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Capítulo 2

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CULLEN había perdido la noción del tiempo sentado al lado de Sarah en el hospital.

Sus amigos de Hood Hamlet habían estado pendientes de él en todo momento, con llamadas y mensajes. Su familia se había ofrecido a ir, pero él les había dicho que no era necesario. Creía que no necesitaban más dolor en sus vidas.

Esa pequeña habitación se había convertido en su mundo. Solo salía para bajar a la cafetería y para pasar unas horas cada noche en un hotel cercano. Su mundo giraba en torno a esa mujer.

Todo era muy raro. Seguía casado con Sarah, pero había dejado de ser su esposa hacía ya casi un año. En Hood Hamlet, no le había hablado de ella a nadie, al menos hasta el accidente.

Se levantó de la silla. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan inquieto.

No sabía por qué. Sarah ya no estaba tan grave. Los antibióticos habían logrado curar una infección inesperada y ya no tenía fiebre. Le habían retirado la sonda nasogástrica de la nariz y los cortes que tenía empezaban a cicatrizar, igual que las incisiones de las operaciones. Incluso la lesión que tenía en la cabeza había ido a menos.

Le daba la impresión de que lo que había pasado era una señal de que debían hablar y aclarar las cosas. Quería poder cerrar ese capítulo en su vida.

La mujer que yacía en la cama de ese hospital no se parecía en nada a la bella escaladora que había conocido en el Red Rock, un festival anual de escalada que se celebraba cerca de Las Vegas, donde se habían casado dos días después.

Quería que esa Sarah herida reemplazara en su corazón, o en su cabeza, la imagen que tenía de ella. La de una joven con largo cabello castaño, ojos verdes, una sonrisa deslumbrante y una risa contagiosa. No había podido librarse tampoco del recuerdo de sus besos ardientes y las noches apasionadas que habían compartido. Al principio había sido muy excitante, pero no había tardado en arrepentirse. No tenía siquiera la excusa de haber estado borracho cuando se casaron en Las Vegas. Había estado de algún modo embriagado, pero de ella, no de alcohol.

Había tratado de olvidarla, pero pensaba continuamente en ella. Creía que todo se solucionaría cuando por fin fuera oficial su divorcio.

Vio que la mano izquierda de Sarah se había deslizado y volvió a colocársela con cuidado sobre el colchón. Su piel estaba fría. Tiró de la manta y la arropó, para que no se enfriara más.

Sarah no se movió. Estaba inerte, durmiendo plácidamente. Nunca habría imaginado tener que usar palabras como esas para describirla. Sarah era apasionada, impulsiva y aventurera.

El silencio en esa habitación fue lo que lo empujó a pasar a la acción. No bastaba con mirarla, no era bueno que durmiera tanto. Tenía que hacer algo.

–Es hora de despertarse, Chica Volcán –le dijo.

Se le hizo un nudo al usar su apodo. Le había gustado bromear a costa de su trabajo como vulcanóloga hasta que se dio cuenta de que amaba esas rocas fundidas más que a él.

–Despierta –intentó de nuevo.

Pero Sarah no se movió. No era de extrañar, estaba tomando calmantes muy fuertes.

–He estado pensando mucho en ti –le dijo.

Era difícil hablarle, no sabía qué decir. Se sentía muy resentido y decidió concentrarse en el principio de su relación, en la parte bonita.

–¿Recuerdas esa primera noche en Las Vegas? Querías que nos hiciéramos una foto frente a las máquinas tragaperras y lo conseguimos, pero nos echaron del casino. Tus bonitos ojos verdes estaban llenos de picardía. Te gustaban mucho esas travesuras…

Sarah había conseguido hechizarlo y transportarlo a una época de su vida llena de libertad y diversión, como cuando Blaine y él habían sido dos jóvenes impulsivos y temerarios.

–Y entonces me besaste.

Sarah había conseguido cambiar en un instante todos sus planes. A partir de ese momento, no había sido capaz de pensar con claridad. Y no le había importado. Había sido una aventura.

–Fue la noche siguiente cuando pasamos junto a la capilla Felices Para Siempre. Me retaste riendo a que entráramos e hiciéramos por fin oficial nuestra relación.

Sarah le había dicho que así él no iba a poder olvidarse de ella cuando regresara a Seattle y que tampoco podría dejarla plantada en el altar después de años de relación y muchos meses planeando su gran boda.

Cullen le había prometido que nunca podría dejarla de esa manera.

Y el cariño que había visto en los ojos de Sarah le impidió pensar con claridad. Por primera vez desde que su hermano Blaine se metiera en las drogas, Cullen se había sentido completo de nuevo, como si hubiera encontrado en ella la pieza que le faltaba desde la muerte de su hermano gemelo.

–No podía dejar que te escaparas –le dijo entonces.

Cullen había tomado su mano y había ido hacia la capilla. Olvidó por completo que se había prometido no volver a tomar decisiones arriesgadas. No sopesó las probabilidades ni consideró las consecuencias de casarse con una mujer a la que apenas conocía.

No había querido dejarse llevar por el sentido cuando Sarah había hecho que se sintiera completo, cuando había pensado que nunca iba a volver a sentirse así.

Media hora más tarde, salieron con alianzas a juego y un certificado de matrimonio.

No había dejado de lamentarlo desde entonces.

Durante las últimas navidades, había sido duro ver tan felices a los amigos con sus parejas. Se había sentido más solo que nunca.

Pero seguía casado con esa mujer, por eso estaba allí. Eran marido y mujer hasta que un juez declarara lo contrario. Estaba deseando volver a ser libre y poner su vida en orden.

De lo único que estaba seguro era que no iba a volver a casarse.

Al menos tenía un amigo con el que compartir su situación. Paulson era un solterón empedernido.

Pero hasta que el divorcio fuera definitivo, seguía atado a una mujer que no se cansaba nunca de hablar ni de hacerle preguntas, siempre empeñada en descubrir lo que sentía.

«Después del divorcio, todo será mejor», se dijo una vez más.

Se sentó junta a Sarah en la cama. Quería odiarla, pero no podía, no al verla tan frágil.

–Tienes los labios muy secos.

Tomó un tubo de la mesita y le pasó un poco de bálsamo por sus agrietados labios.

–¿Mejor?

Mientras ponía de nuevo el tubo en la mesita, le pareció percibir un leve movimiento. La manta se había deslizado. Había movido de nuevo el brazo izquierdo.

–¡Sarah!

Ella parpadeó. Una vez, dos veces. Se abrieron entonces sus ojos y lo miraron.

–¿Todavía estás aquí? –le preguntó Sarah con sorpresa y alivio a la vez.

–Ya te dije que no me iba a ninguna parte.

Ella tomó su mano y la apretó.

–Pero lo hiciste.

Sintió cómo el calor emanaba del punto donde se unían sus manos y no pudo evitar estremecerse. Suponía que no tardaría en soltarlo, pero no lo hizo. Se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos y las comisuras de sus labios se curvaron en una tímida sonrisa.

Trató de recordar que aquello no era importante, que lo tocaba con cariño y agradecimientos, pero no podía ignorar el hormigueo que sentía por el cuerpo. Era muy agradable. Demasiado.

–¿Tienes sed? –le preguntó apartando la mano.

–Sí, agua, por favor.

Apretó un botón en la cama para levantar la cabecera. Tomó un vaso de agua de la mesita y se lo llevó a la boca. Colocó la pajita sobre su labio inferior para que pudiera beber. A pesar del bálsamo que acababa de aplicarle, sus labios seguían muy secos. No pudo evitar pensar en lo suaves y dulces que sabían cuando la besaba.

Pero sabía que no era el momento para pensar en esas cosas. Porque no iba a haber ningún beso más, por mucho que hubiera disfrutado de ellos en el pasado.

–Bebe lentamente –le advirtió él.

Sarah hizo lo que le pedía.

–¿Dónde estoy? –le preguntó después–. ¿Qué ha pasado?

Le despertó mucha ternura su ronquera. Agarró el vaso de agua para resistir la tentación de apartarle el pelo de la cara.

–Estás en un hospital de Seattle. Hubo una explosión de vapor en el cráter del Baker. Te golpeó una roca y te caíste.

–¿Continuó la explosión de vapor durante mucho tiempo? –le preguntó Sarah.

–No –le dijo él–. Pero hablé con Tucker Samson, que me dijo que era tu jefe, y cree que puede ser una señal de que pronto se producirá una erupción más importante.

Vio cómo fruncía el ceño por debajo de la venda que tenía en la frente.

–La verdad es que apenas recuerdo nada…

–Es normal. Sufriste una conmoción cerebral, pero ya estás mejor.

Vio que sus palabras no habían conseguido tranquilizarla, había pánico en sus ojos.

–No estaba allí arriba sola, estaba con…

–Otras dos personas también resultaron heridas, pero ya han sido dadas de alta. Tú te llevaste la peor parte. Caíste a una distancia considerable cuando te golpeó esa roca.

Ya no le resultaba tan difícil pronunciar esas palabras, pero la imagen de Sarah cuando la vio por primera vez en el hospital lo perseguía. Se había sentido tan impotente como cuando había tratado de ayudar a Blaine, que lo culpaba de su adicción a las drogas, y de cuando intentó revivirlo cuando una sobredosis le produjo un paro cardíaco. Había sido difícil tener que ver cómo otros se encargaban de ayudar a Sarah.

–Supongo que por eso me siento como si hubiera participado en un combate de boxeo –le dijo.

Vio que no había perdido su sentido del humor. Eso y su inteligencia habían sido dos de las características más atractivas de Sarah. Además de su bello cuerpo.

–Bebe más –le pidió acercándole la pajita y el vaso.

–Ya es suficiente. Gracias –repuso ella después.

–Te vendrá bien chupar trocitos de hielo para hidratar la garganta. ¿Tienes hambre?

–No –contestó ella–. ¿Debería tenerla?

No parecía la misma mujer fuerte e independiente con la que se había casado. La vulnerabilidad que reflejaban su mirada y su voz hizo que le diera un vuelco el corazón. Le entraron ganas de abrazarla hasta que se sintiera mejor y desapareciera esa incertidumbre de su voz. Pero sabía que no era buena idea tocarla, aunque fuera solo por compasión.

–Seguro que recuperas pronto el apetito.

–Supongo que a mi apetito no le gusta la comida de hospital –le dijo ella sonriendo.

–Es que tu apetito es muy listo.

Sarah sonrió de nuevo y él le devolvió el mismo gesto. Pensó que esa conversación estaba yendo mucho mejor de lo que había imaginado.

–Te traeré a escondidas comida de verdad, no te preocupes.

–Sé que debo comer, aunque no tenga ganas. Tengo trabajo pendiente en el instituto.

Sus palabras lo dejaron sin aliento y recordó entonces que Sarah era, por encima de todo, una científica. El estudio de los volcanes no era un trabajo para ella, sino una pasión. Le habría gustado que pusiera el mismo esfuerzo en sus relaciones personales. Y en él.

–No hace falta que vayas, otros pueden analizar los datos. Ahora tienes que recuperarte.

–Pero me necesitan. Y son mis sismómetros los que están allí arriba –protestó Sarah.

–¿Son tuyos?

–Bueno, no. Los compramos gracias a una donación, pero los datos… ¿Se ha dañado el equipo?

–Tucker me dijo que pudieron recuperarlo y están analizando los datos del ordenador portátil.

–¡Menos mal! ¿Cuándo podré salir de aquí? Creo que podemos utilizar los datos para averiguar lo que va a pasar en el volcán. Si podemos predecir una erupción con éxito, se podrá utilizar el mismo proceso con otros volcanes y salvar muchas vidas.

Le gustaba ver la pasión con la que hablaba de su trabajo. A él le pasaba lo mismo, pero tenía que decirle la verdad.

–La conmoción cerebral es una de tus muchas lesiones.

Sarah se miró a sí misma y se fijó en la escayola del brazo.

–Puedo subir al Baker con el brazo en cabestrillo –le aseguró Sarah.

–¿Y qué harías si te resbalaras? Ya es bastante difícil tu trabajo como para hacerlo con una sola mano. Y también has sufrido lesiones internas, como un pulmón colapsado, algunas costillas rotas y contusiones. Por no hablar de que has tenido que pasar por dos operaciones.

–¿Dos operaciones?

–Sí, te han tenido que poner un clavo en el brazo derecho y ya no tienes bazo.

Sarah abrió sorprendida la boca, pero no tardó en recuperarse.

–Bueno, pero el bazo no es necesario, ¿verdad?

Suspiró con frustración. Lamentaba que Sarah no fuera una de esas científicas que trabajaban en un laboratorio del que nunca salían.

–Sí, se puede sobrevivir sin él.

–¡Qué alivio! –exclamó Sarah–. ¿Cuándo podré volver al trabajo? ¿La semana que viene?

–Eso tendrás que preguntárselo a tu médico.

–Pero tú eres médico.

–Sí, pero no el tuyo.

–Pero seguro que tienes una idea aproximada.

Sarah tenía razón, pero estaba allí para apoyarla, aunque ya no formara parte de su vida. Le había sorprendido descubrir que era su único contacto en caso de emergencia. Recordó que alguna vez le había mencionado a sus padres. Al parecer, ya no formaban parte de su vida.

–Tardarás en recuperarte más de lo que crees –le dijo él finalmente.

–Bueno, supongo que será mejor que se lo pregunte a mi médico.

–Y cuando te lo diga… –comenzó él.

–Te irás –lo interrumpió Sarah.

–Sí, pero no hasta que te den el alta.

–Gracias por estar aquí –le dijo Sarah–. Supongo que he echado a perder tu agenda y tu trabajo.

–Eso no importa –le aseguró él muy conmovido por sus palabras.

Sarah lo miró a los ojos con una intensidad que conocía muy bien. Tenía un aspecto magullado y débil, pero la inteligencia y la fuerza brillaban en sus ojos como lo habían hecho siempre.

–Tu horario y tu agenda son muy importantes, siempre lo han sido –le respondió ella.

–Sí, pero no quiero que estés sola –le dijo con sinceridad–. Sigues siendo mi esposa.

–Por mi culpa, lo sé –susurró ella–. He estado tan ocupada en el instituto que nunca encontraba tiempo para rellenar los papeles del divorcio. Lo siento. Lo haré en cuanto pueda.

–No es necesario –le dijo Cullen.

–¿Qué quieres decir? –le preguntó Sarah.

Una parte de él quería vengarse de ella y hacerle tanto daño como le había hecho a él. Recordaba perfectamente sus palabras.

–Eres estupendo y serás un marido fantástico para alguna otra mujer, pero sabes que lo de casarnos fue algo impulsivo. Actué precipitadamente y no pensé en lo que sería mejor para ti. Yo no soy esa persona. Te mereces una esposa que pueda darte lo que quieres –le había dicho.

No conseguía olvidar esas palabras, había sido muy duro superarlo.

–Como estabas ocupada, empecé los trámites de nuevo cuando me establecí en Oregón.

–¡Ah! –repuso ella sin dejar de mirarlo–. De acuerdo. Está bien.

Él no sentía que estuviera bien, todo lo contrario. Tenía un nudo en la garganta. Había llegado a planear su futuro juntos. Una casa, mascotas, niños. Pero todo había cambiado.

–Voy a ver si encuentro a tu médico para que nos diga cuándo te pueden dar el alta.

–¿Puedo levantarme para ir al baño? –le preguntó Sarah antes de que saliera.

Cullen se detuvo, maldiciendo entre dientes. Tenía que ayudar a Sarah. Pero lo último que quería era tocarla. Respiró profundamente y la miró por encima del hombro.

–Sí, pero no puedes hacerlo sola. Avisaré a una enfermera para que venga a ayudarte.

Salió deprisa de la habitación. Necesitaba poner cierta distancia entre Sarah y él.

Pensaba que era que mejor que fuera una enfermera quien la ayudara y creía que lo mejor que podía hacer era mantener las distancias con Sarah hasta que le dieran el alta.

Sarah se lavó las manos en el lavabo. Natalie, una enfermera, no se había alejado de su lado.

–Después de una operación y con el uso de analgésicos, lo normal es que el cuerpo tarde un tiempo en regularse, pero lo estás haciendo muy bien, Sarah –le dijo animada la joven.

No pudo evitar sonrojarse. No estaba acostumbrada a que la felicitaran por ir al baño. Al menos Natalie le había dado un poco de intimidad y era mejor que tener que permitir que la ayudara Cullen, aunque sabía que estaba al otro lado de la puerta.

«No pienses en él», se dijo.

Se secó despacio las manos. Todo lo que hacía le costaba mucho esfuerzo y dolor.

–Gracias. No estoy acostumbrada a que mis visitas al baño sean todo un acontecimiento.

–No te avergüences. Esto no es nada comparado con un parto –respondió Natalie–. En esa situación se pierde toda la vergüenza.

Sarah no podía ni quería imaginarse en esa situación. No tenía intención de volver a casarse y dudaba que llegara a tener hijos. No era como Cullen, creía que él sí sería un buen padre…

Sintió de repente un dolor profundo en su vientre, le costaba respirar. Supuso que sería su incisión en el estómago o tal vez las costillas. Se apoyó en el lavabo.

–Siéntate en el inodoro –le dijo Natalie.

Sonó un golpe en la puerta.

–¿Necesitáis ayuda? –les preguntó Cullen

–No, estoy bien –repuso Sarah enderezándose.

–Volvamos a la cama antes de que el doctor Gray me riña por tenerte tanto tiempo en pie. Los maridos médicos son los peores, creen saber qué es lo mejor para sus esposas.

Pensó que quizás fuera así con algunos médicos, pero no con Cullen. Él la miraba como si quisiera salir corriendo de allí y lo entendía. Esa situación era incómoda para los dos.

Natalie abrió la puerta del cuarto de baño

–Aquí está, doctor Gray –anunció la enfermera.

Sarah salió como pudo del baño. Le costaba mucho dar cada paso. Sentía dolor, opresión en el pecho, náuseas…

Cullen abrió los brazos un poco, como si quisiera ayudarla, pero sin acercarse. Vio que tenía ojeras y supuso que no habría dormido mucho, pero seguía siendo el hombre más guapo que había visto en su vida y eso le molestó. No debía pensar esas cosas de su futuro exmarido y pensó que quizás estuviera así por efecto de los analgésicos.

–Ahora estás caminando mejor –le dijo Cullen con entusiasmo.

Sin saber por qué, le gustó que se lo dijera.

–Deberíais dar un paseo por el pasillo –les sugirió la enfermera–. Necesita algo de ejercicio.

Le encantó la idea, estaba deseando salir de esa habitación, pero vio que Cullen apretaba los labios. No parecía agradarle tener que ir a ningún sitio con ella.

No pudo evitar sentirse decepcionada, aunque lo entendía. Ella le había hecho daño al sugerir que se divorciaran y no parecía darse cuenta de que también Cullen la había hecho sufrir al no permitir que lo conociera de verdad. Creía que ese paso había sido una buena idea para evitarles a los dos más sufrimiento en el futuro.

–Sí, deberías dar al menos un par de paseos al día –le dijo Cullen.

Sabía que lo decía porque era médico, pero ya había hecho demasiado por ella y no podía obligarlo a que la acompañara.

–Daré una vuelta por la habitación. Este camisón no está hecho para andar en público. De otro modo, les enseñaré el trasero a toda la planta –les dijo ella.

–No creo que nadie se quejara –bromeó Cullen–. Y menos aún Elmer, el paciente de ochenta y cuatro años que tiene la habitación cerca de aquí.

Natalie se echó a reír.

–Sí, es verdad. Elmer te lo agradecería. Es un viejo verde –comentó la enfermera–. Y seguro que tampoco te importaría a ti, doctor Gray.

–Bueno, Sarah es mi esposa –repuso Cullen mientras le hacía un guiño a la enfermera.

Sarah lo miró estupefacta. Legalmente, seguían estando casados, pero sabía que Cullen quería el divorcio tanto como ella. No entendía por qué bromeaba como si todavía estuvieran juntos.

Cullen fue al armario y sacó algo de allí.

–Y como no quiero que ningún otro hombre la mire, le he comprado esto –les anunció.

Sarah no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.

–¿El qué?

Cullen sacó algo naranja de una bolsa.

–Esto es para ti.

Ella miró la bata con incredulidad.

–Espero que el naranja siga siendo tu color favorito –le dijo Cullen.

–Lo es –repuso conmovida al ver que lo recordaba–. Muchas… Muchas gracias.

Era un detalle inesperado y muy dulce. No pudo evitar sonrojarse.

–Así tu trasero estará cubierto y no tendré que pegarme con nadie –le dijo Cullen mientras la ayudaba a ponerse la bata.

Metió su brazo izquierdo por la manga y la colgó del hombro derecho.

Ya se había sentido agradecida con él al ver que había seguido a su lado en el hospital, pero su compañía era suficiente. No había esperado que le comprara nada y lo de esa bata había sido un detalle precioso.

–Bueno, ya estás lista.

Pero no lo estaba. Se sentía mareada y tenía escalofríos por todo el cuerpo, pero creía que no tenía nada que ver con su accidente, sino con el hombre que tenía de pie junto a ella.

–Vamos –la alentó Natalie–. Puedes hacerlo.

Pero Sarah no se veía capaz. Cullen extendió el brazo hacia ella y Sarah aceptó su mano con recelo. Como si no supiera si tocarlo iba a hacerle daño. Entrelazaron sus dedos y sintió un hormigueo por todo el brazo.

–No permitiré que te caigas –le dijo Cullen con seguridad.

Sarah sabía que él la sujetaría si su cuerpo se tambaleaba y caía, pero no creía que pudiera hacer nada por salvarla si era su corazón el que volvía a caer en las redes de ese hombre.

No te alejes de mí - Innegable atracción

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