Читать книгу Los triunfos pasajeros - Melina Dorfman - Страница 9

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Una vez escuché en una charla por Internet que la manera en que uno se levanta tiene incidencia en la configuración del temperamento, de modo tal que si queremos alcanzar nuestras metas, es fundamental empezar a modificar el ritual con el que nos despertamos. Si ponemos la alarma a una hora determinada para luego apretar el botón de posponer, es muy probable que tengamos tendencia a la procrastinación. Ahora bien, si deseamos constituirnos en personas eficientes, nada mejor que incorporarnos de golpe. Yo probé y me funcionó. Desde que programo el teléfono para que suene a las siete, todo cambió para mí: las mañanas se volvieron el motor generador de mi flamante buen humor.

Primero tomo un buen café con tostadas. Al rato salgo a caminar alrededor de un parque (no siempre elijo el mismo para que no me aburra) y sobrevuelo cada uno de los acontecimientos recientes sin ahondar demasiado, a lo cuervo, pájaro oportunista que se alimenta de residuos humanos o carroña pero que, si se le presentara la ocasión, podría comer cereales. A veces no pienso y me sorprende. Avanzo, miro árboles y otra gente transitar por un camino cerrado a la elucubración. Cuando reflexiono es para idear un porvenir diferente, con la certeza de que es posible.

Tras una ducha rápida, me dispongo a escribir. No me refiero a adelantar trabajo ni nada por el estilo. Siento que tengo algo para contar y que llegó el momento de usar mis notas. Me dieron ganas de ubicarme en otro contexto, de animarme a explorar mis propios límites (aquellos que creí no tener ni poner): qué haría yo, frente a un entramado de acontecimientos que perfila infinito, si fuera un personaje de ficción.

Un día me concentré por demás y perdí noción del horario. Tomé el primer taxi que localicé porque estaba llegando tarde al trabajo. Y las redacciones son empresas; los periodistas, empleados. ¿Para qué ser impuntual? No había tránsito y en breve estaría hilando nuevamente palabras con vaya a saber qué móviles de acción. A mitad de camino, el chofer me preguntó: “¿Te molesta si paramos cinco minutos a cargar gas?”. Como ya había dictaminado hacerlo, independientemente de mi respuesta, emití un ademán de aprobación que se reflejó en el espejo retrovisor, mientras entraba a la estación de servicio. Se bajó de inmediato y agregó: “Es necesario que vos también salgas, por seguridad”.

Entró en el kiosco de a brincos. Frente al coche, supuse que se había ido raudo a pagar. Estaba equivocada: no tardé mucho en descubrir que se había acomodado en una mesa de fórmica. Entrecerré los ojos y con esfuerzo pude ver, a través del ventanal, que estaba consumiendo una bebida humeante con medialunas. No podía creerlo; quise dejarlo encerrado en ese cuadro sórdido. Comencé a alejarme con disimulo para tomarme cualquier otro taxi, hasta que divisé una ronda de gente en el medio del cruce de avenidas. Como soy más curiosa que aprensiva, me acerqué. Lo que había en medio de aquel grupo, con la impronta de una tribu adorando lo desconocido, era ni más ni menos que un pozo gigante en el pavimento.

Por suerte, no había caído ningún auto adentro; la policía pedía que nadie se asomara por precaución, sin éxito. Además, había personal de las empresas proveedoras de agua y gas, debatiendo por qué había cedido el piso y cómo actuar de ahí en más para que no se produjera un daño mayor. “Parece un cráter”, dijo una señora aferrada a su bolsa de hacer las compras. Para mí no tenía ese aspecto. ¿Acaso estábamos parados arriba de un volcán? Sus aberturas suelen ser ollas perfectas, casi pulidas, que adquieren la misma tonalidad que sus laderas. Y cada tanto, sirven de boca de erupción, expulsan lava desde el centro de la Tierra. Ese hueco era distinto: irregular, con bordes de asfalto filoso, y un centro oscuro y opaco, un portal a otra dimensión. No había sustancia que fuera a salir de ahí. Al contrario, lo más factible era que una fuerza siniestra succionara todo lo que encontrara a su alrededor, haciéndolo desaparecer en un movimiento corto y potente. Se asemejaba a un agujero negro, una porción de espacio rodeada de círculos estelares de colores, en cuyo interior existe una masa lo suficientemente elevada como para generar un campo gravitatorio tal que ninguna partícula material, ni siquiera la luz, pueda escapar. Agradecí no haber sido absorbida por esa superficie enigmática con el taxista, antes de ingresar a la estación. No habría soportado quedar atrapada en el horizonte de sucesos con ese ser que pediría café y facturas en el vacío más eterno.

Resultó que no sólo la escritura me captaba hasta el punto de llegar demorada al trabajo. También los fenómenos paranormales. De haber podido, me hubiera quedado estancada allí durante toda la tarde, analizando hipótesis con los vecinos para no destinar energía a otras cosas más productivas, presumiendo qué ofrendas dejar al pozo, como si fuéramos habitantes de una comunidad milenaria que espera de la Naturaleza el sentido de la vida y ninguno pudiera forjar su propio destino a partir de su esfuerzo individual. En definitiva, yo tenía obligaciones que cumplir, llegar a tiempo al diario en esta ciudad caótica, y olvidar que alguna vez tuve un problema, síntesis de muchos, porque ya cambié de plano y me identifico más con la claridad que con la abstracción. Resta desintoxicarme de las ideas que tengo sobre mí misma, que por momentos se encuentran inertes y de repente pujan por salir cual magma.

“Listo, podemos reanudar”, me despertó de golpe el taxista con la firmeza de una alarma de celular. Ya en marcha, quiso saber qué me había fascinado tanto, como si una apertura gigante en el suelo fuera un episodio tan habitual como parar a cargar gas con un pasajero. “Es obvio que se rompió un caño y la pérdida de agua hizo que el asfalto se socavara”, aseveró. “El inconveniente está debajo.” Imaginé un río cloacal ejerciendo presión entre piedras apretadas hasta componer grietas en la superficie y la porción mayor alejándose de nuestra vista, hacia abajo, dejándonos en islas medianamente equipadas, con edificios, negocios, medios de transporte y humanos con capacidad de adaptarse y evolucionar. “Me encanta la palabra socavar”, pensé.

Y ser una sobreviviente.

Los triunfos pasajeros

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