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Capítulo 4

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CULLEN tenía muy claros sus objetivos. Tenía que llevar a Sarah a su casa, conseguir que se recuperara lo antes posible y acompañarla después de vuelta a su piso y su vida.

Mientras conducía por la autopista, trató de concentrarse en la carretera e ignorar a la mujer que estaba sentada a su lado. No era nada fácil, lo envolvía el dulce aroma floral de su champú. Agarró con fuerza el volante y se centró en la conducción.

Pocos minutos después, aceleró para adelantar a un camión y luchó para controlar el impulso de mirarla de reojo. Creía que era mucho más seguro fijarse solo en la carretera.

–Ni siquiera has probado tu batido –le dijo Sarah entonces.

Sus conversaciones habían sido tan difíciles e incomodas durante las cuatro horas que llevaban de viaje que soñaba con poder tener el poder de transportarlos mágicamente a los dos a su cabaña. Creía que el silencio, por incómodo que fuera, era mucho mejor.

–No tengo sed –le contestó él.

–Pues tú te lo pierdes, mi batido de chocolate está buenísimo. Gracias por sugerirme que paráramos –le dijo Sarah.

Esos descansos le permitían a su compañera de viaje estirar las piernas y cambiar de posición, pero también había agregado más tiempo al trayecto.

–Tenías que andar un poco.

Y también él necesitaba salir del coche de vez en cuando. Era un espacio demasiado pequeño.

–Si has cambiado de opinión y prefieres el de chocolate, podemos negociar –le ofreció Sarah mientras tendía el vaso hacia él–. Me gusta la vainilla.

Recordó entonces otros viajes como ese. Solían parar de vez en cuando para comprar batidos y también para hacer el amor en el coche. Pero sabía que no era buena idea pensar en ello.

–No, gracias –le contestó él apretando con más fuerza aún el volante.

–Como quieras, pero estoy dispuesta a compartir.

Vio de reojo cómo tomaba en sus labios la pajita y bebía un sorbo de batido.

Su entrepierna reaccionó al instante. Le hervía la sangre y le sudaban las palmas de las manos.

Necesitaba refrescarse y pensar en otra cosa.

–Me gusta el mío –le dijo mientras probaba su batido.

Se sintió un poco mejor, pero no podía ignorar su presencia ni cómo lo miraba Sarah de reojo. Esa mujer le atraía como ninguna y no había nada que pudiera hacer para evitarlo. Estaba perdido. Sarah había cambiado su vida por completo y había conseguido sacar de él su lado más imprudente e impulsivo. La parte que había enterrado cuando murió su hermano.

Echaba mucho de menos el sexo, pero sabía que podía sobrevivir sin ella. Había decidido que el celibato era su mejor opción por el momento. Blaine se había perdido en el mundo de las drogas y él había comprobado por sí mismo cómo era perder el control con Sarah. No pensaba volver a caer en sus redes, eso lo tenía muy claro.

–¿Queda mucho para Hood Hamlet? –le preguntó Sarah.

–No, solo unos veinticinco minutos si no hay mucho tráfico.

–¡Vaya! No esperaba una respuesta tan precisa.

–Es que voy por esta carretera al hospital.

–Trabajas en Portland, ¿verdad? –le preguntó ella.

–Sí, en Gresham. Al noreste de la ciudad.

–Está bastante lejos.

–Sí, pero no tengo que ir todos los días. Son turnos de doce horas cada uno –le recordó él.

–Aun así, es mucho tiempo al volante –insistió Sarah–. ¿Por qué vives tan lejos?

–Me gusta Hood Hamlet. Es un sitio con mucho encanto.

–Pero tú nunca te has dejado engañar por esas cosas –le dijo ella–. Recuerdo muy bien lo que te pareció Leavenworth, una trampa para turistas de inspiración bávara.

Sonrió al recordar su visita al pequeño pueblo al este de las montañas Cascades.

–Me gustaba escalar en esa zona, pero Hood Hamlet es diferente. Tiene algo casi mágico.

–¿Qué? –le dijo Sarah riendo–. ¿Desde cuándo crees en la magia?

Entendía su incredulidad. Tras la muerte de Blaine, había dejado de creer en cualquier tipo de magia. No creía en nada que no pudiera ver o tocar. Durante los últimos años, solo había tenido una cosa en su vida que había desafiado por completo la razón, su relación con Sarah.

–Es difícil no creer en la magia cuando estás allí. Y no soy el único que lo siente.

–Deben de haber puesto algo en el agua –bromeó Sarah.

–Puede que tengas razón.

–Bueno. Sea lo que sea, espero que no sea contagioso –comentó Sarah.

–Mientras no entre en erupción el monte Hood, creo que serás inmune a sus encantos.

Había esperado que ella lo contradijera, aunque solo fuera para discutir con él, pero no lo hizo.

–¿Qué más hace que ese pueblo sea tan mágico? –le preguntó Sarah.

–La gente. Forman una comunidad extraordinaria.

Era algo de lo que había sido especialmente consciente tras el accidente de Sarah.

–Son muy acogedores con los que vienen de fuera. Por eso me mudé a este pueblo –le confesó–. Vine hasta el monte Hood un día y comí en la cervecería local. Fue entonces cuando conocí al propietario, Jake Porter. Cuando se enteró de que había trabajado con el equipo de rescate en Seattle, me habló de su unidad local. Me invitó a escalar con él y lo hicimos. Así conocí a otras personas. Me comentaron que se alquilaba una cabaña y poco después estaba firmando el contrato de alquiler para un año.

–Un año es todo un compromiso, yo prefiero renovar el contrato de mi piso cada mes.

–Siempre te gusta tener disponible una ruta de escape, ya me había dado cuenta –le dijo él.

–Es que yo prefiero no meterme en una situación en la que me pueda ver atrapada.

–Pero a lo mejor hay alguien en esa situación que te pueda ayudar a escapar.

–Prefiero no tener que verme así por si en el momento crítico no están –contestó Sarah.

Le sorprendió verla tan amargada y esperaba que no estuviera así por culpa de su separación.

–La gente puede sorprenderte.

–Sí, lo sé. Normalmente me sorprenden, pero no de la manera que espero.

No estaba seguro de lo que quería decir, pero sintió que acababa de darle una puñalada.

–¿Hablas también de mí? –le preguntó en voz baja.

–Sí.

Su respuesta fue un cuchillo que atravesó su corazón. No debería haberle sorprendido. Sarah era impulsiva, impaciente y con tendencia a entrar en erupción, como los volcanes que tanto le gustaban. Había tratado de cuidar de ella durante su matrimonio, pero Sarah lo había rechazado. Había tratado de hacerla feliz, pero nunca parecía terminar de estarlo.

Se había dado cuenta de que era muy parecida a Blaine.

–¿No vas a darme más detalles?

–Te has portado muy bien conmigo desde el accidente –le dijo ella con gratitud–. No lo esperaba.

–Bueno, las parejas en nuestra situación pueden llegar a tener una buena relación.

–Sí, supongo. Sobre todo cuando tenemos claro que los dos queremos el divorcio.

El cuchillo se hundió un poco más en su corazón.

–Claro –masculló entre dientes.

Sonaba en la radio una alegre canción que contrastaba con lo que estaba sintiendo en esos momentos. Le costó contenerse para no apagarla y detener la música.

–Me alegra que hayas encontrado un sitio donde te encuentras tan bien –le dijo Sarah.

–Hood Hamlet es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.

Recordó la lista que había elaborado de lugares en los que podrían vivir después de terminar sus prácticas. Portland había sido una de las mejores opciones porque tenía el observatorio vulcanológico del monte Cascades. De haber seguido juntos, no estaría en Hood Hamlet.

–El único inconveniente es que la gente es un poco entrometida –le dijo él.

–Típico de los pueblos pequeños.

–A veces me olvido de lo pequeño que es.

–Entonces, ¿van a hablar de nosotros? –le preguntó Sarah.

Él respiró hondo y exhaló lentamente antes de contestar.

–Ya lo hacen.

–¿Por qué?

Cullen lamentó habérselo dicho.

–Nadie sabía que estaba casado hasta tu accidente.

Vio de reojo que Sarah abría la boca sorprendida.

–¿Por qué no se lo habías dicho?

–Bueno, no se lo dije a nadie porque ya no eras parte de mi vida y podía mudarme a Hood Hamlet y hacer borrón y cuenta nueva.

Vio que estaba pálida y que parecía dolida.

–¿Les hiciste creer que estabas soltero?

–Bueno, la verdad es que no es algo que planeé, surgió así –repuso él a la defensiva–. Y no me mires como si yo fuera el malo de la película. Después de todo, fuiste tú la que sugirió que nos divorciáramos.

–Es cierto, pero tú estuviste de acuerdo –replicó Sarah–. Yo no fui la que me mudé a otro estado ni actué como si estuviera soltera.

–Yo tampoco actúo de esa manera.

–No, por supuesto que no –le dijo ella con incredulidad.

–No lo he hecho.

La reacción de Sarah lo estaba sorprendiendo. Habían estado separados y llevaban casi un año sin verse. El divorcio no iba a ser más que una mera formalidad.

–¿Qué iba a pensar la gente? Me fui a vivir solo a Hood Hamlet y no llevo alianza. Nadie me preguntó si estaba casado y no encontré ninguna razón para decírselo.

–¿Y si hubieran preguntado? ¿Se lo habrías dicho?

–Sí, supongo que les habría dicho la verdad.

–No me extraña que la gente esté hablando de nosotros.

–Algunos de mis amigos estuvieron conmigo mientras estuviste en la UCI y me hicieron algunas preguntas, claro.

–¿Qué saben tus amigos de nuestra situación?

–No mucho.

–Cullen…

Notó que parecía más enfadada que herida, pero no sabía si eso era mejor o peor.

–Saben que llevamos casi un año separados, pero que ahora estamos juntos.

Ella lo miró alarmada.

–¿Juntos?

–Sí, hasta que te recuperes –le aclaró.

–Bueno, espero que no tarde mucho en hacerlo para que puedas seguir con tu nueva vida en Hood Hamlet y yo pueda volver al monte Baker.

Cullen suspiró al ver que al menos estaban de acuerdo en algo.

–Yo también espero que te recuperes pronto, pero no conviene adelantar acontecimientos, tienes que ir poco a poco, día a día hasta verte con fuerzas.

Y sabía que entonces los dos podrían seguir adelante con sus vidas y por separado.

Estaba deseando que llegara ese día.

Sarah estaba deseando llegar a Hood Hamlet. El viaje en coche había sido incómodo y doloroso para sus heridas y también para su corazón. No podía cambiar lo que había sucedido con Cullen. Solo podía aprender de sus errores y seguir adelante con su vida. Sabía que eso era lo que tenía que hacer. De hecho, ya debería haberlo hecho.

Se fijó en el paisaje. La carretera subía sinuosa hacia el monte Hood, era una vista preciosa. El verde oscuro de los pinos contrastaba con el cielo azul. Era impresionante, pero no podía quitarse la imagen de Cullen de la cabeza.

Se había afeitado antes de salir, pero seguía siendo muy atractivo sin esa incipiente y sexy barba de tres días. Lo miró de reojo. Se conocía ese perfil de memoria. Unas espesas y oscuras pestañas rodeaban sus cálidos ojos azules y tenía unos maravillosos y gruesos labios. Recordaba perfectamente sus besos, pero todo eso formaba parte del pasado.

Sonaba una balada en la radio. La letra hablaba de la angustia y de la soledad, dos cosas de las que sabía mucho, pero estaba convencida de que Cullen y ella estaban mejor separados. Él había encontrado un lugar en el que era feliz y lo envidiaba. Creía que ella nunca iba a encontrar su verdadero hogar, se había pasado toda su vida buscando ese refugio.

Después de pasar la infancia yendo de la casa de su madre a la de su padre, como si fuera un perro apestoso que nadie quería, no necesitaba demasiado. Nada grande ni lujoso, solo un lugar que pudiera ser su hogar, un sitio donde se sintiera amada.

Había creído encontrarlo con Cullen, pero se había equivocado. Después de unos meses de matrimonio se había dado cuenta de que las cosas no iban bien y había decidido tomar las riendas y salir de esa situación antes de que volvieran a abandonarla.

Cullen le tocó el antebrazo.

–Sarah, estamos entrando en Hood Hamlet –le dijo Cullen.

Se sobresaltó al oír de repente su voz. Miró por la ventana. Estaban en una calle bastante ancha. Había muchos árboles en la parte izquierda de la carretera y vio unos cuantos tejados un poco más lejos. No creía en la magia, pero estaba deseando ver cómo era ese pueblo.

Tomaron una curva y se quedó con la boca abierta cuando vio por fin Hood Hamlet. Era una maravilla, parecía una postal de Navidad. Casi podía imaginar que estaba en los Alpes suizos.

–Bienvenida a Hood Hamlet –le dijo Cullen.

No le extrañó que quisiera vivir allí. Vio una posada alpina que parecía sacada de un cuento. Había macetas con flores colgadas de todas las ventanas.

–Es muy pintoresco. Precioso…

Se fueron acercando a la parte más concurrida de la calle y disminuyó la velocidad.

–Esta es la calle principal.

Vio una hilera de tiendas y restaurantes y mucha gente entrando y saliendo. Una mujer con tres niños saludó a Cullen y él le devolvió el gesto con una sonrisa.

–Es Hannah Willingham con sus hijos, Kendall, Austin y Tyler. Su esposo, Garrett, es contable y el tesorero del equipo de rescate local.

–Tenías razón. Hood Hamlet es un pueblo con encanto –reconoció ella.

–Si te gusta ahora, deberías ver este sitio en Navidad.

No le costó imaginarlo, parecía el entorno perfecto con sus montañas nevadas y los pinos. Le encantaría poder verlo en persona, pero sabía que no iba a ocurrir.

–Debe de ser maravilloso.

–Sí –le dijo Cullen con un nuevo brillo en sus ojos–. Lo iluminan todo el día de Acción de Gracias, empezando por el árbol de la plaza y viene a verlo todo el mundo. Ponen coronas y guirnaldas en la calle principal y decoran las farolas como si fueran bastones de caramelo.

Le pareció que sonaba muy especial. Sus navidades nunca habían sido así.

–¿También hacen algo especial en Pascua?

–Sí, los niños salen con sus cestas para buscar huevos de chocolate escondidos por todas partes. Es incluso mejor que las fiestas que organizan mi madre y mis hermanas.

Le pareció increíble. La casa de sus padres parecía salida de una revista de decoración. Era agotador ver todo lo que hacían para preparar las casas de acuerdo a cada fiesta del año. Con los Gray se había dado cuenta de lo distinta que habían su infancia y su vida.

Sus padres no hacían nada especial en Navidad ni en Pascua. Las comidas se hacían delante del televisor o en el coche. No estaba acostumbrada a otro tipo de vida y no se veía capaz de ser tan buena anfitriona como la madre de Cullen. No creía que hubiera sido capaz de cumplir las expectativas de Cullen ni las de su familia.

–Tienen muchas tradiciones –continuó Cullen–. En Navidad, todo el mundo viene a la plaza principal para que los niños y los animales domésticos se hagan una foto con Santa Claus.

–¿Tienes tú alguna mascota?

–No, pero si no tuviera que pasar tanto tiempo fuera, me gustaría tener una.

–Pensé que no te gustaban los perros ni los gatos.

–Sí me gustan, pero mi madre es alérgica –le explicó Cullen–. Uno de los chicos en la unidad de rescate tiene un husky siberiano precioso que se llama Denali. Es genial.

–Hazte con un gato. Son independientes y es la mejor mascota para alguien que pasa mucho tiempo fuera. Sobre todo si tienes dos. Eso es al menos lo que dice mi jefe, Tucker.

–No sé qué pensar de los gatos. Me gusta saber si mi mascota se alegra de tenerme cerca o no.

–A los gatos les importan sus dueños, aunque no lo demuestren.

–Pero, si no lo demuestran, ¿para qué tenerlo?

Sarah podría haberle hecho la misma pregunta sobre la conveniencia o no de tener un marido. Al principio le atrajeron la seriedad y estabilidad de Cullen. Era muy distinto a otros hombres con los que había estado. Hombres que la habían decepcionado y herido. Pero después de casarse se dio cuenta de que no era una persona espontánea ni mostraba sus emociones.

Recordó que la única emoción que había sido capaz de transmitirle sin problemas era el deseo.

No habían tenido ningún problema en ese terreno. No pudo evitar ruborizarse al recordarlo.

–Estás mejor sin una mascota –le dijo poco después.

Cullen giró a la izquierda. Era una calle estrecha que se abría paso entre los árboles. Había casas y pequeñas cabañas intercaladas entre los pinos.

–¿Vives cerca de la calle principal? –comentó ella al ver que iban más despacio–. ¡Qué cómodo!

–Sí y muy cerca de la cervecería, que es más importante.

Recordaba que Cullen salía a tomar unas cervezas con sus compañeros del grupo de rescate de Seattle después de las misiones. Pensó que quizás fuera a ese bar con alguna amiga y no pudo evitar que todo su cuerpo se tensara. Le costaba imaginarlo con otras mujeres.

–Eso te vendrá muy bien los fines de semana –le dijo ella.

–Sí, es muy práctico.

–¿Con quién vas a la cervecería?

–Sobre todo con los miembros del grupo de rescate y también con algunos bomberos.

–¿Son tipos agradables?

–Sí, pero no son todos hombres.

Se quedó sin aliento. Sabía que no era de su incumbencia ni debía importarle.

Metió el coche por un camino y se detuvo frente a una pequeña cabaña de una sola planta.

–Esta es.

Sarah la miró con incredulidad. Había esperado algo más sencillo, no una cabaña salida de un cuento de hadas. Tenía vigas de madera y ventanas con macetas y flores de colores.

–Es preciosa. Parece la casita de Blancanieves y los siete enanitos.

–Solían alquilarla a turistas, por eso es tan pintoresca, pero creo que exageras.

–Tienes que admitir que es una monada.

–Bueno, me sirve para lo que la necesito.

–Estoy deseando verla por dentro –le dijo ella abriendo su puerta.

–¡Espera! –exclamó Cullen mientras iba a ayudarla a salir–. Apóyate en mí.

Sus modales fueron una de las cosas que más le atrajeron al principio. No estaba acostumbrada a tanta caballerosidad y hacía que se sintiera especial, pero no había sido igual tras la boda.

–Gracias –susurró mientras tomaba su mano.

–Muy despacio –le aconsejó Cullen agarrándola también por la cintura.

No protestó. Era muy agradable sentir el calor de sus manos. Se concentró en recorrer los pocos pasos que la separaban de la cabaña. Cullen la acompañó hasta allí tratándola como si fuera una pieza de delicado cristal. Quería llegar cuanto antes para poder apartarse de él. Su aroma la envolvía, era una dulce tortura. Fue un gran alivio llegar por fin al escalón del porche.

–Ten cuidado –le dijo Cullen.

Pero creía que con quien tenía que tener cuidado era con él.

Cuando abrió la puerta, le vino un recuerdo a la mente que se apoderó de ella. Cullen y ella de vuelta en Seattle después de casarse en Las Vegas. Él la había tomado en sus brazos para atravesar juntos por primera vez el umbral. Le había parecido un gesto muy romántico.

–Menos mal que Blancanieves y los enanitos no están aquí hoy, seríamos demasiados –le dijo Cullen–. No es muy grande. Pero pasa, por favor.

En sus circunstancias, no había razón para romanticismos. Se sentía decepcionada y no sabía por qué. Soltó la mano de Cullen y miró a su alrededor. El interior era cómodo y acogedor. La cocina era pequeña pero funcional. Y el salón, muy agradable.

–Está muy bien –comentó ella–. Veo que has comprado muebles nuevos.

–Ya lo alquilé amueblado.

–¿Y tus cosas? ¿Las has puesto en un trastero?

–No, las vendí. Casi todo eran cosas de segunda mano que me habían dado amigos y familiares. No tenía sentido arrastrar todo eso conmigo.

Trató de ignorar lo dolida que se sentía y recordó que le había regalado una fotografía enmarcada de las montañas Red Rock por su primer aniversario de boda. No la vio en el salón.

–Un nuevo comienzo… –susurró ella.

–Sí.

–Es muy agradable, ahora entiendo que te hayas comprometido ya durante todo un año.

–Estoy cómodo aquí –le confesó Cullen.

Había llegado a preguntarse si él la necesitaría o si la echaría de menos, pero acababa de obtener su respuesta.

No la necesitaba. Tenía un buen lugar para vivir, amigos y un buen trabajo. Su vida estaba completa sin ella.

Era una pena que ella no pudiera decir lo mismo de su vida sin él.

No te alejes de mí - Innegable atracción

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