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Estados, naciones y sistemas de gobierno
ОглавлениеLas ciencias sociales modernas se han centrado en un modelo del Estadonación, del que es difícil escapar (Keating, 2008b, 2009c). Este modelo representa el Estado como un conjunto estable de fronteras que contienen una economía con límites espaciales, una sociedad unida por una identidad y cultura común, un conjunto de instituciones representativas y de gobierno, y, más recientemente, un sistema de protección social. Es considerado una realidad que evoluciona históricamente; el producto del poder político, la integración funcional y las normas internacionales sobre la localización del poder. En la teoría política también se presenta como una forma normativa y deseable de organización política. Una identidad única y compartida proporcionada por un demos unificado, que se convierte en la base de la democracia (Mill, 1972) y sostiene la solidaridad social (Miller, 1995). Los límites y la estructura del Estado se sustentan en los principales actores sociales y económicos, previniendo las aventuras solitarias y deserciones, y alentando el diálogo social. Aun así el término se utiliza en dos sentidos diferentes; uno se refiere a las fronteras externas y el alcance político, y el otro a su composición interna. En buena parte de las ciencias sociales, y particularmente en el estudio de las relaciones internacionales, se considera (erróneamente) que el Estado soberano salió de la Paz de Westfalia en 1648 y es el bloque constitutivo básico del sistema de relaciones internacionales. En su segundo significado, se sugiere que el Estado y la nación coinciden en el espacio. Podemos combinar los dos significados para crear un tipo ideal weberiano de Estado en el que las fronteras de la soberanía y la identidad coinciden perfectamente. Sin embargo, como todos los tipos ideales, el modelo no debería confundirse con la descripción de la realidad.
Este modelo desentona con el hecho sociológico de que algunos Estados contienen grupos cuyos miembros se consideran una nación.6 Estos Estados multinacionales tienen problemas particulares y requieren formas de gobierno específicas, que incluyen el federalismo, el reparto del poder y el reconocimiento de la diferencia cultural. La forma «jacobina» de democracia, que asume la existencia de un demos único, debería abandonarse en favor de una comprensión más compleja y pluralista de la democracia, la ciudadanía y la solidaridad. Nuestro caso es aún más complejo, porque pertenece al grupo de países en el que los conceptos mismos son cuestionados, entendiéndose de formas diversas en diferentes partes del Estado. En otro lugar he utilizado el concepto «plurinacional» para comprender estas situaciones ( Keating, 2001a). En el Reino Unido, el Estado y la nación han estado en conflicto durante mucho tiempo, y ninguno de los dos tiene un significado compartido. El término «nación» se aplica al todo y a las partes constitutivas, mientras la teoría del Estado está menos desarrollada que en otros países europeos. Las partes no-inglesas tienen un nivel intermedio de identificación política entre ciudadanía y Estado, mientras en Inglaterra el Estado se identifica con los componentes mayoritarios. Dentro de las naciones periféricas, estas identidades múltiples se sienten de manera diferenciada según sectores de la población. Estas ambigüedades explican el éxito de la Unión durante trescientos años, y también sus debilidades, al tiempo que contienen las semillas de su transformación. Por otro lado, la naturaleza esencialmente asimétrica de los sentimientos nacionales explica por qué las soluciones federales convencionales son tan complicadas como las formas del Estado unitario.
El Estado y la nación son temporal y espacialmente contingentes, son el producto de la historia pero no están determinados por ella. Algunas teorías sobre la construcción del Estado son funcionalistas, como se observa en la insistencia de Karl Deutsch (1966) en la importancia de la comunicación social como sustento de las comunidades identitarias; éstas son las comunidades que crean gobiernos y no al revés. Por contraste, Charles Tilly (1975) enfatiza el papel de la fuerza en la creación de los Estados europeos, en donde la capacidad de extracción se utiliza para ampliar la administración y los servicios. Pero más tarde argumentará que la coerción es sólo un elemento, porque además hay que tener en cuenta el capital (factores económicos), que juega un papel importante en la cración de las diferentes formas del Estado (Tilly, 1990). Spruyt (1994) ha mostrado cómo las diferentes formas de autoridad, entre las que se incluyen los imperios, los grandes Estados, los pequeños Estados y las ciudades-Estado, fueron posibles en diferentes periodos históricos. En la era moderna inicial, las ciudades-estado basadas en el comercio eran posibles, y podían movilizar los recursos económicos para negociar su autonomía. Las condiciones cambiantes de la guerra, el armamento y el desarrollo de los ejércitos de masas, dieron más tarde la ventaja a los grandes estados territoriales y a los imperios marítimos. En el siglo xxi, las viejas identidades entre el territorio, la sociedad, la economía y las instituciones políticas están cambiando, porque dichas instituciones se encuentran parcialmente desvinculadas del territorio, por lo que se han abierto posibilidades para la creación de nuevas formas políticas (Keating, 1988, 2001a). Actualmente existe una amplia literatura sobre las diferentes formas de gobierno que han existido en la historia (Ferguson y Mansbach, 1996). El sistema estatal europeo es históricamente contingente y no está predeterminado, como tampoco lo está la naturaleza misma del Estado. Por tanto, a principios del siglo xxi, si los Estadosnación fracasan o se transforman, no hay razón evidente para creer que serán reemplazados por otras entidades de la misma naturaleza, ya sea a escala más amplia (europea) o más reducida (como la escocesa).
Las naciones también son históricamente contingentes. La construcción nacional (que no es siempre lo mismo que la construcción estatal) no es un acontecimiento único sino un proceso en cambio contínuo, las naciones pueden deconstruirse de la misma forma que pueden construirse. Esto no quiere decir que puedan aparecer por arte de magia. La famosa expresión de Benedict Anderson (1983) de las «comunidades imaginadas» no debería malinterpretarse en el sentido de comunidades «imaginarias»; la nación es una categoría sociológica que se sustenta en instituciones, identidades y prácticas sociales. Se ha derramado mucha tinta en torno a la antigüedad de las naciones, si son modernas o inmemoriales, y si preceden al Estado o son una consecuencia de éste. En muchos casos se ha generalizado de un caso específico o grupo de casos, o se ha confundido un tipo-ideal con la realidad histórica.
Por tanto, existen múltiples caminos hacia el Estado y la nación. En el curso del siglo xix, durante el periodo del llamado despertar de las naciones, había una tendencia general a considerar el objetivo último de toda nación la creación de un Estado independiente, pero no fue hasta la Primera Guerra Mundial cuando la idea adquirió una aceptación prácticamente universal. Los movimientos nacionalistas aprendieron unos de otros y se adaptaron al escenario internacional, compartiendo la idea del Estado como la fórmula política más elevada y la mejor forma de garantizar la seguridad. También tuvieron que adaptarse a las categorías reconocidas por el sistema internacional. Además, este fue el periodo histórico en el que surgen las modernas ciencias sociales, con su lenguaje, sus categorías, sus presupuestos normativos, y los conjuntos de datos modelados por el Estado. Pero desde finales del siglo xx las categorías están cambiando como consecuencia de las transformaciones globales, especialmente en Europa. Esto no apunta solamente a un futuro diferente, sino que también supone una reinterpretación del pasado, la comprensión de la contingencia histórica del Estado-nación, y el reconocimiento de la variedad de formas que pueden adoptar las naciones.
Rokkan y Urwin (1983) distinguen cuatro tipos de sistemas de gobierno territorial. El Estado unitario reconoce solamente una comunidad política y centraliza toda la autoridad. El federalismo mecánico reconoce solo una comunidad política o cultural, pero divide el poder y la autoridad entre los gobiernos centrales y regionales, y los últimos se basan en criterios funcionales o incluso arbitrarios, como es el caso de Alemania; se imponen desde arriba por medios constitucionales. El federalismo orgánico se refiere a un sistema en el que el poder se divide de forma similar, pero en el que las unidades constitutivas se basan en comunidades políticas, históricas o culturales con sus propias identidades. El «Estado-unión» es un sistema de gobierno territorialmente diferenciado, que preserva elementos constitucionales anteriores a la Unión, pero que no está formalmente federado. «La incorporación de partes de su territorio se ha logrado a través de tratados y acuerdos; consecuentemente la integración territorial no es perfecta. Mientras la estandarización administrativa prevalece sobre la mayor parte del territorio, la estructura de la Unión supone la supervivencia de variaciones que dependen de derechos e infraestructuras anteriores a ésta» (Rokkan y Urwin 1983: 181). En muchos aspectos, las categorías son cuestionables. El federalismo mecánico no tiene por qué imponerse desde arriba. El federalismo orgánico se parece bastante a la categoría del Estado-unión, como muestra el caso de Canadá. Aun así, la noción de la Unión como un gobierno complejo que mantiene algunas trazas de sus componentes originales es bastante poderosa, haciéndonos eco del vocabulario británico al uso, y se ha reintroducido en los debates sobre el Reino Unido y otros sistemas políticos plurinacionales (Mitchell, 1996; Keating, 2001a).
Una formulación anterior viene de Georg Jellinek (1981), quien a finales del siglo xix criticó la doctrina legal dominante según la cual las únicas unidades de jurisdicción eran los Estados y provincias dentro de ellos, con el argumento de que existía un amplio conglomerado de entidades entre ambos. Existían los Estados, con sus territorios, súbditos y formas de gobierno. Algunos eran soberanos e independientes. Otros no eran soberanos pero podían calificarse de Estados, porque estaban equipados con una infraestructura burocrática y poseían el título de Reino, República o Estado libre, de forma que podían continuar, en caso de necesidad, sin el Estado paterno. Un ejemplo era Baviera. En el otro extremo estaban los protectorados, con sus propios territorios y súbditos pero sin gobierno, como Bosnia-Herzegovina y Alsacia-Lorena. Los fragmentos de Estado (Staatsfragmente) eran territorios que tenían solamente algunos atributos del Estado. Así los Länder austríacos tenían sus propias leyes y parlamentos pero no un poder ejecutivo; Islandia tenía su propia Constitución pero era gobernada por un ministro danés; Croacia tenía gran parte de la infraestructura, pero no su ciudadanía propia, y el gobierno era designado desde Hungría. El caso de Finlandia era más conflictivo, porque algunos lo consideraban un Estado no soberano, mientras que Jellinek lo veía como un fragmento del imperio ruso. Al mismo tiempo, los fragmentos de Estado podrían dividirse en categorías más fuertes o más débiles, entre las que Jellinek subrrayó cuatro. En la más débil, el centro crea y cambia la constitución de las unidades; en la siguiente, las unidades tienen poderes limitados sobre sus propias constituciones; en una forma más fuerte, la constitución de las unidades sólo puede cambiarse por las leyes locales; y en la más fuerte de todas, las unidades tienen pleno poder constituyente, y pueden cambia sus constituciones internas de acuerdo a sus deseos. Pueden incluso disfrutar de algunos de los privilegios internacionales de los Estados, como la pertenencia a la Unión Postal Universal. Así, también las categorías de Jellinek, aunque comparadas con la perspectiva más basada en los comportamientos de Rokkan y Urwin contienen posiblemente un exceso de formalismo legal y son cuestionables, apuntan hacia la existencia de diferentes formas de gobierno en el pasado, que seguirán cambiando en el futuro, desentrañando así los elementos diversos que se han unificado en el concepto de Estado-nación. La Escocia anterior a la devolución, según la expresión de Jellinek, podría verse como un fragmento de Estado, y desde 1999 como un Estado no-soberano.7
El cambio en el régimen internacional de seguridad y la expansión del libre comercio, especialmente en Europa, han puesto en cuestión la identificación previa de los grandes Estados-nación consolidados con la seguridad y el bienestar económico. Esto ha generado un nuevo interés por las ciudades-Estado, las naciones comerciales, y los sistemas abiertos del pasado. Los líderes políticos catalanes han repristinado su historia como nación de comerciantes autogobernada encajada en una Monarquía e imperio difusos con el fin de mostrar su capacidad para jugar un papel en la nueva configuración europea (Moreno y Martí, 1977; Lobo, 1997; Albareda y Gifre, 1999). Los líderes vascos han emfatizado sus tradiciones, soberanía compartida y pactismo para elaborar ideas que les doten de un status semi-independiente (Lagasabaster y otros, 1999; Gurtubay, 2001). Los nacionalistas galeses han redescubierto las concepciones de comunidad en contraste con la estatalidad, que hunden sus raíces también en la idea de soberanía compartida. El desarrollo de la Unión Europea está abriendo nuevas cuestiones en la relación entre nacionalidad y autoridad política, y ha reintroducido el interés por estas ideas. Para algunos, se trata solamente de una asociación de Estados, cuya soberanía sigue siendo intocable; para otros, es una federación en construcción. Un número cada vez más amplio de académicos aseguran que se trata de una realidad que no puede entenderse mediante la terminología del Estado, ya sea intergubernamental o federal. Se trata, por el contrario, de un orden político y legal diferente que debe entenderse en sus propios términos. Esto ha llevado a la aparición de una oleada de escritos sobre el futuro de los europeos, y también a una búsqueda de ideas, entre las anteriores formas de gobierno, que puedan abrir nuevas perspectivas. Lo que no significa dar la vuelta atrás al reloj de forma anacrónica, sino examinar las experiencias históricas específicas y ver cómo podrían adaptarse a la situación actual. El orden europeo es en cierto sentido nuevo, pero sólo es novedoso si situamos nuestros precedentes en la era del Estado-nación. La mezcla de unidad y diversidad, dominación y distribución del poder, se parece en cierta manera a las formas pre-modernas de gobierno.
Zielonka (2006) y Colomer (2006) han recuperado recientemente el concepto de imperio como una forma de designar la aparición de realidades trasnacionales. De nuevo, sería un error confundir los conceptos con la realidad o predicar el retorno al medievalismo o al Sacro Imperio Romano. El concepto de «imperio» se desacreditó a lo largo del siglo xx por su asociación con la era colonial de dominación europea en Asia y África. Sin embargo, utilizado en otro sentido, el imperio es una forma de gobierno que no está necesariamente basada en la dominación y la dictadura. Se trata, más bien, de un gobierno complejo en el que diversas partes pueden tener relaciones diferentes con el conjunto, y en el que la ciudadanía está diferenciada, aun manteniendo elementos en común. Los historiadores han revisado la experiencia de los imperios Habsburgo e incluso otomano como formas de gobierno que, sin ser democráticas, durante gran parte de su historia fueron más plurales que los Estados-nación de la Europa Occidental.
De manera similar, muchas veces las monarquías han tenido una mayor capacidad de gestionar el gobierno multinacional que las Repúblicas, porque el principio de la soberanía popular de estas últimas implica definir al pueblo (o el demos) y unificar los derechos y las obligaciones. Rose (1982) ha identificado el papel clave de la Monarquía, simbolizada por la «maza», en la unificación del Reino Unido. Los reformistas, desde los radicales del siglo xix al movimiento Carta 88 de finales del siglo XX, han utilizado las características pre-democráticas de la constitución para reivindicar la República, el principio de la soberanía popular y una constitución escrita. Pero es la flexibilidad de las antiguas constituciones, a la que escapa España, lo que posiblemente ha permitido la adaptación de las diferentes realidades nacionales, mientras que los regímenes democráticos han pugnado por reconciliar la soberanía popular y la igualdad con la diversidad nacional.
Por tanto, había vida política antes de la consolidación del Estadonación y la habrá después de su desaparición. El Reino Unido no es una excepción a alguna regla general relativa a estatalidad y nacionalidad, sino un ejemplo específico de las copmplejidades que tienen estos conceptos y de su evolución a lo largo del tiempo. Los dos capítulos que siguen examinan esas especificidades, la naturaleza de la Unión angloescocesa y la manera en que se está transformando en nuestra época. Pero antes de intentar desentrañar la Unión, necesitamos entender la naturaleza y las prácticas del unionismo como una forma particular de constitucionalismo.
1 La Paz de Westfalia introdujo el principio cuius regio, eius religio, que elaboraron primero los Habsburgo en el siglo anterior. Éste, en vez de la idea de la soberanía nacional, era el significado central de la paz.
2 La Iglesia anglicana de Irlanda se clausuró en 1869. La Iglesia de Inglaterra en Gales en 1922.
3 La pérdida de los restos de las colonias españolas en 1898 provocó una crisis estatal y el ascenso rápido de los nacionalismos vasco y catalán. La Cuarta República francesa cayó por los problemas de la descolonización, incluyendo la cuestión de si Argelia era una colonia o parte del Estado.
4 «Unionista», en este caso, se refiere a la unión irlandesa, no a la escocesa.
5 Los años 70, a pesar de la imagen posterior, fueron una época en la que a Escocia le fue bastante bien en comparación con el resto de Gran Bretaña.
6 He usado esta expresión más bien complicada to apuntar que la nacionalidad es un sentimiento subjetivo muchas veces puesto en cuestión
7 McCrone (2001b) Tiene una idea similar cuando, en su segunda edición de su libro sobre la sociología de Escocia, deja fuera el concepto «sin Estado» del título.