerarquía de pertenencias en la organización de la identidad individual y la identidad colectiva, donde la condición de trabajadora resultaba el eje central de la articulación identitaria.

El declive de esta forma de hacer política marcó la emergencia de nuevas identidades políticas, nuevas organizaciones y nuevas formas de actuar en este campo. Siguiendo a Larraín (2004: 51), podemos decir que la constitución de las identidades se trató como problema a partir de tres puntos. El primero se refiere a que la identidad implica una delimitación de fronteras frente a otros significativos, y en el actual contexto de las comunicaciones, estos otros significativos se han multiplicado y diversificado, lo que ha hecho que la construcción de la identidad sea un proceso más complejo. En segundo lugar, los acelerados cambios en las relaciones han hecho que sea más difícil para los sujetos pensar y mantener una unidad de sí mismos, una continuidad entre pasado y presente, para establecer así cierta previsibilidad en el mundo que le permita actuar. En este punto es importante rescatar las ideas de Hall y Du Gray (1996) respecto al planteamiento como problema del concepto de identidad y el análisis de ésta en el contexto actual. En tercer lugar, Larraín reconocerá que la globalización y los cambios económicos que forman parte de este fenómeno han impulsado un declive de los dos principales ejes articuladores de la identidad en la modernidad temprana: la nación y la clase. La nación se debilita debido a la relativa pérdida de autonomía de los estados-nación, en el marco de una mayor importancia de las entidades supranacionales en un proceso de expansión capitalista. La clase pierde centralidad como eje articulador de la identidad política en el contexto del declive del movimiento sindical y obrero suscitado por las principales políticas de la liberalización y la flexibilización de la mano de obra, la declinación numérica de los obreros, la crisis del marxismo, y la caída de los socialismos reales (Larraín, 1996: 158). Con ese telón de fondo, los modelos de participación y organización política cambiarán sustancialmente y se organizarán con otros elementos. Se llamará a esto paradigma identitario de la política, que se caracterizará por la visibilización/construcción de nuevos sujetos, la acción no dirigida al Estado, y las formas organizacionales intermitentes y horizontales (Mafessoli, 2000).

El primero de estos puntos se refiere a que una de las características de la política, desde mediados de la década de 1980, será la emergencia de los denominados nuevos movimientos sociales, fenómenos de participación colectiva que muestran características radicalmente distintas. A partir de un diagnóstico del declive del paradigma clásico de la política, estos actores emergentes se insertan en el espacio político mediante una interpelación basada en pertenencias sociales antes invisibilizadas o subsumidas por los grandes ejes de las identidades colectivas, la clase y la nación: el género, la condición lésbico-gay, la pertenencia a grupos étnicos o pueblos indígenas.

El segundo punto es que estos movimientos no orientan necesariamente su acción política en relación con el control, la transformación o la destrucción del Estado. Muchos de ellos apuntan a la sensibilización de la sociedad frente a ciertos temas o buscan un cambio cultural en ciertos asuntos. El eje de la acción se desplaza del Estado hacia la sociedad civil, al buscar su transformación o su participación en ciertos temas.

El tercer punto es que tales movimientos buscan formas alternativas de participación colectiva que no se sustenten en la lógica de partidos. Es decir, estos movimientos rompen con la articulación de lo Uno y lo Múltiple mediante su énfasis en la decisión, la conciencia y la acción individual, y la producción de formas organizacionales no jerárquicas. De este modo, la participación tiene un carácter más laxo, intermitente y no exclusivo. Los individuos pueden participar indistintamente en más de una organización.

Esta forma de hacer y pensar la política dirigió sus dardos a puntos neurálgicos del paradigma clásico mostrando sus debilidades, a la vez que permitió la incorporación de grupos sociales e individuos antes marginados del espacio político, y desarrolló vías alternativas de participación ampliamente documentadas por las ciencias sociales latinoamericanas desde la década de 1980. Poco a poco, su enfoque dinámico y su acento en los conceptos de cultura e identidad ganaron terreno. Sin embargo, esta forma de pensar la política no ha estado exenta de críticas, muy fuertes en la última década, las que han marcado su paulatino declive. Las principales son:

 El “diálogo de sordos”. Esto es, que este enfoque convierte las identidades en esencias intrínsecas, con lo que el ejercicio de la política se vuelve una conversación entre sujetos incapaces de comprenderse entre sí (Gitlin, 2000: 62; Arditti, 2000: 111). Y esencializar las diferencias, se dice, endurece las fronteras entre identidades fragmentando la política de lo compartido: hay que tener cuidado con “reemplazar el esencialismo de la sociedad por el esencialismo de los dialectos” (Arditti, 2000: 111).

 La crítica de la marginalización de lo político: que apunta a que la exacerbación de las diferencias y de los grupos desplazados convierte la política en un ejercicio de mirar hacia lo marginal, exaltando acríticamente la diversidad. Esto conduce al “auto repliegue, a una jactancia torva y hermética que celebra la victimización y la estética de la marginalidad” (Gitlin, 2000: 62).

 El acento en la acción y la decisión individual genera extrañamiento y soledad en los individuos. Si bien la mayor parte de los autores comparte cierta crítica en torno al colectivismo del paradigma clásico de la política, advierte que hay que ser cuidadoso pues el desarraigo propio de la sociedad contemporánea y la disolución de certezas que conllevan el acento en la conciencia individual, generan una angustia en los sujetos que puede derivar, muchas veces, en el resurgimiento de discursos comunitaristas o colectivistas basados en la fantasía del Pueblo Uno (Arditti, 2000: 106). En otros casos, esto puede generar también un retraimiento a la esfera privada, a la exacerbación del individualismo y la indiferencia.

Sin embargo, parece ser que hoy nos encontramos en tránsito hacia un nuevo paradigma de la manera de pensar y hacer política, lo cual genera nuevas formas de articulación de la identificación política y cuya complejidad no puede ser captada con las formas de análisis utilizadas en anteriores paradigmas: parece recuperar elementos de las dos maneras de hacer política que han caracterizado el siglo XX, en una síntesis nueva y dinámica. No obstante, la escasa bibliografía indica el gran desconocimiento de aquello que constituye las nuevas manifestaciones de lo político en las sociedades latinoamericanas y de sus especificidades, por lo que es preciso desarrollar una agenda de investigación orientada a la producción de conocimiento en esta área. Este trabajo pretende aportar en ese camino.

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