Читать книгу Los triunfos pasajeros - Melina Dorfman - Страница 8

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Luego de varias semanas, recibí un mail de Félix. Para ser franca, no lo esperaba. Había pasado noches casi enteras conversando con amigos al teléfono o en bares, analizando cada detalle de una escena de la que no fui parte, usando todo mi poder de deducción. Lo describía tal como lo recordaba, descansando en el piso sin ningún signo de estrés. Entonces, llegábamos a la premisa de que no le habían robado a mano armada ni mucho menos a puñetazos porque les señalaba que había utilizado su mochila de almohada, aunque sin duda no le habrá resultado para nada confortable. Por lo tanto, concluíamos que era imposible que se hubiera desvanecido ya que premeditó la posición en que terminaría su noche. Pero en soledad, antes de irme a dormir, continuaba dando vueltas al asunto y sin el apoyo intelectual de mis seres queridos debía afrontar el costado más oscuro de mi forma de ver mis condiciones de existencia. Recostada en la cama, me desvelaba mi extremo talento para el método científico contrario: soy una experta en el arte de inducir, en ir sumando hipótesis (en su mayoría distorsionadas) basadas en acontecimientos particulares para así llegar a una resolución final que no es más que una opinión negativa de mí misma que a nadie le importa y que no hace otra cosa que condicionar mi presente y futuro de la peor manera. Con los ojos cerrados, cavilaba: “¿Habrá querido demostrarme desde el vamos en qué se convirtió, para que yo supiera a lo que tendría que atenerme?”. De a ratos me persuadía de que estaba en lo cierto, que había interpretado correctamente su mensaje: “Hola, soy un adicto y saldré de mi fosa gracias al amor de alguien, en este caso el tuyo”. Y justo cuando estaba a punto de dormirme, me despabilaba y volvía a ser la misma pesimista de siempre: “No, tragó pastillas a propósito, para evitar reunirse conmigo. Por algo que incité”.

Leí su mail por la mañana, antes de ir al diario. Pedía perdón, que no sabía bien qué le había ocurrido, y afirmaba que no pudo llamarme antes porque había perdido su celular aquella noche (con mi número guardado en él) y recién ahora pudo comprar otro. ¿Acaso no tenía computadora, si al fin y al cabo se estaba contactando por escrito? No tomé su argumento como ciento por ciento falaz. Se trataba de un enunciado craneado para no expresar nada en lugar de engañar. Me gustó que hiciera eso, me pareció que traslucía una especie de vergüenza. Mucho tiempo después, me daría cuenta de que nada lo abochornaba y que exhibirse como un ente despreciable formaba parte de una estrategia para generar rechazo y alcanzar el desapego suficiente para seguir su camino, lleno de incertidumbres laborales y certezas sexuales. Porque si bien nunca sabría a qué dedicarse (tenía múltiples aficiones que no desarrollaba), tendría en claro lo mucho que disfruta estar con varias mujeres en simultáneo y que en alguna ocasión elegiría sólo a una que, de más está aclarar, no sería yo.

Más allá de la retórica, lo que me asombró fue su convicción de no haber sido visto en el estado en que había caído. Era táctico pero sin demasiadas luces: un hombre llano que administraba sus procedimientos probados con éxito en antiguas relaciones y que fracasaba a la hora de aplicarlos conmigo. Tanto es así que cuando deslizó que seguía pendiente nuestro encuentro, lo desafié a poner hora y coordenadas. Quedamos un jueves, a las nueve, en la esquina de su trabajo. A metros de llegar, temí encontrarme con la misma secuencia que me había atormentado pero no intimidado. Por suerte lo vi sentado tomando cerveza de una botella.

“Hola, ¿me convidás?”, le dije. Se levantó y me esbozó su mejor sonrisa, que invalidaba todo lo que había pasado y anunciaba lo que iría a suceder. “Mejor vayamos a un bar que queda cerca”, propuso. Caminamos un par de cuadras y cada uno contó cómo le había ido en su día —a él en el negocio, a mí en la redacción— hasta que me cansó el relato sobre lo cotidiano y lo increpé: “¿No me pensás explicar por qué me dejaste plantada, hace un mes?”.

Félix comprendió que no me movía la mera indiscreción sino un interés genuino por su integridad (manifestación, desmedida como las suyas, que implicaba una debilidad por lo menesteroso), producto de años de amistad a recuperar. Me confesó que estaba pasando una etapa especial, que se sentía perdido y que tomaba cocaína para reconstruir su entusiasmo. Y agregó lo que suelen enunciar muchos, cual cliché coral: “Lo bueno es que puedo manejarlo, consumo y abandono cuando quiero”.

Por supuesto que no le creí demasiado. Si esa había sido la droga a la que recurrió antes de la primera cita que me propuso, me hubiera recibido eufórico, no devastado. Y si se asumía tan omnipotente, no lo explayaría en voz alta como para convencerse a sí mismo. Ya en el bar, asumí que la conversación no comulgaría con la franqueza y decidí cambiar de tópico.

“No conocía este lugar. Me agrada”, opiné (porque había llegado mi turno de fingir). Tenía mesas y sillas de madera ordinaria, apenas barnizadas; una pared cubierta de fotos de líderes de bandas de rock y otra de grafitis dejados por habitués; y unas pantallas de papel colgando del techo que apenas irradiaban luz. Pedimos una cerveza y varias más. Y a la par nos reíamos de lo que veíamos a nuestro alrededor, de nosotros mismos, uno frente al otro. Félix se mostraba complacido de que al fin hubiera finalizado mi pesquisa narcótica y le encantaba que le narrara distintas historias sobre mi fanatismo por los scones, una adicción más inocua que la suya. Consideré que había llegado el momento de olvidar el hecho que había presenciado y proyectar una especie de absolución mundana. Si había aceptado un nuevo encuentro, no era para seguir juzgándolo.

Mientras hacíamos gala de nuestras habilidades discursivas, estimuladas por el alcohol, alguien del bar subió el volumen de la música. O quizás ya estaba fuerte y no nos habíamos percatado. Lamento no acordarme de qué tema sonaba: ¡una torpeza haber eliminado de mi memoria la banda sonora que elevaría mi punto álgido emocional! Se trataba de una canción lenta de synth pop, con melodía pegadiza y coro angelado, de esas que escuchaste infinidad de veces y no retuviste cómo se llamaba ni de quién era. “Mirá, esa pareja ya está explotando la situación”, señalé a un costado. Cuando Félix vio que me refería a un hombre y una mujer besándose a ritmo, comenzó a emular un striptease, que yo interpreté como gesto irónico. Entre carcajadas, le imploré que se volviera a poner su chaleco. Obedeció pero se dirigió hacia mí y dijo: “Bueno, si no me desvisto yo, te toca a vos”. Me quedé quieta, como las presas que se resignan a ser cazadas, tan mareada que no estaba en condiciones de evaluar pasos a seguir.

Félix se levantó y se estiró sobre la mesa para desabrochar mi camisa. Algo que me había llamado la atención, sin alertarme, es que no dejaba de mirarme a los ojos mientras lo hacía. Cuando llegó al tercer botón, casi a punto de dejar al descubierto mi ropa interior, reaccioné con rapidez. Le corrí la mano y puse una especie de límite: “Ya basta, no me divierte”. Lejos de tomarme en serio, asumió mi resistencia como una postura a rebatir. Ese fue el preciso instante en que percibí que, en el fondo, me conocía como nadie: valoraba mi histrionismo pero, sobre todo, detectaba mis miserias. Y eso que apenas habíamos vivido alguna que otra experiencia juntos. Era instintivo aunque no tanto, un animal de zoológico, y yo apenas lo descifraba; ni siquiera podía advertir qué iría a llevar a cabo en breve.

De nuevo en su silla, guardó el semblante risueño fuera de mi alcance y, con total seriedad, cruzó sus brazos y sentenció: “Si pensaste que yo vendría hasta acá sólo para tomar cerveza, estás muy equivocada”. Ante mi perplejidad, que evidenciaba no entender en lo más mínimo a qué se refería, persistió: “¿Necesitás que te aclare lo que acabo de decir?”. Y sin aguardar mi respuesta, emitió una frase que abrió aún más la zanja de silencio que a ese nivel de la charla nos separaba: “Sin haber tenido sexo con vos, no voy a volver a mi casa”.

Noté un dejo de cinismo en su estilo de abordaje pero no es que yo fuera incapaz de vislumbrar un escenario (¿cómo detallarlo?) erótico. Simplemente me paralicé ante ese acontecimiento imprevisto. Cuando éramos amigos, varios años atrás, nos veíamos una vez por semana. En aquella época me parecía lindo y me hablaba permanentemente de su novia. Yo trataba de ponerme a tono y le relataba mis constantes andanzas con hombres, que nunca trascendían a nada. Ninguno de los dos intentó seducir al otro. Después vendría el distanciamiento temporal, el reencuentro en el negocio, su desvanecimiento en la calle, mi huida de la coyuntura, la cita en el bar decadente y mi reiteración, lógica: “Pero si nunca, jamás, te atraje, y viceversa”.

Félix optó por ser antirevisionista: no me dio la razón, tampoco me contradijo. Sólo informó que iba al baño y me pidió que meditara su proposición. Cuando regresó, se sentó en el mismo lugar, no a mi lado. Esa maniobra me desconcertó: ¿quién arroja una propuesta de intimidad al vacío sin echar una red de acercamiento físico? A falta de confianza en mí misma, me persuadí de que estaba frente a un acto cómico. Incluso llegué a pedir disculpas cuando su rostro, clamando una inminente resolución, dejó de darme gracia. Y ahí fue cuando salté de autoprotegerme a quedar expuesta. En realidad, ansiaba recostarme en una cama con él, intercambiar miradas y acechar agitados por quién movería la primera ficha. Pero aún no nos habíamos besado y a mí me abrumaba el pasado. Supuse que confesando mis penurias no lo expulsaría. Al contrario, se apiadaría de mí, quedaría exenta de juicio y, sobre la base de una triste verdad, podría edificar algo que valiera la pena, aunque durara sólo esa noche. “Hace mucho tiempo que no tenía una cita con alguien. Temo decepcionarte: llevo años sin tener sexo”, declaré. Eso, en mi peculiar jerga, fue responder “sí”.

Los triunfos pasajeros

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