Читать книгу No te alejes de mí - Innegable atracción - Melissa Mcclone - Страница 5

Capítulo 1

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EL DOCTOR Cullen Gray entró lentamente en el hostal East Day. Tenía los pies doloridos y estaba deseando quitarse las botas de escalada. Después de dos agotadores días en el monte Hood, le dolían todos los músculos del cuerpo. Pero creía que había merecido la pena, habían conseguido rescatar a un escalador.

Le llegó el aroma a café recién hecho y se le hizo la boca agua. Tenía hambre. Sabía que un poco de cafeína le vendría muy bien para poder aguantar la reunión posterior al rescate y el viaje de vuelta a casa, en Hood Hamlet.

Vio a sus compañeros del grupo de búsqueda y rescate de Montaña de Oregón. Estaban sentados alrededor de una mesa de la cafetería. Todos tenían tazas de café frente a ellos. Sus mochilas, cascos y chalecos estaban esparcidos por el suelo.

«Ya casi estoy allí», se dijo para animarse.

Tenía muchas ganas de quitarse la mochila y sentarse, aunque solo fuera durante el tiempo que durara la reunión. Pasó junto a un grupo de adolescentes, estudiantes de esquí que se reían y bebían chocolate caliente. Unas horas antes, la vida había sido algo muy frágil, metida en una camilla de rescate que colgaba con unos cables de un helicóptero. Pero se dio cuenta de que allí abajo, todo había continuado como de costumbre, como si no pasara nada.

Él prefería estar arriba, en la montaña. No porque le gustara especialmente el peligro o la adrenalina. Era cuidadoso y solo se arriesgaba para ayudar a los demás y salvar vidas.

Vivía de manera muy simple en Hood Hamlet, una pintoresca aldea de inspiración alpina.

El trabajo y la montaña eran lo más importante en su vida. Algunas veces, eran suficiente motivación. Otras veces, se sentía solo y vacío.

Pero en días como ese, recordaba por qué hacía lo que hacía, tanto como médico como socorrista voluntario. Sentía una gran satisfacción.

La misión había sido un éxito y creía que no había nada mejor que eso. Y, teniendo en cuenta la distancia de la caída y las graves lesiones del escalador, creía que había sido un milagro. No uno de Navidad, porque era mayo, pero igualmente asombroso y mágico.

Aunque era médico y más dado a la ciencia que a esas cosas, el año que había pasado en ese pueblo le había abierto la mente. Se había dado cuenta de que había cosas para las que no había una explicación científica. A veces, los pacientes desafiaban su diagnóstico y conseguían recuperarse sin que él pudiera explicar cómo lo habían conseguido.

En cuanto llegó a la mesa, se quitó la mochila y sintió un alivio casi instantáneo. La dejó caer al suelo con gran estruendo y todos lo miraron sobresaltados, pero ya no le importaba nada.

A pesar del cansancio que sentía, creía que nada podría arruinar ese día.

–Buen trabajo allí arriba, doctor –le dijo Bill Paulson mientras le ofrecía una taza de café.

Era otro voluntario del grupo de rescate.

–Has conseguido salvarle la vida a ese hombre –añadió.

Cullen se agachó para aflojarse las botas. Le incomodaba que otras personas halagaran su trabajo, sobre todo si se trataba de un hombre, como Bill, que era socorrista de montaña. No quería esas alabanzas. El resultado de su trabajo, poder salvar vidas, era pago suficiente.

–Me he limitado a hacer mi trabajo.

–Sí, pero en vez de en un quirófano, dentro de una grieta en la montaña –le recordó Paulson mientras levantaba su taza–. A la primera ronda en el bar invito yo.

Después del día que habían tenido, le apetecía mucho tomarse una cerveza con todos ellos.

–De acuerdo –repuso Cullen.

–¿Quieres algo más? –le pregunto Zoe, la bella esposa de Sean Hughes, el jefe del grupo.

–No, gracias –le dijo él mientras dejaba que el calor de la taza de café calentara sus frías manos.

–Bueno, dime si quieres más café –le ofreció Zoe con una gran sonrisa–. He oído que hoy has sido un verdadero héroe allí arriba.

Se sintió incómodo al oírlo. Muchos creían que el rescate en alta montaña era una temeridad, pero era todo lo contrario. La seguridad era siempre una prioridad para ellos.

–Solo he hecho mi trabajo, nada más –repitió Cullen.

–Sean tampoco se ve como un héroe, pero lo sois. Lo que hacéis es un trabajo de héroes.

–¿A que sí? –intervino Paulson–. Por eso ligamos tanto –añadió con un guiño–. Esta noche conseguiremos tantos teléfonos que vamos a necesitar más memoria en nuestros móviles.

El bombero Paulson era un mujeriego. Él, en cambio, no lo era. Había estado viviendo como un monje, pero eso estaba a punto de cambiar. Hasta entonces…

Se quedó mirando el café, tratando de no perderse en sus recuerdos.

Si salía alguna noche era para tomarse una cerveza y comer una hamburguesa, nada más. El resto no le interesaba lo más mínimo. La única mujer que quería no deseaba estar con él y se había dado cuenta de que había llegado el momento de seguir adelante con su vida.

–No me necesitas para conseguir todos esos números de teléfono.

–Es verdad –asintió Paulson–. Pero piensa en lo bien que lo pasaremos juntos.

–Uno de estos días vas a tener que crecer y darte cuenta de que las mujeres no están en este planeta para tu disfrute –le advirtió Zoe.

–No creo que llegue ese día –repuso Paulson con una gran sonrisa.

–Es una lástima, porque el amor puede conquistarlo todo.

–El amor es una porquería –espetó Paulson.

Cullen había estado a punto de decir lo mismo.

–A veces –reconoció Zoe–. Pero otras veces es pura magia.

«Sí, claro», se dijo Cullen tomando otro sorbo de café.

Creía que el amor no hacía otra cosa que llenar la vida de uno de problemas y dolor.

Se terminó el café y Zoe le sirvió otra taza. Llegaron más miembros del equipo de rescate a la cafetería. También entró un hombre que les hizo fotos.

–¿Por qué están tardando tanto? –preguntó Cullen mirando su reloj.

–Hughes debe de estar aún afuera, hablando con los periodistas –le contestó Paulson.

A Cullen no le gustaban demasiado los medios de comunicación, que trataban siempre de dramatizar las misiones de rescate en el monte Hood para hacerlas más atractivas.

–Bueno, mejor que se encargue Hughes de eso –comentó Cullen tomando una galleta.

–Ya verás cuando se entere la prensa de que bajaste por la grieta para atender a ese hombre.

–¿Y si les decimos que fuiste tú? –le planteó Cullen.

–Me parece bien –le dijo Paulson–. Sobre todo si la periodista rubia del Canal Nueve quiere hablar conmigo.

Cullen dio otro mordisco a la galleta. Supuso que las habría hecho Carly Porter. Su marido, Jake, también había participado en la misión y era el dueño de la compañía cervecera local y del bar. En esos momentos, nada le apetecía más que tomarse una pinta de la cerveza dorada de Porter con sus amigos.

El agente de policía Will Townsend se acercó a su mesa y también lo hizo Sean Hughes. Vio que parecían preocupados. Se quedó sin aliento al pensar que iban a decirle que el escalador había muerto o que estaba mucho peor. Era un hombre joven, casado y con dos niños.

–Hola, doctor –le dijo Will–. ¿Tienes el teléfono móvil apagado?

–Me he quedado sin batería –repuso Cullen–. Y por aquí no hay muchos lugares para recargar.

–El caso es que hemos estado tratando de localizarte –le dijo Will.

A Cullen se le hizo un nudo en la garganta.

–¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

–Se trata de Sarah Purcell. Han encontrado tu nombre como persona de contacto en caso de emergencia.

Al oír su nombre, se quedó sin aliento y tiró la taza de café al suelo.

–No te preocupes, yo lo limpio –le dijo Paulson tomando rápidamente un puñado de servilletas.

Cullen se puso en pie y miró al policía.

–¿Qué le ha pasado a Sarah?

–Ha habido un accidente en el monte Baker –le dijo Townsend.

–¿Un accidente? –preguntó Cullen.

–Aún no tenemos muchos detalles, pero parece que Sarah estaba en el cráter cuando se produjo una explosión de vapor. La golpeó una roca y cayó desde bastante altura.

Se quedó sin aliento y sintió que se estremecía. Ni siquiera veía con claridad. Hughes lo sujetó por el brazo para evitar que se cayera.

–Tranquilo, respira hondo –le dijo Paulson.

Sintió que lo sentaban de nuevo en la silla. No podía creerlo.

«Sarah… Por favor, Señor. No, ella no», se dijo a modo de oración.

Sus emociones se arremolinaban en su interior. Estaba muerto de miedo. Pensó en su hermano gemelo, Blaine. Los recuerdos llenaron su cabeza y sintió que se mareaba.

–¿Está…? –preguntó con voz temblorosa.

No entendía qué le ocurría. Después de todo, era médico. La muerte era algo con lo que convivía a diario en el hospital. Pero en ese momento, ni siquiera se atrevía a decir la palabra.

Will se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos.

–Sarah está en un hospital de Seattle –le dijo.

No estaba muerta…Sintió que se le quitaba un inmenso peso de encima y se le llenaron de lágrimas los ojos. Llevaba meses sin verla. Su intención había sido salir de la vida de Sarah y seguir su camino, pero nunca había querido que le pasara nada malo.

Estaba ingresada en uno de los mejores centros del noroeste del país.

Cullen parpadeó y tragó saliva. Tenía que calmarse y tomar una decisión. Él vivía en Hood Hamlet y sabía que Sarah recibiría el mejor tratamiento posible en ese hospital, pero tenía que asegurarse de que era la atención adecuada. Pensó que era un alivio que Seattle estuviera solo a cuatro horas en coche.

Se puso de pie. Estaba cansado, pero tenía que ir.

–Voy para allá –les dijo.

–Espera, no tan rápido –le dijo Hughes–. Nos han estado informando. Sarah está en el quirófano de nuevo.

Apretó con fuerza los puños al oírlo. No le parecía buena señal que ya la hubieran operado más de una vez. Esa cirugía podía significar cualquier cosa. A lo mejor trataban de aliviar la presión sobre el cerebro. Sabía que los volcanes no eran lugares seguros. Ser vulcanóloga había puesto a Sarah en peligro en más de una ocasión, pero hasta entonces se había limitado a tener algún golpe o contusión. Pero eso…

Cullen se pasó la mano por el pelo. Recordó que era médico y que tenía que controlarse.

–¿Os han dado ya algún pronóstico? ¿Qué es exactamente lo que tiene?

Hughes tocó el hombro de Cullen con la compasión de un amigo.

–Está en estado crítico –le dijo su compañero.

No podía creer que, mientras él había estado en la montaña salvando una vida, Sarah había estado luchando por la suya. Estaba muerto de miedo y sintió cierta culpabilidad, algo que le resultaba muy familiar. No había sido capaz de ayudar a Blaine, pero necesitaba estar al lado de Sarah y ayudarla al menos a ella.

Se dio cuenta de que no podía perder más tiempo. Sarah necesitaba a alguien con ella.

–Tengo que irme a Seattle –les dijo mientras agarraba su mochila.

–Johnny Gearhart tiene un avión y Porter ya está hablando con él para arreglarlo todo. Te llevaré en tu coche a casa para que te cambies y hagas la maleta. ¿De acuerdo?

Abrió la boca para protestar. Llevaba poco tiempo viviendo en Hood Hamlet. De vez en cuando, se tomaba alguna cerveza y veía los partidos con esos hombres, pero no confiaba más que en sí mismo y no le gustaba pedir ayuda. Se tragó sus palabras y decidió aceptar lo que le ofrecían de manera tan generosa.

–Gracias –les dijo.

–Para eso estamos los amigos –repuso Hughes–. Venga, vámonos.

Cullen asintió con la cabeza mientras Paulson recogía su equipo e iba tras ellos.

–Entonces, ¿quién es Sarah? ¿Un familiar? ¿Tu hermana? –le preguntó el hombre.

–No –dijo Cullen–. Sarah es mi esposa.

«¿Dónde estoy?», se preguntó Sarah Purcell.

Quería abrir los ojos, pero le daba la impresión de que tenía los párpados pegados. Por mucho que lo intentara, no podía abrirlos. No entendía qué le estaba pasando.

Sintió un fuerte dolor y tardó un minuto o más en darse cuenta de que era la cabeza lo que le dolía. Notó poco después que, aunque el dolor en la cabeza era el más intenso, le dolía todo.

Pero era un dolor lejano, como si no fuera del todo suyo. Había sufrido dolores peores.

Sintió frío por todo el cuerpo y de pronto, mucho calor. Y el aire olía diferente. Sabía que debía estar imaginándolo, pero le daba la impresión de que tenía algo metido en la nariz.

Oyó de repente un pitido electrónico. No reconoció el sonido, pero ese ritmo constante le dio más sueño aún. Decidió que no había motivo alguno para abrir los ojos. No cuando lo que quería era volver a dormirse.

–Sarah.

La voz del hombre atravesó la espesa neblina que rodeaba a su mente. Le sonaba de algo, pero no sabía de qué. No le extrañó. Después de todo, no tenía ni idea de dónde estaba, por qué estaba tan oscuro ni de dónde salía ese pitido.

Tenía muchas preguntas.

Abrió los labios para hablar, para preguntar qué pasaba, pero no le salieron las palabras. Solo un sonido ahogado escapó de su seca garganta. Necesitaba agua.

–Está bien, Sarah –le dijo alguien en un tono tranquilizador–. Te vas a poner bien.

Le alegró que ese hombre lo creyera, ella no estaba segura de nada. No entendía qué podía haberle pasado.

Recordó entonces que las nubes se habían estado moviendo y que un ruido horrible llenó el aire. Hubo una explosión y el terreno se agrietó. Se estremeció cuando recordó el estruendo.

Sintió que una gran mano cubría la de ella. Era una mano cálida y le resultaba tan familiar como la voz. Se preguntó si sería la misma persona. No tenía ni idea, pero la caricia consiguió tranquilizarla. Esperaba poder volver a dormirse.

–Su pulso ha incrementado –dijo el hombre con preocupación–. Y ha separado los labios. Se ha despertado.

Alguien le tocó la frente. No era la misma persona que seguía sin soltarle la mano. Esa tenía la piel lisa y fría.

–Yo no veo ningún cambio –dijo otro hombre–. Lleva aquí mucho tiempo. Tómese un descanso. Vaya a comer fuera del hospital y duerma en una cama de verdad. Lo llamaremos si hay algún cambio.

Pero el primer hombre no soltó su mano e incluso la apretó ligeramente.

–No, no voy a dejar a mi esposa.

Esposa.

La palabra se filtró en su mente hasta que la entendió. Se le vino entonces una imagen a la cabeza. La de sus ojos, tan azules como el cielo. Había hecho que se sintiera como la única mujer en el mundo. No sonreía a menudo. Pero, cuando lo hacía, era una sonrisa generosa que le calentaba el corazón y le había hecho creer que el suyo podía ser un amor para toda la vida.

Pensó en su hermoso rostro, en sus fuertes pómulos, su nariz recta y en el hoyuelo que tenía en la barbilla. Esa cara había estado en todos sus sueños hasta un año antes.

Cullen…

Estaba allí y sintió que una oleada de calor recorría su cuerpo. Había ido a buscarla. Necesitaba abrir los ojos y verlo para asegurarse de que no estaba soñando.

Pero no podía abrir los párpados. Trató de mover los dedos bajo la mano de Cullen, pero no podía. Trató de hablar, pero le fue imposible.

Aun así, se sintió mejor al saber que Cullen estaba allí con ella. Tenía que decírselo, quería que él supiera lo mucho que…

Pero, de repente, recobró el sentido común y se dio cuenta de que Cullen no debería estar allí. Él había estado de acuerdo con que el divorcio era la mejor opción. Ya no vivían en la misma ciudad, ni siquiera en el mismo estado. No entendía por qué estaba allí.

Sarah trató de mover los labios, pero no salió ningún sonido.

–Mire –le dijo Cullen a alguien–. Se está despertando.

–Estaba equivocado, doctor Gray –contestó la otra persona–. Parece muy buena señal.

–Sarah.

Le sorprendió la ansiedad y la preocupación que notó en la voz de Cullen. No lo entendía. Quería pensar que, aunque su matrimonio había fracasado, quizás el tiempo que habían pasado juntos no había sido tan malo como para que Cullen se olvidara de todo.

Necesitaba abrir los ojos para verlo y decirle que…

Usó todas sus fuerzas y apareció una rendija de luz. Era muy brillante, demasiado. Cerró los ojos de nuevo. Empezó a dolerle aún más la cabeza.

–Está bien, Sarah. Estoy aquí –le dijo Cullen–. No voy a irme.

Pero sabía que no era cierto, Cullen la había dejado.

En cuanto hablaron de divorcio, él se había ido de su piso en Seattle. Y, cuando terminó sus prácticas en el hospital, se mudó a Hood Hamlet, en Oregón. Ella había terminado su doctorado en la Universidad de Washington y aceptó después un puesto de postdoctorado con el Instituto Volcánico del monte Baker.

Recordó que había estado desarrollando un programa para instalar sismómetros adicionales en ese monte. Había estado tratando de determinar si el magma subía por el interior y había necesitado más datos. Para obtener la información, tenía que subir al volcán y excavar los sismómetros para recuperar los datos. No habría tenido sentido instalar sondas que proporcionaran datos telemétricos porque eran caras y no iban a aguantar las duras condiciones cerca del cráter del volcán.

Había estado cerca del cráter para descargar los datos de los aparatos de medición a su ordenador portátil y enterrar de nuevo el sismómetro. Lo había hecho. Eso era al menos lo que recordaba. Se había producido una explosión y el aire olía a azufre, apenas podía respirar. No recordaba si le había dado tiempo a recuperar los datos o no.

Oyó más pitidos y otras máquinas a su alrededor. Tenía la mente en blanco. El dolor se intensificó, era como si alguien hubiera subido el volumen de un televisor y no pudiera bajarlo.

–Sarah –le dijo él–. Trata de relajarte.

Pero no podía hacerlo, tenía demasiadas preguntas.

–Tienes mucho dolor –adivinó Cullen.

Asintió con la cabeza. Le costaba respirar. Era como si una roca gigante presionara su pecho.

–¡Doctor Marshall!

La urgencia en la voz de Cullen no hizo sino intranquilizarla más aún. Necesitaba aire.

–Estoy en ello, doctor Gray –repuso el otro hombre.

Algo zumbó. Oyó pasos y otras personas a su alrededor. Movieron su cama. Había otras voces, pero no podía oír lo que decían. Abrió la boca para respirar, pero apenas le llegaba oxígeno.

De repente, el temor se disipó y también el dolor. Se preguntó si Cullen le habría quitado la roca que había estado sintiendo sobre su pecho. Recordó lo bien que solía cuidar de ella. Lamentó que no hubiera sido también capaz de amarla como ella necesitaba ser querida.

Se sintió de repente como si flotara, como si fuera un globo lleno de helio. Subía hacia arriba, hacia las nubes blancas. Pero no quería irse todavía, no hasta que…

–Cullen… –murmuró.

–Estoy aquí, Sarah –le dijo al oído–. No me voy a ninguna parte, te lo prometo.

«Me lo promete», se dijo.

También se habían prometido amarse y respetarse hasta que la muerte los separara, pero Cullen la había dejado poco a poco, dedicándose por completo a un trabajo que lo consumía.

Le había parecido un hombre muy estable que la apoyaba en todo, pero había resultado ser un marido cerrado que no expresaba nunca sus sentimientos. Aun así, habían compartido momentos maravillosos. Habían vivido en Seattle un año lleno de excursiones, risas y amor. Pero al final, nada de eso había importado. Ella había mencionado la posibilidad de divorciarse como una excusa para que hablaran de su matrimonio. Pero Cullen se había limitado a decirle que le parecía buena idea y que se arrepentía de haberse casado de manera apresurada con ella. No había querido luchar por su relación y había sido el primero en abandonar el barco.

Por eso no podía creer Cullen le acabara de prometer que iba a quedarse a su lado. Sabía que al final se iría de nuevo, dejándola sola con los recuerdos y una alianza de oro.

Y saber que iba a ocurrir le producía un dolor mucho más profundo y desgarrador que cualquier dolor físico que pudiera sentir en su cuerpo.

Una parte de ella deseaba que Cullen permaneciera a su lado. Había soñado con que su boda hubiera sido algo más que unas palabras que intercambiaron frente a un tipo vestido como Elvis Presley. Una parte de ella deseaba que hubiera habido amor verdadero entre ellos. Pero se había dado cuenta de que era mejor no soñar con imposibles. Nada duraba y nadie se quedaba a su lado, aunque prometieran hacerlo.

No te alejes de mí - Innegable atracción

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