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Explicación compleja
ОглавлениеEstas explicaciones resultan insatisfactorias en sí mismas. Si examinamos los archivos históricos y ponemos Gran Bretaña en un contexto comparativo, no se desplazan bien en el tiempo ni en el espacio. De hecho, tienen el aire de excepcionalismo que ha caracterizado frecuentemente a la historia británica (y que se discutirá en los próximos párrafos). Tratan de explicar un proceso complejo de reestructuración política y de cambios en las pautas de identidad con argumentos que se sitúan en un nivel muy general, asumiendo que tienen repercusiones en la nación entera de forma más o menos indiferenciada. Sin embargo, la sociedad escocesa, igual que otras, es compleja y se encuentra estratificada, y puede esperarse que los cambios en su entorno tendrían un impacto diferenciado en su interior. Muchos análisis sobre la Unión han pecado de reduccionismo. Las narrativas integracionistas han mostrado identidades territoriales que daban lugar, en un nivel superior, a divisiones de clase en las que las diferencias funcionales triunfaban sobre las alianzas nacionales más antiguas. Los análisis más recientes tienden a otra forma de reduccionismo, al asumir que la erosión de las presiones integradoras significa que Escocia volverá a una identidad territorial anterior. Necesitamos un marco de análisis más sutil y complejo, que nos ayude a trazar las tendencias integradoras y desintegradoras, la construcción y reconstrucción de las identidades nacionales a lo largo del tiempo. El argumento que desarrollamos aquí analiza los desafíos de la Unión a través de cuatro niveles interconectados: el cambio funcional, la opinión de masas, la estrategia de las élites y las instituciones. La evolución de la Unión ha de entenderse en un contexto histórico que tenga en cuenta tanto la experiencia histórica como la interpretación y reinterpretación de dicha experiencia. Ninguno de estos niveles es determinante por sí mismo, interactúan entre ellos y se influyen mutuamente.
Las explicaciones funcionalistas de la Unión se centran en los procesos profundos que se producen en las estructuras económicas y sociales, que moldean e incluso determinan la superestructura política. La sociología modernista que parte de Durkheim (1964) ha argumentado desde hace tiempo que el distintivo territorial sería erosionado por el proceso de modernización, dando lugar a una diferenciación de roles sociales vinculada a la moderna división del trabajo y específicamente a la clase social. Una forma de pensamiento similar caracterizó a las explicaciones funcionalistas y neofuncionalistas de la integración europea, que se han mostrado deficientes. Sin embargo, trabajos recientes en el ámbito de la geografía política y la política territorial cuestionan la idea de que territorio y función sean principios de organización social, económica o política en competencia (Keating, 1988, 1998; Paasi, 2002). En vez de eso, los diversos sistemas funcionales se adaptan y a su vez adaptan los marcos teritoriales en los que operan, a nivel estatal, subestatal y supraestatal. Actualmente, un proceso de reajuste espacial está cambiando la relación entre territorio y función en diversas áreas. Como veremos más adelante, la economía no es un sistema no-espacial o aespacial que tenga el mismo impacto en todas partes, como predica el modelo neoclásico, sino un sistema social que se adapta a las circunstancias y en particular a la localidad. Después de una época de globalización en el siglo xix y principios del xx, en el periodo de entreguerras las economías volvieron al proteccionismo nacional. En los últimos años, las tendencias económicas han sido al mismo tiempo globalizadoras y localizadoras, lo que ha tenido efectos importantes en el Estado-nación como marco de las políticas públicas. La solidaridad social, que previamente estaba asociada al Estado-nación, se está redirigiendo a otros niveles. La cultura y la identidad están sufriendo, al mismo tiempo, procesos de desterritorialización y reterritorialización, abriendo nuevos horizontes espaciales.
La opinión pública no es una masa homogénea sino que está estructurada de acuerdo a divisiones sociales e ideológicas, que pueden coincidir o intersectar, incluyendo clases, sectores, género, localidades e identidades nacionales. Las divisiones sociales además no son exactamente iguales a las brechas políticas, pero se convierten en tales (estructurando la competición política) gracias a las actividades de los partidos que explotan las diferencias, aglutinan los intereses y construyen las ideologías que pueden incorporarlas en un todo coherente (Bartolini, 2005). Por tanto, los alineamientos políticos son el producto de conflictos funcionales o de clase en lugares específicos, cuyos resultados son refractados por el contexto en el que tienen lugar. El nacionalismo ha de situarse en ese contexto. No puede disociarse de las actitudes y los intereses en asuntos sociales y económicos, o reducirse simplemente a estos intereses. Diferentes sectores de la población responden de manera diferenciada a las llamadas del nacionalismo, que apelan a temas emocionales, económicos, culturales u otros intereses, según las circunstancias. La identidad nacional es muy compleja, y no es infrecuente que la gente tenga más de una. Su significado cambia a lo largo del tiempo y el espacio, y tiene implicaciones políticas, culturales y económicas diversas. En gran parte de Europa, la naciente clase obrera de finales del siglo xix y principios del xx se vió escindida entre las fuerzas clasistas y las nacionales. En algunos casos, triunfó la política de clases mientras que, en otros, el nacionalismo eclipsó al resto. En el País Vasco y Cataluña, florecieron ambos principios, dejando un legado particular en la política moderna. Gran Bretaña proporciona un ejemplo particularmente complejo de la alianza entre clase y política nacional, en un contexto en el que había dos niveles posibles de construcción nacional: el del Estado y el de las naciones constitutivas. La política irlandesa osciló claramente hacia el polo de la construcción nacional, mientras que Escocia fue más ambivalente.
Tanto el cambio funcional como la opinión de masas responden a los comportamientos estratégicos y tácticos de las élites. Desde la reaparición de la política territorial en los años 70, algunos académicos se han centrado en la persistencia de la dimensión territorial incluso en los Estados más unitarios, y en la relevancia de la estrategia estatal, o la gestión de la cuestión territorial, para explicar cómo los Estados han tomado forma y cómo se mantienen (Rokkan y Urwin, 1982, 1983; Bulpitt, 1983; Keating, 1988). Las estrategias de gestión territorial abarcan la incorporación en la política de partidos; las intermediaciones centro-periferia a través de canales políticos y burocráticos, incluyendo las redes clientelares; las concesiones políticas, sobre todo, pero no solamente, en la política económica; y la descentralización institucional. Por su parte, los actores de la periferia pueden buscar la autonomía o preferir un acceso privilegiado al centro. Los sistemas de gestión territorial incorporarán ambos, en diferentes medidas. Los cambios en las condiciones internas y externas alteran los cálculos e intereses estratégicos de los actores centrales y periféricos. Por ejemplo, a finales del siglo XIX, la creación y cancelación selectiva de muchos mercados nacionales convirtió determinados centros en periferias y viceversa, como lo hizo la apertura de los mercados europeos y globales cien años más tarde. En la primera era de la globalización, la política arancelaria era un elemento central de la política territorial, con lo que se crearon nuevas constelaciones de intereses territoriales y sectoriales. La penetración del Estado en los territorios, a medida que extiende su alcance, amenazó los antiguos sistemas de intermediación, generando una crisis en la representación territorial, un desafío al Estado, y una reconfiguración de la política territorial. Estas crisis ocurrieron a finales del siglo xix y, de nuevo, a finales de los años 60 y principios de los 70, no solamente en el Reino Unido sino en toda Europa Occidental (Keating, 1988). En este último caso, una causa se encuentra en la nueva fase de la gestión territorial que representa la modernización de las políticas regionales, que se pensaron para integrar los territorios más decadentes y menos desarrollados en las economías nacionales en el marco de la estrategia keynesiana de la gestión macroeconómica. Estas políticas se presentaron como cuestiones técnicas que, al maximizar la producción nacional, beneficiaban a todo el mundo, aunque, como eran proporcionadas por el Estado central, perturbaron las pautas existentes de intermediación territorial. Se produjeron reacciones dentro de las regiones y una nueva oleada de movilización territorial, que tomó diversas formas, desde la defensa de los antiguos modos de producción a las políticas alternativas de desarrollo. Del mismo modo, en años recientes, la integración europea ha desestabilizado los modos de gestión territorial, privando al Estado de instrumentos clave para la acomodación y creación de nuevas alianzas entre ganadores y perdedores (Jones y Keating, 1995). La distinción territorial no es, así, algo que se cree una vez para siempre, sino que se crea y recrea en cada generación.
Esto nos lleva al papel de las instituciones a la hora de moldear la política territorial. El Estado unitario en su forma más descarnada proporciona una arena única para la política, empujando las demandas hacia el centro. La construcción nacional en Estados como Francia utilizó instituciones como la educación, el ejército y la administración para construir no solamente una maquinaria estatal unitaria sino también un sentido de identidad uniforme. Sin embargo, incluso en este caso, las realidades prácticas necesitaban medios para adaptarse a la diversidad territorial. El Estado británico tuvo una postura más transigente, y la supervivencia de instituciones como la Iglesia, el sistema legal, la educación y los sistemas de gobierno locales se han relacionado con la resistencia de la identidad nacional escocesa en ausencia de marcadores lingüísticos y culturales claros. Sostienen un nacionalismo banal (Billig, 1995) en la vida cotidiana y sitúan las cuestiones económicas y sociales en el marco escocés. En diferentes ocasiones, las instituciones han sido asimiladoras o diferenciadoras, pero no siempre han logrado los efectos deseados. En muchas partes de Europa occidental, incluyendo Gran Bretaña, la política regional y los mecanismos de planeamiento que se pusieron en marcha en los años 60 para incorporar a los territorios periféricos en el espacio económico y social nacional tuvieron el efecto de enfatizar las dimensiones territoriales de las políticas y animar a los ciudadanos a articular sus demandas en un marco territorial (Keating, 1988).
La integración mediante el cambio funcional, las actitudes de las masas, y las estrategias de las élites, dentro de los parámetros institucionales, deben entenderse como un proceso histórico que se va desplegando a lo largo del tiempo. La historia es importante en el sentido inmediato de que las decisiones tomadas en un determinado momento sirven para cambiar los parámetros institucionales de las decisiones que se tomarán en otros momentos (Mahoney y Rueschemeyer, 2003; Pierson, 2004). Debemos, sin embargo, tener precaución con las teleologías nacionalistas, que tratan de definir la dirección de la evolución histórica y el punto final de llegada, que suele ser la construcción del Estado-nación. Este podría ser el caso de los unionistas británicos, con la vieja historiografía whig del progreso y la Unión; o del nacionalismo escocés, como en la persistente mirada de Nairn (1977, 2000, 2007), quien afirma que Escocia perdió el tren histórico del Estado en el siglo xix, y tendrá ahora que recuperar el tiempo perdido. En los últimos años, los estudiosos han abundado sobre los tipos de organización política existentes en diferentes tiempos y lugares, siendo el Estado-nación una opción entre otras.
En la mayor parte de países de Europa, existe la tendencia a escribir sobre historia, sociología o política desde dentro, es decir, describir y analizar el Estado y la nación en sus propios términos, en vez de situarlos en un todo más amplio. Esto se une a la atención desmedida por los tipos ideales del Estado-nación «normal», lo que lleva a la tendencia recurrente del excepcionalismo, mediante el cual el país propio se convierte en un caso atípico, que no se amolda a las reglas «normales» del desarrollo nacional. Generalmente, se asegura que este o aquel país no tuvo una revolución burguesa, o se caracterizó por una gran diversidad interna. El Reino Unido no es inmune a esta tendencia, aunque en los últimos años los historiadores han hecho progresos en cuanto a relacionar las historias de las «islas británicas» (Pocock, 1975; Kearney, 1995; Davies, 1999), situándolas en un contexto europeo (Scott, 2000). Ningún desarrollo en ningún país puede corresponderse con los tipos ideales, ya que se trata de meras generalizaciones de la suma de las experiencias individuales, pero esto no nos condena al excepcionalismo. Las teorías de la ciencia social pueden utilizarse para interpretar los casos, reconociendo su especificidad histórica. El Reino Unido puede ser muy diferente a Francia, pero su experiencia histórica tiene elementos comunes con, por ejemplo, España.
La historia es importante en otro sentido que la ciencia política ha olvidado: se muestra como un campo de lucha y un medio para interpretar y dar sentido al presente. Los historiadores saben que muchas veces su agenda está moldeada por las preocupaciones del presente, y, por ejemplo, los argumentos históricos sobre la Unión de 1707 suelen depender de las actitudes hacia la Unión en 2008. Muchas veces la historia se parece a un cuarto trastero lleno de objetos que pueden airearse, recuperarse y restaurarse para fines actuales, y la historia escocesa no es una excepción. Ya hemos comentado la tendencia de algunos observadores a asumir que la Unión nunca existió porque actualmente se está debilitando. Existen infinidad de teorías sobre el viejo Estado escocés y sobre si pudo lograr, en algún momento, una verdadera soberanía, y también sobre la vocación europea de Escocia a lo largo de la historia. En parte, la evolución de la Unión en los últimos trescientos años ha dependido de las representaciones cambiantes de su objetivo original. Las ambigüedades y los silencios (por ejemplo, en torno a la cuestión de la soberanía) han proporcionado combustible a los debates legales y constitucionales.
Las aportaciones históricas también tienen el problema de los distintos tipos de conocimiento que tenemos de los diferentes periodos, y de los riesgos del anacronismo. Antes de la mitad del siglo xx no existían las encuestas, por lo que las opiniones de las masas sólo pueden conjeturarse indirectamente a partir de la información existente; y en todo caso la opinión de las masas no tenía el papel que tiene actualmente en los sistemas de gobierno. Los conceptos de Estado y orden político no eran los mismos en el siglo xviii que en la actualidad. Por tanto, aunque es justificable rastrear el sistema de gobierno escocés y buscar un sentido de identidad común hasta la Edad Media, sería un error confundirlos con el nacionalismo moderno o asumir que un marco escocés atemporal esta ahí disponible para sustituir al británico si éste decae. Por el contrario, la identidad escocesa es reconstruida y su significación política reinterpretada en diferentes momentos históricos. Lo que estamos viendo actualmente es la aparición de un nuevo proyecto escocés de construcción nacional, que contrasta con la vieja Unión y entra en competencia con el intento de reconstrucción de la nación británica. Esto está sucediendo en unas circunstancias muy diferentes a las de la construcción nacional clásica a lo largo del siglo xix.