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Prólogo

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n mi vida tuve trece trabajos, entre ellos, fui bachero de bar, puse pistas de baile en fiestas de quince, estuve en ventas y centros de atención al cliente de distintos call centers, repartí historias clínicas, trabajé como cadete de un contador y hasta llegué a laburar de mirar televisión (me sentaba ocho horas, siete días a la semana a ver televisión y anotar lo que pasaba para uno de esos tantos “programas de archivo”).

Todo esto, mientras dejaba carreras y buscaba nuevas, hacía cursos, talleres y seminarios de toda índole (algunos los terminaba, otros quizá los dejaba a veces hasta a mitad de la primera clase).

Yo no lo veía tortuoso. No me sentía “perdido”, como me decían algunos. Estaba buscando cómo articular la vida que soñaba llevar. Tener un trabajo que no se sintiera como una carga, que me divirtiera, a la par de una vida relativamente plena en lo personal. Lo que yo entendía como una convicción era tomado como un capricho.

Sabía que me gustaba mucho expresarme. También busqué mucho las formas de hacerlo: tomé clases de guitarra, armónica, bajo y batería. Escribí (siempre escribí, eso sí), para medios chicos, medianos, grandes y alternativos. Intenté también creando blogs, páginas web, participando de proyectos editoriales colaborativos o pagando mis propios espacios radiales experimentales, que ni yo hubiera escuchado de lo raros que resultaban, con los acotados sueldos que me daban esos trabajos que no me agradaban, pero eran el pilar económico de “mi búsqueda”. Nada de todo esto pros-peró, ni me dio jamás un peso. Pero me daba la alegría el estar comunicando lo que yo quería y de la forma en que disfrutaba hacerlo, y sin que ningún jefe me lo impusiera (si es que los tenía).

Hice culto del free lance y ese estilo de pseudo-bohemia de estar al mando de la vida de uno, a un costo altísimo. Quería, literalmente, una vida sin despertadores: nada demasiado pretensioso.

Un día decidí agarrar un laburo en un diario, una pasantía que había salido por un terciario que estaba haciendo y no sabía si quería terminar. No me eligieron por estar entre los mejores, solo pasó que todos los que sí habían sido elegidos por el grado de sus notas tuvieron distintos problemas personales y, por eso, perdieron el presentismo y la posibilidad de agarrar este trabajo temporario. Así, los directores de la escuela probaron otros alumnos que, por H o por B, se iban cayendo, hasta que no quedó más remedio que decirme a mí.

La idea no me agradaba, pero me pagaban por escribir todos los días y eso era algo que sabía que me iba a resultar interesante.

Acepté y, en cuestión de semanas, me di cuenta de que jamás me iba a adaptar a ese molde. Las estructuras verticales, las pulseadas con los que decían “haceme caso que hace veinte años que hago esto”, las imposiciones del estilo “esto se hace así porque lo digo yo y yo soy tu jefe” y demás cuestiones propias de una empresa de gran tamaño como esa me producían enojo.

Así, creé otro blog que se llamaba “Internet me cagó el laburo”. La idea inicial de este era que nunca iba a poder encontrar un trabajo que me gustara en los medios de comunicación tradicionales, porque estos se estaban muriendo, víctimas de la revolución digital. Facebook todavía era una cuestión de jóvenes, en ese momento, y Twitter recién se empezaba a poner de moda.

Creía que, en un futuro mucho más cercano del que resultó ser, la gente ya no iba a querer escuchar a un periodista. ¿Para qué? Si ya podían encontrar el contacto directo con la fuente, siguiéndolo en la red social que se le ocurriera. Imaginaba que, de un día para otro, los diarios iban a cerrar, porque nadie iba a querer comprar un diario con noticias que se imprimían un día después de que la gente se las enterara.

Estas ideas, sumadas a la incomodidad de mis tensas relaciones con los editores, me llevaron a terminar haciendo, de mi blog, una suerte de diario íntimo, en el que relataba los pesares de mi día a día. Todos los nombres propios estaban alterados, claro. Sabía que, si no hacía mi trabajo, corría riesgo, por la “impertinencia” de ciertas confesiones. En esta oportunidad, no quería que eso pasara. Mi situación personal estaba más frágil que nunca y no era momento para experimentos raros.

Así, a este blog –lentamente y para mi sorpresa– le empezó a ir muy bien. Había creado decenas, y el único que resultaba era justo el que era producto de algo que padecía en serio. Se viralizó como algo intraperiodístico. Me daba cuenta de que el público eran mayoritariamente colegas que se reían de las cosas que yo relataba de manera irónica, o bien, se sentían identificados en la actualidad, o las habían vivido en algún momento de su vida.

Un día me llamaron de la empresa para la que ahora trabajo, Canal 13. Me decía la persona que se contactó conmigo que conocía a varios que leían la publicación y me comentó que le resultaba interesante mi punto de vista desde lo generacional. “Las cosas están cambiando, la audiencia se está renovando y estamos en la búsqueda de otras formas de ver y contar las cosas”, me dijo en su momento Marcelo Aprea, a quien hoy admiro y tengo la fortuna de trabajar a la par.

Acepté y despacio, una vez adentro del canal, empecé a pasar del blog a la tele para comenzar a desarrollarme en lo que todavía –y espero se prolongue– hago.

La consigna de mis jefes siempre fue una sola: “aprendé pero no te intoxiques”. Siempre me resultó brillante esa teoría. La idea era sencilla: escuchá, tomá lo bueno y lo que te resulte malo, sabelo pero no lo apliques.

Empecé entonces un camino interesante y muy propio de los que nacimos entre el 1982 y 1996, aproximadamente. Los Millennials, los de la Generación Y.

Mientras aprendía a hacer televisión, que nunca había hecho y tampoco lo había pretendido pero parecía un lindo laburo, tenía que ir separando residuos. Me enseñaban qué era lo tradicional para que yo lo hiciera “a mi manera”, y eso resultaba extremadamente complejo. Tenía que caminar con estilo, cuando yo todavía sentía que ni siquiera sabía ponerme de pie.

El tiempo fue pasando y jamás me aburrí. Y esa fue la clave para que lograra algo que jamás hubiera imaginado que podía terminar haciendo: “hacer carrera dentro de una empresa”. Se crearon marcos distintos con otras dinámicas laborales más horizontales y flexibles y se transformaron las formas de comunicación interna. De esa forma aprendí a trabajar en equipos extremadamente variopintos, en donde los distintos tipos y tiempos de experiencia laboral se entremezclaban para dar lugar a algo que me resultaba muy atractivo. Era el resultado de tirar mis ideas y que las personas de más, o distinta, trayectoria, me dieran su parecer para que saliera un producto del consenso. Ese producto final, intergeneracional, era indiscutiblemente superador.

No pasó mucho tiempo de todo esto. Pero las cosas cambian tan rápido que hoy ya me toca ocupar un lugar de los que tenían aquellos que yo solía criticar (desde la envidia, el rencor, la admiración o el sencillo desacuerdo) y siento que ya estoy rodeado de nuevos actores que no comprendo. Ya “estoy grande” para ciertas cosas. Porque los lenguajes y los medios volvieron a mutar. Sin haber terminado de aprender empezaron a aparecer voces, formas y personajes que no comprendía. Me quedé atrapado entre la generación X y la Z. Porque los Millennials fuimos, y ya se puede empezar a usar el pretérito, una generación de paso. Los últimos de lo analógico y los primeros de lo digital. Crecimos jugando con muñecos, canicas y las figuritas: no estábamos a los tres años con una tablet en la mano. Quedamos ahí en el medio, y en el medio estamos.

Ahora nos toca ese nuevo desafío. Ya no somos “lo nuevo”; lo novedoso ahora va a pasar a ser ese producto que salga de nuestra interrelación con los que ahora son “los incomprendidos”. Y ahí radica el gran valor que tenemos en nuestras manos. En teoría, se supone que algo aprendimos de no haber sido entendidos en algún momento. Sabemos las frustraciones que conlleva ese proceso de adaptación, y no podemos recaer en los problemas que a nosotros mismos nos tocó atravesar.

Pero creo que estamos pudiendo, como ”líderes”, hacer mucho de lo que aprendimos.

Invitar ahora nosotros a otros de abajo a que opinen y desarmen nuestras ideas, transformar las organizaciones para que almas libres (como lo fui en su momento y lo sigo siendo ) quieran ser parte, dejar que aprendan y no se intoxiquen aunque lo que rechacen por no estar de acuerdo sea lo que produjimos: ”personajes” como yo…

En fin, somos una generación de transición, que tiene el deber de aprender a ser vínculo entre esos que ya estaban y los que están llegando ahora, pero sobre todo que tiene la gran oportunidad de fabricar estilos de liderazgo más inspiradores, que vayan mejorando la especie de la “raza Jefes”… para que, en vez de creérsela, hagan que otros les crean. Al final, medio como que de eso se trata, ¿no?

Eddie Fitte

Menos respeto que soy tu jefe

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