Читать книгу Los triunfos pasajeros - Melina Dorfman - Страница 6
1
ОглавлениеHabían pasado tantos años desde mi última cita que ya me consideraba una fundamentalista de la imposibilidad. Sentía que el fracaso era mi destino. Durante casi una década no recibí demasiadas propuestas. Al principio me victimizaba, infiriendo que siempre había tenido mala suerte en el amor. Cuando ese argumento comenzó a debilitarse por no estar edificado sobre una base racional sólida (¿quién es, en definitiva, desafortunado por siempre y debido a qué factores terrenales?), recordaba a la fuerza ciertas experiencias fallidas con algunos hombres y terminaba asumiendo que me habían dejado una huella traumática, lo cual explicaba el descenso de mi autoestima al nivel de un sótano corriente. Con cada relación, en lugar de meditar sobre las características psicológicas de los otros en combinación con las mías y repartir responsabilidades, reducía los hechos a un enunciado: si con todos me pasaba lo mismo, la culpable de no lograr sostener ninguna historia era yo. Así fue que me convencí de varias cosas, entre ellas, que no era atractiva para nadie y que no podría volver a seducir a un ser humano por el resto de mi vida. Entonces, traté con vehemencia de ajustar la realidad a mis parámetros, de prestar exclusiva atención a los hechos que justificaran el concepto que a esa altura tenía de mí misma. Y debo admitir que hasta hace poco tuve muchísimo éxito en mi lamentable misión.
Cuando Félix me escribió para que fuéramos a tomar algo una noche yo ya estaba enceguecida, incapaz de ver más allá de un sentido literal. Primero me mandó un mail diciendo que le había sorprendido que lo visitara en el negocio donde lo acababan de contratar, tras años de mutua ausencia. Al día siguiente me envió otro para proponer un encuentro y, al rato, uno más aludiendo querer saber a qué me estuve dedicando, cerveza de por medio. Incluso me dejó su número de teléfono. Acepté la salida a pesar de que nunca había tenido en claro los pretextos por los que habíamos dejado de vernos. Pensé en aprovechar la oportunidad para dilucidar esas circunstancias difusas de nuestro pasado.
Quedé en pasar a buscarlo a las diez de la noche por su trabajo. Como habían transcurrido cuatro días desde la confirmación, presentí que no se acordaría y decidí llamarlo. “Sé que estás ocupado ahora, ¿sigue todo en pie? Estoy en camino”, dije. “Sí, por supuesto, te espero”, aseveró en tono claro, enardecido. Llegué al local: persiana cerrada. Creí que estaba adentro, porque siempre quedan algunas tareas pendientes una vez que los clientes se van. Aguardé unos quince minutos sin mejor distracción que ver los autos y colectivos que transitaban por la avenida. De pronto advertí los candados colocados. Miré a ambos lados de la calle y no quedaban rastros de su presencia. No quería molestarlo; habíamos perdido la confianza que teníamos cuando éramos amigos. Le mandé un mensaje de texto para ver por dónde estaba y como no obtuve respuesta lo volví a contactar.
Me atendió con una voz tan distinta que por un segundo me descolocó (¿había marcado mal?). “Félix, ¿sos vos?”, pregunté. “Sí, ¿quién más?”, contestó. Recuerdo que no me había gustado esa exhibición altanera de carácter. “¿Estás cerca del negocio?”, proseguí. “Claro, ¿dónde, si no?”, replicó con mayor prepotencia. Y le corté: me pareció un desconsiderado. ¿Por qué me hablaba de ese modo, si yo estaba allí acudiendo a su ofrecimiento? Marqué de nuevo y descubrí que su modulación había empeorado: no podía hilar más de dos palabras y cada una se deslizaba hacia diferentes escalas, a veces graves y otras agudas. “¿Estás bien?”, se me ocurrió indagar, aun sospechando que no. Me empeñé en hacerle confesar al menos su localización geográfica. “¿Dónde estás?”, repetí con recelo. “No sé, supongo que a la vuelta”, expresó con un dejo de interés en ser ubicado. Guardé mi teléfono en el bolsillo y me dispuse a recorrer la manzana. Lo buscaba en todas direcciones y, a cada paso, elucubraba posibles razones por las que había cambiado de actitud. Cuando hablé para reconfirmar, arriba del taxi, perfilaba lúcido y exaltado. ¿Qué pudo haberle sucedido en los quince minutos que tardó mi arribo para afectar sus sentidos en tal extremo? Esbocé varias hipótesis: quizás le había bajado la presión y se había sentado en un escalón para recuperarse, o fue víctima de un intento de robo y había sido golpeado por unos delincuentes. Y mientras más reflexionaba, aumentaba en mí la curiosidad y ansiaba hallarlo. Era extraño, no concebía que algo malo estuviera aconteciendo. Lo tomaba como un juego: debía develar dónde se había escondido quien solía ser mi amigo y ya no lo era, porque había quedado en salir con él y de ninguna manera se trataba de una cita, como para espantarse tanto.
En plena divagación mental y barrial lo divisé a mis pies. Estaba echado de costado, posición fetal, a la entrada de un edificio. Se había puesto la mochila debajo de la cabeza, comprimiendo su pelo hasta los hombros. Si bien medía un metro setenta, en ese estado de indefensión aparentaba ser más pequeño. Me agaché como hacen los chicos cuando quieren inspeccionar el obrar de las hormigas. ¿Pero de qué me serviría a mí colocarme en el lugar de bióloga? Noté que tenía la camisa fuera del jean y algunas manchas de suciedad en la cara. Y que estaba dormido. Al enderezarme, me invadió una sensación de triste quietud que me era conocida. Justamente porque ocurrió lo que imaginaba. Mi razonamiento pasó de un análisis objetual (“¿Qué habrá ingerido para desvanecerse en ese lapso?”) a conferirme toda carga en el asunto (“Para amenizar mi advenimiento”). Ya no me importaba su salud: sólo mi estado anímico, súper egoísta. Así como estaba acostumbrada al rechazo (porque lo buscaba al asegurarme de que estaba signada a eso), sentirme mal al respecto también era parte de mi cómodo folclore. Y si en ese instante no podía soportarme a mí misma, menos podía ensayar técnicas de reanimación a una víctima de sobredosis. Yo era una simple periodista, no miembro de la Cruz Roja. Nada me ataba, en lo afectivo, a quien me debatía rescatar.
Insegura de mis decisiones, llamé a Simona para pedirle asesoramiento: “¿Recordás a Félix? Bueno, es largo de explicar cómo nos volvimos a ver. Quedé en ir a tomar una cerveza y lo encontré tirado en la puerta de un edificio. No sé cómo actuar”. Sin planearlo, había dado con la consejera que más se adecuaba a mis probables fallos. Al principio se alteró y gritó: “¡¿Por qué te enamorás de ese tipo de gente?!”. Luego, recuperó la calma y me sugirió: “Andá a dormir. Se va a poner bien. No debe ser la primera vez que pasa por una situación así”. Y eso fue lo que hice.