Читать книгу Los triunfos pasajeros - Melina Dorfman - Страница 7

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Me topé con Lina y Román, unos amigos con los que iba a bailar cuando recién empezaba mi carrera. Frecuentábamos distintas fiestas electrónicas donde yo conocía un chico por fin de semana, al que terminaba viendo fuera de esos ámbitos, incluso durante meses, pues disfrutaba de cada experiencia sin proyectar. ¡Qué coincidencia! O quizás haya sido un mensaje del Universo, una voz oculta en una alcantarilla, que pujaba por decirme con reverberación: “Ruth, no añores esa época tan próspera, replicala, si se puede…”. Es que había guardado cada uno de esos momentos en el freezer porque no estaba preparada para consumir en lo inmediato los productos del azar.

Lina y Román venían de un minimercado. Llevaban varias botellas (¿de cerveza?) en bolsas de tela. Me hubiera quedado charlando indefinidamente, como en un sueño, pero les anuncié que había quedado en ver una muestra de Xul Solar con Emilia y partí. Ese apuro no valió la pena: tras varios minutos de espera, deduje que me había dejado plantada.

En lugar de entrar al museo me propuse investigar las fuentes del desaire. ¿Acaso no le gustaba la obra del inventor que nació para convencernos de que la realidad puede cambiarse? ¿O tuvo un percance no menos inconfesable? “A veces, cuanto más minucioso es el punto de reunión, mayor es la divergencia entre las personas”, discurrí hasta correr el foco de análisis en mí. El episodio me dio bastante qué pensar… He visitado muchas exposiciones en mi vida pero ahora, a la que no pude ir, fue a la de Xul Solar. Sin dar más vueltas al asunto, me quedó claro: deposito en la presencia de un otro la posibilidad de alcanzar mi Yo luminoso. Es decir que cada vez que emprendo la búsqueda de mi Yo, dependo de los demás.

Por supuesto que fui a tocarle el timbre a Emilia (¡qué impertinente, se había desconectado por completo!). Me cuesta lidiar con la duda. ¿Y si le había pasado algo? De acuerdo con mi premonición, la encontré en cama con mal aspecto: demasiado pálida, con los ojos entrecerrados, bordeados de sombra. Pero no por un virus o una bacteria. Por eso la increpé y, en contra del sentido común, se ofendió. Ni quedándome a su lado, sirviéndole un vaso de agua, logré hacerla recapacitar. ¿La había descuidado, como osó echarme en cara? ¿No fue al revés?

Una vez más caí en la emboscada que tanto me enfurecía. Y la congoja fue tal que me objetivó. Me tiré por un trampolín, desde un malestar difuso hasta la dicha de conciencia plena. Vi mi propio mecanismo cerebral y sus engranajes. Sobre todo la partecita que alimentaba el resto, ese pensamiento tosco, firme, que versaba: “Antes de considerarme desamparada, siento que abandono si me permito embarcar, en soledad, una travesía personal más solar”. Era cuestión de tolerar la culpa automática que me generaba el tomar mis propias decisiones. A la larga, mi cabeza funcionaría bien.

En base a esa clarividencia, me animé a hacer lo que deseaba hacía mucho tiempo, sin haber tenido la valentía de concretarlo.

Otra casualidad… Ese mismo día fui a cubrir la inauguración de un festival literario y me presentaron a una tarotista que prestaba sus servicios en la sala como un detalle organizativo adicional (desentonaba pero al mismo tiempo no). Le comenté que nunca me había sometido a una sesión por temor a las predicciones, a saber con exactitud lo que me iría a ocurrir. Si me senté fue porque me ratificó que su tarea es la de guiar espiritualmente y no vaticinar hechos. Mi interrogante fue sobre mi estado sentimental. De todas las cartas que me salieron, sólo recuerdo una: la figura de un hombre invertido, sujetado de un árbol por medio de una soga atada a su tobillo izquierdo.

—¿Qué significa? —señalé.

—El Colgado. Concentrate en las piernas. Están cruzadas de tal modo que la derecha forma un triángulo. Según Crowley, “representa el descenso de la luz en las tinieblas para redimirlas”.

—Me da miedo.

—No tenés motivo —me tranquilizó. Ahora, observá el pie izquierdo, que pende de la cruz. Tiene una serpiente alrededor, “animal productor de cambios, que crea y destruye por igual”. Cada extremidad está clavada a un disco verde. Mi maestro lo define como “el color de Venus, de la esperanza que hay en el Amor”. Y asegura que “en esta oscuridad inferior de la Muerte comienza a agitarse la serpiente de la nueva vida”*.

—…

—Esta carta salió para insinuarte que necesitás dejar de lado una vieja actitud. Simboliza la pasividad: el estar suspendida, ser testigo inerte de lo que sucede, dominada por las circunstancias.

—No entiendo…

—¿Qué opinás del rostro del hombre colgado? Se lo ve en paz, ¿no? Eso se debe a que nada lo obliga a estar así. Lo hace para obtener un punto de vista diferente sobre las cosas.

—¿Y qué tiene que ver esa carta con mi consulta? —pregunté ya cansada de la abstracción.

—Bueno, vos tenés un problema de mentalidad. Estás convencida de que no vas a conseguir lo que querés y te comportás de acuerdo a eso. A menudo son otros los que ven tu potencial. Incluso hay mucha gente interesada en vos y no te das cuenta. Siempre creés que tenés que estar preparada para actuar. Y no. Podés ir construyendo mientras probás. Es momento de que reconozcas tu parálisis y asimiles que la sola percepción de tu realidad te da la oportunidad de alterarla.

Confieso que no manejo bien la obra de Xul Solar. Mucho tiempo después, supe que había ideado su propio mazo de tarot. Me lo contó Ingrid, cuando comenzó a curar una exhibición colectiva que lo incluía. “¿Te diste cuenta de que pronunciás ‘Xul’ con y griega?”, me indicó. “Es como si dijeras Yo.”

* Aleister Crowley. The Book of Thoth, Samuel Weiser, York Beach, Maine, 1991.

Los triunfos pasajeros

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